No
dejemos que el edificio de nuestra fe y nuestra vida cristiana se levante de
cualquier manera sino que sea sobre los cimientos sólidos del evangelio
1Timoteo 1,15-17; Sal 112; Lucas 6, 43-49
En las cercanías de mi casa van a levantar un edificio; llevan ya unos cuantos meses preparando la cimentación; uno que no entiende demasiado de edificaciones al ver todo el tiempo que han invertido en preparar la cimentación se pregunta si era necesario todo lo que han hecho excavando el terreno, quitando la tierra que lo conformaba, comenzando con un nuevo relleno y así no sé cuantas cosas más; ahora parece que ya van a comenzar a levantar el edificio. Pero si preguntamos a un perito o técnico nos dará muchas explicaciones sobre la necesidad de que la cimentación estuviera bien firme para poder dar seguridad a la edificación.
Pienso en la vida, en mi vida y en todo
lo que es la formación de la persona a la que se ha de dedicar el tiempo que
sea necesario para encontrarnos al final con una persona debidamente formada y
preparada en todos los aspectos, una persona madura que pueda afrontar todos
los retos de la vida. Quizá cuando estamos en ese periodo de formación, nos
preguntamos muchas veces como aquel que veía la preparación de la cimentación
del edificio, si todo eso es necesario, que ya la vida misma nos enseñará y
cada uno sabrá salir adelante como pueda. Grave error que podemos cometer.
Es el ejemplo y la comparación que nos
propone hoy Jesús en el evangelio para lo que ha de ser la verdadera
cimentación de nuestra vida cristiana. Muchas veces lo dejamos al azar, a lo
que salga, a lo que buenamente podamos ir aprendiendo, pero no nos hemos
fundamentado la mayor parte de las veces en lo que en verdad tiene que ser
nuestro fundamento. Y así vamos los cristianos con nuestra mediocridades, así
vamos con nuestra superficialidad, así vamos con nuestra tibieza y nuestras
desganas, con nuestra falta de compromiso y con nuestro testimonio pobre, así
vamos con una espiritualidad que no tiene fundamento, así vamos simplemente dejándonos
arrastrar por tradiciones pero no convirtiendo nuestra fe en el eje fundamental
de nuestra vida.
Nos habla Jesús de la casa cimentada
sobre roca o la casa cimentada simplemente sobre arena. Y como nos dice Jesús
vendrán los temporales, vendrán las tempestades, vendrán los vientos y las
lluvias y la casa no resistirá. Nos está pasando en la dejadez con que vivimos
nuestra vida cristiana. Todos quizás muy preocupados de que el niño se bautice
lo más pronto posible – cuantas angustias de muchas abuelas que ven que sus
nietos no han sido bautizados a los pocos días – pero qué poca preocupación
luego por darle a ese niño según vaya creciendo una verdadera formación
cristiana que le haga madurar en su fe. Claro que muchas veces en los mayores
la fe es poco madura y poco fundamentada. Luego nos parecerá mucho los años de
catequesis, y veremos como una carga el pensar que tenemos que seguirnos
formando y madurando en nuestra fe.
Cuando llegan los problemas de la vida
no sabemos cómo afrontarlos desde un sentido cristiana; cuando vemos los
problemas de nuestro mundo pronto queremos encontrar el milagro fácil que nos
lo resuelva todo, pero cuando nos preguntan por la razón de nuestra fe nos
quedamos callados y no sabemos cómo responder. Han faltado esos cimientos y
esas columnas que sostengan de verdad el edificio de nuestra vida cristiana.
Por sus frutos los conoceréis, nos está
diciendo Jesús en el evangelio. Y el árbol bueno tiene que dar frutos buenos,
pero ¿cuáles son nuestros frutos? De lo que hay en el corazón habla la boca,
nos dirá también Jesús, pero ¿qué es lo que hay en nuestro corazón muchas veces
sino superficialidad? ¿Qué es lo que en verdad podemos decir de nuestra fe?
Interrogantes y planteamientos que nos
tenemos que hacer. Dejemos que en verdad cale en nosotros el evangelio de
Jesús. Muchas veces se ha quedado como una llovizna superficial que solo en
algunas cosas externas nos ha empapado, pero no ha llegado a calar esa lluvia
de la Palabra de Dios hasta la raíz profunda de nuestra vida.