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sábado, 1 de noviembre de 2014

Reunidos con toda la Iglesia veneramos la memoria de todos los santos y cantamos la alabanza del Señor

Reunidos con toda la Iglesia veneramos la memoria de todos los santos y cantamos la alabanza del Señor

Apoc. 7, 2-4.9-14; Sal. 23; Mt. 5, 1-12
‘Reunidos en comunión con toda la Iglesia veneramos la memoria, ante todo, de la gloriosa siempre Virgen María, madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor; la de su esposo san José; la de los santos apóstoles y mártires… y la de todos los santos; por sus méritos y oraciones concédenos en todo tu protección’.
Es la conmemoración que se hace en la primera plegaria eucarística - de manera semejante en el resto de plegarias eucarísticas - cada vez que la Iglesia se reúne para celebrar la Eucaristía. ‘Reunidos en comunión con toda la Iglesia…’ decimos. Así tenemos que sentirnos siempre. Hoy en esta Solemnidad la Iglesia lo hace de manera especial cuando queremos celebrar a todos los santos; a ellos queremos sentirnos unidos en comunión con toda la Iglesia, la Iglesia que aún peregrina en este mundo, con la Iglesia triunfante y gloriosa con la que deseamos un día poder merecer ‘compartir la vida eterna y cantar las alabanzas del Señor’, como expresamos también en otra de las plegarias.
Y cuando celebramos a todos los santos como hoy lo hacemos, lo mismo que cuando hacemos memoria y celebramos ya en particular a cada uno a lo largo del año litúrgico, queremos contar con su ejemplo y con su intercesión. ‘Por sus méritos y oraciones concédenos en todo tu protección’, pedimos.
Una fiesta muy hermosa la que hoy celebramos que nos llena de alegría, de optimismo y de esperanza a los cristianos que aun caminamos en este valle de lágrimas. De la alegría, porque celebramos el triunfo y la gloria de esa multitud innumerable de personas que ya gozan de Dios y, al mismo tiempo, desde Dios siguen en contacto con nosotros como intercesores y como estímulo de vida, como hemos expresado. Ellos son el mejor fruto de la Pascua de Cristo, y quieren vernos a nosotros también asociados a su triunfo.
Del optimismo, porque nosotros lo mismo que ellos, siendo fieles al Espíritu Santo y haciendo el mismo camino del Evangelio, podemos llegar a la meta, a nuestra plenitud en Dios y gozar eternamente de su gloria y de su paz.
De esperanza, porque ellos fueron hombres y mujeres como nosotros que, viviendo su vida ordinaria al ritmo de la voluntad de Dios, en circunstancias a veces mucho tan difíciles o más que las nuestras, pudieron alcanzar la misma santidad a la que todos estamos llamados.
Nos alegramos, pues, en esta fiesta, pero su celebración es un estímulo grande para nuestra vida. Nos ha de hacer reflexionar mucho la contemplación de esa multitud innumerable que canta la gloria del Señor, como nos describe el libro del Apocalipsis. Nos recuerda que nosotros hemos de formar parte de ese cortejo del Cordero porque somos también los redimidos del Señor. Es nuestra grandeza y nuestra gloria porque con la sangre del Cordero hemos sido redimidos y rescatados, hemos sido purificados - hemos lavado y blanqueado nuestras vestiduras, nuestra vida, en la sangre del Cordero - y nos hemos convertido en hijos.
Grande es nuestra dignidad y nuestra gloria por pura gracia, por la gran benevolencia del Señor que ha sido el que nos ha llamado hijos cuando por la fuerza del Espíritu divino desde nuestro Bautismo hemos participado de la vida divina y comenzado a ser hijos de Dios. Y estamos llamados a que un día podamos verle cara a cara porque ‘seremos semejantes a El y lo veremos tal cual es’. ¿No es esto motivo para la alegría, para el optimismo y para la esperanza?
Contemplar hoy la gloria de todos los santos, además de llenarnos de esperanza en ese deseo de un día participar también de su gloria, nos hace sentirnos impulsados con su ejemplo a vivir nosotros esa santidad en nuestra vida. ‘Todo el que tiene esperanza en El se purifica a si mismo, como El es puro’, nos decía la carta de san Juan. Queremos ser santos, queremos purificarnos, queremos emprender ese camino de la santidad desde ese ejemplo y modelo que son para nosotros todos los santos que hoy celebramos. Sabemos que podemos ser santos porque otros hermanos nuestros, con nuestras mismas debilidades y flaquezas, lograron hacer ese camino de santidad.
¿Qué es lo que ellos hicieron? Seguir un camino de fidelidad. Empaparse del espíritu del Evangelio de Jesús para así vivir la vida de Jesús y merecer la bienaventuranza, como hoy escuchamos en el evangelio. Vivieron la gratuidad del amor de Dios en sus vidas y sus vidas se vieron transformadas por la fuerza del amor haciendo realidad el Reino de Dios en sus vidas y más presente en consecuencia en el mundo que les rodeaba.
El profeta había anunciado que los pobres, los hambrientos, los que estaban llenos de sufrimientos, los oprimidos eran los destinatarios de la salvación. Recordemos lo anunciado en la sinagoga de Nazaret. Serán ellos los que van a experimentar en sus vidas mejor que nadie lo que es esa gratuidad del amor de Dios. ‘De ellos es el Reino de los cielos, escuchamos hoy en las bienaventuranzas, ellos serán consolados, quedarán saciados, alcanzarán misericordia, verán a Dios, se llamarán hijos de Dios’. Por eso, nos dirá Jesús que serán ‘dichosos los pobres, y los que sufren, y los hambrientos, y los que tienen un corazón limpio de maldades pero lleno de misericordia, los que trabajan por la justicia y por la paz, aunque no sean comprendidos o sean despreciados o perseguidos’.
Ese ha de ser nuestro camino. No nos sirven las autosuficiencias o el creernos ya poseedores de todo porque con ello creemos que seríamos felices. No nos vale encerrarnos en nosotros mismos o  en nuestras cosas olvidándonos o prescindiendo de los demás. La salvación no la alcanzamos por nosotros mismos por muchas cosas que tengamos o creamos saber. Desde la gratuidad del amor de Dios hemos de aprender a actuar de la misma manera para vaciarnos de nuestro yo siendo capaces de olvidarnos de nosotros mismos para dar cabida en nuestro corazón a los demás, sintiendo en nosotros el dolor de los que sufren, el hambre de los hambrientos, los deseos de paz y de justicia de todos los hombres de buena voluntad.
El que está lleno de si mismo y de aquello que piensa que son sus riquezas, no tendrá lugar en su corazón para dar cabida a los demás. El que no ha sabido experimentar en su vida lo que es la misericordia y el amor de Dios no sabrá lo que es tener misericordia con los otros para amarlos con un amor generoso. El que no ha sabido poner a Dios en el centro de su corazón no tendrá ojos para mirar con una mirada distinta de amor a los que le rodean, como el que no sabe abrir su corazón desinteresada y generosamente a los demás tampoco será capaz de abrirlo a Dios, para que sea en verdad el único Señor de su vida y viva en consecuencia el Reino de Dios.
Cuando emprendemos ese camino sentiremos en el corazón la dicha y la felicidad más grande, aunque nos cueste arrancarnos de nosotros mismos y tengamos que llorar quizá lágrimas amargas en el corazón al hacer nuestro el sufrimiento de los demás, pero que se convertirán al final en lágrimas de amor, de dicha y de felicidad.
Y todo eso, nos dice el Señor, que un día lo podremos vivir en plenitud en la gloria del cielo. Hoy lo contemplamos en todos los santos que estamos celebrando y que nos sirven de estímulo y ejemplo. Hoy les pedimos a todos los santos que sean intercesores nuestros para alcanzarnos del Señor esa gracia que nos haga gustar ese amor gratuito de Dios y nos llene de la fuerza de su Espíritu para vivir con toda intensidad la Buena Nueva del Evangelio de Jesús.
Hacemos ahora el camino de la Iglesia peregrina, alimentados con la gracia y la presencia del Señor que se nos da y nos llena de vida en la mesa de los Sacramentos con la esperanza de que un día podamos participar con todos los ángeles y los santos en la mesa del banquete del Reino de los cielos, enjugadas ya las lágrimas de nuestros ojos en la contemplación de la gloria de Dios, cantando eternamente las alabanzas del Señor.

viernes, 31 de octubre de 2014

Siempre como Jesús hemos de buscar el bien de la persona y así mostrar nuestra delicadeza y amor

Siempre como Jesús hemos de buscar el bien de la persona y así mostrar nuestra delicadeza y amor

Filp. 1, 1-11; Sal. 110; Lc. 14, 1-6
¿Quiénes serían los que más necesitarían ser curados por Jesús? Es la pregunta que me hago ante este pasaje del evangelio. Es cierto que ante Jesús está aquel hombre enfermo de hidropesía que va a ser curado por Jesús, pero ¿no necesitarían ser curados aquellos que estaban allí sentados también a la mesa y ‘estaban espiando a Jesús’?
Claro que no va a ser curado quien no se pone a tiro de la salvación que Jesús nos ofrece. Y seguro que la postura de aquellos fariseos no era precisamente la de acercarse a Jesús para que llegase a ellos la salvación que Jesús les ofrecía. Lo que ya tendría que hacernos pensar para nosotros mismos, para ver cómo nos acercamos a Jesús y si en verdad queremos su salvación.
Era sábado y el descanso sabático que imponía la ley del Moisés estaba por encima del bien del hombre. Esa era la interpretación que ellos en su rigorismo se hacían de la ley de Moisés. Jesús, como nos diría en otro lugar, no había venido a abolir la ley ni los profetas, sino que lo que quería era darles plenitud. Y en lo que es la voluntad del Señor ha de estar siempre por encima de todo el bien del hombre.
En este caso, aunque ellos sean los que están espiando, es Jesús el que se adelante a hacerles la pregunta: ‘¿Es lícito curar los sábados o no?’ Todo estaba muy reglamentado, buscando por cierto sí la gloria del Señor porque el sábado estaba dedicado al culto a Dios en la oración de los salmos y en la escucha del libro de la Ley, pero también el bien del hombre buscando su descanso para que así no hubiera por otra parte abuso con el trabajo de nadie. Pero como les pregunta Jesús, ‘si a uno se le cae al pozo el hijo o el buey, ¿no lo saca enseguida, aunque sea sábado?’ Como les había dicho en la sinagoga cuando la mujer encorvada, ‘allí estaba una hija de Israel esclavizada por el mal’, ¿no se le podía liberar de él? Allí ahora delante de ellos había un hombre que sufría en su enfermedad, ¿no se le podía liberar de lo que le hacía sufrir?
Quiere Jesús el bien de la persona, el bien de todo hombre y de toda mujer. ¿No nos enseñó el mandamiento del amor con el que en fin de cuentas lo que uno siempre ha de buscar es el bien de la persona, de toda persona? Eso es amar; no son solo bonitas palabras, sino buscar siempre lo mejor para la persona. ¿No hemos dicho estos días que el amor de Dios nos tiene que humanizar? Busquemos, entonces, el bien de la persona.
 Es importante esto que estamos diciendo y que nos tiene que hacer pensar. Porque tenemos que hacer que nuestras relaciones sean humanas, están de verdad llenas de humanidad. Es pensar que el otro es una persona y es pensar en el respeto que he de tener a su dignidad de persona y en consecuencia el respeto con que tengo que tratarla siempre. Tenemos el peligro de hacernos duros y exigentes con los demás en nuestro trato, porque pensamos demasiado en nosotros mismos.
Y ese respeto me ha de llevar a valorar siempre a la persona. Tiene su dignidad y también tiene sus valores; en consecuencia a nadie podemos despreciar ni valorar menos. Cómo tenemos que cuidar nuestros gestos, nuestras palabras, nuestras actitudes, porque fácilmente cuando no nos cae bien la persona somos muy fáciles a tratar mal, a mirar con malos ojos, a no tener en cuenta, a minusvalorar, a discriminar y no digamos nada cómo fácilmente nos pueden salir gestos y palabras ofensivas para los otros.
Cómo tendría que brillar siempre la delicadeza en el trato con los demás. En nuestras actitudes, en nuestros gestos y en nuestras palabras. Qué distinta tendría que ser la mirada con que miremos a los otros cuando miramos con la mirada de Cristo. Recordemos lo que hemos dicho de ponernos junto a Jesús para hacer como El hacía, para mirar como El miraba, para amar con un amor semejante al de El.
Cómo tendría que salir a flote, por otra parte, toda la ternura de nuestro corazón cuando nos encontramos con personas con limitaciones o discapacidades o cuando nos encontramos con alguien que sufre. Tenemos que reconocer que muchas veces nos cuesta, nos dejamos llevar por nuestros ‘prontos’ o nuestros prejuicios, y nos olvidamos de todo eso bueno que siempre hemos de buscar para los demás.
Ahí tenemos esas cosas de las que Jesús nos ha de curar a nosotros también. Pero, como decíamos, hemos de acercarnos a El y reconocer esa enfermedad de falta de amor que muchas veces aqueja nuestro corazón. Que nos llene de su Espíritu de amor.

jueves, 30 de octubre de 2014

Hoy y mañana y pasado tengo que caminar… anunciando sin temor el designio divino contenido en el evangelio

Hoy y mañana y pasado tengo que caminar… anunciando sin temor el designio divino contenido en el evangelio

Ef. 6, 10-20; Sal. 143; Lc. 13, 31-35
‘Hoy y mañana y pasado tengo que caminar, porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén’. Es consciente Jesús de lo que significa su subida a Jerusalén. En el evangelio de Lucas esta imagen de la subida, de la ascensión tiene mucha importancia. Todo culminará en la Pascua en Jerusalén y el evangelio de Lucas terminará con la Ascensión con que inicia el libro de los Hechos con que continúa.
Ahora mientras sube a Jerusalén por camino unos fariseos se acercan para prevenirle de Herodes. ‘Márchate de aquí, porque Herodes quiere matarte’, le dicen. Pero Jesús no acepta el consejo porque sabe que todo está bajo el designio del Padre, en cuyas manos se ha puesto. Y como dirá en otra ocasión nadie le arrebata la vida, sino que El la entrega libremente. Así es consciente de lo que significa su subida a Jerusalén porque El además les anuncia repetidamente a los discípulos lo que allí va a suceder. ‘Hoy y mañana seguiré curando y echando demonios; pasado mañana llego a mi término’. No son expresiones de un tiempo determinado contado por días, pero sí es anuncio de su camino en libertad hasta la plenitud de su entrega.
Cuando menciona a Jerusalén salen a flote sus sentimientos y emociones, por el amor grande que siente por la ciudad santa, que sin embargo no le va a escuchar sino más bien a rechazar. Más tarde llorará al contemplarla y anunciará incluso su destrucción. Anuncia ahora de alguna manera su entrada triunfal en la ciudad, pero allí llegará a su término su obra que culminará en la Pascua. Sin embargo anuncia: ‘Os digo que no me volveréis a ver hasta el día en que exclaméis: Bendito el que viene en el nombre del Señor’, haciendo mención a lo que será su entrada en la ciudad santa entre las aclamaciones de los niños y del pueblo sencillo.
Creo que en todo esto que estamos comentando hay algo muy hermoso que tendríamos que destacar. Es la voluntad decidida de Jesús de que el designio de Dios se realice. ‘Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad’,  fue su grito en la entrada en el mundo. Como dirá en otro momento su alimento es hacer la voluntad del Padre. Hace pocos días hemos escuchado la angustia y el deseo del corazón de Cristo de que llegue la hora de la entrega en su pasión, en su bautismo como el mismo les dijera a los discípulos si estaban dispuestos a asumir. Cuando llegue el momento del comienzo de la pasión aunque desea que pase de El el cáliz del dolor y de la muerte, buscará por encima de todo hacer la voluntad del Padre. ‘No se haga mi voluntad sino la tuya’. Y finalmente en la cruz pondrá su espíritu y su vida toda en las manos del Padre.
¿Seremos capaces nosotros de hacer una cosa así? ¿Seremos capaces de una ofrenda de amor semejante? ¿Seremos capaces de mantener la fidelidad hasta el final? También en muchas ocasiones nos llenamos de angustias y de miedo, porque tememos el dolor y el sufrimiento, nos duele una entrega así como la de Jesús en tanto bueno que podríamos y tendríamos que hacer por los demás. Cuando nos vienen los momentos difíciles casi estamos tentados de echar a correr pero en huida. Cuando encontramos dificultad u oposición en la tarea que tenemos que desarrollar nos desalentamos fácilmente y nos dan ganas de tirar la toalla. Pero a Cristo lo vemos subir decidido a Jerusalén, a su Pascua, a su pasión, a su entrega. Aunque haya muchos que se opongan y hasta lo quieran llevar hasta la muerte, como al final lo conseguirían. Es el amor el que lo guía y el que lo empuja.
Para sentirnos alentados en nuestros miedos y cobardías tenemos que mirar una y otra vez a Cristo en su camino hacia Jerusalén. Y nos sentiremos alentados también cuando miramos a nuestro lado en la historia y vemos a tantos que mantienen su fidelidad aunque esto les lleve a la muerte y al martirio. Sí, tenemos que mirar la fortaleza de los mártires que la encontraron en su fidelidad a Cristo y a su amor.
Que no nos falte la fortaleza del Espíritu. Que nos revistamos de aquella armadura de Dios, de la que nos hablaba san Pablo en la carta a los Efesios, orando al Señor en toda ocasión con la ayuda del Espíritu. Y como decía allí san Pablo, ‘orad también por mí, para que Dios abra mi boca y me conceda palabras que anuncien sin temor el designio divino contenido en el evangelio del que soy embajador…’

miércoles, 29 de octubre de 2014

Un camino de esfuerzo y superación para subir con Jesús hasta la Pascua y llenarnos de su vida y salvación

Un camino de esfuerzo y superación para subir con Jesús hasta la Pascua y llenarnos de su vida y salvación

Ef.  6,1-9; Sal. 144; Lc. 13,22-30
Jesús va camino de Jerusalén. Es bien significativa esta subida de Jesús a Jerusalén porque es la subida a la pascua, y no ya solo la pascua que cada año se celebraba recordando el paso liberador de Dios en Egipto  y que puso en caminos de libertad a los judíos, sino va a ser la Pascua definitiva, la Pascua de la pasión, muerte y resurrección de Jesús en la que de verdad íbamos a ser liberados de la peor de las esclavitudes, porque su sangre derramada era para el perdón de los pecados de todos, para nuestra salvación.
Jesús va siempre cercano de los discípulos y de todos cuantos acuden a El. ‘Recorría ciudades y aldeas enseñando’, nos dice el evangelista. Esto da ocasión a que la gente dialogue con El, le haga preguntas; quieren entender bien lo que significa el Reino de Dios que va anunciando. Y están las preguntas hondas y fundamentales - no son la preguntas capciosas y con trampa de los fariseos y otros grupos - que la gente sencilla se hace sobre la salvación definitiva. ‘¿Serán muchos los que se salven?’
¿Será difícil? ¿Será fácil? ¿Estaré yo en ese  grupo de los que alcancen la salvación y la vida eterna? Puede ser el sentido de la pregunta, semejante a las preguntas que nosotros también podemos hacernos o nos estamos haciendo. Porque claro, uno intenta ser bueno, hacer las cosas bien, ir cumpliendo con todo lo que nos van pidiendo, aunque algunas veces nos cueste y tengamos tropezones. Pero quizá también hemos hecho muchas cosas buenas, o hemos sido muy religiosos, porque cumplimos las promesas, hicimos la primera comunión y se las hicimos hacer a nuestros hijos a los que bautizamos desde bien pequeñitos, y algunas veces hacemos una limosna. ¿Estaremos nosotros en la lista de los que alcancen la salvación? ¿Habremos hecho lo suficiente para ganarnos la salvación?
La respuesta de Jesús como siempre quiere ir a lo fundamental, quiere hacernos reflexionar seriamente sobre lo que hemos hecho de nuestra vida, y nos quiere hacer clarificar bien cómo hemos de vivir nuestra fe y en qué ha de consistir nuestra vida cristiana.  La respuesta de Jesús nos puede parecer incluso dura y exigente. ‘Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán...’
¿Nos quiere poner las cosas difíciles Jesús? De ninguna manera; lo que no quiere es que nos contentemos con lo fácil. No se trata solamente de seguir haciendo las cosas como a nosotros nos parecía o como se venían haciendo de siempre. No se trata de meros cumplimientos o simplemente dejarnos arrastrar por la costumbre. Cuando anunciaba el Reino de Dios que llegaba siempre invitaba a poner toda nuestra fe en esa Buena Noticia que se nos proclamaba como ya cercano y a convertir el corazón. Si había que convertir, es que había algo a lo que darle la vuelta.
En algún momento de nuestras reflexiones hemos dicho que se trata de ponernos junto a Jesús para hacer las cosas, vivir la vida como lo hacía El y como era su vida. Creemos en su Palabra y la aceptamos, lo que significa que eso que nos dice lo vamos a hacer,  va a ser el sentido de nuestra vida, aunque muchas cosas tengan que cambiar. Y eso no es fácil, cuesta; sería más fácil seguir haciendo las cosas como siempre, pero Jesús viene a hacernos un planteamiento nuevo para nuestra vida, que es vivir como El vivió, con un amor como el de El, con una mirada hacia las personas y hacia las cosas como El las miraba.
Ahí está nuestro esfuerzo de superación; ahí está ese crecimiento de nuestra vida espiritual; ahí  está esa purificación que hemos de ir haciendo en nuestra vida para arrancar de nosotros aquello que nos impida vivir en el sentido de Jesús; ahí tiene que estar nuestra voluntad decidida de ponernos de verdad al lado de Jesús y comenzar a vivir según su sentido. No es fácil, exige superación y esfuerzo por nuestra parte, pero no será algo que hagamos por nosotros mismos o solo con nuestras fuerzas. De nuestra parte estará el Espíritu del Señor con su gracia, con su fuerza. Ahí está el ser capaces de vaciarnos de nosotros mismos para decir como Pedro ‘en tu nombre, Señor, echaré las redes’, porque me fío de ti, porque confío en ti.

martes, 28 de octubre de 2014

La celebración de la fiesta de los apóstoles nos hace sentirnos ciudadanos del pueblo de Dios y miembros de la familia de Dios

La celebración de la fiesta de los apóstoles, san Simón y san Judas, nos hace sentirnos ciudadanos del pueblo de Dios y miembros de la familia de Dios

Ef. 2, 19-22; Sal.18; Lc. 6, 12-19
‘A ti, oh Dios, te alabamos; a ti, Señor, te reconocemos. Te ensalza el glorioso coro de los Apóstoles’. Así proclamamos en el himno de acción de gracias del ‘Te Deum’, y tomando de ahí estas palabras las hemos proclamado con el aleluya del Evangelio en esta fiesta de los santos apóstoles san Simón y san Judas.
En el evangelio hemos escuchado una vez más el relato de la elección de los Doce. ‘Jesús pasó la noche orando a Dios y cuando se hizo de día llamó a sus discípulos, escogió a Doce de ellos, y los nombró Apóstoles’. A continuación el evangelista nos da la relación de los Doce, con relaciones familiares y hasta con los apodos con que eran conocidos. Detalles del Evangelio. ‘Los nombró Apóstoles’; iban a ser sus enviados - que eso significa como sabemos la palabra apóstol -, pero ahora los iba a tener junto a sí, y a ellos de manera especial les iría revelando todo lo referente al Reino de Dios.
 La celebración de la fiesta de los apóstoles que vamos haciendo a lo largo del año litúrgico en fechas determinadas según las tradiciones de las diversas Iglesias tiene un profundo sentido eclesial. Es una característica fundamental de la fe que tenemos en Jesús, que recibimos de la Iglesia y que en la Iglesia vivimos y celebramos, al tiempo que desde la Iglesia la anunciamos y proclamamos al mundo. Una fe eclesial enraizada en los apóstoles, como  nos decía san Pablo en la carta a los Efesios ‘estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas y el mismo Cristo Jesús es la piedra fundamental’, la piedra angular.
San Pablo nos ofrece tres imágenes para hablarnos de esa comunión eclesial. Nos habla de una ciudadanía, ciudadanos del pueblo de Dios; nos habla de una familia, porque somos ‘miembros de la familia de Dios’; y nos habla de un edificio, como ya hemos comentado ‘edificado sobre el cimiento de los apóstoles’. Todo nos habla de unidad y de comunión. Porque todo esto nos está llamando a vivir en esa comunión que crea en nosotros y entre nosotros la fe y el amor cristiano. 
Como nos dice no nos sentimos ni extranjeros ni forasteros, porque todos formamos parte de esa nueva ciudadanía del pueblo de Dios. Ya no somos ni de aquí ni de allá, somos un solo pueblo en el que nadie se ha de sentir distinto ni extraño, porque ese nuevo pueblo no es ajeno a nosotros sino que nosotros formamos parte, somos miembros de pleno derecho de ese pueblo. Cuando uno visita un pueblo que no es el suyo, bien porque vaya a otro lugar, a otra región o vayamos al extranjero, en principio nos sentiríamos extraños, porque no es nuestro pueblo, aquello son otras gentes, allí hay otras costumbres, nos podemos sentir distintos.
Pero en la Iglesia, en el pueblo de Dios nadie se siente extraño, porque todos nos sentimos uno en  la misma fe que profesamos y en el amor mutuo que vivimos. Somos una familia, que es la otra imagen que nos ofrece san Pablo, y en la familia nos sentimos todos iguales porque hay unos lazos de la sangre y del amor que nos hace sentirnos unidos y querernos. Así tiene que ser en la Iglesia.
Sería triste que viviéramos esa experiencia negativa en nuestra Iglesia, porque creáramos distancias y distinciones entre nosotros. No tendría ningún sentido. Por eso tenemos que profundizar en ese sentido de comunión, profundizar en ese amor que entre todos hemos de tenernos, crear esos lazos de amor cristiano entre nosotros, sentirnos ‘ensamblados en el mismo edificio’, empleando palabras del apóstol en la carta a los efesios.
No puede haber barreras entre nosotros porque somos hermanos, porque somos una familia, la familia de los hijos de Dios. Para eso ha venido Cristo derribando el muro que nos separaba, el odio, con su sangre derramada en la cruz. Si siguiéramos con barreras, con esas distinciones y distanciamientos entre nosotros, haríamos infructuosa en nosotros la sangre que Cristo en su pasión derramó por nosotros.
Que la fiesta de los santos Apóstoles nos haga crecer en comunión y en unidad; que nos sintamos verdaderamente Iglesia, una familia, la familia de los hijos de Dios, donde todos nos queremos y nos aceptamos, donde unidos caminamos juntos en la espera de la plenitud del Reino de Dios que un día en el cielo con los ángeles y santos podremos vivir. 

lunes, 27 de octubre de 2014

La presencia de Jesús viene a traernos la verdad libertad con su perdón y su misericordia

La presencia de Jesús viene a traernos la verdad libertad con su perdón y su misericordia

Ef. 4, 32-5, 1-8; Sal. 1; Lc. 13, 10-17
La presencia de Jesús siempre es para la vida, nos manifiesta la vida, los llena de vida, transforma nuestra vida. Con Jesús se nos manifiesta lo que es el amor de Dios y donde está el amor de Dios presente hay vida, porque hay gracia, porque hay perdón; Jesús con su vida nos transforma liberándonos desde lo más hondo de nosotros mismos. ¿No anunció en la sinagoga de Nazaret que lleno del Espíritu del Señor venía a traer a los oprimidos la libertad, porque llegaba el año de gracia del Señor?
Nos lo va manifestando a lo largo del evangelio en la Palabra de vida que nos anuncia, en los signos que realiza, en el amor que nos regala, en su compasión y en su cercanía allí  donde hay alguien oprimido por el diablo liberando de todo mal.
El episodio del evangelio que hemos escuchado en todo él, en todos sus detalles, una manifestación de esa libertad y esa vida que Jesús nos trae con su salvación. Nos dice el evangelista que estando en la sinagoga ‘había una mujer que desde hacía dieciocho años estaba enferma por causa de un espíritu, y andaba encorvada, sin poderse enderezar’. Pero allí está Jesús que cura a la mujer liberándola de aquel mal espíritu, ‘le impuso las manos y en seguida la mujer se puso derecha’.
La imagen que expresa la falta de libertad o la esclavitud es ver a uno encorvado bajo el peso de un pesado yugo. Por eso este milagro que Jesús realiza en aquella mujer encorvada es un buen signo que nos puede hablar de esa liberación que Jesús quiere realizar en nuestra vida. Pero no nos quedamos solo en la enfermedad de aquella mujer, porque a lo largo de este episodio van a aparecer otros yugos que esclavizan al hombre, como pueden ser los rigorismos o las intolerancias, la falta de misericordia y la insensibilidad del corazón que nos incapacita para tener compasión del que sufre, los juicios condenatorios y las imposiciones de todo tipo que muchas veces queremos hacer a los demás para que hagan las cosas solo según nuestro particular parecer.
Es lo que se nos manifiesta en la actitud farisaica del que poner de forma rigurosa el mero cumplimiento de las normas o leyes por encima del bien del hombre. Fue la reacción del jefe de la sinagoga que poco menos que quería poner horarios para el amor y la misericordia. No era, según él, el día para la misericordia y la compasión el sábado; como les dice hay otros seis días para trabajar. Y Jesús trata de hacerle ver que la misericordia, la compasión, el amor no tienen horarios ni días, sino que esas actitudes han de llenar nuestro corazón las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. ‘Misericordia quiero y no sacrificios’, dirá Jesús en otra ocasión recordando el texto de la Escritura.
El milagro que Jesús está realizando con la curación de aquella mujer encorvada a causa de la enfermedad está siendo un signo maravilloso de cuántas cosas nos quiere liberar el Señor si en verdad dejamos que llegue a nuestra vida. No caben en nuestro corazón esas esclavitudes que nos hacen intolerantes e  inmisericordes, que nos impiden amar y tener compasión para con los demás. Muchas veces se nos endurece el corazón y se nos insensibiliza.
Que Jesús nos libere de esas ataduras y esclavitudes, que nos dé la verdadera libertad del amor. Como decíamos al comenzar nuestra reflexión allí donde está Jesús hay vida; Jesús llega a nosotros para darnos vida; Jesús viene a nosotros para transformar nuestra vida y nunca más haya nada que nos esclavice. Viene Jesús y se restablece la dignidad del hombre; nunca más tenemos que ir encorvados bajo el peso de ningún yugo que nos esclavice. Viene Jesús y nos trae la gracia y el perdón. Viene Jesús y no solo nos está manifestando lo que es el amor infinito y eterno del Padre, sino que nos está llenando de su amor.
Dejemos que Jesús nos dé la verdadera libertad. Acudamos a El con tantas cosas que nos esclaviza, acudamos a El con nuestro pecado, que sabemos que siempre en El vamos a encontrar la misericordia y el perdón.

domingo, 26 de octubre de 2014

El amor de Dios nos llena de humanidad con unas actitudes nuevas y una mirada distinta a los que caminan junto a nosotros en la vida

El amor de Dios nos llena de humanidad con unas actitudes nuevas y una mirada distinta a los que caminan junto a nosotros en la vida

Ex. 22,21-27; 1Ts. 1, 5-10; Mt. 22, 34-40
Se suceden los distintos grupos entre los judíos para hacerle preguntas a Jesús; los fariseos, los herodianos, los saduceos unos tras otros no sabiendo como coger a Jesús en sus palabras para poder acusarlo vienen con preguntas capciosas y llenas de trampa, aunque aparentemente ingenuas y archisabidas. Hoy vienen poco menos que a examinar a Jesús a ver si se sabe los mandamientos, porque lo que le preguntan era algo que todo judío conocía muy bien y repetía muchas veces al día como una oración. Con esas palabras del Deuteronomio y del Levítico les responde Jesús.
Pero creo que a nosotros nos viene bien porque nos ayudará a que reflexionemos y sepamos encontrar lo que verdaderamente es fundamental, pero no solo como palabras aprendidas de memoria, sino encontrando la forma de plasmarlo plenamente en nuestra vida. La pregunta hoy de los fariseos por el mandamiento principal y con la respuesta de Jesús del amor a Dios sobre todas las cosas y el amor al prójimo como a nosotros mismos nos hace centrarnos de verdad en lo que viene a significar ese amor a Dios y en lo que se ha de traducir en nuestra vida cristiana.
Ser cristiano es vivir el amor que Dios nos ha regalado en la vida, las actitudes y valores, el camino nuevo que Jesús ha recorrido. Partimos de ahí, de ese amor que Dios nos ha regalado y con el que nosotros hemos de amar también. Y es que me atrevería a decir que el amor de Dios nos llena de humanidad. El amor de Dios,  y es el amor que El nos tiene y el amor con que nosotros hemos de responder, nos tiene que hacer más humanos, porque va a mejorar nuestra manera de vivir, nuestras actitudes, nuestra relación con los demás.  Cómo ha de ser ese amor en lo que podríamos llamar su doble dimensión, pero que podríamos decir que es única, lo aprendemos de Jesús.
Sería un error pensar que el amor de Dios nos espiritualiza tanto que nos hace olvidar a los demás. De ninguna manera podemos pensar eso, cuando además al preguntarle a Jesús por el primer mandamiento responde hablándonos del amor a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser, y a continuación sigue diciéndonos que el segundo es semejante y el segundo es amar al prójimo como a uno mismo. No se puede separar uno del otro porque no podría haber amor verdadero a Dios.
El amor que Jesús nos está enseñando, podríamos decir, que entraña una experiencia nueva. Alguien ha escrito que ‘Amar tiene que ver con poner la vida al lado de Jesús, centrarla en él para ser, vivir y pensar la vida, en los demás y las cosas como él las ve y las piensa. Amar es sentir el amor de Dios y el amor por los hombres, viviendo en continuo agradecimiento por la vida, por lo bueno, lo grande y bello que nos rodea; es ponernos al lado del defensor de la vida y la dignidad de sus hijos (nuestros hermanos); es tener y optar por una actitud, aprendida de Jesús, de sensibilidad por el dolor y sufrimiento que causamos, una actitud de ponernos al servicio de la humanización de nuestro entorno; es regirnos por mirar lo que es más humano y no por las ganancias; es aparcar nuestras actitudes intolerantes ante los demás’.
El amor que recibimos de Dios se hace amor a los demás. El amor de Dios mismo, sus mismos sentimientos se reflejan en nosotros. Como fue la vida de Jesús. Por eso nos ponemos a su lado para aprender a amar con un amor como el suyo, para aprender a amar con su mismo amor. Manifiesta su misericordia y su compasión, por eso acoge a los débiles, a los pecadores, está al lado de los que sufren, hace suyo el sufrimiento de los demás. Lo fue toda su vida; lo vemos de una forma sublime en la cruz, donde está cargando con todos nuestros sufrimientos y dolores, con todas nuestras angustias y vacíos. Y eso lo hace el amor. Por eso decíamos antes que es como una única dimensión.
Y esto es muy serio y muy comprometido, porque no son sentimientos pasajeros, compasión de un día. Es envolver toda nuestra vida en ese amor de Dios que se va a traducir, como ya hemos dicho, en un sentido de vida distinto, en unas actitudes profundas que nos van a llenar de una inquietud desde lo más hondo de nosotros de manera que ya no podemos ser insensibles ante lo que le pase a los demás. Vamos a sufrir en nuestra carne lo que son los sufrimientos de aquellos a los que amamos, los sufrimientos de todos nuestros hermanos. Decimos ponernos en su lugar, pero con un amor como el de Jesús todavía es mucho más. No pasaba Jesús al lado de los que sufrían simplemente diciendo palabras bonitas, sino que su presencia daba vida, llenaba de vida, transformaba la vida de cuantos se acercaban a El. Para eso terminó dando su vida.
Y ahora todo eso lo tenemos que ir manifestando en el día a día de nuestra vida, allí donde estamos, con las personas con las que convivimos todos los días pero también con todos aquellos con los que nos vamos encontrando en los caminos de la vida. Muchas veces tenemos el peligro de ir caminando con zombis que no vemos, no oímos, no nos queremos enterar de lo que pasa a nuestro lado, lo que está pasando quizá delante de los ojos.
Caminamos insensibles, quizá absortos en nuestros pensamientos, y ahí a nuestro lado en la acera de la calle hay alguien que sufre y no somos capaces de mirarle a los ojos, quizá para que no nos haga daño su mirada, para que no despierte nuestra sensibilidad. Esa no era la manera de caminar de Jesús porque fue capaz de darse cuenta de aquel inválido que estaba allá en un rincón sin que nadie hiciera por él, o por el ciego que estaba a la vera del camino o en la calle de Jerusalén pidiendo limosna.
Así tendría que dolernos en el alma esa familia que está ahí cercana a nuestra casa y lo está pasando mal y quizá no puede alimentar debidamente a sus niños; o dolernos aquel enfermo o aquel anciano que está solo y que nadie escucha; o ese inmigrante que con un cartelito está tratando de llamar nuestra atención y nosotros quizá queremos pasar de largo, tratando de justificarnos con nuestras sospechas y desconfianzas. Tenemos que confesar que muchas veces nos hacemos insensibles y no queremos complicarnos la vida, pero decimos que amamos a Dios sobre todas las cosas. ¿Es de verdad que lo amamos y podemos tener actitudes o posturas así?
Amamos a Dios y tenemos que amarlo de verdad sobre todas las cosas, pero ese amor nos humaniza, nos tiene que hacer surgir actitudes nuevas hacia los demás, nos hace tener una mirada distinta, nos hace caminar de una manera solidaria sintiendo como propio lo de los demás. Algunas veces nos cuesta; quizá querríamos en ocasiones refugiarnos en un mero cumplimiento; pero nos damos cuenta de que cuando amamos a Dios aprendemos a amar con el amor de Dios, nos hemos puesto al lado de Jesús y estamos queriendo amar con su mismo amor.
El Espíritu de Dios que es espíritu de amor está con nosotros, se ha derramado en nuestros corazones. Dejémonos conducir por El.