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sábado, 23 de febrero de 2013


Comienza a rezar por los demás y comenzarás a amarlos

Deut. 26, 16-19; Sal. 118; Mt. 5, 43-48
Mala cosa es cuando nos contentamos con ser uno de tantos y perdemos los deseos y los ánimos que nos estimulen a querer ser mejor cada día, superándonos para tener cada vez metas mas altas y que nos llenen de ilusión y de vigor. Es dejar que se nos envejezca el alma y eso nunca tenemos que permitírnoslo. Eso en todos los aspectos de la vida, que los años pueden pasar por nosotros, pero precisamente hemos de tener esa sabiduría de querer siempre lo mejor, de saber buscar siempre lo mejor y lo que es más importante.
En el camino del seguimiento de Jesús esto es algo muy importante. Porque seguir a Jesús no es simplemente hacer lo que todos hacen. Seguir a Jesús es querer escucharle en esas metas que nos propone para nuestra vida cuando nos anuncia el Reino de Dios tratando de que cada vez nuestro amor sea más sublime, porque siempre la meta y el modelo es el amor que El nos tiene. Por eso hoy le hemos escuchado decir ‘sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto’.
El texto que hemos escuchado forma parte, y parte muy central, del llamado sermón del monte donde nos va describiendo Jesús esas actitudes que han de adornar nuestra vida y todo eso que hemos de ir realizando para ir viviendo cada vez con mayor intensidad el estilo del Reino de Dios que nos propone.
Hoy nos habla del amor; un amor que no se puede reducir a amar simplemente a los que nos aman, de hacer el bien a los que nos hacen el bien. El estilo del amor que nos propone Jesús es un amor abierto a todos, un amor universal, un amor que no es simplemente amar a los otros porque los otros me aman y me hacen el bien.
Nos dice Jesús: ‘Habéis oído que se dijo: amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian’. Es sublime y maravilloso lo que Jesús nos propone, pero también hemos de reconocer que no está exento de dificultades. Un amor así, reconocemos, nos cuesta. Nos es más fácil decir que amamos a los que nos aman, a nuestros amigos y de los otros nos desentendemos. Pero Jesús quiere más para nosotros. Jesús nos propone metas más altas.
Como nos dirá a continuación ¿en que nos vamos a diferenciar de los gentiles o de los pecadores? Eso así lo hace cualquiera. Pero quien se dice seguidor de Jesús porque ha puesto toda su fe en El, ha de comprender cómo el amor tiene que ser como el caldo de cultivo de toda su vida, su razón de ser y de vivir. Quienes creemos en Jesús porque aceptamos su Reino entendemos que ya todos hemos de ser hermanos y como hermanos hemos de amarnos.
Ahí está, como decíamos antes, ese deseo de superar y de crecer que tiene que haber en nuestra vida; ese compromiso de hacer las cosas cada vez mejor y dejándonos conducir por el Espíritu de Jesús. El nos dirá que hemos de amar al hermano, y nos dirá que ese es su único mandamiento, tal como El nos ama a nosotros. Y si consideráramos bien esto, del amor que Jesús nos tiene que hemos de reconocer que no lo merecemos, nos daríamos cuenta cómo de esa manera hemos de amar a los demás. Los amamos no por sus merecimientos sino porque son unos hermanos y que son también amados de Dios.
Ya decíamos no es fácil, nos cuesta, pero con nosotros está la gracia del Señor. Es el camino que hemos de emprender, pero emprenderlo de verdad, comenzar a dar pasos de superación en esas actitudes y posturas de amor, en esos gestos de amor, en esas cosas positivas de amor que cada día hemos de tener para con los demás. En esa tarea no estamos solos porque nunca nos faltará la gracia y la fuerza del Señor. Para eso nos concede el don del Espíritu Santo que es espíritu de amor, de comunión, de perdón. Que vaya así creciendo cada día más y más nuestro amor. Comienza a rezar por los demás y comenzarás a amarlos.

viernes, 22 de febrero de 2013


Desde el consuelo y la esperanza de sentirnos amados y perdonados a un amor lleno de ternura y delicadeza

Ez. 18, 21-28; Sal. 129; Mt. 5, 20-26
‘Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón y así infundes respeto…’ Quiero comenzar la reflexión recogiendo y recordando de nuevo las palabras con que hemos rezado en el salmo. Palabras de consuelo y esperanza. Siempre está por encima de todo la misericordia del Señor. Qué triste vivir sin esperanza abrumado para siempre por nuestros pecados. Pero sabemos que tenemos un salvador; sabemos que Dios nos ama y en El encontraremos siempre el perdón.
Ese amor y perdón del Señor que, podríamos decir, es el empuje y aliciente más fuerte para cambiar y mejorar nuestra vida. No nos movemos impelidos por el temor. Cuando actuamos solo desde el temor pudiera ser que pronto lo olvidáramos y volviésemos a los antiguos caminos de pecados. Pero cuando nos movemos desde el amor, considerando lo que es el amor que el Señor nos tiene y el perdón que nos ofrece parece como que nos sentimos más obligados, obligados por el amor, a convertir nuestro corazón al Señor.
La lectura del profeta Ezequiel nos llena también de gozo en la esperanza. ‘¿Acaso quiero yo la muerte del malvado y no que se convierta de su camino y viva? Si el malvado se convierte de los pecados cometidos… ciertamente vivirá y no morirá’. Quiere el Señor nuestra vida. Para eso nos ha enviado a Jesús. Tanto es el amor que nos tiene que nos entrega a su Hijo. Y nos está buscando y llamando continuamente como el pastor que busca la oveja perdida, que nos dirá Jesús en el evangelio. Así es el amor que el Señor nos tiene.
Por eso Jesús nos señala en el evangelio por donde han de ir nuestros caminos para ser en verdad santos. No nos podemos quedar en meras formalidades ni nuestra santidad y nuestro amor los podemos construir sobre apariencias. Por eso nos dice hoy: ‘Si no sois mejores que los escribas y fariseos no entraréis en el Reino de los cielos’.
Y nos habla de la autenticidad de nuestro amor. De su profundidad, para no quedarnos en meras formalidades. Un amor que ha de envolver toda nuestra vida. Un amor que nos llena de una ternura y una delicadeza especial. Un amor que nos hace tener buen corazón. Un amor que nos llevará a mirar con ojos nuevos al hermano. Un amor que se ha de traducir en delicadeza en gestos y palabras.
El quinto mandamiento ‘no matarás’, nos viene a decir Jesús que es mucho más que el hecho de quitar la vida a una persona. Matar es quitar todo lo que afecta no solo a vida física sino también a la dignidad de la persona. Ahí se engloban muchas cosas. Si desde nuestro corazón odiamos al hermano, lo estamos matando en el corazón. Si desde nuestro corazón despreciamos de alguna manera al hermano, lo estamos matando desde nuestro corazón. Si lo tratamos mal, si en nosotros predomina la ira en nuestro trato, si le decimos palabras hirientes o tenemos gestos de menosprecio, si desde nuestro corazón nos dejamos llevar por el orgullo o en la envidia en la manera que consideremos al otro, estamos matando desde nuestro corazón al hermano. Es lo que nos viene a decir Jesús que aún podríamos traducirlo en muchas más cosas. Por eso hablábamos de que ese amor ha de traducirse en la ternura y en la delicadeza con que tratemos al hermano.
Y terminará diciéndonos Jesús que no podremos tener buena relación con El, con Dios, si no tenemos de corazón buena relación con el hermano, para comprender y para perdonar, pero también para amar y ser capaz de pedir perdón. ‘Vete primero a reconciliarte con el hermano’, nos dice Jesús, antes de presentar nuestra ofrenda ante el altar. Por eso al enseñarnos a orar nos ha enseñado a decir que le pedimos perdón al Señor así como nosotros también hemos antes perdonado a los que nos hayan ofendido.
Muchas cosas tenemos que ir revisando en nuestro camino cuaresmal hacia la Pascua para que lleguemos a una verdadera y autentica celebración del misterio pascual sintiendo la renovación de la gracia en nuestra vida. 

jueves, 21 de febrero de 2013


Tantas veces hemos experimentado que el Señor nos escucha

Esther, 14, 1.3-5.12-14; Sal. 137; Mt. 7, 7-12
‘Cuando te invoqué, me escuchaste, Señor’. Con qué seguridad y con qué gozo se expresa el salmista. El gozo y la seguridad que sentimos nosotros también porque sabemos que el Señor siempre nos escucha. Parece como que da saltos de alegría el salmista y quiere contar a todos y quiere hacer sonar todos los instrumentos para que todos sepan y todos canten con él la gloria del Señor.
‘Te doy gracias de todo corazón, delante de los ángeles tañeré para ti… acreciste el valor en mi alma… el Señor completará sus favores conmigo porque tu misericordia es eterna…’ Quiere expresar cómo en la situación difícil no le falto la respuesta del Señor que le dio fortaleza a su alma - ‘acreciste el valor en mi alma’ -  para emprender la tarea que tenía que realizar o salir del peligro en que se encontraba porque el Señor nunca nos abandona.
Es lo que finalmente sentiría en su alma la reina Esther cuando se van sucediendo las cosas y al final podrá librar a su pueblo de la condena que pesaba sobre él. Por distintas circunstancias, Esther, una doncella judía, ha llegado a ser la esposa del rey. Pero ahora por las maquinaciones de Amán el pueblo está en peligro de ser exterminado. Mardoqueo le hace ver a la reina Esther que si ella está junto al rey será porque el Señor la ha puesto allí providencialmente para que sea salvación para su pueblo. Pero se siente sin fuerzas para interceder ante el rey porque no puede presentarse ante él si no es llamada. Es lo que provoca la oración que hoy escuchamos en el texto de la primera lectura; oración que va acompañada también por las súplicas y ayunos de todo su pueblo para que ella encuentre valor para realizar su misión.
Hermosa oración de confianza total puesta en el Señor con la certeza de que Dios va a poner las palabras adecuadas en sus labios para poder interceder ante el rey. ‘Pon en mi boca un discurso acertado cuando tenga que hablar ante el león’, pide Esther a Dios. Nos recuerda cómo Simón Pedro poniendo toda su confianza en el Señor se pone manos a la obra y echa las redes al lago cuando pensaba que allí no habría pesca posible; pero en el nombre del Señor los hace - ‘por tu palabra echaré las redes’ - y ya sabemos lo grande que fue la redada.
Una hermosa lección y un profundo mensaje. Cuántas veces nos vemos débiles o incapaces de realizar la obra que quizá se nos ha confiado; cuántas veces nos sentimos indefensos en nuestra lucha por ser mejores, en nuestro esfuerzo por superar situaciones difíciles, en el empeño que cada día queremos poner en nuestro trabajo por los demás o el cumplimiento de nuestras responsabilidades.
No tenemos por qué sentirnos débiles, incapaces o indefensos, porque con nosotros está el Señor. Lo que hemos de saber hacer es invocar el nombre del Señor, impetrar esa gracia que necesitamos que tenemos la certeza de que el Señor nos la dará. Nos sucede muchas veces que a pesar de que decimos que somos cristianos, personas creyentes, sin embargo actuamos como si no lo fuéramos porque no sabemos acudir a la gracia del Señor.
Hoy nos lo repite Jesús en el evangelio. ‘Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre’. Y nos pone ejemplos Jesús de lo que hará un padre con su hijo para decirnos cómo actuará el Señor con nosotros. Pedir, buscar, llamar; no sabemos cómo hacer, no nos sentimos con fuerzas, estamos desorientados, busquemos en el Señor, invoquemos a Dios; en El encontraremos siempre esa luz y esa fuerza que necesitamos. Siempre el Señor estará a nuestro lado con la luz y la fuerza de su gracia.
Podemos decir con toda razón tal como hemos repetido en el salmo: ‘Cuando te invoqué, me escuchaste, Señor’. Y seguro que ahí en el corazón tenemos tantos recuerdos de tantas experiencias de haber sentido cómo el Señor nos ayudaba, cómo en tantos momentos casi sin saber por qué surgieron en nuestros labios palabras que parecían que no eran nuestras, o realizamos tantas cosas que nos parecía que éramos incapaces de hacerlas. El Señor nos escuchó y estuvo a nuestro lado con su gracia. Démosle gracias al Señor.

miércoles, 20 de febrero de 2013


Los ninivitas se convirtieron con la predicación de Jonás y nosotros tenemos a Jesús

Jonás, 3, 1-10; Sal. 50; Lc. 11, 29-32
‘Un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias’. Así hemos ido repitiendo mientras nos reconocíamos pecadores delante del Señor invocando su misericordia con el salmo 50. Ha sido la respuesta que hemos ido dando a la palabra que se nos proclamaba donde contemplábamos el testimonio admirable de la ciudad de Nínive que a la voz del profeta convirtió su corazón al Señor. ‘Como vio Dios sus obras y cómo se convertían de su mala vida, tuvo piedad de su pueblo el Señor Dios nuestro’.
Al profeta Jonás le había costado aceptar su misión. Se sentía incapaz de ir en nombre del Señor a aquella gran ciudad - ‘Nínive era una ciudad enorme, tres días hacían falta para atravesarla’ que dice el texto sagrado -, por otra parte una ciudad infiel, y había intentado huir embarcándose en dirección contraria. Suceden muchas cosas, que otros momentos hemos comentado, y finalmente el profeta accedió a ir a predicar la conversión en aquella gran ciudad.
Los caminos de Dios son admirables y el poder la gracia divina obra maravillas. Donde al profeta le parecía difícil o casi imposible que la gente se convirtiera a la llamada del Señor sin embargo hay una respuesta admirable porque ‘los  ninivitas creyeron en Dios, proclamaron un ayuno y se vistieron de sayal, grandes y pequeños’. La gracia del Señor vino sobre aquellos corazones que llenos de humildad supieron reconocer su pecado y convertirse al Señor.
Creo que puede ser un hermoso testimonio y ejemplo, una llamada también a nuestro corazón que muchas veces nos creemos orgullosamente nosotros buenos y no somos capaces de reconocer que en los demás también hay cosas buenas o también pueden responder positivamente a la gracia del Señor.
Es el corazón humilde con que nosotros hemos de acercarnos al Señor para alcanzar misericordia. Nunca las posturas orgullosas o llenas de soberbia fueron buenas y en nada nos ayudan. Es con sencillez y humildad cómo podemos ganarnos el corazón de los demás y facilita el encuentro y la convivencia con los que están a nuestro lado. Las posturas arrogantes nos alejan de los demás como también nos alejan de la gracia del Señor, del conocimiento de Dios y de la vivencia de una auténtica vida cristiana.
Este testimonio de la conversión de los ninivitas se lo recordará Jesús a los judíos de su tiempo. ‘Cuando sea juzgada esta generación, los  hombres de Nínive se alzarán y harán que los condenen; porque ellos se convirtieron con la predicación de Jonás, y aquí hay uno que es más que Jonás’. ¿No nos ayuda esto a reflexionar nosotros sobre la respuesta que le damos a tantas invitaciones que cada día desde la Palabra del Señor recibimos para convertir nuestro corazón a Dios y sin embargo muchas veces continuamos encerrados en nuestra condición pecadora sin hacer mucho por cambiar nuestra vida?
Muchas veces parece como que nosotros estamos pidiendo milagros y cosas maravillosas y extraordinarias para mover nuestro corazón a la fe y a un verdadero seguimiento de Jesús. Pero el milagro no lo hemos de buscar externamente, sino que el milagro tenemos que realizarlo dentro de nosotros, en nuestro corazón. Porque es nuestro corazón el que tiene que cambiar, el que tiene que transformarse con la fuerza de la gracia del Señor. Y esto es algo que nos cuesta, porque muchos quizá con los apegos que tenemos en nuestro interior.
Dejémonos transformar por la gracia; dejémonos conducir por el Espíritu del Señor que es el que mueve los corazones y tratemos de vivir los caminos de la fidelidad y del amor. Esta es la tarea que hemos de ir realizando en nuestro camino cuaresmal, un camino de ascensión que nos lleva a la gloria de la Pascua.

martes, 19 de febrero de 2013


Palabra y oración, diálogo de amor con Dios

Is. 55, 10-11; Sal. 33; Mt. 6, 7-15
‘Cuando recéis no uséis muchas palabras como los paganos, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso…’ Palabras sorprendentes de Jesús cuando nos habla de la oración. Nos dirá en otros momentos ‘pedid y recibiréis, llamad y se os abrirá… porque quien pide recibe y a quien llama se le abre…’ Y nos habla muchas veces de la perseverancia en la oración. ¿Están en contradicción unas y otras palabras? De ninguna manera.
Quiere Jesús que nuestra oración sea auténtica, viva, profunda. Es cierto que son muchas las cosas que hemos de pedirle al Señor, pero nuestra oración no puede quedarse solo en peticiones, ni en solo peticiones de cosas materiales.
La oración ha de ser como un diálogo de amor, de quien se siente amado y que al mismo tiempo quiere amar con toda profundidad, con toda intensidad a quien le ama. Por eso, cuando nos enseña a orar de alguna manera nos está enseñando a disfrutar de la presencia del amado, de la presencia de Dios en nosotros, con nosotros, en lo más hondo de nuestra vida; y su presencia es una presencia de amor que nos llena de luz y de vida.
Por eso en la oración que Jesús nos enseña hacer la primera palabra que hemos de saborear en ‘padre’. Es saborear más que una palabra; es saborear una presencia llena de amor. De un padre nos sentimos queridos; a un padre siempre le ofreceremos todo nuestro amor. Es la necesaria correspondencia.
Y no olvidamos que ese padre que nos ama es Dios; el Creador y todopoderoso, que lo llena todo con su inmensidad y con su sabiduría; el Dios que nos manifiesta su gloria en sus obras, las obras de toda la creación, y la obra preferida de su creación que somos nosotros; es el Dios que nos ama con un amor infinito y no se cansará nunca de ese amor que nos tiene de manera que a pesar de nuestras infidelidades y de que tantas veces rompemos esa cadena de amor, sigue amándonos ofreciéndonos su gracia y su perdón, regalándonos a su Hijo para darnos su salvación.
Por eso le decimos ‘padre’ y al tiempo queremos dar gloria siempre a su santo nombre; decimos ‘padre’ y queremos hacer en todo su voluntad; decimos ‘padre’ y al abrir nuestro corazón a su amor lo estamos abriendo a su Palabra de vida que queremos siempre escuchar; decimos ‘padre’ y sentimos que es nuestro único Señor y eso lo querremos proclamar con toda nuestra vida y es por eso por lo que decimos que queremos vivir en su Reino que llega a nosotros.
No hacen falta muchas palabras; solo una es necesaria, que sepamos decir ‘padre’ en su más hondo sentido y ya todo surgirá casi como de espontáneo de nuestro corazón, o mejor, todo nos vendrá desde el corazón de Dios que es un corazón de padre que nos ama y nos llenará siempre de su gracia y de sus bendiciones. Decimos ‘padre’ y nos sentimos bendecidos de Dios porque además ya nos dará cuanto necesitemos en el pan y necesidad de cada día. Decimos ‘padre’ y nos sentiremos ya para siempre fortalecidos con su gracia que nos libera de todo mal, pero que también nos hará tener esas actitudes nuevas del amor para cuantos nos rodean.
Nuestra oración será, como decíamos, un verdadero diálogo de amor. Ya no será todo lo que nosotros le podamos decir sino será lo que allá en lo hondo del corazón estaremos sintiendo que nos dice Dios. Le decimos ‘padre’ y nos sentiremos interpelados por su palabra que caerá sobre nuestro corazón como esa lluvia que empapa la tierra, la fecunda y la hace germinar. No podemos decir en verdad ‘padre’ para dirigirnos a Dios sin sentir desde lo más hondo del corazón el compromiso por una vida nueva, una vida llena de amor para Dios y también para nuestros hermanos.
Cuando oréis ‘vosotros rezad así: padre nuestro del cielo, santificado sea tu nombre…’ No hacen falta más palabras. Solo disfrutemos de ese amor de padre que nos tiene Dios.

lunes, 18 de febrero de 2013


Hermoso y exigente compromiso como camino de plenitud, ser santos

Levítico: 19, 1-2. 11-18; Sal. 18; Mt. 25, 31-46
‘Seréis santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo’. Sublime mandato: ‘Seréis santos’. Sublime modelo de santidad: ‘Yo, el Señor vuestro Dios, soy santo’.
Contemplamos la santidad de Dios y en lugar de quedar como fulminados por tan infinitos resplandores, nos sentimos elevados. Había el sentimiento o la sensación de que quien se acercar a Dios y quisiera atreverse a mirarle cara a cara, quedaría aniquilado, moriría. Pero  no es así, sino todo lo contrario. La santidad no es algo lejano que no esté a nuestro alcance; es más, es el camino cierto que  hemos de recorrer; es la meta segura a la que tenemos que aspirar; es la vida que hemos de vivir. No es ni un camino, ni una meta ni un estilo imposible de alcanzar. Es el camino, la meta y la vida a la que se nos invita.
Pero hemos de unir el mensaje del Levítico con el que Jesús luego nos ofrece en el evangelio. Jesús no vino a abolir la ley de Dios, sino a darle plenitud. Será lo que nos va a enseñar en el evangelio, la plenitud a la que hemos de aspirar en nuestra santidad.
En el Levítico se nos dice que tenemos que ser santo y para ello se nos señala en principio lo que no tenemos que hacer. ‘No robaréis, no mentiréis, no engañaréis a vuestro prójimo, no juraréis en falso, no seréis injustos,  no odiarás…’  Se nos van desgranando todos y cada uno de los mandamientos. En quien aspira a alcanzar esa santidad a la que se nos invita porque tenemos que parecernos al Señor nuestro Dios que es santo todas esas cosas no caben en su vida, es para ni siquiera nombrarlas.
Y es cierto, por ahí tenemos que caminar evitando todo eso malo en la vida. Pero viene Jesús que nos dice que nos quiere conducir a la plenitud, ¿y qué nos dice? No solo no debemos hacer todas esas cosas sino que además hemos de amar con un amor nuevo. Ya no es solo no robar o no dañar al prójimo ni ser injusto, sino que ademas hemos de amarlo de tal manera que de lo que es nuestro tenemos que compartir, porque hemos no solo no quitar sino dar, porque hemos de dar de comer al hambriento, de beber al sediento, de visitar al enfermo, de hospedar al peregrino, de acompañar al que está en la cárcel.
Es el camino de plenitud al que nos conduce Jesús. Es la santidad en plenitud que hemos de alcanzar los que nos decimos seguidores de Jesús porque creemos en El y hemos optado por su sentido de vida. Y ¿por qué hemos de hacerlo? ‘Porque todo lo que hicísteis con uno de estos humildes hermanos, conmigo lo hicísteis’. Es tan hermoso porque no solo miraremos siempre al otro en toda su dignidad de persona, sino que además en él estaremos siempre viendo a Jesús. Y todos los gestos y detalles que tengamos con la otra persona es como si se los estuviéramos haciendo a Jesús.
Por ahí van los caminos del que se llama cristiano. Por ahí han de ir los caminos de santidad de quien dice que tiene fe en Jesús. Y es que vemos en el otro a Jesús, y amamos al otro con el amor de Jesús. Queremos parecernos a Jesús y queremos vivir su mismo estilo y sentido de santidad. Si en el Antiguo Testamento nos decía que tenemos que ser santos como el Señor nuestro Dios es santo, ahora la imagen de Dios que tenemos ante nuestros ojos es Jesús, imagen de Dios invisible. Y en la santidad nos parecemos a Jesús por cuanto por la acción del Espíritu en Jesús nosotros hemos comenzado también a ser ya hijos de Dios. Y si somos hijos en el Hijo, con el Hijo que es Santo nosotros tenemos que ser también santos.
Hermosa tarea que tenemos en nuestras manos y en nuestra vida. Hermoso recorrido el que tenemos que ir haciendo en este camino de preparación a la Pascua. Hermoso y exigente compromiso que tenemos para nuestra vida, ser santos. Con nosotros está la fuerza del Espíritu para realizarlo.

domingo, 17 de febrero de 2013


Encrucijadas en las que tenemos siempre un Norte, Jesús

Deut. 26, 4-10; Sal. 90; Rom. 10, 8-13; Lc. 4, 1-13
‘Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y, durante cuarenta días, el Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado por el diablo’. Así ha comenzado el texto del evangelio en este primer domingo de Cuaresma. El pasado miércoles con la imposición de la ceniza comenzamos nuestro camino de ascensión cuaresmal que nos conduce a la Pascua; nos prepara para su celebración, pero nos prepara, hemos de decir, para vivir la pascua. Es tradicional en nuestra liturgia que siempre en este primer domingo de Cuaresma contemplemos y meditemos las tentaciones de Jesús en el desierto.
Confieso que al escuchar este evangelio me quedé rumiando en mi interior este hecho de Jesús conducido por el desierto. Cuántas cosas nos evoca el desierto. Recordaba un relato leído recientemente que hablaba de unas personas perdidas en un desierto. Pensamos en un lugar inhóspito, duro y difícil; sentirse en medio del desierto te hace escuchar el silencio, un silencio que te envuelve pero un silencio que quizá comiences también a sentir por dentro sembrando quizá muchas inquietudes; caminar por un lugar desierto sin mayores puntos de referencia te hace sentir la soledad, el abandono quizá en las muchas carencias que vamos a tener mientras lo recorremos, el sentirte como perdido y desorientado, lo que puede provocar una cierta angustia en el alma.
El silencio y la soledad que sientes en un lugar desierto, la búsqueda intensa que pueda realizar queriendo encontrar caminos o salidas quizá te hacen pensar, reflexionar en ti mismo como en una búsqueda de respuestas a los muchos interrogantes que puedan surgir, pero puede ser también un momento de prueba que te haga descubrir lo que es verdaderamente importante en tu vida, en lo que haces o has hecho o en lo que vas a hacer de ahora en adelante. Quizá después de un desierto las cosas se verán de otra manera.
¿Necesitamos quizá ir al desierto para que nos planteemos las cosas, la vida misma, con mayor seriedad o con un nuevo sentido? Alguna vez quizá nos vendría bien una experiencia así, porque si somos capaces de superar la prueba saldríamos más fortalecidos y probablemente habiendo descubierto lo que es verdaderamente importante en la vida, con una nueva visión.
¿Sería algo así ese caminar de Jesús por el desierto a donde había sido conducido por el Espíritu, pero donde fue tentado por el diablo? El evangelista nos habla de tres tentaciones provocadas quizá por esas carencias por una parte de que ‘todo aquel tiempo estuvo sin comer y al final sintió hambre’, o porque dentro del espíritu de Jesús estaba surgiendo toda aquella misión mesiánica que tendría que realizar.
¿Sería con el milagro fácil de convertir las piedras en pan como habría de presentarse Jesús como Mesías del pueblo de Israel? ¿Sería la apoteosis de una caída desde el pináculo del templo con los ángeles tomándolo entre sus manos para que su pie no tropezara en ninguna piedra como el pueblo lo reconocería como Mesías Salvador? En el Reino de Dios que iba a proclamar todos habrían de reconocer que Dios era el único Señor del hombre y de la historia ¿cómo recuperar ese mundo que estaba bajo el poder del maligno? ¿a qué tendría que someterse Jesús? ¿afrontaría la pasión y la muerte o se sometería a las fuerzas del maligno? Habrá también otros momentos en el evangelio donde vemos a Jesús sufrir esa turbación y esa prueba.
De alguna manera así nos presenta el evangelista las tentaciones a las que el diablo sometió a Jesús, las cosas que pudieron pasar por su mente y por su corazón en aquel momento en que iba a comenzar a anunciar el Reino de Dios y que tanto le iba a costar.
Son preguntas, son interrogantes que se plantean también en el interior del hombre cuando quiere encontrar un sentido y un valor para su vida. Son preguntas e interrogantes que sentimos muchas veces en esa soledad interior, en ese silencio que sentimos por dentro cuando nos parece encontrarnos desorientados y sin saber que rumbo tomar.
Dudamos si escogemos entre un camino fácil en el que encontremos satisfacciones prontas y meramente sensibles, un camino en búsqueda de aplausos haciendo simplemente lo que a los demás les agrada, un camino de búsqueda de triunfos - siempre sentimos ansias de poder o de riquezas en nuestro interior - a base de lo que sea aunque fuera vendiendo nuestra alma al diablo como se suele decir, o si seremos capaces de escoger el camino de la rectitud y de la responsabilidad, el camino que nos lleve a encontrar un sentido hondo de la vida aunque ello entrañe sacrificio, entrega, olvidarnos quizá de nosotros mismos siendo capaces de hacernos los últimos, porque lo que queremos es el bien de la persona, de toda persona y hacer un mundo mejor y mas justo. Una encrucijada en la que nos encontramos tantas veces.
En las respuestas que Jesús fue dando a cada una de aquellas tentaciones encontramos también la manera de cómo nosotros hemos de responder a todo eso que se nos pueda plantear tantas veces en nuestro interior. No es por el camino de grandezas humanas o vanidades, no es por un camino de poder donde siempre quedemos por encima del otro por donde vamos a encontrar la verdadera respuesta. No podemos perder el rumbo de nuestra vida y la Palabra de Dios tiene que ser nuestra luz y nuestro alimento de cada día. Sabemos bien cuál es el camino y si seguimos a Jesús para nosotros no habrá desorientación.
Fuertes pueden ser las pruebas, las tentaciones, los momentos malos por los que podamos pasar en la vida, pero sabemos donde está nuestra fortaleza y la gracia que nunca nos faltará para vencer la tentación. Cada día le pedimos al Señor que nos libre del mal y no nos deje caer en la tentación. Nunca nos podemos sentir solos porque la presencia de Dios nos acompaña, pero el Señor además ha puesto a nuestro lado a los hermanos, los demás hombres y mujeres, con los que tenemos que saber vivir en comunión de hermanos y amándonos siempre y nunca desentendiéndonos de los demás.
Miramos el evangelio y sabemos cual es el camino que hemos de tomar. Con Jesús a nuestro lado nunca nos sentiremos desorientados y sin saber qué camino tomar. Miramos el evangelio y nunca nos sentiremos a oscuras porque su luz nos estará siempre iluminando haciendo que encontremos un sentido y un valor a todo lo que vivamos, aunque sean momentos duros de sacrificio, de sufrimiento y dolor quizá. ‘El Señor está siempre junto a nosotros en la tribulación’, que decíamos en el salmo. Miramos el Evangelio y nos sentiremos fortalecidos en nuestra fe cuando vemos a Jesús que va caminando delante de nosotros enseñándonos a tomar su cruz para seguirle, pero sabiendo que en esa cruz que es el sacrificio, que es la entrega, que es el amor y el darnos por los demás está nuestra verdadera victoria.
Ahora estamos emprendiendo este camino cuaresmal que nos conduce a la Pascua y no tememos ir al desierto, al silencio, a la oración. No temamos ir al desierto ni el hacer silencio en nuestro interior. No tengamos miedo a la prueba y a los interrogantes que se nos planteen dentro de nosotros. En ese desierto y en ese silencio dejémonos, como Jesús, conducir por el Espíritu.
En ese silencio de nuestra oración vayamos iluminando todas esas situaciones de nuestra vida desde la fe, vayamos rumiando y reflexionando todas esas cosas que nos suceden o que se nos plantean sabiendo que de este desierto, de este camino que nos pudiera parecer duro en el sacrificio que vayamos haciendo, vamos a salir fortalecidos en la fe y en el amor y resplandecientes de luz en la noche de la pascua, porque nos sentiremos con vida nueva, nos sentiremos resucitados y vencedores con Cristo resucitado.
Emprendamos con decisión el camino de la Pascua como Jesús emprendió el camino de subida a Jerusalén.