Reunidos con toda la Iglesia veneramos la memoria de
todos los santos y cantamos la alabanza del Señor
Apoc. 7, 2-4.9-14; Sal. 23; Mt. 5, 1-12
‘Reunidos en comunión con toda la Iglesia veneramos la
memoria, ante todo, de la gloriosa siempre Virgen María, madre de Jesucristo,
nuestro Dios y Señor; la de su esposo san José; la de los santos apóstoles y
mártires… y la de todos los santos; por sus méritos y oraciones concédenos en
todo tu protección’.
Es la
conmemoración que se hace en la primera plegaria eucarística - de manera
semejante en el resto de plegarias eucarísticas - cada vez que la Iglesia se
reúne para celebrar la Eucaristía. ‘Reunidos
en comunión con toda la Iglesia…’ decimos. Así tenemos que sentirnos
siempre. Hoy en esta Solemnidad la Iglesia lo hace de manera especial cuando
queremos celebrar a todos los santos; a ellos queremos sentirnos unidos en
comunión con toda la Iglesia, la Iglesia que aún peregrina en este mundo, con
la Iglesia triunfante y gloriosa con la que deseamos un día poder merecer ‘compartir la vida eterna y cantar las
alabanzas del Señor’, como expresamos también en otra de las plegarias.
Y cuando
celebramos a todos los santos como hoy lo hacemos, lo mismo que cuando hacemos
memoria y celebramos ya en particular a cada uno a lo largo del año litúrgico,
queremos contar con su ejemplo y con su intercesión. ‘Por sus méritos y oraciones concédenos en todo tu protección’,
pedimos.
Una fiesta muy
hermosa la que hoy celebramos que nos llena de alegría, de optimismo y de
esperanza a los cristianos que aun caminamos en este valle de lágrimas. De la
alegría, porque celebramos el triunfo y la gloria de esa multitud innumerable
de personas que ya gozan de Dios y, al mismo tiempo, desde Dios siguen en
contacto con nosotros como intercesores y como estímulo de vida, como hemos
expresado. Ellos son el mejor fruto de la Pascua de Cristo, y quieren vernos a
nosotros también asociados a su triunfo.
Del optimismo,
porque nosotros lo mismo que ellos, siendo fieles al Espíritu Santo y haciendo
el mismo camino del Evangelio, podemos llegar a la meta, a nuestra plenitud en
Dios y gozar eternamente de su gloria y de su paz.
De esperanza,
porque ellos fueron hombres y mujeres como nosotros que, viviendo su vida
ordinaria al ritmo de la voluntad de Dios, en circunstancias a veces mucho tan
difíciles o más que las nuestras, pudieron alcanzar la misma santidad a la que
todos estamos llamados.
Nos alegramos,
pues, en esta fiesta, pero su celebración es un estímulo grande para nuestra
vida. Nos ha de hacer reflexionar mucho la contemplación de esa multitud
innumerable que canta la gloria del Señor, como nos describe el libro del Apocalipsis.
Nos recuerda que nosotros hemos de formar parte de ese cortejo del Cordero
porque somos también los redimidos del Señor. Es nuestra grandeza y nuestra
gloria porque con la sangre del Cordero hemos sido redimidos y rescatados,
hemos sido purificados - hemos lavado y
blanqueado nuestras vestiduras, nuestra vida, en la sangre del Cordero - y
nos hemos convertido en hijos.
Grande es nuestra
dignidad y nuestra gloria por pura gracia, por la gran benevolencia del Señor
que ha sido el que nos ha llamado hijos cuando por la fuerza del Espíritu
divino desde nuestro Bautismo hemos participado de la vida divina y comenzado a
ser hijos de Dios. Y estamos llamados a que un día podamos verle cara a cara
porque ‘seremos semejantes a El y lo
veremos tal cual es’. ¿No es esto motivo para la alegría, para el optimismo
y para la esperanza?
Contemplar hoy la
gloria de todos los santos, además de llenarnos de esperanza en ese deseo de un
día participar también de su gloria, nos hace sentirnos impulsados con su
ejemplo a vivir nosotros esa santidad en nuestra vida. ‘Todo el que tiene esperanza en El se purifica a si mismo, como El es
puro’, nos decía la carta de san Juan. Queremos ser santos, queremos
purificarnos, queremos emprender ese camino de la santidad desde ese ejemplo y
modelo que son para nosotros todos los santos que hoy celebramos. Sabemos que
podemos ser santos porque otros hermanos nuestros, con nuestras mismas
debilidades y flaquezas, lograron hacer ese camino de santidad.
¿Qué es lo que
ellos hicieron? Seguir un camino de fidelidad. Empaparse del espíritu del
Evangelio de Jesús para así vivir la vida de Jesús y merecer la
bienaventuranza, como hoy escuchamos en el evangelio. Vivieron la gratuidad del
amor de Dios en sus vidas y sus vidas se vieron transformadas por la fuerza del
amor haciendo realidad el Reino de Dios en sus vidas y más presente en
consecuencia en el mundo que les rodeaba.
El profeta había
anunciado que los pobres, los hambrientos, los que estaban llenos de
sufrimientos, los oprimidos eran los destinatarios de la salvación. Recordemos
lo anunciado en la sinagoga de Nazaret. Serán ellos los que van a experimentar
en sus vidas mejor que nadie lo que es esa gratuidad del amor de Dios. ‘De ellos es el Reino de los cielos, escuchamos
hoy en las bienaventuranzas, ellos serán
consolados, quedarán saciados, alcanzarán misericordia, verán a Dios, se llamarán
hijos de Dios’. Por eso, nos dirá Jesús que serán ‘dichosos los pobres, y los que sufren, y los hambrientos, y los que
tienen un corazón limpio de maldades pero lleno de misericordia, los que
trabajan por la justicia y por la paz, aunque no sean comprendidos o sean
despreciados o perseguidos’.
Ese ha de ser
nuestro camino. No nos sirven las autosuficiencias o el creernos ya poseedores
de todo porque con ello creemos que seríamos felices. No nos vale encerrarnos
en nosotros mismos o en nuestras cosas
olvidándonos o prescindiendo de los demás. La salvación no la alcanzamos por
nosotros mismos por muchas cosas que tengamos o creamos saber. Desde la
gratuidad del amor de Dios hemos de aprender a actuar de la misma manera para
vaciarnos de nuestro yo siendo capaces de olvidarnos de nosotros mismos para
dar cabida en nuestro corazón a los demás, sintiendo en nosotros el dolor de
los que sufren, el hambre de los hambrientos, los deseos de paz y de justicia
de todos los hombres de buena voluntad.
El que está lleno
de si mismo y de aquello que piensa que son sus riquezas, no tendrá lugar en su
corazón para dar cabida a los demás. El que no ha sabido experimentar en su
vida lo que es la misericordia y el amor de Dios no sabrá lo que es tener
misericordia con los otros para amarlos con un amor generoso. El que no ha
sabido poner a Dios en el centro de su corazón no tendrá ojos para mirar con
una mirada distinta de amor a los que le rodean, como el que no sabe abrir su
corazón desinteresada y generosamente a los demás tampoco será capaz de abrirlo
a Dios, para que sea en verdad el único Señor de su vida y viva en consecuencia
el Reino de Dios.
Cuando emprendemos
ese camino sentiremos en el corazón la dicha y la felicidad más grande, aunque
nos cueste arrancarnos de nosotros mismos y tengamos que llorar quizá lágrimas
amargas en el corazón al hacer nuestro el sufrimiento de los demás, pero que se
convertirán al final en lágrimas de amor, de dicha y de felicidad.
Y todo eso, nos
dice el Señor, que un día lo podremos vivir en plenitud en la gloria del cielo.
Hoy lo contemplamos en todos los santos que estamos celebrando y que nos sirven
de estímulo y ejemplo. Hoy les pedimos a todos los santos que sean intercesores
nuestros para alcanzarnos del Señor esa gracia que nos haga gustar ese amor
gratuito de Dios y nos llene de la fuerza de su Espíritu para vivir con toda
intensidad la Buena Nueva del Evangelio de Jesús.
Hacemos ahora el
camino de la Iglesia peregrina, alimentados con la gracia y la presencia del
Señor que se nos da y nos llena de vida en la mesa de los Sacramentos con la
esperanza de que un día podamos participar con todos los ángeles y los santos
en la mesa del banquete del Reino de los cielos, enjugadas ya las lágrimas de
nuestros ojos en la contemplación de la gloria de Dios, cantando eternamente
las alabanzas del Señor.