La
generosidad de nuestro amor no puede tener límites ni medidas sino que siempre habrá un paso más allá que
podamos dar
Colosenses 3,12-17; Sal 150; Lucas 6,27-38
Yo soy bueno con los demás, decimos con
facilidad; los que son buenos conmigo no tienen por qué quejarse, porque yo soy
agradecido y soy también bueno con ellos. Hemos escuchado muchas veces, hemos
pensado también quizás, y es la forma de bondad natural que tenemos con los
demás de forma habitual. Claro que así pronto cerramos el círculo y vivimos
atentos solo a los que están más cercanos a nosotros y con los que nos llevamos
bien, pero el campo de la humanidad tendríamos que pensar que es mucho más
amplio. ¿Nos podemos quedar reducidos solo a esto?
Jesús nos viene a decir hoy en el
evangelio que eso lo hace cualquiera, pero que quienes le seguimos a El no
podemos actuar como cualquiera, sino que en algo que tenemos diferenciarnos; no
porque nos vayamos a poner en un estadio superior, sino porque los que optamos
por el Reino de Dios en algo se ha de notar que queremos vivir ese Reino de
Dios. Un Reino de Dios que es para todos, al que todos estamos invitados, el
que hemos de ir construyendo haciendo que de él todos participemos. Y cuando
entramos en esa tesitura nos damos cuenta que otras son las medidas, que otro
es el estilo de ese amor.
Es lo que nos enseña hoy Jesús en el
evangelio. Nos da otras medidas para el amor. Porque ya no tenemos solo que
amar a los que nos aman y hacen bien, porque como dice Jesús, eso lo hacen
también los gentiles. Si saludas solo al que te saluda, no haces nada
extraordinario, nos viene a decir. ‘Y si prestáis a aquellos de los que
esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros
pecadores, con intención de cobrárselo’.
Por eso Jesús nos hablará de amor
también a los que no nos aman, de amor incluso a los que nos odian, de amor a
los enemigos, de perdón generoso para todos, porque nosotros nos impregnamos
del amor generoso de Dios que ha sido compasivo y misericordioso con nosotros y
con esa misma compasión y misericordia tenemos nosotros que amar a los demás. ‘Amad
a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; será grande
vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los
malvados y desagradecidos’.
La medida de nuestro amor es el amor de
Dios. ‘Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no
juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad,
y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa,
colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que midiereis se os medirá
a vosotros’.
Cada vez que escucho este texto del evangelio
en eso de que ‘os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante’,
y lo he comentado muchas veces recuerdo un gesto de mi padre cuando quería dar
un cesto de papas a algún vecino después de la cosecha, no se contentaba con
llenar más o menos el cesto sino que lo removía, lo remecía, para que pudieran
ponerse aun encima un puñado más de papas.
La generosidad de nuestro amor no puede
tener límites ni medidas, como nos enseña Jesús, siempre habrá un paso más allá
en nuestro amor que podamos dar. No solo al que ya es bueno conmigo sino
también al que no me puede tragar. Cuando copiamos el amor de Dios en algo
tiene que notarse la diferencia.
Qué hermoso lo que nos decía san Pablo
en la carta a los cristianos de Colosas. ‘Como elegidos de Dios, santos y
amados, revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre,
paciencia. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga quejas
contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo’. Así el
amor será el ceñidor que envuelva nuestra vida, así resplandecerá para siempre
la paz.
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