Mientras
nos sentamos a los pies de Jesús tengamos abiertas las puertas de nuestro patio
para vivir lo maravilloso de la acogida que nos hace sentir también a Dios
Génesis 18, 1-10; Sal. 14; Colosenses 1,
24-28; Lucas, 10, 38-42
Un hogar es algo más que una estancia
con unas puertas cerradas para vivir encerrados dentro de unos límites. Un
hogar tiene patio y unas puertas que se abren y depende de nosotros si siempre
las tenemos abiertas. Es cierto que un hogar es como ese nido de la familia
donde nacimos, crecimos, nos desarrollamos y podemos vivir una hermosa
experiencia de que nos introduce en caminos de plenitud.
Pero el hogar no es para mirarse solo a
si mismo, sino que en cierto modo podemos decir que es también, que debe ser también
una pista de despeje. En él, es cierto, hemos encontrado lo mejor para el
aprendizaje de ese desarrollo de uno mismo, desde el amor de unos padres, pero
desde la convivencia amorosa de todos los miembros de la familia que nos hace
crecer.
Pero el hogar no nos aísla, por eso decíamos
que tiene patio y puertas que se abren para salir y para entrar, nosotros y también
a los que vienen a nosotros con nuestra mejor acogida por nuestra parte. Cuanto
han aprendido los que han tenido un hogar así, abierto y acogedor, y como luego
su vida se va a desarrollar también en esa acogida pero también en esa ida
hacia los otros. Si ha sido de verdad ese nido de amor y de vida para nosotros,
hemos estado inundados y contagiados de tal manera por ese amor que se hace
difusivo y contagioso a través de nosotros para los demás. No podemos tener las
puertas cerradas porque el amor resuma desde ese lugar.
Lo estamos viendo en la palabra de Dios
que se nos ofrece en este domingo. Abrahán sentado a la sombra de la encina de
Mambré y a la puerta de su tienda acoge en aquellos caminantes a Dios mismo que
le visita y a los que ofrece lo mejor de su casa, agua para que laven sus pies
y un bocado para recobrar fuerzas para proseguir el camino, como signos
hermosos de la hospitalidad. Dios que llega hasta su tienda – imagen del
misterio de Dios y de la misma Santísima Trinidad han visto desde siempre los
santos padres de la Iglesia en este episodio – que mantiene sus promesas de
alianza con Abrahán anunciándole el nacimiento de un hijo, el hijo de la
promesa.
En ese mismo sentido escuchamos el
relato del evangelio. Jesús de camino hacia Jerusalén se detiene en aquel hogar
de Betania, en casa de Marta y María; pronto se pone en juego igualmente la ley
de la hospitalidad en la forma que una y otra aquellas mujeres acogen a Jesús
con sus puertas abiertas. Es sí la disponibilidad pronta para el servicio de
Marta que se afana en hacer todos los preparativos necesarios para la acogida
de aquellos huéspedes, pero es también la actitud de María sentada a los pies
de Jesús y no perdiéndose ni una de sus palabras.
Siempre nos hacemos nuestras
interpretaciones como si hubiera una oposición en la actitud de aquellas
hermanas, primero por la queja de Marta que se ve sola para todas las tareas,
porque le parece que su hermana no le ayuda, y también por las palabras de
Jesús a las que siempre le hemos dado muchas vueltas. ‘María ha escogido la
mejor parte’. ¿No era una parte importante también el servicio de los
preparativos?
Podríamos preguntarnos si nos parece
bien dejar a nuestro invitado solo y encerrado en la sala mientras nos vamos
para la cocina pensando solo en hacer café para ofrecerle o preparar unas
tortitas... ¿Dónde está la compañía y la presencia? Jesús no dice que no fuera
importante y no está queriendo contraponer una cosa a la otra. Jesús nos quiere
a ayudar a hacer una verdadera escala de valores para estar a su tiempo en casa
lugar.
Creo que esto nos puede ayudar para
muchas cosas empezando por lo que es nuestra vida ordinaria de relación con los
demás. Damos cosas pero no damos amor; hacemos regalos, pero no regalamos
presencia y compañía. Somos capaces de dar algo de nuestro dinero – y mira que
nos cuesta desprendernos de nuestro dinero – pero no nos detenemos a mirar a
los ojos y hablar con esa persona que nos ha tendido la mano pidiendo una
limosna. Nos quejamos de la inhumanidad en la que vivimos a causa de tantos
conflictos que hay en nuestro mundo, y miramos con desdén o por encima del
hombre para mantener las distancias al inmigrante con el que nos cruzamos por
la calle.
Y aquí podemos pensar también en todo
lo que significa nuestra relación con Dios y el fondo de nuestra vida
cristiana. Resumiendo podríamos decir que sin escuchar a Jesús difícil nos va a
ser mantener de forma auténtica todo lo que es nuestro compromiso cristiano. No
se trata solo de hacer cosas, podemos caer desde nuestra buena voluntad en el
activismo cuando vemos cuanto hay que hacer, pero necesitamos saber encontrar
esa fuerza interior para poder realizarlo. Y cuando hablamos de esa fuerza
interior no es cuestión solo de nuestra voluntad, de lo que nosotros queremos y
por lo que nos esforzamos, sin la fuerza que viene de Dios nada somos y nada
podremos.
¿No nos dirá Jesús que sin El nada
podemos hacer? Para que el sarmiento dé fruto tiene que estar bien enraizado en
la cepa de la viña, si lo desgajamos para nada nos sirve porque se seca. ¿No
nos pasará muchas veces así a los cristianos? Vivimos enfervorizados queriendo
tragarnos el mundo en dos días, pero al cuarto día nuestras fuerzas se
acabaron, aquella fiebre de entusiasmo se enfrió y comenzamos a resbalar por la
pendiente de la tibieza espiritual que terminará apagándose del todo.
Sepamos sentarnos a los pies de Jesús
para que podamos tener las puertas de nuestro patio abiertas; acogiendo a Jesús
aprenderemos a acoger a los demás, porque cuando acogemos a los demás nos
daremos cuenta que estamos acogiendo a Jesús. Pero sin ese hilo de amistad con
Jesús no lo podremos ver ni lo podremos lograr.