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viernes, 25 de julio de 2025

Celebramos a Santiago, pero al mismo tiempo miramos nuestra vida y damos gracias, porque a través de él descubrimos también esa acción de Dios en nosotros

 


Celebramos a Santiago, pero al mismo tiempo miramos nuestra vida y damos gracias, porque a través de él descubrimos también esa acción de Dios en nosotros

Hechos 4, 33; 5, 12. 27b-33; 12, 2; Salmo 66; 2 Corintios 4, 7-15; Mateo 20, 20-28

¿Desde donde edificamos nuestra vida? Desde lo que somos, con esa madera que tenemos, la nuestra, no la que otros quizás quieran imaginar o desear o quizás desde la que nosotros quisiéramos tener; es la rudeza y de nuestra vida en su propia realidad, la que somos con nuestras callosidades o nuestros nudos, con su parte de madera más blanca o más dúctil, pero también con nuestra fuerza interior, con nuestras ambiciones y nuestras pasiones, que no podemos dejar de lado porque forman parte de nosotros también; no se trata de descartar o destruir, sino de ser capaz de aprovechar lo que hay en nosotros para en ello tratar de esculpir la mejor figura, la mejor persona, que no se va en apariencias, sino que trata de sentir plenitud en si misma pero también de ser, podíamos decir, útil a los demás; por eso no pensamos solo en nosotros, sino también en ese lugar en el que estamos o donde seremos llamados a realizar nuestra vida, que tiene que ser también para los demás, y con esa barca que hemos hecho de nuestra vida nos conducimos, navegamos hacia el encuentro de los otros para llevar lo mejor que en ella llevamos, que en nosotros llevamos.

Mira tu vida en esta reflexión que te ofrezco y piensa en lo que eres y en lo que te puedes transformar, pero descubre también cuál es tu misión porque en cuanto te sucede también hay una llamada, como la que hizo un día Jesús a aquellos pescadores de Galilea.

Hoy estamos celebrando al Apóstol Santiago y he querido comenzar con esta reflexión, porque al escribirla y hacérmela he estado pensando precisamente también en el apóstol y en su vida. Un pescador y una barca, un oficio con toda su dureza que no era solo para sí mismo en unas ganancias que pudiera obtener, sino que tenía su función para los demás, portador de alimento en aquellos peces para muchos. Un día el lago se quedó corto porque a su lado pasó un profeta que iba reclutando pescadores para otros mares más amplios; no sería ya solo pescador de peces sino de hombres, no sería el lago de Tiberíades sino llegar hasta el fin del mundo conocido, llegó hasta el Finisterre, al fin de la tierra conocida entonces con la misión de pescador que había recibido. No se rehusaba a aquel oficio, muchas veces a lo largo del evangelio lo veremos cruzando una y otra vez aquel lago, sino que se transformaba.

Pero tuvo que hacer un camino, para pulir aquella madera a pesar de las callosidades de sus ambiciones y sus sueños; muchas veces seguían discutiendo entre ellos sobre quien sería el más grande o importante y Jesús seguía señalándoles el camino; su madre intervendría también en aquellos sueños de sus hijos y se convertiría en mediadora – lo que hacen siempre las madres – pero aprenderían de un bautismo y bautismo de sangre por el que habían de pasar, de a pesar de sus impulsos por correr y querer transformarlo todo de una vez, habían de aprender a quedarse los últimos, porque ahí está el mejor servicio que pudieran realizar ayudando a los que menos podían caminar.

Tendría sus momentos de luz, que alimentaban mejor sus impulsos como en el Tabor, estaría también allí donde desde lo que parecía un sueño de muerte renacía la vida como en la casa de Jairo, pero también sabría de lo que era el dolor más intenso que hace sudar sangre en la cercanía de Jesús en Getsemaní. Así se fue tallando aquella madera, así podría ponerse en marcha aquella barca hasta lejanas tierras porque allí también tenían que enseñar todo aquello que habían aprendido de lo que era el amor y el amor hasta el final. Pero estaría también en el momento oportuno, donde se convirtiera en el primer testigo, en el primero de los del grupo de los apóstoles que derramara su sangre, que diera su vida.

Y hoy nosotros contemplamos su figura, esa madera tan variada en su composición que tenía sus nudosidades pero que tenía el mejor material y podemos así celebrar la obra de Dios en él. Nos creemos muchas veces en nuestros orgullos que lo que somos o lo que hemos conseguido solo es fruto de nosotros mismos y de nuestros particulares esfuerzos y nos olvidamos de la obra de Dios en nosotros; es El quien nos ha ido tallando, puliendo, haciendo brillar lo mejor que ha puesto en nosotros, porque esos acontecimientos, muchas veces quizás duros, por los que hemos pasado, esas personas que han estado cerca de nosotros y nos han echado una mano con su palabra y su consejo, con su presencia que nos daba ánimos o nos hacía ver las cosas de otra manera, todo cuando ha ido sucediendo en nuestro derredor tenemos que reconocer que ha sido un don de Dios para nuestra vida, que nos manifestaba su amor, que nos acompañaba en nuestro camino, que nos daba esa fortaleza que necesitábamos, que nos impulsaba a algo nuevo y mejor, que nos hacía mirar a lo alto. Es la obra de Dios en nosotros, misteriosa muchas veces porque nos ha costado leerla, pero grandiosa siempre porque grande es su amor que así ha derrochado su gracia sobre nosotros.

Celebramos a Santiago, pero al mismo tiempo miramos nuestra vida y damos gracias, porque a través de él descubrimos también esa acción de Dios en nosotros. Trajo la fe a nuestras tierras españolas, pero sobre todo nos hizo descubrir, nos sigue haciendo descubrir ese amor de Dios que se derrama abundantemente en nuestra vida. Y todo eso tiene que tener unas consecuencias para nosotros. Tenemos que descubrirlas.

 

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