Tenemos que arriesgarnos en la vida sin ningún temor y no ya por nosotros mismos, sino en nombre del evangelio que anunciamos por ese mundo que queremos hacer mejor
Isaías 6,1-8; Sal 92; Mateo 10,24-33
Ya una apetecería quizá que la vida fuera como un agradable paseo por
lugares de encanto ya conocidos, sin sobresaltos ni preocupaciones porque todo
fuera armonía y paz. Sin embargo, por una parte sabemos que la vida no es así,
pero también tendríamos que reconocer que al final resultaría aburrida sin el aliciente
de descubrir algo nuevo o de enfrentarse a nuevos y más valiosos retos. Claro
que el descubrir algo nuevo nos puede llevar a sorpresas y sobresaltos, podríamos
encontrar cosas que nos incomoden y al mismo tiempo nos exigiría un esfuerzo de
superación y de crecimiento. Pero así es la vida, así hemos de tomarla y
descubrirla, así hemos de darle un nuevo sentido y un nuevo valor a lo que
hacemos y a lo que vivimos.
Claro que esa variedad de situaciones nuevas nos pueden producir
cierta preocupación y ciertos miedos. Aparecen los miedos y los temores muchas
veces en la vida, ante lo incierto que podemos descubrir tras ese recodo del
camino, ante la reacción que podamos encontrar en quienes nos rodean por lo que
hacemos o por lo que aspiramos, ante el temor de que podamos perder lo que
hemos logrado hasta el presente, y así muchas cosas más que nos llenan de
temores el espíritu. Pero es necesario arriesgarse para darle intensidad a la
vida, de lo contrario se convierte en algo insulso y sin sabor.
Temores nos surgen en nuestro interior ante la reacción, como decíamos,
de los que nos rodean, pero también ante la oposición que podamos encontrar;
oposición que se puede volver violenta muchas veces, porque ya sabemos lo que
sucede cuando hay demasiadas ambiciones en juego y tememos perder algo nuestro
o algo conseguido. No es un mundo en paz el que nos rodea, bien lo sabemos, y
más cuando nosotros queremos presentar con valentía esos valores en los que
creemos porque nos decimos y queremos ser seguidores de Jesús y vivir el
sentido de su evangelio del Reino.
Hoy por tres veces escuchamos en el evangelio decir a Jesús ‘no
tengáis miedo’. Ha venido hablándoles Jesús cuando los ha enviado a hacer
un primer anuncio del evangelio de las dificultades que iban a encontrar; iban
como mensajeros de paz y no siempre encontrarían esa paz, sino que podría
convertirse en rechazo; las palabras de Jesús tienen un largo alcance que no se
reduce a aquel primer momento, sino que les hablará de persecuciones de todo
tipo. Ya les había dicho que estuvieran preocupados por lo que habrían de
responder o cómo defenderse porque el Espíritu pondría palabras en su boca.
Ahora les dice que no tengan miedo.
Si Dios protege a los pajarillos del campo o cuida de la belleza de
las flores nosotros valemos mucho más y Dios siempre cuida de nosotros. Por eso
en ese caminar muchas veces incierto por los caminos de la vida no hemos de
dejarnos aturdir por el temor, no podemos perder la paz del corazón. Algunas
veces quizá nos sentimos tan confundidos que no sabremos como reaccionar; no
podemos perder la paz, con nosotros en la vida camina el Señor y su Providencia
nos protege. Es la confianza de los hijos.
La verdad y la luz han de resplandecer porque creemos en el que ha
vencido a la muerte y ha salido vencedor sobre las tinieblas. Nos tenemos que
confiar a su luz, nos tenemos que dejar guiar por la fuerza del espíritu,
tenemos que arriesgarnos en la vida y no ya por nosotros mismos, sino en nombre
del evangelio que anunciamos por ese mundo que queremos hacer mejor.