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sábado, 14 de marzo de 2020

Miremos el amor del padre y aprendamos de su misericordia, de su paciencia, de la esperanza que nunca se agota ni se termina ansiando el abrazo del reencuentro



Miremos el amor del padre y aprendamos de su misericordia, de su paciencia, de la esperanza que nunca se agota ni se termina ansiando el abrazo del reencuentro

Miqueas 7, 14-15. 18-20; Sal 102; Lucas 15, 1-3. 11-32
‘Ese acoge a los pecadores y come con ellos’. Era la reacción de escribas y fariseos ante el nuevo estilo y sentido que Jesús quería ofrecer de la vida. A nadie rechazaba, a todos escuchaba, para todos era su amor y su cercanía. No importaba su condición pecadora, eran personas amadas de Dios aunque sus corazones estuvieran llenos de la negrura del pecado. No tenía en cuenta Jesús los prejuicios de la gente, las descalificaciones muchas veces gratuitas, miraba a la persona y su corazón y hasta allí quería ir a buscarlo. Pero no todos los entendían.
Estos primeros pensamientos ya tendrían que hacernos pensar cuando en la vida tan llenos de prejuicios vamos. También hacemos nuestras distinciones, vamos discriminando por una razón o por otra a aquellos que nos encontramos en el camino; muchas veces ni razones lógicas tenemos, pero se nos atraviesan las personas y no las dejamos pasar por nuestro corazón. Y vienen las descalificaciones. Porque un día hizo, porque un día dijo, porque un día quizá tuvo un mal momento, ya es suficiente para nosotros poner una marca.
Y para que aprendamos a superar esas cosas y tantas otras que se nos van metiendo en la vida Jesús nos habla de un padre lleno de amor y de misericordia, un padre que nos espera aunque nosotros nos hayamos marchado, un padre que nos viene a buscar cuando nosotros no queremos entrar, cuando ponemos barreras por medio y ya no sabemos mirar a los demás como hermanos. Es lo que nos enseña con la parábola que hoy nos propone el evangelio.
Creo que no es necesario entretenernos en hacer muchos comentarios, sino que la leamos una y otra vez pero nosotros poniéndonos en el lugar de los distintos personajes, del hijo menor y del hijo mayor, y también en el lugar del padre para que aprendamos a tener corazón. Mucho hincapié hacemos habitualmente cuando nos enfrentamos a estas palabras de Jesús en la marcha del hijo menor y el proceso de su regreso cuando no pensaba que el padre le estaba esperando. Claro que nos refleja que tantas veces nos hemos querido marchar para hacer nuestra vida a nuestra manera y hemos caído en las mismas negruras.
Pero es conveniente ponernos también en la piel del hijo mayor, de aquel que parecía que no había roto nunca un plato porque se había quedado en la casa, pero qué distante estaba. Distante del  hermano al que ni siquiera quiere reconocerlo como tal, pero distante también del padre contra el que tiene tantas recriminaciones. Cuantos muros y barreras había en su corazón. Cuantos muros y barreras ponemos en nuestro corazón.
Pero el personaje central como bien sabemos es el padre. El Padre que ve marchar al hijo y que sufre en silencio las distancias que ha puesto también el otro hijo. El padre que sufre en silencio, pero que está gritando de amor aunque los hijos no quieren oírle. El padre que espera a la puerta la vuelta del hijo para correr a su encuentro. El padre que busca al hijo que quizá se ha escondido en los rincones más recónditos de la casa  y no quiere salir para partir de la fiesta y de la alegría; claro cuando hay resentimientos en el corazón, cuando hay desconfianzas y malas miradas hacia los otros no puede haber alegría, no se puede celebrar fiesta verdadera aunque tantas veces nosotros lo disimulamos con risas y carcajadas aparentes pero muy vacías.
Miremos el amor del padre y aprendamos de su misericordia, de su paciencia, de la esperanza que nunca se agota ni se termina y seamos los hijos que ansiamos la vuelta para el encuentro con el abrazo del padre. Ya sabemos que se nos está hablando del amor de Dios.

viernes, 13 de marzo de 2020

Cuidemos la vida y el mundo para embellecerlo en frutos de valores que nos engrandecen y evitando la destrucción a que en ocasiones le sometemos con nuestra maldad


Cuidemos la vida y el mundo para embellecerlo en frutos de valores que nos engrandecen y evitando la destrucción a que en ocasiones le sometemos con nuestra maldad

Génesis 37, 3-4. 12-13a. 17b-28; Sal 104; Mateo 21, 33-43, 45-46
Cada día en mi paseo con mi perrito paso entre los viñedos de mi pueblo asentados en las cercanías de mi casa. A lo largo del año voy viendo todo el proceso que lleva su cultivo, preparando las tierras y liberándolas de toda maleza que pueda dañar el cultivo y desarrollo de la vida, pero contemplando también en su tiempo las podas que liberan de ramajes inútiles e innecesarios, pero también cómo en la medida que van surgiendo y creciendo los distintos brotes se sulfatan para liberarlos de dañinas plagas hasta ver brotar sus frutos en hermosos racimos cortados a su tiempo para llevar al lagar. En ocasiones son los propietarios quienes realizan su labor o en otras son personas que las han arrendado para cultivarlas, pero siempre con mimo y esmero esperando obtener los mejores frutos a su sacrificado trabajo. Pero siento la tristeza también de los terrenos abandonados, de las viñas no cuidadas y, podríamos decir, enterradas en medio de zarzales y de abrojos que las ahogan y no las dejan producir.
Confieso que me recuerda continuamente diversos momentos del evangelio como la parábola que hoy se nos ofrece. No habla también de un propietario de una vida que la preparó y la cuidó de la mejor manera posible, confiándola a unos viñadores para que continuaran el trabajo y le hicieran rendir los mejores frutos. Pero aquellos arrendadores se creyeron dueños en su ambición haciéndose oídos sordos para el rendimiento de cuentas a quien era el verdadero propietario.
Cuando escuchamos una parábola ya sabemos que no nos quedamos en la literalidad de lo que es la narración que se nos ofrece en ella, pero bien sabemos que todos los detalles que se nos ofrecen han de tener su traslación a lo que es nuestra vida concreta y a lo que es el meollo del mensaje que se nos quiere ofrecer. Así tenemos que hacerlo con esta parábola tratando de interpretar y entender muy bien lo que significa cada uno de los personas o en este caso hasta la misma propiedad de la viña.
Aquellos escribas y fariseos que escucharon de labios de Jesús la parábola bien entendieron su significado sabiendo que iba por ellos y por lo que ha sido toda la historia de Israel. Se sintieron aludidos, de manera que esto les motivaba más para tratar de eliminar a Jesús.
¿Nos sentiremos aludidos nosotros de igual modo? ¿Esa viña cuidada y preparada por aquel propietario que luego confió a aquellos viñadores no estará significando también la historia de nuestra vida? Ese regalo que Dios ha puesto en nuestras manos, como ha sido toda la creación para el servicio del hombre, de la humanidad, que Dios nos confía no solo para que la cuidemos en su primigenio estado sino que la desarrollemos y hagamos crecer llenando de vitalidad nuestro mundo, un mundo que no es solo exclusividad de algunos sino que es bien y riqueza para toda la humanidad.
¿Qué hacemos de nuestra vida?, nos preguntamos. ¿Qué estamos haciendo de nuestro mundo? Tenemos que interrogarnos nosotros y sentirnos interpelados por cuando sucede en nuestro mundo desde el mal uso, la mala administración que nosotros estamos haciendo de esa riqueza de la creación.
Con demasiado egoísmo tratamos nosotros nuestra propia vida, como toda la obra de la creación, porque nos adueñamos de ella como si fuera algo exclusivo nuestro que podemos hacer con ello lo que nos da la gana. Será el mal trato que le damos a nuestra propia vida cuando no solo no la cuidamos sino que la dañamos con tantos abusos que de ella hacemos. Podemos pensar en ese mundo de violencia en que nos vemos envueltos, como puede ser tantas cosas viciosas que dañan nuestra vida por el mal uso que hacemos de cuanto está en nuestras manos. Y pensamos, repito, en nuestra propia vida, pero tenemos que pensar en todo lo que hacemos con nuestro mundo que en lugar de embellecerlo muchas veces lo que hacemos es destruirlo.
Muchas más consideraciones podríamos hacernos al hilo de esta parábola, pero valgo esto para hacernos tomar conciencia de la responsabilidad con que hemos de tratar nuestra vida y la naturaleza de ese mundo que nos rodea y en el cual vivimos. ¿Qué dejaremos o cómo lo vamos a dejar para cuantos vienen después de nosotros? ¿Será como esas viñas maltratadas o descuidadas que a veces nos encontramos en nuestro entorno?

jueves, 12 de marzo de 2020

Distraídos e insolidarios caminamos cuando no hemos dejado sembrar la semilla de la Palabra en el corazón



Distraídos e insolidarios caminamos cuando no hemos dejado sembrar la semilla de la Palabra en el corazón

Jeremías 17, 5-10; Sal 1; Lucas 16, 19-31
Todos hemos visto la imagen, o hasta nos los hemos encontrado por la calle, de aquellos que van distraídos por la vida sin saber ni por donde pisan porque quizás van entretenidos en sus cosas o como ahora esta de moda pendiente de su móvil o de su tablet. No ven por donde caminan, dispuestos a tropezar en cualquier momento, sin atención a lo que sucede a su alrededor donde pueden estar pasando muchas cosas pero nunca se enteran de nada.
Pero más allá de la anécdota del que tropieza con todo por ir solo pendiente de su celular, esto es una imagen de la postura con que muchos van por la vida. A nada atienden que no sean sus intereses, o más aún, de lo único que están pendientes es de pasarlo bien sea como sea sin ser conscientes de verdad de lo que sucede en el mundo de su entorno, porque no hay que ir muy lejos, sino al menos darnos cuenta de lo que nos rodea. Se quieren disculpar, nos queremos disculpar, en que no sabíamos nada, que nadie nos contó, que estamos muy ocupados pero es el desinterés que tenemos por la sociedad en la que vivimos y la insolidaridad que alimenta nuestras vidas encerradas en nosotros mismos.
Es la imagen que nos presenta hoy el evangelio con esta parábola de Jesús. El hombre rico que solo piensa en pasarlo bien pero  no se da cuenta del pobre que tiene en la misma puerta de su casa y que no tiene ni para comer. Un cuadro que podemos trasponer a tantas circunstancias de nuestro entorno o de nuestra propia vida cuando nos encerramos en nuestra insolidaridad.
Como continua la parábola será después de su propia muerte cuando se de cuenta aquel hombre de cómo había vivido, buscando consuelo en donde ya no puede encontrarlo porque él nunca supo dar ese consuelo a los que estaban en su entorno, queriendo incluso ahora que a su familia no le sucede lo que a él. Son las peticiones que ahora hace, pero la respuesta de Abraham es que aquellos que aun caminan por la tierra sean capaces de escuchar a los profetas, porque ni aunque un muerto se les apareciera van a cambiar ni un ápice de sus vidas.
¿Será la ceguera con que nosotros también podemos estar caminando por la vida? Ahí están palpables las necesidades y los problemas de los que están a nuestro lado, pero ya decíamos que no queríamos verlos; es más, en muchas ocasiones lo que hacemos es tratar de culpabilizarlos, pero ¿los habremos escuchado? Por nuestra cabeza quizás han pasado teóricamente muchas soluciones para esas situaciones, pero ¿hemos sido capaces de ir a ofrecerles esa solución y poner el principio de nuestra ayuda para que esas personas caminen de forma distinta?
Pero tendríamos que ser nosotros los primeros que abriéramos nuestra mente, nuestro corazón. A nuestro alcance tenemos también la Palabra que nos ilumina, pero tenemos que dejar que entre la luz para que nos pueda iluminar en nuestro interior. Y abrir la puerta a esa luz es abrir nuestro corazón a la Palabra de Dios.
La semilla es necesario enterrarla en la tierra para que fructifique debidamente, eche buenas raíces y pueda surgir esa planta nueva llamada a dar bellas flores y hermosas frutas. Dejemos que esa semilla se plante en nuestro corazón; preparemos nuestro corazón para que sea tierra buena, que ya sabemos cuantos pedruscos podemos tener dentro de nosotros o raíces de malas hierbas que tendríamos que arrancar.
No es solamente un oír como quien va de paso y llegan distintos sonidos a sus oídos, sino escuchar que es prestar atención, atender y entender lo que el Señor quiere decirnos con su Palabra. Cuando así lo hacemos pronto van a aparecer esos buenos frutos en nuestra vida. Que se acabe las distracciones interesadas y comience a florecer la solidaridad.

miércoles, 11 de marzo de 2020

No podemos seguir pensando en grandezas o brillos de poder, en ambiciones y apetencias a lo humano cuando seguimos a Jesús sin escuchar sinceramente sus palabras



No podemos seguir pensando en grandezas o brillos de poder, en ambiciones y apetencias a lo humano cuando seguimos a Jesús sin escuchar sinceramente sus palabras

Jeremías 18, 18-20; Sal 30; Mateo 20, 17-28
No nos enteramos. O no queremos enterarnos y echamos balones fuera, como se suele decir.  Lo que se nos está diciendo es verdaderamente importante. Pero nosotros vamos a lo nuestro, lo que son nuestros intereses, los sueños más primarios que nos pueden surgir, o aquello que no nos complique demasiado la vida, que ya está bien, que por si mismo está bien complicada. En muchas ocasiones nos cerramos la mente así, para no enterarnos, porque aquello nos parece difícil y complicado y tal como yo me lo había planeado tenia menos complicaciones.
Quien de una forma objetiva y prescindiendo de prejuicios se enfrente al pasaje del evangelio de hoy se quedará confuso ante la reacción de los discípulos, de la madre de los Zebedeos incluso, y de las salidas de onda que se manifiesta en la continuidad del relato. Jesús hace unos anuncios que por si mismos tienen que ser impactantes para quien los escuche y más para aquellos que estaban cerca de Jesús escuchando continuamente sus enseñanzas e incluso con el sacrificio de seguirle de un lado para otro habiendo abandonado incluso sus ocupaciones.
A cualquiera tendría que dejarle callado y con la boca abierta con lo que Jesús anuncia. De alguna manera se rompen los esquemas de las ideas preconcebidas que tenían de lo que había de ser el Mesías, porque lo que Jesús dice es poco menos que un fracaso fijándonos solamente en el tema del prendimiento y de la ejecución en la cruz. Pero hete aquí que inmediatamente, como si no hubiera escuchado nada, viene la madre de Santiago y Juan a hacerle una petición a Jesús. ‘Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda’. Pero ¿no había acabado de decir Jesús que eso del Reino como poder nada de nada porque todo aquello iba a acabar en una ejecución en la cruz? ¿Cómo es que viene pidiendo lugares de privilegio y de poder para sus hijos?
¿Queréis primeros puestos? ¿Estáis dispuestos a beber el cáliz que yo he de beber? Después de escuchar a Jesús tendrían que tener claro lo que significaba beber su mismo cáliz. Porque El había hablado de pasión y muerte en manos incluso de los gentiles para que fuera de una forma más cruel. Y ellos responden, no sé si decir inocentemente, que sí pueden. Pero Jesús plancha aun más la operación para decirles que a El no le toca dar eso que lo tiene reservado el Padre del cielo.
Pero mientras los otros diez se revuelven corroídos por los resentimientos o las envidias. Por allá andan recelosos ante lo que Santiago y Juan ellos piensan que están consiguiendo del maestro. Y Jesús les llama, y Jesús de nuevo vuelve a hablarles de lo que ya tantas veces les había hablado. Cuantas veces por el camino habían estado discutiendo sobre lo mismo, sobre los primeros puestos y Jesús había querido hacerles entrar en razón.
Por eso insiste Jesús. ‘Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos’.
Vuelve a hablarles Jesús del espíritu de servicio, de hacerse los últimos, que entre ellos no pueden andar como los que tienen el poder en los pueblos y naciones que lo que quieren es dominar y estar por encima de todo. Que es otro el sentido del Reino, que es el amor el que va a poner verdadera paz en los corazones y en las relaciones entre los hombres.
¿Habremos nosotros, cristianos del siglo XXI terminado de entender estas palabras de Jesús o andaremos también a lo nuestro? ¿Seguiremos pensando en grandezas y en brillos de poder? ¿Estaremos aun en la honda de búsqueda de primeros puestos de poder y de influencia, de luchas de los unos contra los otros porque no queremos que nadie me haga sombra, de resentimientos y de desconfianzas, con intenciones ocultas en nuestro interior incluso en aquello bueno que queremos hacer porque siempre queremos tener un beneficio, un prestigio, un brillo que nos distinga de los demás? ¿Quedará aun en nuestra iglesia ambiciones y apetencias como la de aquella madre que quizá con buena voluntad quería lo mejor para sus hijos pero que su corazón no terminaba de escuchar las palabras de Jesús con el sentido nuevo del Reino de Dios?

martes, 10 de marzo de 2020

Actitudes nuevas de humildad y de servicio hemos de tener en lo más hondo de nosotros mismos para que siempre resplandezca el amor verdadero


Actitudes nuevas de humildad y de servicio hemos de tener en lo más hondo de nosotros mismos para que siempre resplandezca el amor verdadero

Isaías 1, 10. 16-20; Sal 49; Mateo 23, 1-12
Todos nos hemos encontrado alguna vez en la vida con individuos que van de sobrados de sí, que todo se lo saben, que de todo quieren opinar, que nos miran por encima del hombro porque nos consideran unos ignorantes, que se tienen por maestros de todo aunque nos cuenta que todo son fantochadas y vanidad, que se creen con la solución de todos los problemas pero que todo se queda en palabras porque luego realmente poco hacen. No hay palabra que digan si no es para fantasear con su ‘sabiduría’ (y lo ponemos así entre comillas) y para estarnos diciendo en todo momento cómo tenemos que hacer las cosas. Reconozcamos que se nos hacen insoportables, aunque en principio puedan encandilar con su palabrería.
Al hacernos estas consideraciones quizá nos pasen por nuestra mente el rostro o el nombre de tantos que conocemos así, pero también con sinceridad hemos de mirarnos a nosotros mismos porque allá en el fondo también tengamos esos deseos de notoriedad, de destacar, de colgarnos medallas de merecimientos, o también acaso nos sentimos frustrados u ofendidos si no nos llevan a nosotros sobre una bandeja. Haremos mucho o poco pero nos gusta que nos lo reconozcan y en cierto modo como a nadie le amarga un dulce también nos gustaría aparecer en primera plana.
Lo que es bueno es bueno, lo que hemos hecho bien ahí está y queremos que sea beneficioso para todos, al menos, lo pensamos algunas veces. La humildad está en reconocer la verdad pero eso reconocimiento de la verdad de lo bueno o lo justo que hayamos hecho no nos tiene que llevar a buscar pedestales y las glorias de las vanidades humanas.
Es de lo que Jesús quiere prevenirnos hoy en el evangelio. Y Jesús pone en alerta a los que quieren ser sus discípulos ante las posturas y las maneras de actuar de escribas y fariseos. Ya nos dice que hagamos lo que nos dicen, pero que no hagamos como ellos que nada hacen sino buscar honores, reconocimientos, primeros puestos y vanidad. Claro que todo esto tiene que hacernos pensar, porque acaso a pesar del paso de los años y de los siglos muchas veces sigamos actuando – y también en nuestra Iglesia – a la manera de aquellos escribas y fariseos. Mucha pomposidad ha acompañado a muchos que en la iglesia tenían la misión de ser los últimos y los servidores de todos. No caigamos nosotros en las mismas redes.
No quiere Jesús que nos dejemos llamar padres ni maestros, porque como nos dice todos somos hermanos – cuánto habría que revisar en este sentido en tantos estamentos también de la Iglesia incluso hoy en pleno siglo XXI -  y aunque algunos tengan la misión de trasmitirnos la Palabra de Dios en fin de cuentas son unos hermanos, porque son también unos seguidores de Jesús que con responsabilidad, es cierto, pero con mucho humildad han de realizar su misión. Desterremos de una vez por todas la vanidad de los títulos y de los tratamientos pomposos para sentirnos unos humildes servidores  y hermanos de los que caminan a nuestro lado.
Actitudes nuevas de humildad y de servicio hemos de tener en lo más hondo de nosotros mismos para que siempre resplandezca el amor verdadero. ¿Nos ayudará esta reflexión en este camino cuaresmal que estamos haciendo para que haya una verdadera pascua en nosotros?

lunes, 9 de marzo de 2020

Cuanto más amor repartamos más será el amor que sintamos en nuestro corazón porque la medida del amor que Dios nos regala es una medida siempre rebosante


Cuanto más amor repartamos más será el amor que sintamos en nuestro corazón porque la medida del amor que Dios nos regala es una medida siempre rebosante

Daniel 9, 4b-10; Sal 78;  Lucas 6, 36-38
Cuando reconocemos que el Señor es grande, descubrimos que nosotros somos pequeños. Así comentaba alguien los textos que nos ofrece en este lunes de la segunda semana de cuaresma la liturgia de este día.
Por ahí hemos de empezar, reconocer que el Señor es grande. Ese acto de fe tendría que ser el primer paso que demos en nuestra oración. Es descubrir y sentir con quien nos vamos a encontrar, a quien vamos a orar. Y así ha de surgir nuestra fe y nuestra alabanza. Detenernos ante la grandeza de Dios, de su amor, de su misericordia, de su presencia que lo llena todo, de su inmensidad que nos inunda.
Muchas veces vamos a la oracion y directamente comenzamos a rezar nuestras oraciones, a despachar todas esas peticiones y anhelos que llevamos en el corazón. Pero hay que saber detenerse a la puerta de nuestra oración; como cuando vamos a entrar en un edificio inmenso y maravilloso que nos detenemos en la puerta para contemplar así, como de conjunto, toda lo inmensidad y belleza de su arquitectura, quedándonos como en la duda de si nuestros pies pueden hollar toda aquella magnificencia, así nosotros ante la presencia de Dios. No con miedo sino son el temor de Dios, el respeto al nombre de Dios, a su presencia y admirando la grandeza de su amor le alabamos, preparamos nuestro corazón para gozarnos de esa presencia y de ese amor de Dios.
Pero cuando nos sentimos así inundados de Dios sentimos nuestra pobreza, nuestra pequeñez, nuestro pecado. ‘Soy un hombre de labios impuros’, decía el profeta Isaías cuando se sintió inundado de la presencia de Dios. Pero ahí está el amor del Señor que toca nuestros labios impuros para purificarlo, nuestro corazón roto para reconstruirlo, nuestra vida vacía para llenarla.
No son necesarias muchas palabras en nuestra oracón sino disfrutar de esa presencia de Dios y de su amor. Y al sentirnos en la dicha del amor de Dios nuestro corazón se contagia de amor. Por eso nos dice Jesús hoy en el evangelio que seamos misericordiosos como Dios nuestro Padre es misericordioso. ‘El Señor es compasivo y misericordioso’ que rezamos en los salmos. Nos impregnamos de su misericordia y es tal el gozo que sentimos en nuestro corazón alo disfrutar de su perdón que ya no queremos hacer otra cosa sino amar con su mismo amor, ser misericordiosos a la imagen del corazón de Dios.
Sería algo para no olvidar nunca. Pero ya sabemos cual es nuestra debilidad y nuestra condición pecadora. Qué pronto olvidamos las bondades de su amor y tenemos el peligro de cerrar nuestro corazón. Por eso necesitamos ser asiduos en nuestra oración. Y no es porque tengamos muchas necesidades materiales por las que pedir al Señor, o sean tantas las cosas o las personas que queremos recordar en su presencia para pedir por ellas – que eso está muy bien – sino para mantener caldeado de verdad nuestro corazón, para no olvidar nunca lo grande que es su misericordia y una y otra vez caldear nuestro espíritu en el amor de Dios.
‘Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros’.
Así nos dice hoy Jesús en el evangelio; comencemos a actuar en consecuencia, fuera de nosotros juicios y condenas, perdonemos con generosidad y vayamos repartiendo amor allá por donde vayamos. Cuanto más amor repartamos más será el amor que sintamos en nuestro corazón. El amor es algo que no se gasta cuando lo compartimos sino al contrario se crece porque la medida del amor que Dios nos regala es una medida rebosante.

domingo, 8 de marzo de 2020

Con este pregustar la gloria del Señor en su transfiguración nos vamos a sentir seguros cuando lleguen los momentos negros de la pasión, la certeza de que Jesús es el Hijo de Dios


Con este pregustar la gloria del Señor en su transfiguración nos vamos a sentir seguros cuando lleguen los momentos negros de la pasión, la certeza de que Jesús es el Hijo de Dios

Génesis 12, 1-4ª; Sal 32; 2imoteo 1, 8b-10; Mateo 17, 1-9
Hay momentos en que la vida parece que da un volantazo, porque nos damos cuenta que no podemos seguir por donde íbamos, que quizá todo parecía fácil y entraba en una normalidad, pero de pronto los cosas se pusieron difíciles, íbamos como por una llanura y ahora nos encontramos subiendo una pendiente. ¿Por qué? nos preguntamos. ¿Por qué ahora tenemos que tomar este otro camino? Como cuando vamos haciendo un camino para llegar a algún sitio y de pronto el camino cambió, lo que era llano y suave se hizo subida, lo que parecía que no costaba, ahora nos exige un esfuerzo distinto. Nos habíamos acostumbrado y ahora el cambio cuesta. ¿Qué es lo que hay detrás que merezca este cambio?
¿Por qué tenemos que subir ahora esta montaña? Quizá se estaban preguntando aquellos tres discípulos, Pedro, Santiago y Juan, a quienes Jesús se había llevado aparte y se había dispuesto a subir con ellos a aquella montaña. Iba a orar en lo alto ¿era necesario? Si Jesús oraba en cualquier sitio, en la noche solamente se apartaba un poco del resto y allí se ponía a orar. Pero ahora estaban subiendo y con no poco esfuerzo a lo alto de aquella montaña. La identificamos como el Tabor, que se alza en medios de las llanuras y valles de Galilea y es de costosa subida.
Cansados llegaron a lo alto y Jesús se dispuso para la oracion invitándoles a ellos a hacer lo mismo. Seguramente preferirían un descanso para entrar en un sopor que les hiciera recuperar las fuerzas, pero Jesús les estaba pidiendo con su propio ejemplo que se dispusieran a orar. Y comienza lo extraordinario y lo no esperado porque en la oración Jesús comienza a transfigurarse en su presencia. Su rostro resplandecía, sus vestiduras eran de un blanco deslumbrador, aparecía como nimbado por la gloria del Señor y allí estaban también Moisés y Elías junto a Jesús. Aquella presencia también iba a significar algo. Se quedaron ciegos de emoción y no querían que aquello se acabase.
Ya Pedro estaba disponiendo el levantar tres tiendas para que aquella visión continuase. ‘¡Qué bien se está aquí!’ fue su grito de exclamación y su deseo. La gloria de Dios los envolvía a ellos también. Una nube lo envolvía todo. La voz desde el cielo proclamaba que Jesús era el Hijo de Dios. ‘Este es mi Hijo amado. Escuchadle’, era la voz del Padre. Al escuchar la voz cayeron por tierra. ‘No temáis’, les dice Jesús y allí están solos con Jesús. ‘No habléis de esto a nadie hasta después de la resurrección de entre los muertos’, era el encargo que Jesús les hacia, pero había que bajar de nuevo de la montaña para seguir el camino. Había merecido la pena el esfuerzo y sacrificio de la subida.
Es tradición en la liturgia de la Iglesia que este segundo domingo de Cuaresma se nos presente este evangelio de la Transfiguración. Es una invitación, casi al principio de este camino cuaresmal, a que nos tomemos en serio del camino de la Pascua. Vamos subiendo con Jesús a Jerusalén. Un camino y una subida cuaresmal que no siempre es fácil, que exige su esfuerzo. Un camino que nos invita a seguir. Ni nos podemos quedar al pie de la montaña aplatanados por es fuerte el esfuerzo que se nos pide, pero tampoco nos podremos luego quedar en lo alto por muy bien que se esté allí, como se sentía Pedro.
El cristiano tiene que estar siempre en camino, caminos de superación y esfuerzo, camino de búsqueda de la presencia del Señor, caminos que se abren delante de nosotros bajando de la montaña o abriéndonos paso por los valles de la vida porque siempre tenemos que ir al encuentro del otro, al encuentro del mundo porque tenemos un anuncio que hacer. ¿Nos costará a nosotros también ese cambio que supone ponernos en camino en los caminos nuevos que se abren ante nosotros? ¿Hay algo que nos da certeza y seguridad?
A Abrahán Dios le pide, lo escuchamos en la primera lectura que se ponga en camino para ir a la tierra que el Señor le va a dar. Un camino de cierta incertidumbre porque no sabe hasta donde tiene que llegar, solo sabe que tiene que salir de su tierra y de la casa de su padre. Los apóstoles tras la visión de la gloria de Dios también han de seguir en camino, bajar de la montaña llevando con ellos un secreto que ahora no pueden revelar pero que es preanuncio para ellos de que en la pascua tras la pasión y la muerte va a haber resurrección. Luego tendrán que seguir haciendo camino porque será entonces cuando han de salir a hacer ese anuncio al mundo. ‘Id al mundo entero a proclamar esa buena noticia’, les dirá Jesús antes de la Ascensión. Serán testigos no solo en Jerusalén sino hasta los confines de la tierra.
La contemplación que hoy hacemos de la transfiguración es una invitación a ponernos en camino, a salir de nuestra casa, de la casa de nuestras comodidades y rutinas, para entrar en ese camino nuevo que se abre ante nosotros para que también hagamos el anuncio. Llevaremos con nosotros el secreto de la Pascua pero que hemos de transmitir a los demás, la certeza de que Jesús es el Hijo de Dios y es nuestra salvación y la salvación del mundo que tenemos que anunciar.
No nos asusta la pascua porque aunque haya pasión y muerte tenemos la certeza de la vida y de la resurrección. Merece la pena el sacrificio de la pasión, como les mereció la pena el sacrificio y esfuerzo de la ascensión del Tabor para los tres discípulos que acompañaban a Jesús.
Con este pregustar la gloria del Señor en su transfiguración también nos vamos a sentir seguros cuando lleguen los momentos negros de la pasión – nos podemos sentir tentados como los discípulos en la pasión a abandonar y huir como salieron huyendo del huerto, o a encerrarse donde se sintieran seguros como estuvieron encerrados en el Cenáculo -, porque sabemos bien lo que hay detrás, la certeza de que Jesús es el Hijo de Dios. Así hemos escuchado hoy la voz del Padre que nos lo certifica desde el cielo. Así podremos superar la tentación de la huida o del encerrarnos llenos de miedo en lugar cómodo donde nada nos pueda pasar.
Subimos hoy al Tabor de la Transfiguración porque queremos subir también con Jesús a su Pascua; nos gozamos  hoy con la gloria del Señor transfigurado como sentiremos la alegría de la resurrección para sentirnos enviados a llevar la Buena Nueva de la salvación al mundo que nos rodea.  Queremos vivir el compromiso de la Transfiguración y de la Pascua.