Miremos el amor del padre y aprendamos de su misericordia, de
su paciencia, de la esperanza que nunca se agota ni se termina ansiando el
abrazo del reencuentro
Miqueas 7, 14-15. 18-20; Sal 102; Lucas 15,
1-3. 11-32
‘Ese
acoge a los pecadores y come con ellos’. Era la reacción de escribas y fariseos ante el
nuevo estilo y sentido que Jesús quería ofrecer de la vida. A nadie rechazaba,
a todos escuchaba, para todos era su amor y su cercanía. No importaba su condición
pecadora, eran personas amadas de Dios aunque sus corazones estuvieran llenos
de la negrura del pecado. No tenía en cuenta Jesús los prejuicios de la gente,
las descalificaciones muchas veces gratuitas, miraba a la persona y su corazón
y hasta allí quería ir a buscarlo. Pero no todos los entendían.
Estos
primeros pensamientos ya tendrían que hacernos pensar cuando en la vida tan
llenos de prejuicios vamos. También hacemos nuestras distinciones, vamos
discriminando por una razón o por otra a aquellos que nos encontramos en el
camino; muchas veces ni razones lógicas tenemos, pero se nos atraviesan las
personas y no las dejamos pasar por nuestro corazón. Y vienen las
descalificaciones. Porque un día hizo, porque un día dijo, porque un día quizá
tuvo un mal momento, ya es suficiente para nosotros poner una marca.
Y para que
aprendamos a superar esas cosas y tantas otras que se nos van metiendo en la
vida Jesús nos habla de un padre lleno de amor y de misericordia, un padre que
nos espera aunque nosotros nos hayamos marchado, un padre que nos viene a buscar
cuando nosotros no queremos entrar, cuando ponemos barreras por medio y ya no
sabemos mirar a los demás como hermanos. Es lo que nos enseña con la parábola
que hoy nos propone el evangelio.
Creo que
no es necesario entretenernos en hacer muchos comentarios, sino que la leamos
una y otra vez pero nosotros poniéndonos en el lugar de los distintos
personajes, del hijo menor y del hijo mayor, y también en el lugar del padre
para que aprendamos a tener corazón. Mucho hincapié hacemos habitualmente
cuando nos enfrentamos a estas palabras de Jesús en la marcha del hijo menor y
el proceso de su regreso cuando no pensaba que el padre le estaba esperando.
Claro que nos refleja que tantas veces nos hemos querido marchar para hacer
nuestra vida a nuestra manera y hemos caído en las mismas negruras.
Pero es
conveniente ponernos también en la piel del hijo mayor, de aquel que parecía
que no había roto nunca un plato porque se había quedado en la casa, pero qué
distante estaba. Distante del hermano al
que ni siquiera quiere reconocerlo como tal, pero distante también del padre
contra el que tiene tantas recriminaciones. Cuantos muros y barreras había en
su corazón. Cuantos muros y barreras ponemos en nuestro corazón.
Pero el
personaje central como bien sabemos es el padre. El Padre que ve marchar al
hijo y que sufre en silencio las distancias que ha puesto también el otro hijo.
El padre que sufre en silencio, pero que está gritando de amor aunque los hijos
no quieren oírle. El padre que espera a la puerta la vuelta del hijo para
correr a su encuentro. El padre que busca al hijo que quizá se ha escondido en
los rincones más recónditos de la casa y
no quiere salir para partir de la fiesta y de la alegría; claro cuando hay
resentimientos en el corazón, cuando hay desconfianzas y malas miradas hacia
los otros no puede haber alegría, no se puede celebrar fiesta verdadera aunque
tantas veces nosotros lo disimulamos con risas y carcajadas aparentes pero muy
vacías.
Miremos el
amor del padre y aprendamos de su misericordia, de su paciencia, de la
esperanza que nunca se agota ni se termina y seamos los hijos que ansiamos la
vuelta para el encuentro con el abrazo del padre. Ya sabemos que se nos está
hablando del amor de Dios.