Is. 65, 17-21;
Sal. 29;
Jn. 4, 43-51
Los primeros versículos del texto del evangelio hoy proclamado vienen a ser como un resumen de las diversas actividades de Jesús narradas en los capítulos precedentes. Jesús llega a Galilea procedente de Samaria donde ha tenido lugar el encuentro con la mujer samaritana junto al pozo de Jacob; se menciona la presencia de Jesús en Nazaret que es san Lucas el que nos lo ha contado con la reacción negativa de sus convecinos, por eso nos recuerda lo de que ‘un profeta no es estimado en su propia patria’; y hace referencia al milagro de la conversión del agua en vino en las bodas de Caná de Galilea para situarnos donde se realiza la escena que hoy nos narra.
Hasta allí ha llegado, por otra parte, la fama de lo que antes Jesús había realizado en Jerusalén. ‘Los galileos lo recibieron bien porque habían visto todo lo que había hecho en Jerusalén, durante la fiesta, pues también ellos habían ido a la fiesta’.
Ahora es ‘un funcionario real que tenia un hijo enfermo en Cafarnaún el que, oyendo que Jesús había llegado de Judea a Galilea, había ido a verle y le pedía que bajase a curar a su hijo que estaba muriéndose’. ¿Tenía fe aquel hombre? Por algo viene a pedirle a Jesús que dé vida a su hijo. Además se fió de Jesús cuando le dijo que su hijo estaba curado. Se puso en camino. Al encontrarse con los criados que vienen a decirle que su hijo está ya curado ‘creyó él con toda su familia’, nos dice el evangelista.
Jesús pide habitualmente fe a los que vienen a él buscando el milagro de la curación. Y porque tienen fe alcanzan lo que piden. ‘Que te sucede conforme a tu fe… tú fe te ha curado…’ son expresiones que escuchamos muchas veces. Ahora el milagro se convierte en un signo que hace crecer más la fe llegando a un compromiso mayor. ‘Creyó él con toda su familia’, nos dice el evangelista. El hombre no se quedó solamente en tener fe en él para obtener de Jesús la curación, sino que ahora esa fe va abarcar a toda la familia.
Algo nuevo se está realizando en la medida en que crece el anuncio del Reino de Dios. Un mundo nuevo se está creando, como lo había anunciado el profeta, según escuchamos en la primera lectura. ‘Mirad, yo voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva, de lo pasado no habrá recuerdo… sino que habrá gozo y alegría perpetua, por lo que voy a crear’. Esta imagen del cielo nuevo y de la tierra nueva volverá a aparecer en el Apocalipsis cuando ya se nos está presentando la apoteosis final.
Un cielo nuevo y una tierra nueva iremos viviendo en la medida en que va creciendo el Reino de Dios en nuestra vida y entre nosotros. Todo ha de irse transformando, haciéndose nuevo. El dolor y el sufrimiento han de desaparecer, la muerte ya no tendrá la palabra final, y los milagros que va realizando Jesús son signo de ese mundo nuevo. De ahí la alegría que en la esperanza hemos de ir viviendo. ¿Cómo no vivirla y sentirlo en lo más hondo de nosotros mismos, si nos sentimos renovados en el Señor, si hemos de hacer crecer día a día esa civilización del amor que dé sentido hondo a nuestra vida y a nuestro mundo?
‘Te ensalzaré, Señor, porque me has librado’, hemos repetido una y otra ve en el salmo. Será un salmo que también cantaremos en la noche de Pascua, en la Vigilia Pascual. En el triunfo de Cristo en su resurrección adquiere todo sentido, porque por la muerte y la resurrección de Cristo nos vemos liberados y rescatados de toda tristeza y de todo mal, inundados de gracia, de vida y de paz. ‘Sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa… cambiaste mi luto en danzas, Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre’.
Pero tiene también su hondo sentido que ahora lo recemos, porque estamos viendo las obras del Señor; porque estamos reconociendo también ese actuar de Dios en nuestra vida, porque en la medida que vamos dando pasos en este camino cuaresmal nos vamos sintiendo nuevos, distintos, renovados, y con más ganas cada día de vivir ese camino de santidad al que el Señor nos ha llamado. Que así lo vayamos viviendo con toda hondura.
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