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martes, 16 de marzo de 2010

Un agua que nos purifica, nos sana y nos llena de vida

Ez. 47, 1-9.12;
Sal. 45;
Jn. 5, 1-3.5-16

Nos habla el evangelio de la piscina de Betesda, junto a la puerta de las ovejas en los aledaños del templo de Jerusalén; allí se agolpaban muchos enfermos, cojos, ciegos, paralíticos que aguardaban el movimiento del agua esperando alcanzar un día la curación de sus males y enfermedades.
Por otra parte, en la primera lectura, Ezequiel nos habla de un manantial que brota del templo del Señor por debajo de la puerta de levante y que se extendía en un caudal que crecía más y más ‘hasta desembocar en el mar de las aguas muertas al que sanaría de manera que todos los seres vivos que bullen allí tendrán vida… y a la vera del río crecerán en ambos lados toda clase de árboles frutales cuyas hojas no se marchitan… porque los riega el agua que nace del santuario’.
El signo del agua como signo de vida se repite en el texto sagrado y será luego utilizado en la liturgia con mucha frecuencia. En los dos textos de hoy se nos presenta como signo de vida, que sana y cura como a los enfermos de la piscina de Betesda, o que llena de vida allá por donde pasa, de manera que desaparezca la desolación y la muerte.
Podríamos recordar el agua viva que Jesús promete a la samaritana, como se lee en el tercer domingo de cuaresma en uno de sus ciclos, o cuando grita desde el templo que el que tenga sed que vaya hasta El que hará surgir ‘un surtidor de agua para la vida eterna’. Sería con agua en el bautismo de Juan el Bautista allá en el Jordán como signo penitencial y de purificación, pero será como signo de gracia y de vida el bautismo cristiano, el bautismo en el nombre del Espíritu con que Jesús mandó fueran bautizados quienes creyeran en El para alcanzar la salvación.
Aparece hoy en nuestro camino cuaresmal para recordarnos cómo tenemos que acudir a Jesús que nos dará el agua de vida eterna. El paralítico que nos aparece hoy en el evangelio no podía meterse a tiempo en la piscina de Betesda cuando el agua se removía porque su invalidez o discapacidad por un lado, y el egoísmo o la indiferencia de los que lo rodeaban eran impedimento para alcanzar la gracia sanadora de aquella agua. El lo deseaba, llevaba 38 años esperando, no lo había podido alcanzar pero su esperanza no se había acabado.
Ahora es Jesús, cuando han fallado todos los medios humanos, el que se acerca al paralítico. La pregunta es como para comenzar una conversación o para despertar los verdaderos deseos de salvación. ‘¿Quieres quedar sano?’
El agua era un signo, pero allí estaba quien esos signos representaban. Jesús es en verdad la salud, la salvación y la vida. Ya no necesitaría usar del signo, introducirse en el agua de la piscina, porque era Cristo mismo quien llegaba hasta él y lo sanaba.
Cristo viene a nosotros también con su vida y salvación. No vemos físicamente su cuerpo y su presencia como lo habían podido ver las gentes de Jerusalén o Palestina, pero sí podemos tener la certeza de su presencia junto a nosotros y en nosotros. Los sacramentos son esos signos sagrados que nos hacen presenta a Cristo, su gracia, su salvación. No cosifiquemos excesivamente los sacramentos sino que en verdad sepamos ver y sentir la presencia de Cristo que nos salva y nos vivifica. Es Cristo mismo que llega a nosotros. Llegó un día en el Bautismo por el agua y el Espíritu y nos dio la vida divina para que pudiéramos unirnos a El y a su vida; y por la fuerza del Espíritu nos hizo hijos. Llega ahora en cada Sacramento y en especial en la Eucaristía; no nos quedaremos en el signo del pan y el vino en su materialidad sino que descubrimos la presencia real y verdadera de Cristo que nos alimenta y llena de vida.
Cristo llega a nosotros y también hoy quiere tendernos su mano, como al paralítico de la piscina, y nos quiere levantar de nuestra invalidez, la invalidez de nuestro pecado. Nos levanta y nos pone en camino, nos hace hombres nuevos realizando en nosotros una nueva creación. Nos levanta y está en nosotros para que ya desaparezca para siempre el mal de nuestro pecado, porque nos perdona, nos llena de gracia, nos llena de vida. Confesemos en verdad nuestra fe en Jesús.

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