Los hijos del Reino de Dios nos diferenciamos por un amor generoso y universal para todos
Deuteronomio
26,16-19; Sal 118; Mateo 5,43-48
Parece normal que en nuestras relaciones con los demás en la vida
estemos más cercanos a aquellos que son más afines a nosotros, con quienes nos
podemos entender mejor, con los que han sido nuestros amigos de siempre, con
las personas cercanas y ya no solo por parentesco sino que en la vecindad se ha
ido creando con ellas unos lazos de amistad.
Otros serán simplemente conocidos, y a otros los veremos más lejanos a
nuestra vida porque quizá nunca hemos establecido relación con ellos, o nos
hemos ido creando unas distancias que pueden ser fruto de muchas causas,
enemistades que se han creado, momentos tensos de enfrentamiento de opiniones
quizá en el planteamiento de muchas cuestiones, o porque quizá sus lugares de
origen o su raza o religión nos hacen desconfiar y algo así como que los
queremos tener lejos de nuestra vida. Son cosas que nos suceden habitualmente
en nuestras relaciones con los demás.
El evangelio nos pide dar un paso más. El evangelio nos está enseñando
un nuevo sentido de fraternidad porque nunca hemos de poner barreras en
nuestras mutuas relaciones sino más bien buscar todo aquello que nos una y
crear unos nuevos lazos de amor y hermandad. Nada tendría que distanciarnos, ningún
condicionamiento tendría que crear barreras, todos vivimos en una casa común y
como una misma familia sentirnos siempre unidos.
Por eso Jesús nos dice hoy ‘Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo.
Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os
persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo…’ A nadie podemos considerar enemigo. Es cierto
que podemos tener diferencias de pensamiento, podremos proceder de lugares
distintos o el color de la piel nos haga exteriormente diferentes pero eso
nunca tendría que llevarnos al enfrentamiento.
Es cierto también que en
ocasiones en la vida quizá no nos tratamos con la delicadeza y la justicia con
que deberíamos hacerlo porque en verdad somos débiles y se nos pueden atravesar
orgullos o envidias en la vida, pero
todo eso tendríamos que aprender a superarlo llenando siempre nuestro corazón
de misericordia y de comprensión.
Igual que el otro me habrá
molestado a mí en alguna ocasión también mis gestos, mis actos o mis actitudes
en un momento determinado no le caen bien a los otros; por eso hemos de saber
ser comprensivos mirándonos primero que nada a nosotros mismos y reconociendo
nuestras debilidades.
Por eso nos dirá Jesús ‘rezad
por los que os persiguen’. Cuando llegamos a ser capaces de darle un lugar
en nuestro corazón, en nuestra oración a aquel que quizá en un momento me hizo
daño, estaré comenzando a amarlo y no nos faltará la ayuda y la gracia del
Señor para aprender a superar esos malos
momentos que puedan aparecer en mi vida o en mi relación con los demás.
Dios es el Padre bueno de todos
que ‘hace salir el sol sobre malos y buenos y hacer caer la lluvia sobre
justos e injustos’, nos dice Jesús. Además nos dice Jesús que quienes le seguimos
y optamos por el Reino de Dios en algo
tenemos que diferenciarnos de los demás; nuestra diferencia está en el amor, un
amor universal y generoso para todos.