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domingo, 20 de julio de 2025

Mientras nos sentamos a los pies de Jesús tengamos abiertas las puertas de nuestro patio para vivir lo maravilloso de la acogida que nos hace sentir también a Dios

 


Mientras nos sentamos a los pies de Jesús tengamos abiertas las puertas de nuestro patio para vivir lo maravilloso de la acogida que nos hace sentir también a Dios

Génesis 18, 1-10; Sal. 14; Colosenses 1, 24-28; Lucas, 10, 38-42

Un hogar es algo más que una estancia con unas puertas cerradas para vivir encerrados dentro de unos límites. Un hogar tiene patio y unas puertas que se abren y depende de nosotros si siempre las tenemos abiertas. Es cierto que un hogar es como ese nido de la familia donde nacimos, crecimos, nos desarrollamos y podemos vivir una hermosa experiencia de que nos introduce en caminos de plenitud.

Pero el hogar no es para mirarse solo a si mismo, sino que en cierto modo podemos decir que es también, que debe ser también una pista de despeje. En él, es cierto, hemos encontrado lo mejor para el aprendizaje de ese desarrollo de uno mismo, desde el amor de unos padres, pero desde la convivencia amorosa de todos los miembros de la familia que nos hace crecer.

Pero el hogar no nos aísla, por eso decíamos que tiene patio y puertas que se abren para salir y para entrar, nosotros y también a los que vienen a nosotros con nuestra mejor acogida por nuestra parte. Cuanto han aprendido los que han tenido un hogar así, abierto y acogedor, y como luego su vida se va a desarrollar también en esa acogida pero también en esa ida hacia los otros. Si ha sido de verdad ese nido de amor y de vida para nosotros, hemos estado inundados y contagiados de tal manera por ese amor que se hace difusivo y contagioso a través de nosotros para los demás. No podemos tener las puertas cerradas porque el amor resuma desde ese lugar.

Lo estamos viendo en la palabra de Dios que se nos ofrece en este domingo. Abrahán sentado a la sombra de la encina de Mambré y a la puerta de su tienda acoge en aquellos caminantes a Dios mismo que le visita y a los que ofrece lo mejor de su casa, agua para que laven sus pies y un bocado para recobrar fuerzas para proseguir el camino, como signos hermosos de la hospitalidad. Dios que llega hasta su tienda – imagen del misterio de Dios y de la misma Santísima Trinidad han visto desde siempre los santos padres de la Iglesia en este episodio – que mantiene sus promesas de alianza con Abrahán anunciándole el nacimiento de un hijo, el hijo de la promesa.

En ese mismo sentido escuchamos el relato del evangelio. Jesús de camino hacia Jerusalén se detiene en aquel hogar de Betania, en casa de Marta y María; pronto se pone en juego igualmente la ley de la hospitalidad en la forma que una y otra aquellas mujeres acogen a Jesús con sus puertas abiertas. Es sí la disponibilidad pronta para el servicio de Marta que se afana en hacer todos los preparativos necesarios para la acogida de aquellos huéspedes, pero es también la actitud de María sentada a los pies de Jesús y no perdiéndose ni una de sus palabras.

Siempre nos hacemos nuestras interpretaciones como si hubiera una oposición en la actitud de aquellas hermanas, primero por la queja de Marta que se ve sola para todas las tareas, porque le parece que su hermana no le ayuda, y también por las palabras de Jesús a las que siempre le hemos dado muchas vueltas. ‘María ha escogido la mejor parte’. ¿No era una parte importante también el servicio de los preparativos?

Podríamos preguntarnos si nos parece bien dejar a nuestro invitado solo y encerrado en la sala mientras nos vamos para la cocina pensando solo en hacer café para ofrecerle o preparar unas tortitas... ¿Dónde está la compañía y la presencia? Jesús no dice que no fuera importante y no está queriendo contraponer una cosa a la otra. Jesús nos quiere a ayudar a hacer una verdadera escala de valores para estar a su tiempo en casa lugar.

Creo que esto nos puede ayudar para muchas cosas empezando por lo que es nuestra vida ordinaria de relación con los demás. Damos cosas pero no damos amor; hacemos regalos, pero no regalamos presencia y compañía. Somos capaces de dar algo de nuestro dinero – y mira que nos cuesta desprendernos de nuestro dinero – pero no nos detenemos a mirar a los ojos y hablar con esa persona que nos ha tendido la mano pidiendo una limosna. Nos quejamos de la inhumanidad en la que vivimos a causa de tantos conflictos que hay en nuestro mundo, y miramos con desdén o por encima del hombre para mantener las distancias al inmigrante con el que nos cruzamos por la calle.

Y aquí podemos pensar también en todo lo que significa nuestra relación con Dios y el fondo de nuestra vida cristiana. Resumiendo podríamos decir que sin escuchar a Jesús difícil nos va a ser mantener de forma auténtica todo lo que es nuestro compromiso cristiano. No se trata solo de hacer cosas, podemos caer desde nuestra buena voluntad en el activismo cuando vemos cuanto hay que hacer, pero necesitamos saber encontrar esa fuerza interior para poder realizarlo. Y cuando hablamos de esa fuerza interior no es cuestión solo de nuestra voluntad, de lo que nosotros queremos y por lo que nos esforzamos, sin la fuerza que viene de Dios nada somos y nada podremos.

¿No nos dirá Jesús que sin El nada podemos hacer? Para que el sarmiento dé fruto tiene que estar bien enraizado en la cepa de la viña, si lo desgajamos para nada nos sirve porque se seca. ¿No nos pasará muchas veces así a los cristianos? Vivimos enfervorizados queriendo tragarnos el mundo en dos días, pero al cuarto día nuestras fuerzas se acabaron, aquella fiebre de entusiasmo se enfrió y comenzamos a resbalar por la pendiente de la tibieza espiritual que terminará apagándose del todo.

Sepamos sentarnos a los pies de Jesús para que podamos tener las puertas de nuestro patio abiertas; acogiendo a Jesús aprenderemos a acoger a los demás, porque cuando acogemos a los demás nos daremos cuenta que estamos acogiendo a Jesús. Pero sin ese hilo de amistad con Jesús no lo podremos ver ni lo podremos lograr.

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