María
un día dijo sí y se había puesto en camino, ahora en silencio baja del Gólgota
y en el silencio de la espera de la resurrección estará siempre en camino al
lado de sus hijos
El Gólgota se
había quedado en silencio. Poco a poco habían ido abandonando el lugar aquellos
que tanto habían luchado por quitarlo de en medio, su obra estaba consumada, o así
lo pensaban; los curiosos desaparecieron como por encanto porque se había
acabado el espectáculo; los soldado encargados de ejecutar la sentencia
cumplían sus últimos requisitos, pero un pequeño grupo se arremolinaba a los
pies de la cruz, y pronto descenderían en cortejo buscando la tumba nueva que
el bueno de José de Aritmatea había facilitado; él se había encargado de pedir
el cuerpo de Jesús y con aromas que Nicodemo también había facilitado cubrieron
los ritos fundamentales para el enterramiento.
La piedra
había sido rodada, Juan que había recibido a Maria como madre la llevó consigo
buscando un lugar de descanso, ¿acaso el cenáculo donde se habían refugiado el
resto de los discípulos? Había también probabilidades de que fueran unos
parientes más o menos cercanos de María, dada su disponibilidad para facilitar
el lugar. Reinaba el silencio en el ambiente como no podía ser de otra manera.
Momentos en
que nos quedamos en blanco; momentos en que se agolpan los recuerdos; momentos
en que no sabemos ni qué pensar, ni qué decir. El dolor de una madre era grande.
Un día le habían anunciado que una espada traspasaría su alma, pero no se podía
pensar que fuera un dolor tan intenso. Pero María había estado allí; a su
encuentro había salido cuando llegaron las noticias de cuanto sucedía en
aquella calle que se quedaría para siempre con el nombre de la amargura. Pero
el verbo que se utiliza para hablarnos de la presencia de María nos habla de
firmeza, de entereza; no era la presencia de quien se desmorona, aunque la imaginería
abunde en gestos desgarradores, sino la presencia de quien sabe qué hace allí,
por qué está allí.
Un día María
había dicho sí y se había puesto en camino. Su disponibilidad había sido total,
porque se consideraba tan pequeña como una esclava que tiene que hacer lo que
le manden, pero ella con toda la disponibilidad de un corazón que saber amar
había comenzado a subir los peldaños. Camino errante en búsqueda de donde
servir, caminos de vacío y de pobreza como para no tener ni siquiera una posada
que la acogiera en los momentos que iba a traer al mundo una vida, soledades de
noches frías a la intemperie porque poco calor podían dar las paredes de un establo,
caminos de huida que se convertían en destierro, caminos y caminos llenos de
soledades, de vacíos y de silencios cuando te quitan de tu lado lo que más
amabas como los que ahora desgarraban su corazón. Pero ella había dicho y se
había puesto en camino.
Por eso aquel
cántico que un día había iniciado allá en la montaña en casa de su prima Isabel
ella lo seguía cantando. Como lo saben hacer solo los que tienen envueltas sus
vidas por la fe. Ella seguía proclamando las grandezas del Señor, ella seguía
dando gracias porque el Señor la había escogido y en ella seguía realizando
maravillas. A quien le falta la fe difícil es que pueda cantar ese cántico de
alabanza y acción de gracias cuando constata sus soledades, su pobreza, eso que
parece un silencio de Dios. Pero María podía hacerlo. Ella se siente en verdad
envuelta por la misericordia del Señor. Nada teme, porque sabe que el Señor
está con ella.
Está viendo
María el cumplimiento de las bienaventuranzas que un día Jesús había
proclamado. Podría parecer que los poderosos de este mundo tienen la ultima
palabra, pero ella sabe que la muerte no ha derrotado a la vida. ‘Dispersa,
sí, a los soberbios de corazón’. ¿Dónde están ahora los que tanto han
vociferado en este día ante el pretorio y aquí mismo en el calvario? Son los
que ahora callan, porque aun siguen temiendo; le irán a pedir al Procurador que
ponga guardias a la entrada del sepulcro, porque aunque no quieren creer sin
embargo temen que en verdad Jesús resucitará como lo había prometido. María
sigue con esa esperanza en el corazón, ella confía en la Palabra de su Hijo
como un día se había confiado totalmente a Dios sin saber incluso como se
resolverían los misterios de Dios.
El silencio
de María no es angustia por la muerte de su Hijo porque sabe muy bien que
resucitará. Es el silencio de la espera, pero es el silencio de quien aun no
termina de comprender esa nueva dignidad que le ha confiado su Hijo. Quizá su
silencio sea contemplar esa humanidad que son sus nuevos hijos en los que
también descubre tantos sufrimientos, en los que descubre tantas soledades, en
los que descubre tantos vacíos porque andan desorientados como ovejas sin
pastor, a los que sabe que tiene que amar y por eso está haciendo suyos esos
sufrimientos, esas soledades, esos silencios, esos vacíos de los que ahora son
sus hijos. Y una madre cuando siente como propio el dolor de sus hijos algunas
veces lo que hace es guardar silencio, acompañar en silencio, mirar en
silencio.
Se siente
María acompañada por Juan que ya la tomó como su madre y la ha llevado consigo,
pero ahora María es la que como madre quiere acompañar a Juan, quiere acompañar
a esa Iglesia naciente, por eso ya desde el principio la veremos en el cenáculo
cuando esperan el cumplimiento de la promesa de Jesús, la venida del Espíritu.
Es María la que nos va a acompañar a la Iglesia en el camino de la historia,
que muchas veces se hará difícil, pero que va a sentir siempre esa presencia
maternal de María.
Es el
silencio de María mientras se aleja de la tumba de Jesús, es el silencio de
María en aquel sábado de espera de la resurrección, es el silencio de María que
es el silencio de los humildes, de los pequeños y de los sencillos, pero que
ella sabe que en ellos Dios hará cosas grandes como lo ha hecho en ella y con
ella. Es el silencio con que vamos a estar con María en este sábado en la
espera de la resurrección del Señor porque sabemos que con nosotros estará ya
para siempre María.