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sábado, 20 de marzo de 2010

Como cordero manso llevado al matadero

Jer. 11, 18-20;
Sal. 7;
Jn. 7, 40-53

‘De la gente que oyó los discursos de Jesús, unos decían: Este es de verdad el profeta. Otros decían: Este es el Mesías. Pero otros decían: ¿Es que de Galilea va a venir el Mesías? ¿No dice la Escritura que vendrá del linaje de David, y de Belén, el pueblo de David?’
Así nos presenta el evangelista Juan la controversia que se tenían entre sí los judíos preguntándose realmente quién era Jesús. Nos recuerda lo que los sinópticos nos cuentan. Uno con la pregunta que hacía Jesús, ‘¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?’, y otro con la reacción de Herodes cuando se enteró del actuar de Jesús y él pensaba que era Juan, al que había decapitado, que había vuelto a la vida.
¿Quién es Jesús? La pregunta que en todos los tiempos la gente se hace, aún sin tener fe. No todos por la fe le reconocerán como el Hijo de Dios, nuestro Salvador, pero sí mucha gente se admira ante su figura y hasta se siente cautivada por El. La respuesta que dieron los guardias del templo cuando volvieron sin haberle prendido es una respuesta que se repite de una forma o de otra porque contemplar a Jesús siempre produce grandes interrogantes en el corazón del hombre. ‘Jamás ha hablado nadie así’.
Sabemos que este texto del evangelio, por el tiempo en que estamos acercándose ya la pasión del Señor en la liturgia de la cuaresma se nos ofrece porque de alguna manera nos va preparando para todo el proceso que siguieron los judíos contra Jesús. En esta ocasión nos dice el evangelista que ‘algunos querían prenderle, pero nadie le puso la mano encima’ para enfado de los sumos y sacerdotes y fariseos que lo que querían era prender a Jesús para quitarlo de en medio.
Pero ahí está Jesús, aún no ha llegado su hora y por eso nadie le pone la mano encima. Cuando llegue el momento el mismo se adelantará hacia los que vengan a prenderlo, como sucederá en el huerto de Getsemaní. Ha subido a Jerusalén sabiendo la culminación que tiene su subida. Ha subido para la Pascua, pero no es sólo celebrar la Pascua judía comiendo el cordero pascual como recuerdo de la salida de Egipto. Va a ser su pascua, la definitiva, la de la Alianza nueva y eterna, la de su cuerpo inmolado y su sangre derramada. El subirá hasta lo alto del altar del sacrificio como había anunciado el profeta ‘como cordero manso, llevado al matadero’. Ya tendremos ocasión de reflexionar más hondamente en este sacrificio del cordero que se ofrece en los días del triduo pascual.
Nosotros queremos estar con Jesús, subir con El también a Jerusalén porque queremos celebrar la pascua. Nosotros sí sabemos quien es Jesús. En El contemplamos al Hijo de Dios y a nuestro Salvador, el Mesías de Dios y nuestro Redentor, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Nos unimos por la fe a su sacrificio, nos alimentamos del cordero pascual, nos sentiremos renovados totalmente cuando lleguemos a celebrar la verdadera Pascua inmolada. Mientras nos preparamos, caminamos este camino cuaresmal, deseamos llegar a vivir con toda hondura la Pascua.

viernes, 19 de marzo de 2010

San José, el esposo de Maria, y el misterio de Cristo


Celebramos con gozo la solemnidad de San José, fiesta tan importante para nosotros los cristianos, que la liturgia hace incluso como un paréntesis en el camino cuaresmal para celebrar la solemnidad de este día. Es el Esposo de María, la Madre del Señor. Es aquel que fue escogido por Dios para ocupar un lugar muy importante, ser el padre de familia, en aquel hogar en el que iba nacer como hombre el Hijo de Dios, y en el que iba a crecer y madurar como hombre quien venia a ser nuestro salvación. Le pondrás por nombre Jesús, le había dicho el ángel, porque Él salvará a todos de sus pecados.
Por eso cuando celebramos la fiesta de san José, como por supuesto tenemos que hacerlo con todos los santos, lo hacemos contemplándolo y celebrándolo dentro del misterio de Cristo. Su vida, su santidad tendrá siempre como eje y fundamento a Cristo a quien sirvió desde esa función de padre de familias en el hogar de Nazaret. Misión donde no solo vemos extremadamente su responsabilidad, sino donde le vemos brillar por su fe y su esperanza.
Brilla su fe y su esperanza en el hombre que vemos siempre abierto a Dios, a su voluntad, para realizarla en su vida, para darle culto, para sentir su presencia y orientación en el camino de su existir. De las pocas cosas que nos dice el Evangelio de José algo que se resalta y repite es su saber escuchar a Dios. Frente a las incertidumbres que llenaron de sombras su vida en distintos momentos, siempre estuvo atento al actuar de Dios. El ángel que en sueños le dice que lleve a María su mujer a su casa y que el hijo de sus entrañas es el Hijo del Altísimo, o el ángel que le lleva a Egipto primero y luego a Nazaret, son las manifestaciones de ese actuar de Dios en su vida, pero también de esa su apertura a Dios para dejarse guiar dócilmente por El.
Y se dejó guiar por Dios aunque quizás las razones humanas pudieran llevarlo por otros caminos, por eso la liturgia le aplica hoy con la Palabra de Dios que se ha proclamado, como, a la manera de Abraham creyó y esperó contra toda esperaza. Sus esperanzas y su fe no eran humanas. Su apoyo y fortaleza estaba en el Señor.
Mencionábamos antes también su santidad vivida en la responsabilidad de su función de padre de familias en aquel hogar de Nazaret. Allí donde Dios quiso tenerlo. Allí donde tenia que realizar una función educadora en lo humano, nada menos que con el Hijo de Dios hecho hombre. Le vemos cuidar de El en Belén, en Egipto, en Nazaret. Le vemos como padre de familias conduciéndolo a Jerusalén para el culto al Señor en la fiesta de la Pascua. Podríamos pensar en su responsabilidad en el hogar de Nazaret, o podíamos pensar en la vida religiosa de aquella familia, a la que llamamos la Sagrada Familia. Cuántas lecciones para nuestros hogares. Cuantas lecciones para nuestra vivencia creyente y religiosa. Cuántas lecciones para nuestra apertura a Dios para dejarnos conducir por El.

jueves, 18 de marzo de 2010

Los testimonios a favor de Jesús

Ex. 32,7-14;
Sal. 105;
Jn. 5, 31-47

¿Creemos o no creemos en Jesús? ¿Por qué tenemos que creer en Jesús? Quizá también nosotros preguntaríamos, ‘¿qué señales nos das para que creamos en ti?,’ como hemos visto que en otras ocasiones los judíos le plantean a Jesús. Aunque hoy de forma explícita no está esa pregunta, sin embargo Jesús nos dará en el evangelio las motivaciones necesarias para que creamos en El.
Apela Jesús en primer lugar al testimonio de Juan. ‘Vosotros enviasteis mensajeros a Juan y él ha dado testimonio de la verdad’. Puede referirse a aquella embajada que enviaron desde Jerusalén para preguntar si él era el profeta o era el Mesías, y si no lo era ¿por qué bautizaba? Juan dio testimonio que ni era el profeta ni era el Mesías sino sólo el que preparaba los caminos del Señor como estaba anunciado.
Y daría testimonio un día señalando a Jesús como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, porque él había visto bajar el Espíritu en forma de paloma sobre Jesús. Testimonio de Jesús sería también la embajada de sus discípulos que envía hasta Jesús para preguntarle si El era el que había de venir o tenían que esperar a otro. Pedagógicamente quería que sus discípulos vieran y palparan con sus ojos y con sus manos que aquel Jesús era el Mesías esperado.
Pero Jesús dice ahora que tiene un testimonio mayor que el de Juan, ‘las obras que el Padre me ha concedido realizar; esas obras que hago dan testimonio de mí: que el Padre me ha enviado’. Apela Jesús al Padre del cielo que certifica la autenticidad de Jesús con las obras que realiza. ‘El Padre que me envió, El mismo ha dado testimonio de mí’.
Finalmente apela Jesús a lo anunciado en las Escrituras por Moisés y los profetas. ¿Recordamos a Moisés y a Elías que aparecen junto a Jesús en la transfiguración en el Tabor? ‘Estudiais las Escrituras pensando encontrar en ellas vida eterna, pues ellas están dando testimonio de mí, y ¡no queréis venir a mí para tener vida!’ Jesús es esa vida eterna, nos da esa vida eterna. Tenemos que creer en El para alcanzar esa vida eterna. Ya ayer lo escuchábamos. ‘Quien escucha mi palabra y cree en el que me envió, posee la vida eterna… ha pasado de la muerte a la vida’.
Que crezca nuestra fe. Que sea fecunda nuestra fe en buenas obras de vida nueva. Que esa fe en Jesús nos transforme, nos llene de vida, nos haga santos. Este camino que vamos haciendo en nuestra preparación para la pascua en todo eso nos está ayudando. Ahí ponemos nuestro empeño y esa gracia pedimos alcanzar del Señor.
Un último pensamiento en torno a la primera lectura. Se nos narra cómo el pueblo es infiel al Señor y merece el castigo de Dios. Pero Moisés intercede, suplica insistentemente pidiendo a Dios que perdone a su pueblo. ‘¿Por qué, Señor, se va a encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste de Egipto con gran poder y mano robusta?’ Consigue con su intercesión que el Señor olvide el pecado de su pueblo y le perdone.
Una cosa que hacemos insistentemente sobre todo en este tiempo de cuaresma es pedir perdón al Señor porque nos sentimos pecadores. Vamos escuchando la llamada al arrepentimiento y a la conversión y pedimos perdón. Pero se me ocurre pensar en una cosa. No sólo hemos de pedir por nosotros mismos, sino que, cual otros Moisés, nos convirtamos en intercesores de los demás, de todo el pueblo pecador.
Realmente es algo que hacemos en las oraciones que nos ofrece la Iglesia pero quisiera que fuéramos más conscientes de esa intercesión que hacemos al Señor pidiendo por los demás. En la confesión de que somos pecadores en la oración que hacemos en el acto penitencial de la Eucaristía e incluso en el sacramento de la Penitencia, algo así expresamos. ‘Por eso ruego a Santa María, siempre Virgen, a los ángeles, a los santos, y a vosotros, hermanos, que intercedáis por mí ante Dios, nuestro Señor’. Ahí estamos pidiendo los unos por los otros. Pero que eso esté muy presente en toda nuestra oración.

miércoles, 17 de marzo de 2010

El Señor consuela a su pueblo, se compadece de los desamparados

Is. 49, 8-15;
Sal. 144;
Jn. 5, 17-30

‘Exulta, cielo; alégrate, tierra; romped a cantar, montañas, porque el Señor consuela a su pueblo, se compadece de los desamparados…’ Hermosa invitación; hermoso recordatorio el que hace el Señor por medio del profeta; hermosa palabra de consuelo.
Nos recuerda el Señor su amor por su pueblo. ‘En el tiempo de la gracia te he respondido, en el día de la salvación te he auxiliado; te he defendido y constituido alianza del pueblo…’ El Señor ha manifestado su amor por su pueblo de mil maneras, y aunque el pueblo en su infidelidad haya roto la alianza una y otra vez olvidándose del Señor, es siempre fiel. El Señor ha sido liberación para su pueblo, ha sido luz en las tinieblas, envió a los profetas, hace prodigios en medio del pueblo.
No caben dudas desde el amor que manifiesta sobre su pueblo. Y si hubieran dudas terminará diciéndonos: ‘Sión decía: Me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado. ¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré, dice el Señor todopoderoso’.
Por eso podíamos decir una vez y repetir sin cansarnos con el Salmo: ‘El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad. El Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas…’
Y todo eso lo tenemos en plenitud en Cristo Jesús. Hoy se nos presenta Jesús en el evangelio como el Hijo de Dios que en todo nos está manifestando lo que es el rostro de amor de Dios. Y los judíos, aunque no lo querían aceptar, sí están comprendiendo las palabras de Jesús que son bien claras. Como nos dice el evangelista ‘por eso los judíos tenían más ganas de matarlo: porque no sólo violaba el sábado, sino también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios’. Ahora en el tiempo que nos queda de cuaresma iremos contemplando toda esa oposición por parte de los sumos sacerdotes y los fariseos contra Jesús.
Efectivamente Jesús así se manifiesta como Hijo de Dios. ‘Lo que hace el Padre, lo hace también el Hijo, pues el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que El hace y le manifestará obras mayores para vuestro asombro. Lo mismo que el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a los que ama…’ Y nos asegura Jesús: ‘Quien escucha mi palabra y cree al que me envió, posee la vida eterna y no será condenado, porque ha pasado de la muerte a la vida…’
Creemos en Jesús, creemos en el Padre que le envió, queremos alcanzar la vida eterna, queremos pasar de la muerte a la vida ya de una vez para siempre. Es nuestro camino, nuestra tarea, es lo que tiene que ser nuestra vida para siempre. Pero nos pueden muchas veces el pecado o se debilita nuestra fe.
Por eso el ejercicio cuaresmal en la austeridad y la penitencia, en la intensificación de la escucha de la Palabra de Dios tratando de plantarla bien en nuestro corazón, y en nuestra oración personal y comunitaria vivida con toda intensidad es una ayuda grande en este camino que ha de ser nuestra vida toda. Tendría que ser nuestra tarea de siempre, pero ya sabemos de nuestras debilidades y rutinas. Por eso la cuaresma es tan importante, es un toque de atención fuerte para despertar, una llamada imperiosa del Señor.
Escuchemos su llamada. Demos respuesta. Reconozcamos el amor del Señor. Y lo hacemos con alegría y con esperanza.

martes, 16 de marzo de 2010

Un agua que nos purifica, nos sana y nos llena de vida

Ez. 47, 1-9.12;
Sal. 45;
Jn. 5, 1-3.5-16

Nos habla el evangelio de la piscina de Betesda, junto a la puerta de las ovejas en los aledaños del templo de Jerusalén; allí se agolpaban muchos enfermos, cojos, ciegos, paralíticos que aguardaban el movimiento del agua esperando alcanzar un día la curación de sus males y enfermedades.
Por otra parte, en la primera lectura, Ezequiel nos habla de un manantial que brota del templo del Señor por debajo de la puerta de levante y que se extendía en un caudal que crecía más y más ‘hasta desembocar en el mar de las aguas muertas al que sanaría de manera que todos los seres vivos que bullen allí tendrán vida… y a la vera del río crecerán en ambos lados toda clase de árboles frutales cuyas hojas no se marchitan… porque los riega el agua que nace del santuario’.
El signo del agua como signo de vida se repite en el texto sagrado y será luego utilizado en la liturgia con mucha frecuencia. En los dos textos de hoy se nos presenta como signo de vida, que sana y cura como a los enfermos de la piscina de Betesda, o que llena de vida allá por donde pasa, de manera que desaparezca la desolación y la muerte.
Podríamos recordar el agua viva que Jesús promete a la samaritana, como se lee en el tercer domingo de cuaresma en uno de sus ciclos, o cuando grita desde el templo que el que tenga sed que vaya hasta El que hará surgir ‘un surtidor de agua para la vida eterna’. Sería con agua en el bautismo de Juan el Bautista allá en el Jordán como signo penitencial y de purificación, pero será como signo de gracia y de vida el bautismo cristiano, el bautismo en el nombre del Espíritu con que Jesús mandó fueran bautizados quienes creyeran en El para alcanzar la salvación.
Aparece hoy en nuestro camino cuaresmal para recordarnos cómo tenemos que acudir a Jesús que nos dará el agua de vida eterna. El paralítico que nos aparece hoy en el evangelio no podía meterse a tiempo en la piscina de Betesda cuando el agua se removía porque su invalidez o discapacidad por un lado, y el egoísmo o la indiferencia de los que lo rodeaban eran impedimento para alcanzar la gracia sanadora de aquella agua. El lo deseaba, llevaba 38 años esperando, no lo había podido alcanzar pero su esperanza no se había acabado.
Ahora es Jesús, cuando han fallado todos los medios humanos, el que se acerca al paralítico. La pregunta es como para comenzar una conversación o para despertar los verdaderos deseos de salvación. ‘¿Quieres quedar sano?’
El agua era un signo, pero allí estaba quien esos signos representaban. Jesús es en verdad la salud, la salvación y la vida. Ya no necesitaría usar del signo, introducirse en el agua de la piscina, porque era Cristo mismo quien llegaba hasta él y lo sanaba.
Cristo viene a nosotros también con su vida y salvación. No vemos físicamente su cuerpo y su presencia como lo habían podido ver las gentes de Jerusalén o Palestina, pero sí podemos tener la certeza de su presencia junto a nosotros y en nosotros. Los sacramentos son esos signos sagrados que nos hacen presenta a Cristo, su gracia, su salvación. No cosifiquemos excesivamente los sacramentos sino que en verdad sepamos ver y sentir la presencia de Cristo que nos salva y nos vivifica. Es Cristo mismo que llega a nosotros. Llegó un día en el Bautismo por el agua y el Espíritu y nos dio la vida divina para que pudiéramos unirnos a El y a su vida; y por la fuerza del Espíritu nos hizo hijos. Llega ahora en cada Sacramento y en especial en la Eucaristía; no nos quedaremos en el signo del pan y el vino en su materialidad sino que descubrimos la presencia real y verdadera de Cristo que nos alimenta y llena de vida.
Cristo llega a nosotros y también hoy quiere tendernos su mano, como al paralítico de la piscina, y nos quiere levantar de nuestra invalidez, la invalidez de nuestro pecado. Nos levanta y nos pone en camino, nos hace hombres nuevos realizando en nosotros una nueva creación. Nos levanta y está en nosotros para que ya desaparezca para siempre el mal de nuestro pecado, porque nos perdona, nos llena de gracia, nos llena de vida. Confesemos en verdad nuestra fe en Jesús.

lunes, 15 de marzo de 2010

Voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva

Is. 65, 17-21;
Sal. 29;
Jn. 4, 43-51

Los primeros versículos del texto del evangelio hoy proclamado vienen a ser como un resumen de las diversas actividades de Jesús narradas en los capítulos precedentes. Jesús llega a Galilea procedente de Samaria donde ha tenido lugar el encuentro con la mujer samaritana junto al pozo de Jacob; se menciona la presencia de Jesús en Nazaret que es san Lucas el que nos lo ha contado con la reacción negativa de sus convecinos, por eso nos recuerda lo de que ‘un profeta no es estimado en su propia patria’; y hace referencia al milagro de la conversión del agua en vino en las bodas de Caná de Galilea para situarnos donde se realiza la escena que hoy nos narra.
Hasta allí ha llegado, por otra parte, la fama de lo que antes Jesús había realizado en Jerusalén. ‘Los galileos lo recibieron bien porque habían visto todo lo que había hecho en Jerusalén, durante la fiesta, pues también ellos habían ido a la fiesta’.
Ahora es ‘un funcionario real que tenia un hijo enfermo en Cafarnaún el que, oyendo que Jesús había llegado de Judea a Galilea, había ido a verle y le pedía que bajase a curar a su hijo que estaba muriéndose’. ¿Tenía fe aquel hombre? Por algo viene a pedirle a Jesús que dé vida a su hijo. Además se fió de Jesús cuando le dijo que su hijo estaba curado. Se puso en camino. Al encontrarse con los criados que vienen a decirle que su hijo está ya curado ‘creyó él con toda su familia’, nos dice el evangelista.
Jesús pide habitualmente fe a los que vienen a él buscando el milagro de la curación. Y porque tienen fe alcanzan lo que piden. ‘Que te sucede conforme a tu fe… tú fe te ha curado…’ son expresiones que escuchamos muchas veces. Ahora el milagro se convierte en un signo que hace crecer más la fe llegando a un compromiso mayor. ‘Creyó él con toda su familia’, nos dice el evangelista. El hombre no se quedó solamente en tener fe en él para obtener de Jesús la curación, sino que ahora esa fe va abarcar a toda la familia.
Algo nuevo se está realizando en la medida en que crece el anuncio del Reino de Dios. Un mundo nuevo se está creando, como lo había anunciado el profeta, según escuchamos en la primera lectura. ‘Mirad, yo voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva, de lo pasado no habrá recuerdo… sino que habrá gozo y alegría perpetua, por lo que voy a crear’. Esta imagen del cielo nuevo y de la tierra nueva volverá a aparecer en el Apocalipsis cuando ya se nos está presentando la apoteosis final.
Un cielo nuevo y una tierra nueva iremos viviendo en la medida en que va creciendo el Reino de Dios en nuestra vida y entre nosotros. Todo ha de irse transformando, haciéndose nuevo. El dolor y el sufrimiento han de desaparecer, la muerte ya no tendrá la palabra final, y los milagros que va realizando Jesús son signo de ese mundo nuevo. De ahí la alegría que en la esperanza hemos de ir viviendo. ¿Cómo no vivirla y sentirlo en lo más hondo de nosotros mismos, si nos sentimos renovados en el Señor, si hemos de hacer crecer día a día esa civilización del amor que dé sentido hondo a nuestra vida y a nuestro mundo?
‘Te ensalzaré, Señor, porque me has librado’
, hemos repetido una y otra ve en el salmo. Será un salmo que también cantaremos en la noche de Pascua, en la Vigilia Pascual. En el triunfo de Cristo en su resurrección adquiere todo sentido, porque por la muerte y la resurrección de Cristo nos vemos liberados y rescatados de toda tristeza y de todo mal, inundados de gracia, de vida y de paz. ‘Sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa… cambiaste mi luto en danzas, Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre’.
Pero tiene también su hondo sentido que ahora lo recemos, porque estamos viendo las obras del Señor; porque estamos reconociendo también ese actuar de Dios en nuestra vida, porque en la medida que vamos dando pasos en este camino cuaresmal nos vamos sintiendo nuevos, distintos, renovados, y con más ganas cada día de vivir ese camino de santidad al que el Señor nos ha llamado. Que así lo vayamos viviendo con toda hondura.

domingo, 14 de marzo de 2010

Una parábola que es un tríptico de luces, sombras y transparencias


Josué, 5, 9-12;
Sal. 33;
2Cor. 5, 17.-21;
Lc. 15, 1-3.11-32

‘Que el pueblo cristiano se apresure con fe viva y con entrega generosa a celebrar las próximas fiestas pascuales’. Así hemos pedido en la oración en este tercer domingo de Cuaresma. Es nuestro deseo y es el esfuerzo que queremos ir haciendo en este camino cuaresmal dejándonos iluminar por la Palabra de Dios, orando con mayor intensidad al Señor y haciendo la ofrenda de nuestra austeridad y espíritu penitencial.
Hoy la palabra de Dios nos ha ofrecido unos textos hermosos de hondo contenido y que han de ayudarnos en ese camino. Decir que las actitudes de los fariseos sobre todo hacia los publicanos y pecadores provocaron el que Jesús nos propusiese esta hermosa parábola. ‘Solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle…’ nos señala el evangelista. Pero ahí está el rechazo, la murmuración de los fariseos que incluso pretendían manchar el nombre de Jesús, como queriendo decir que Jesús era de la misma condición. Jesús, el médico que venía a sanar a los enfermos, a dar vida a los que se sentían muertos, a alcanzar el perdón para todos los pecadores fueran quienes fueran. ‘Ese acoge a los pecadores y come con ellos’.
Esta hermosa parábola que Jesús nos propone es como un hermoso tríptico en transparencia. Y ahora me explico. Un tríptico cuyo centro está lleno de luz y que quiere disipar las sobras y tinieblas de las tablas laterales. Un tríptico en transparencia porque a través de sus figuras se nos va a ver a nosotros, o hemos de vernos nosotros en lo que somos y en lo que Dios quiere transformarnos.
Unas tablas llenas de sombras. El hijo menor que le pide al padre la parte de la fortuna que le toca y que ‘juntando todo lo suyo emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente’. Y en esa transparencia vemos nuestros negros sueños ansiando libertad para vivir nuestra vida prescindiendo de lo bueno de la casa paterna. Es la expresión de cómo nos alejamos de Dios. Quería vivir su vida, queremos vivir nuestra vida; no queremos nada que nos sujete, ningún principio que nos oriente y nos guíe. Es el no que damos a Dios cuando no aceptamos su voluntad, cuando dejamos al margen de nuestra vida el cumplimiento de los mandamientos. Nos dejamos arrastrar por el vértigo de la vida, de los deseos de placer o por el materialismo que a la larga nos va a atar en la peor de las esclavitudes.
Vendrán las soledades, los vacíos, los sin sentidos de la vida; las añoranzas de lo que pudo ser y no fue; al final el arrepentimiento porque en el fondo vamos a sentir el peso del mal. ‘Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras que yo aquí me muero de hambre… le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba de comer…’ Vacío y soledad. Cuántos vacíos arrastramos por la vida cuando hemos perdido el sentido de las cosas. cuánta soledad en la superficialidad de unas relaciones meramente interesadas y muchas veces egoístas.
Pero la otra tabla está también llena de sombras. El hijo mayor podía parecer el bueno y el cumplidor porque se había quedado en la casa del padre. Pero quizá estaba más lejos que el hermano que se había marchado. Cuando la pasión corroe nuestro espíritu, cuando el orgullo o la envidia nos ciegan, cuando el egoísmo nos hace interesados porque a todo queremos sacarle ganancia – ‘a mí nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos’ -, cuando la soberbia nos hace subirnos en los pedestales de los que nos creemos mejores y despreciamos a los demás – que parecida a la actitud de los fariseos, ‘tantos años como te sirvo sin desobedecer una orden tuya… no soy como esos…’ -, entonces también nuestra vida está llena de sombras. Y en esas sombras estamos trasparentándonos nosotros también.
Pero el centro del tríptico, donde está verdaderamente el personaje central y principal, el verdadero protagonista de la parábola, está lleno de luz. Es el padre que no se cansa de amar; que espera pacientemente y que respeta las decisiones y la libertad de los hijos; que sale al encuentro del hijo que viene o del que no quiere acercarse; que ofrece el abrazo del perdón y de la reconciliación sin recriminaciones ni petición de explicaciones; que restaura la dignidad perdida del hijo al que siempre seguirá amando y tratando como tal; que hace fiesta grande en la vuelta del hijo perdido y encontrado; que nos invita a todos a esa fiesta y banquete de amor y de reconciliación; que busca siempre la reconciliación y la paz.
Cuántos detalles del amor de Dios nos da la parábola. El hijo que había decidido levantarse para volver al encuentro del padre camina quizá lleno de temor porque aún no ha aprendido todo lo que es el amor que el padre le tiene, pero el padre corre al encuentro de su hijo para recibirle lleno de alegría – ‘al verlo se conmovió echando a correr’ -; el hijo había preparado sus palabras de arrepentimiento – ‘padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no merezco llamarme hijo tuyo…’ - pidiéndole que le recibiera al menos como un jornalero, pero para el padre sigue siendo el hijo que vuelve y le reintegra en toda su dignidad, vistiéndole con la túnica nueva de la gracia, poniendo en su dedo el anillo de los hijos y en sus pies las sandalias de la dignidad recobrada.
Y es que en este tema de la reconciliación y reencuentro todo es cosa de Dios y las cosas de Dios son distintas. ‘Todo esto nos viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo…’ que nos decía san Pablo. ‘Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuenta de sus pecados.’
También en la transparencia de este cuadro central lleno de luz tenemos que vernos nosotros; nosotros en ese caminar hacia el padre con el arrepentimiento de nuestras sombras y pecados, sintiendo también ese abrazo de amor y participando también de esa fiesta y de ese banquete que el Señor ha preparado para nosotros. Pero recogiendo el sentir de lo que san Pablo nos ha dicho que ‘a nosotros nos encargó el ministerio de la reconciliación’.
Ministerio que ejerce la Iglesia en toda la acción pastoral y en la celebración de los sacramentos, pero ministerio que en cierto modo tenemos todos los que creemos en Jesús. Esto tendría también muchas consecuencias para nuestro actuar. Vivimos en nosotros la experiencia de sentirnos reconciliados con Dios, pero ¿no tendríamos que hacer partícipes de ese gozo a todos los hombres nuestros hermanos? También nosotros hemos de saber salir al encuentro con el otro para anunciarles ese misterio del amor de Dios que es tanto y tan grande que nos ha entregado a su propio Hijo. ‘Gustad y ved, qué bueno es el Señor’, hemos de decirle a todos con el salmo.
Hay un sacramento en el que de manera especial vivimos esta reconciliación y este reencuentro del hijo pecador con el Padre bueno que nos ama, que es el sacramento de la Penitencia o de la Reconciliación. Con lo que hemos reflexionado hoy en esta parábola quizá tendríamos que preguntarnos si con el mismo gozo, alegría y esperanza vivimos nosotros la celebración de este sacramento. No otra cosa vamos a recibir en él que el abrazo de amor y de perdón del Padre que en Cristo nos ha perdonado. Lejos de nosotros temores, nervios y agobios cuando vamos al sacramento. No olvidemos que el Padre de toda misericordia está esperándonos con su amor para darnos ese abrazo de paz y de perdón.