Unas
lágrimas de Jesús sobre la ciudad santa que nos hacen mirarnos a nosotros
mismos a quien Dios tanto ha regalado con su amor
Apocalipsis 5,1-10; Salmo 149; Lucas
19,41-44
Si hay algo que a todos nos conmueve
son las lágrimas de cualquier ser vivo, de cualquier ser humano en nuestra
presencia. Siempre nos preguntamos ¿por qué? ¿por qué esas lágrimas? Y tratamos
de ser paño de lágrimas aunque no siempre sepamos como enjugarlas.
¿Por qué lloramos? ¿Por qué son esas
lágrimas? Por empezar por las que puedan ser más agradable, podemos pensar que
lloramos de alegría, de emoción, de sorpresa por algo bueno que nos acontece;
todos hemos visto a una madre llorar de alegría cuando recibe noticias del hijo
del que hace tanto tiempo que no sabe nada; lloramos de alegría si tenemos la
suerte de que las cosas nos vayan bien o conseguimos aquella meta que tanto
ansiábamos; todos nos emocionamos con quien está emocionado y terminamos
derramando lágrimas con él; pero lloramos de rabia y de impotencia cuando no
logramos el premio por el que luchábamos, o lloramos de angustia en la separación
de un ser querido porque se va de viaje, lloramos de tristeza ante la muerte de
seres queridos o allegados a nosotros; pero lloramos insatisfechos cuando vemos
que hemos hecho tanto por alguien que no lo agradece, que incluso se puede
volver contra nosotros y nos sentimos inútiles en lo que intentamos para el
otro.
Muchas y distintas lágrimas pueden
salir de nuestros ojos, que manifiestan sentimientos, amarguras, amores
disfrutados o frustraciones en el amor, alegrías y tristezas, que expresan lo
más hondo que llevamos dentro y que no tenemos palabras para expresarlo.
¿Sabremos descubrir no solo el por qué de nuestras lágrimas sino también el por
qué de las lágrimas de tantos en nuestro entorno? ¿Acaso se nos secan nuestras
lágrimas por alguna razón o nos volvemos insensibles ante las lágrimas que se
derraman en derredor nuestro?
Hemos venido con el evangelio de san
Lucas acompañando a Jesús en su subida a Jerusalén; en ocasiones el caminar de
Jesús parece que tiene prisa, como nos dice el evangelista, iba delante,
conciente de la Pascua que en Jerusalén ha de celebrar, ha de vivir. Son muchos
los anuncios que ha ido haciendo a lo largo del camino de lo que sucederá en
Jerusalén aunque nunca los discípulos parecen entender las palabras de Jesús.
Ahora se asoma ya como en un bacón a contemplar la ciudad de Jerusalén desde el
monte de los Olivos. Allí nos queda una iglesia como recuerdo de ese momento.
Era de emoción grande para todo
peregrino llegar a contemplar la ciudad santa a la que todos querían subir,
además de la belleza que desde allí se contemplaba. Los que hemos peregrinado
en alguna ocasión a aquel lugar hemos sentido también esa emoción, gratos
recuerdos llevo en la memoria de mi alma.
Y nos dice el evangelista que Jesús
llora. ¿Era solo la emoción de la contemplación de la ciudad santa? Todo buen
judío sentía esa emoción. En otros momentos se nos hablará de cómo ponderaban
las bellezas y tesoros que desde allí se contemplaban. Pero, ¿cuál era el
motivo del llanto de Jesús? ¿El pensar en todo lo que allí había de sufrir en
su pasión y en su pascua? Otros serían los momentos, al pie precisamente de ese
monte en el huerto donde estaba el molino de aceite, para llegar incluso a sudar
sangre por la angustia de lo que iba a suceder que El tan claramente veía.
Pero el llanto de Jesús ahora es
distinto. Jesús llora por aquella ciudad a la que había amado tanto, por la que
tanto había hecho, en la que había enseñado en sus calles y en la explanada del
templo, en la que les había ido manifestando una y otra vez todo lo que era el
misterio y el regalo de Dios, pero que ellos rechazaban. Es cierto que en algún
momento los niños y la gente sencilla lo van a aclamar precisamente al final de
aquella bajada del monte de los olivos, pero estaba el rechazo de quienes no
querían recibir la luz; curaría a sus ciegos en sus calles, haría caminar a los
inválidos postrados en sus piscinas siempre en eterna espera de la salud, pero
ellos no sabían ver la luz, no sabían descubrir la verdadera salvación que
Jesús les traía. Y llora Jesús por todos ellos, a los que había querido acoger
como la gallina acoge a sus polluelos bajo sus alas.
Pero ¿nos dirá algo a nosotros hoy ese
llanto de Jesús? Es un llanto que también es por nosotros a quienes tanto ha
regalado, pero que tan poca respuesta hemos dado. Detengámonos a pensar ahora
en nosotros mismos, en nuestras rutinas y en nuestras actitudes de derrotismo,
en nuestras cobardías que a tantas negaciones nos han conducido, en nuestras
cegueras cuando no hemos sabido descubrir la luz que nos llega de tantas
maneras para despertar nuestro espíritu en tantas cosas que nos suceden a
nuestro alrededor y que son señales de Dios en nuestro camino, en ese dejarnos
envolver por ese egoísmo que nos hace insolidarios y que como lepra nos aísla y
nos separa de los demás, en esos oídos sordos para escuchar lo que la Palabra
nos dice a nosotros pero que esquivamos pretendiendo adosársela a los demás…
Cuántos motivos tendríamos pero para
llorar nosotros, para terminar de escuchar esa palabra de Jesús que nos dice ‘levántate
y anda’ como al paralítico de la piscina, ‘levántate y sal fuera’
como a Lázaro de Betania, ‘tus pecados quedan perdonados’ como al
paralítico de Cafarnaún, ‘tu fe te ha curado’, como a la mujer de las
hemorragias, ‘¿no te he dicho que tengas fe?, como a Jairo en el camino...
¿Nos sentiremos conmocionados por ese
llanto y esas lágrimas?