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jueves, 21 de noviembre de 2013

Llora Jesús sobre Jerusalén, ¿llorará también por nosotros?

1Mac. 2, 15-29; Sal. 49; Lc. 19, 41-44
‘Al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad…’ nos dice el evangelista. Cuando tras la dura subida desde Jericó y el valle del Jordán se traspasa el monte de los Olivos es espectacular lo que aparece ante los ojos del peregrino. Hoy mientras descendemos por el monte de los Olivos podemos ir contemplando la ciudad en todo su esplendor. En primer término hoy contemplamos la explanada del templo en la que hoy se levantan las dos mezquitas, una con su cúpula dorada sobre el lugar donde estaba el templo en los tiempos de Jesús.
Para el devoto judío que tanto amaba la ciudad santa de Jerusalén las lágrimas que correrían brotarían de sus ojos y correrían por su rostro querrían expresar la emoción y la alegría por la llegada hasta el monte santo de Jerusalén. ‘Qué alegría cuando me dijeron vamos a la casa del Señor’, cantarían con los salmos como lo siguen haciendo hoy los peregrinos que hasta la ciudad santa se acercan; ‘Jerusalén están fundada como ciudad bien compacta, allá suben las tribus, las tribus de Israel’.
Hoy contemplamos llorar a Jesús - en medio del monte de los Olivos hay un pequeño oratorio que recuerda este llanto de Jesús - pero no es solo la emoción del peregrino como veníamos contando, sino es el dolor que Jesús siente en su corazón por todo lo que va a suceder a Jerusalén. ‘Al ver la ciudad dijo llorando: ¡Si al menos tú en este día comprendieras lo que conduce a la paz! Pero no, está escondido a tus ojos…’
Jerusalén, la ciudad de la paz que ese viene a ser el significado de su nombre. Y siendo la ciudad de la paz sin embargo se le anuncia violencia y destrucción y siempre ha estado llena de violencia y carente de paz, a través de los siglos. No es solo lo que pocos años después sucedería y que las palabras de Jesús ahora se convierten en anuncio profético, sino que en cierto modo esa profecía viene como a definir por su violencia la que tendría que ser ciudad de paz.
Violencia que vivieron los profetas a través de todos los tiempos del Antiguo Testamento que fueron no aceptados y rechazados, e incluso muchos de ellos martirizados hasta en el mismo altar del templo, pero que tendrá un momento culminante en la pasión y la muerte de Jesús cuya sangre derramada sería para traernos la reconciliación y la paz. Es el rechazo que también realizan de Jesús al que aunque haya momentos en que los niños y la gente sencilla le aclamen como el que viene en el nombre del Señor, sin embargo esos gritos se convertirán en el rechazo por el que pedirían para El la muerte y la cruz.
‘Porque no reconociste el momento de mi venida’, les dice ahora Jesús. No aceptaron a quien venía a anunciarnos la amnistía y el perdón absoluto para nuestros males y pecados. Rechazaron al que los profetas habían anunciado como Príncipe de la paz; y porque no llenaron sus corazones de buena voluntad para ellos no fue la paz que habían anunciado los ángeles a los pastores ya desde el nacimiento de Jesús.
Allí derramaría Jesús su sangre, entregaría su vida para que por su sangre derramada tuviéramos la seguridad de la Alianza nueva y eterna que nos traería la reconciliación y la paz, derribando los muros que nos separaban, venciendo el odio y el pecado, para regalarnos la vida nueva de la gracia que sí traería paz a nuestros corazones.
Subía ahora Jesús a Jerusalén, estaba a punto de realizar su entrada en la ciudad y en el templo y llora Jesús al contemplar aquella ciudad tan querida para todos; llora ante la belleza del templo que se levantaba soberbio en primer término sabiendo que todo aquello será destruido, ‘no quedaría piedra sobre piedra…’; nunca más se levantaría un templo semejante, pero El sí podía reconstruirlo porque con su muerte y resurrección sería El para siempre ese verdadero templo de Dios, dándonos la posibilidad de que nosotros uniéndonos a El también para siempre con nuestra vida renovada y resucitada pudiéramos cantar la gloria del Señor.

Pero Jesús nos contempla a nosotros que desde nuestro bautismo también hemos de ser esos verdaderos templos de Dios, y ¿lloraría también sobre nosotros y por nosotros? ¿Reconocemos o no el momento de su venida? Llega el Señor a nosotros que ya como en un anticipo tendríamos que ser la nueva Jerusalén, ¿cómo le recibimos? ¿Ansiamos  nosotros de la misma manera alcanzar un día la Jerusalén del cielo para participar para siempre de su gloria y de la vida eterna junto a Dios? Mañana tendremos oportunidad de seguir reflexionando sobre ello.

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