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sábado, 14 de enero de 2012


La Buena Nueva de Jesús que nos llena, a los que somos pecadores, de gracia y de vida

1Samuel, 9, 1-4.17-1 10, 1;
 Sal. 20;
 Mc. 2, 13-17
‘Jesús salió de nuevo a la orilla del lago, la gente acudía a El y les enseñaba’. Me vais a permitir que os diga que yo quisiera situarme en la piel de esa gente de Cafarnaún que acuden a Jesús cuando sale de nuevo a la orilla del lago a enseñarles.
¿Por qué digo eso?  Creo que necesitamos rescatar esa capacidad de asombro de aquellas gentes cuando observaban o escuchaban a Jesús. Quizá nosotros nos hayamos acostumbrado a las palabras y a los hechos de Jesús y no nos producen mayor asombro o mayor admiración y sorpresa en lo que hace o en lo que dice. Pero aquellas gentes se sentían sorprendidas por lo que iba haciendo Jesús, por sus actos y actitudes, por las palabras que iba diciendo y la invitación que les iba haciendo. En verdad era una Buena Nueva, una Noticia buena, novedosa, la que iban escuchando.
Fijémonos en lo que hemos ido escuchando y contemplando en el primer capítulo del evangelio de Marcos; apenas iniciamos hoy el segundo capítulo. Un anuncio a un cambio de vida, a una transformación total con una invitación a seguirle de forma radical como hicieron aquellos primeros discípulos que lo dejaron todo por seguirle.
Unas señales, unos signos que acompañan su predicación y anuncio del Reino de Dios; signos, milagros en la expulsión de los demonios o en la curación de muchos enfermos e impedidos, pero que conducen a unas actitudes nuevas, a una nueva forma de actuar también, porque los leprosos se atreven a acercarse a El incluso en medio de las gentes, y El les toca directamente con su mano; pero no se queda ahí en lo que hace Jesús porque se presentará con la potestad de perdonar pecados, aunque algunos no lo entiendan o incluso le llamen blasfemo.
Hoy escuchamos que no solo escoge como uno de sus discípulos a quien es marginado de la sociedad y tenido poco menos que como proscrito – llama e invita a seguirle a Leví, el publicano que allí en su garita está cobrando los impuestos -, sino que se rodeará por quienes son considerados como unos indeseables o pecadores.
Algo nuevo está sucediendo; algo nuevo nos está presentando Jesús; de manera nueva nos presenta el mensaje de Dios y de la salvación que nos ofrece. Esto causará perplejidad en algunos, sorpresa en muchos, alegría y esperanza en la mayoría. Es lo que tendría que ir surgiendo también en nuestro interior. Es el Reino nuevo que llega, que está cerca, que se está instaurando en el corazón de los hombres con la presencia de Jesús.
Pidámosle al Señor que se nos abra el corazón, que se nos despierte ese corazón adormecido que llevamos en nosotros y que nos impide conocer de verdad a Jesús. Que sintamos la inquietud por conocer a Jesús, por seguirle, por estar con El. En el evangelio de estos días seguiremos escuchando el relato de esos primeros encuentros con Jesús de los primeros discípulos.
Así tenemos que buscarle, desear estar con El, conocerle más. Así tiene que despertarse nuestra fe para que se avive al mismo tiempo la esperanza. Con Jesús viene un mundo nuevo que hemos de desear con todo el ímpetu de nuestro corazón. En Jesús hemos de poner todo nuestro amor, porque queremos seguirle, porque queremos llenarnos de su vida, porque queremos también amar con su mismo amor.
Nos sentimos también pecadores, pero al mismo tiempo sentimos el gozo de sabernos invitados por Jesús a sentarnos en su misma mesa, como hoy vemos en el evangelio que se sienta con aquellos publicanos y pecadores.
No juzguemos ni critiquemos como hacen algunos por ese sentarse Jesús con todos a la misma mesa. Y es que también nosotros somos pecadores, no podemos tirar la primera piedra porque caería sobre nosotros mismos, pero tenemos la dicha de que el Señor nos invite a su mesa, sea El quien nos lave no solo los pies sino el alma porque nos purifica con su gracia y nos alimenta con su misma Carne. Qué dicha poder sentarnos a la mesa de la Eucaristía. En el encuentro vivo con el Señor nos sentiremos purificados porque nos sentiremos amados y así llenos de gracia.

viernes, 13 de enero de 2012


¿Quién puede perdonar pecados fuera de Dios?

1Samuel, 8, 4-7, 10-22;
 Sal. 88;
 Mc. 2, 1-12
‘¿Quién puede perdonar pecados fuera de Dios?’ se preguntan escandalizados los fariseos que alli sentados están viendo todo lo que sucede. También ellos han venido a conocer y a escuchar a Jesús.
Han traído un paralítico que no pueden introducir por el gentío y lo bajan abriendo un hueco desde la azotea. Quieren que Jesús lo cure, pero lo primero que hace Jesús es decirle: ‘tus pecados están perdonados’. Surge el interrogante y la crítica en el corazón y pensamiento de aquellos fariseos que no comprenden aún la misión de Jesús.
Había Jesús anunciado el Reino, invitado a la conversión y hacía muchos signos en la curación de los enfermos y poseidos de espíritus malignos que le traían. Ahora se viene a expresar más claramente lo que era la misión de Jesús. Su mismo nombre – el que le había impuesto el ángel de la anunciacion – lo indicaba. ‘Le pondrás por nombre Jesús porque el perdonará al pueblo de sus pecados’. Y lo está realizando en las señales que va dando del Reino nuevo de Dios. Lo realizará plenamente cuando derrame su sangre en la Cruz. ‘Sangre de la Alianza nueva y eterna que será derramada para el perdón de los pecados’.
Pero esto  no lo podían entender aquellos fariseos para quienes era como una blasfemia al atribuirse el poder de Dios. Jesús lo explica. ‘¿Qué es más fácil: decirle al paralítico tus pecados quedan perdonados o decirle coge la camilla, levántate y anda? Pues para que veáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados – entonces dijo al parálitico -  contigo hablo, levántate, coge tu camilla y vete a tu casa’.
Sí, es Dios el que puede perdonarnos los pecados. Nosostros los hombres tenemos que aprender del Señor a perdonarnos mutuamente y a saber pedirnos perdon también. Pero cuando contemplamos a Jesús no contemplamos a un hombre cualquiera, ni siquiera un profeta. Es el Hijo de Dios.
Es Jesús el que viene a perdonarnos los pecados, a traernos la vida y la salvación. Es Jesús, el Hijo de Dios, nuestro Salvador y Redentor que va a entregar su vida, a derramar su sangre por nosotros para darnos la vida y la salvación. Esa es la Buena Nueva que nos trae Jesús. Ese es su Evangelio. Esa es la salvación que nos ofrece. Todo lo demás maravilloso que realiza son signos de es mundo nuevo de vida y de perdón, son signos de esa gracia y de esa paz que nos regala. Esa es la plenitud de su misión que se nos va revelando en este inicio del evangelio.
‘Se quedaron atonitos y daban gloria a Dios diciendo, nunca hemos visto una cosa igual’, comenta el evangelista. Nosotros también tenemos que hacer ese reconocimiento de tan hermoso regalo que nos hace el Señor cuando nos otorga su perdón. No terminamos de reconocerlo lo suficiente. También nosotros tendríamos que quedarnos atonitos tanta maravilla; también nosotros tenemos que dar gloria a Dios, tenemos que darle gracias y alabarle por ese perdón que nos ofrece en el sacramento de la Penitencia, el sacramento de la reconciliación y del perdón de los pecados.
Nos puede suceder a veces cuando recibimos la gracia del sacramento que hagamos como aquellos leprosos que un día Jesús curó y se fueron muy contentos a sus casas porque estaban curados, pero sólo uno fue capaz de volver hasta Jesús para postrarse ante El y darle gracias. Que no  nos suceda igual. Que tengamos ese corazon agradecido cuando nos llenamos de su paz para reconocerlo y para dar gracias.

jueves, 12 de enero de 2012


Humildad y confianza ante Jesús como el leproso

1Samuel, 4, 1-11;
 Sal. 43;
 Mc. 1, 40-45
‘Acudían a El de todas partes...’ Lo venimos escuchando repetidamente en este primer capítulo del Evangelio de Marcos. ‘Su fama se extendió enseguida por todas partes por la comarca entera de Galilea’.
Ahora es un leproso el que se acerca a Jesús rompiendo todas las barreras que le hubieran impedido llegar hasta Jesús. Bien sabemos que los leprosos habían de vivir apartados de la comunidad y no podían acercarse de ninguna manera a los sanos. Incluso si alguien se acercaba a ellos tenían que advertirle que era un leproso. Leyes duras, si queremos pensar, pero en cierto modo normales desde el lado higiénico para evitar los contagios en una época en que no se disponía de las medicinas con las que hoy podamos contar – no podemos juzgar con los criterios de nuestra época aquellas situaciones -. Significaba discriminación, marginación de quienes eran considerado algo así como unos malditos.
Pero en este caso el leproso se acerca y su petición llena de humildad, pero también de una fe grande puede ser un modelo para nuestra oración al Señor. ‘Se acercó un leproso, suplicándole de rodillas: Si quieres, puedes limpiarme’. No exige; expresa con humildad su situación; pero manifiesta también una gran confianza. Se siente manchado e indigno, pero tiene confianza en que va a ser purificado. Había sido capaz de saltar todas las barreras que le impedían acercarse a Jesús porque tenía la confianza de que iba a ser curado. Sabe que Jesús puede hacerlo, está seguro en su fe en que así va a suceder, pero no reclama ni exige, sólo pide y lo hace humildemente, ‘si quieres’.
Y Jesús lo curará. ‘Quiero, queda limpio’. Y Jesús se saltará también las barreras, porque ‘sintiendo lástima, extendió la mano y lo curó… y la lepra se le quitó inmediatamente’. Allí había un hombre cargado de sufrimiento y el amor y la compasión de Jesús aparecen inmediatamente con ese gesto tan hermoso de extender la mano para tocarlo. El amor rompe barreras. El amor no tiene límites. El amor nos hace siempre llegar directamente a la persona. Cuánto tenemos que aprender.
Primero aprendamos esa lección para nuestra oración. La humildad y la confianza. Ante Dios tenemos que ponernos siempre con corazón humilde. Ante Dios nos sentimos siempre pequeños y pecadores, a pesar de que El nos ha levantado y nos ha dado una dignidad grande. Pero ya sabemos cómo manchamos nuestra vida con el pecado.
No vale entonces presentarnos ante Dios con reclamaciones porque nosotros somos buenos y hacemos tantas cosas buenas. Somos los siervos inútiles que hacemos lo que tenemos que hacer. No podemos ir con la actitud del fariseo de la parábola cuando subió al templo a orar haciendo una lista de las cosas buenas que él decía que hacía de sus penitencias y ayunos o de sus limosnas, pero que con su orgullo y autosuficiencia las estaba manchando todas. Se nos meten fáciles esos orgullos en el corazón para decir con frecuencia que no tenemos pecado. Seamos humildes ante el Señor porque ante tanto amor como El nos tiene, pobre es siempre nuestra respuesta.
Pero la humildad va acompañada siempre de la confianza. Sabemos que acudimos en nuestra oración a quien nos ama porque es nuestro Padre. Siempre nos escucha. Aunque nos parezca que no atiende a nuestras peticiones. Veamos bien qué es lo que le pedimos y cómo se lo pedimos. Pero veamos siempre cuanto  nos regala el Señor que será siempre mucho más de lo que nosotros hayamos deseado o pedido. Jesús nos lo repite continuamente en el evangelio la confianza con que hemos de acercarnos a Dios. Sabemos además que Jesús intercede por nosotros ante el Padre.
Que así sea siempre nuestra oración. El Señor siempre tiende su mano, vuelve su mirada sobre nosotros.

miércoles, 11 de enero de 2012


El sentido y la fuerza para las obras de Jesús

1Samuel, 3, 1-10.19-20;
 Sal. 39;
 Mc.1, 29-39
Este texto del evangelio está todo lleno de señales que nos manifiestan claramente el sentido de los signos que Jesús realizaba y de cuál era su misión. Acude mucha gente a Jesús, le traen sus enfermos y poseídos de espíritus malos, todos quieren estar cerca de Jesús y que no se vaya a otras partes. Pero todos aquellos milagros que Jesús realiza quieren manifestarnos su misión y El ha de llegar a todas partes además llevando la Buena Noticia a otros lugares y a otras gentes.
Se manifiesta el poder del Señor porque Jesús es el Hijo de Dios que ha venido a traernos vida y los signos que realiza eso nos están enseñando. Pero no son los milagros, las cosas extraordinarias lo que Jesús ha de realizar. Está el anuncio del Reino de Dios al que hay que convertirse, como El nos va diciendo desde los primeros momentos, y los corazones tienen que transformarse para hacer un hombre nuevo y un mundo nuevo. Es obra de Dios en nosotros y es tarea que iremos realizando desde la fortaleza recibida en nuestra unión con Dios.
El texto comienza con la curación de la suegra de Pedro cuando salen de la sinagoga aquel sábado y al correrse la  noticia, será en la caída de la tarde, al acabarse el descanso sabático cuando vendrán todos con sus diversos enfermos para que Jesús los cure. ‘Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios’, nos dice el evangelista.
Pero a continuación nos dice algo hermoso que es un buen ejemplo para el actuar de nuestra vida. ‘Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar’. Es la unión con el Padre. El venía a hacer la voluntad del Padre. Entre El y el Padre había la unión profunda del misterio de Dios.
Y así nos lo manifiesta el evangelio. Nos dirá en otros momentos que su alimento es hacer la voluntad del Padre. Al Padre le vemos dar gracias en diversas ocasiones cuando realiza los milagros. Y el que se haga la voluntad del Padre estará siempre por encima de todo en su vida y aunque la pasión sea dolorosa El estará dispuesto a beber el cáliz si esa es la voluntad del Padre. En sus manos de Padre se pone y se confía en el momento supremo de la cruz. ‘A tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu’.
Digo que esto es un hermoso mensaje para el actuar de nuestra vida. Sin nuestra unión con el Señor nada podemos hacer. Nos entusiasmamos con el seguimiento de Jesús, queremos hacer muchas cosas buenas, nos sentimos con deseos interior de mejorar nuestra vida y de hacer muchas cosas para mejorar nuestro entorno. Pero esto  no es cuestión de nuestras capacidades o posibilidades por lo que seamos capaces de hacer. Es cuestión de Dios, de contar con el Señor.
Es necesaria la fuente de la oración. Y si nos falla esa fuente nos vamos a quedar sedientos y exhaustos, no tendremos la fuerza de la gracia para realizar la buena labor que en nuestras buenas intenciones queremos hacer. Ya nos dirá Jesús en otro momento que el sarmiento tiene que estar unido a la vid, porque de lo contrario se seca y no dará fruto. Es lo que contemplamos hacer a Jesús hoy en el evangelio. Y desde ahí podrá partir para otros lugares donde es necesario también anunciar el evangelio.

martes, 10 de enero de 2012


Lo que anuncia con sus palabras lo realiza con sus obras, nuestra liberación

1Samuel, 1, 9-20; Sal. 152; Mc. 1, 21-28
‘El sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su enseñanza porque enseñaba con autoridad’. Jesús aprovecha toda ocasión para enseñar.
Lo veremos junto al lago, por los caminos, en las casas, en los encuentros personales con las gentes, y también en la sinagoga. Allí se reunían los judíos los sábados para la escucha de la Palabra y la oración en común de los salmos. O el jefe de la sinagoga, algun maestros de la ley o cualquier otro que fuera invitado podía hablar al pueblo comentando la Escritura santa que se había proclamado. Lo veremos en distintas ocasiones en las sinagogas. Todos recordamos se predicación en la sinagoga de su pueblo Nazaret. Allí dirá que aquella Palabra de salvación se estaba cumpliendo entre ellos. Eso tenemos que reconocer siempre ante la palabra del Señor, porque nos llega siempre la gracia y nos llega siempre la salvación.
En esta ocasión el evangelista no  nos dice exactamente cual fue el tema de su predicación pero podemos intuir que era el anuncio del Reino de Dios que llegaba, como fue su predicación habitual sobre todo al principio. Quizá el evangelista quiere fijarse en la reaccion de la gente a su predicación. ‘No enseñaba como los letrados, sino con autoridad’. Ahora y en otras ocasiones dirán que este modo de predicar era nuevo.
La autoridad la manifestaba Jesús en la claridad de su enseñanza, pero también en las obras que acompañaban. Anunciaba la cercanía del Reino de Dios que se manifestaba también con señales de que el Reino de Dios llegaba. En esta ocasión será un hombre poseído por el espíritu del mal del que se verá liberado. Ya escuchamos el diálogo en que aquel hombre poseído por el espíritu inmundo reconoce a Jesús. ‘¿Qué quieres de nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios’. Y Jesús con su palabra salvadora liberará a aquel hombre del poder del maligno. ‘Cállate y sal de él. Y el espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió’.
Vivir el Reino de Dios es sentirse liberado de la esclavitud del maligno, porque la libertad verdadera sólo la encontramos en Dios. Es lo que Jesús anuncia y lo que Jesús viene a realizar. Jesús viene a vencer al maligno y liberarnos del mal. Para eso llegará a entregar su vida, para obtenernos el perdón de los pecados, para arrancarnos de las garras del maligno. Y Jesús lo realiza, ahora como un signo en el milagro que realiza, finalmente con su muerte en la cruz y su resurreción como algo que será definitivo y para siempre.
Nosotros vamos hasta Jesús también porque queremos vernos liberados del mal; vamos hasta El y queremos escucharle y porque queremos seguirle; porque queremos vivir su vida y porque queremos vivir con la libertad de los hijos de Dios. Muchas son las ataduras de nuestros pecados, pero en Jesús queremos obtener su gracia y su perdón. Queremos sentir la fuerza de su palabra salvadora sobre nosotros. No es una palabra cualquiera la que escuchamos, es la Palabra de Dios que es Palabra de vida y de salvación.
Vayamos a Jesús, dejemos que su salvación llegue a nuestra vida, empapémonos de su palabra salvadora.

lunes, 9 de enero de 2012


Demasiado enredados en nuestras redes nos cuesta ver la Novedad del Evangelio

1Samuel, 1, 1-8; Sal. 115; Mc. 1, 14-20
‘Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios’. Comienza la actividad pública de Jesús en Galilea. Estamos iniciando la lectura del evangelio de Marcos, que no solo nos va a acompañar en este ciclo B durante los domingos, sino que ahora en los días feriales en la lectura continuada del evangelio comenzamos también por el evangelio de Marcos.
Comienza Jesús a predicar en Galilea, como ya hemos comentado en días pasados, y comienza haciendo el anuncio del Reino. ‘Convertíos y creed en la Buena Noticia, en el Evangelio’. Es necesario creer; es necesario convertir nuestro corazón al Señor. Son las primeras exigencias que Jesús nos propone.
Algo nuevo está comenzando con la presencia de Jesús. Una Buena Noticia llega para todos los hombres. Jesús llega con su salvación. Hemos de creer en Jesús. Hemos de comenzar a dar señales de que creemos en esa Buena Noticia que se nos anuncia, por eso hemos de convertirnos al Señor. Si la Buena Noticia nos anuncia algo nuevo no es para que sigamos de la misma manera; por eso hemos de dar señales de que queremos darle la vuelta al corazón, querer comenzar ese nuevo sentido de la vida que en Jesús se nos descubre y se nos propone.
Y comienzan los primeros discípulos a escuchar y a seguir a Jesús. La gente se sentiría sorprendida por lo que Jesús anunciaba, pero había muchos deseos de que algo nuevo sucediera y cambiara sus vidas, muchas esperanzas tenían en la venida del Mesías. Además Juan, allá en el desierto, lo había anunciado como algo inminente, que estaba para llegar, que estaba ya en medio de ellos, les decía. Por eso escuchan a Jesús y quieren seguirle.
En el evangelio de hoy ya vemos los primeros que de forma muy concreta son llamados para estar con Jesús, para formar parte del grupo de los discípulos de Jesús. Algunos, según el evangelio de Juan, ya tenían noticia de Jesús y habían tenido un primer encuentro, Juan, Andrés, Simón Pedro, algunos otros.
Pero ahora Jesús viene ya de forma muy directa allí donde están en sus faenas en el lago, eran pescadores, y les invita a seguirle, a ser pescadores no en aquel lago, sino en el ancho mar del mundo, porque han de ser pescadores de hombres. Y ellos con prontitud se deciden a seguirle. Dejan las redes, dejan la barca, dejan la familia y sus ocupaciones y se van con Jesús. grande tenía que ser la esperanza que tuvieran en el corazón; grandes tenían que ser los deseos de algo mejor para sus vidas y para todos porque pronto lo dejarán todo por seguir a Jesús.
‘Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres’. Primero a Simón Pedro y Andrés, los dos hermanos; luego a Santiago y Juan, los hijos del Zebedeo que están con su padre y los jornaleros en la barca. Y todos se deciden a seguir a Jesús.
Esa generosidad y esa disponibilidad tendría que hacernos pensar. ¿Seremos capaces nosotros de algo así? Es cierto que queremos seguir a Jesús, nos consideramos sus discípulos y nos llamamos cristianos. Pero quizá hay muchas reservas en nuestra vida a la hora de comportarnos como cristianos. ¿Será acaso porque no hemos puesto toda nuestra esperanza y nuestra confianza en Jesús? ¿Nos habremos acostumbrado a nuestro estilo de vivir que ya no sentimos inquietud por algo mejor, algo distinto para nuestra vida?
Quizá seguimos demasiado enredados en nuestras redes, en las redes de nuestras costumbres o rutinas, que nos cuesta cambiar, pensar que hay cosas que pueden ser mejor en nuestra vida y para nuestro mundo. quizá nos hemos acostumbrado tanto a eso de ser cristianos, que ya no sabemos leer la novedad del Evangelio; qué triste sería que ya no fuera Buena Noticia para nosotros, ni siquiera noticia. Tendría que hacernos pensar. Pongámonos con sinceridad delante del evangelio, delante de Jesús, y dejémonos interpelar por El. 

domingo, 8 de enero de 2012

El bautismo de Jesús en el Jordán nos manifiesta su identidad más profunda: es el Hijo de Dios

Is. 42, 1-4.6-7;
 Sal. 28;
 Hechos, 10, 34-38;
 Mc. 1, 7-11
‘Llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán’. Hoy es la fiesta del Bautismo del Señor que viene a ser como el broche de oro de todas las celebraciones en las que nos hemos visto envueltos y que hemos vivido en la Navidad y en la Epifanía del Señor. Culminan todas nuestras celebraciones navideñas y no sólo porque se pone punto y final para iniciar ya mañana el tiempo Ordinario que media hasta que iniciemos la Cuaresma, sino porque la fiesta de este día nos viene a manifestar la identidad profunda de Jesús y su misión.
La liturgia de estos días nos ha venido ayudando a celebrar y a conocer hondamente todo el misterio de Dios manifestado en aquel Niño nacido en Belén. Jesús, el anunciado por los profetas y deseado por todos los pueblos, el que venía a salvar a su pueblo porque nos traería el perdón de los pecados como su mismo nombre indica, pero es que hoy se va a manifestar el Espiritu de Dios sobre El y además desde el cielo vamos a oir la voz de Dios señalándolo como su Hijo amado y predilecto.
Es la maravilla y la revelación profunda que hoy escuchamos allá en la orilla del Jordán. Se había sometido a aquel bautismo de agua del bautista para purificar a los pecadores, porque, aunque en El no había pecado, sobre sí había cargado con los pecados de todos.
El sumergirse en aquel bautismo era un signo del Bautismo que El había de pasar en su pascua, en su pasión, cargando con nuestros pecados para obtenernos el perdón y la salvación. Recordemos cómo les decía a los Zebedeos si ellos podían beber el cáliz que El habia de beber, bautizarse en el bautismo en el que El había de bautizarse, haciendo referencia a su pasión y a su muerte redentora en la cruz.
Pero Juan había anunciado un nuevo bautismo en el Espíritu. ‘Yo os he bautizado con agua, pero El os bautizará con Espíritu Santo’. Allí se iba a manifestar el Espíritu Santo sobre Jesús. ‘Apenas salió del agua vio rasgarse el cielo y al Espíritu Santo bajar sobre El como una paloma’, nos dice el evangelista.
‘El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha ungido…’ había dicho el profeta, como el mismo Jesús recordaría en la Sinagoga de Nazaret. Y allí se estaba manifestando para señalar a quien estaba lleno de Dios porque era el Hijo de Dios. La voz que se iba a oír desde el cielo así lo señalaría. ‘Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto’, era la voz del Padre que lo proclamaba y lo señalaba.
Algo grandioso estaba sucediendo allá en la orilla del Jordán. Era una teofanía, una gran manifestación de la gloria del Señor. Allí estaba todo el misterio de la Santisima Trinidad de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Allí se estaba revelando Dios. Allí podíamos conocer ya para siempre que aquel Jesús que había venido de Nazaret, el hijo de María nacido en Belén, el hijo del carpintero como lo conocían todos era verdaderamente el Hijo de Dios. Es ‘el ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien’, que proclamaría Pedro como nos cuentan los Hechos de los Apóstoles.
Hemos contemplado los resplandores del cielo en las celebraciones de la navidad; hemos contemplado a los ángeles cantando la gloria del Señor y anunciando a los pastores que nos habia nacido un salvador; habíamos contemplado la estrella que había guiado a los Magos hasta Belén para ofrecer oro, incienso y mirra al recién nacido rey de los judíos en brazos de María; hoy lo contemplamos como el verdadero Hijo de Dios, Verbo de Dios, Palabra de Dios que ha plantado su tienda entre nosotros para encarnarse, para tomar nuestra naturaleza humana siendo verdadero hombre pero siendo también verdadero Dios.
Como diremos en el prefacio de la Eucaristía de hoy, dándole gracias al Señor ‘hiciste descender tu voz desde el cielo para que el mundo creyese que tu Palabra habitaba entre nosotros; y por medio del Espíritu, manifestado en forma de paloma, ungiste a tu siervo Jesús, para que los hombres reconociesen en El al Mesías, enviado a anunciar la salvación a los pobres…’
Claro que ante tanta maravilla que se nos manifiesta no podemos hacer otra cosa que alabar y bendecir al Señor, darle gracias por tanto misterio de amor que nos manifiesta y por tanta grandeza de la que nos hace partícipes cuando así se nos revela y cuando así quiere estar en medio de nosotros.
Pero nos está diciendo algo más. Por la fe que tenemos en Jesús a El nos unimos para hacernos participes de su misma vida, de su gracia salvadora que a nosotros nos eleva. En un nuevo Bautismo nosotros hemos sido bautizados. No es ya el bautismo penitencial de Juan el que nosotros hemos recibido, sino el bautismo en el Espíritu como Jesús. Es el agua que nos santifica y nos llena de vida; es el agua que por la fuerza del Espíritu nos sumerge también en la pasión redentora de Cristo, en su muerte y en su resurrección. Es un nacer de nuevo, um renacer como le dirá a Nicodemo. ‘Quien no nazca del agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios’. 
‘En el Bautismo de Cristo en el Jordán has realizado signos prodigiosos para manifestar el misterio del nuevo bautismo’. El misterio del nuevo bautismo que a nosotros también nos hace hijos porque hemos renacido en el agua y el Espíritu a una nueva vida, a la vida de los hijos de Dios.
También nosotros podemos escuchar allá en lo más hondo del corazón esa voz que nos llama hijos. ‘Tú eres mi hijo amado’, nos dice a nosotros Dios; amados y predilectos del Señor. ‘Mirad que amor nos tiene el Padre para llamarnos hijos de Dios, que decía san Juan en sus cartas, pues ¡lo somos!’, que nos gritaba.
Qué gozo más grande podemos sentir en el alma cuando así nos sentimos amados de Dios. Una alegría y un gozo grande en el alma que se desborda. Es el gozo y la alegría de la fe que un cristiano tiene siempre que manifestar. Por eso, somos las personas más alegres del mundo. Tenemos que serlo sin remedio. No caben en nosotros las tristezas y los agobios cuando así nos sentimos amados de Dios. Y esto tenemos que trasmitirlo; tenemos que contagiarlo.
Aquí venimos a la Eucaristía a celebrar nuestra fe, a alimentarnos de la gracia del Señor. Cristo es nuestro alimento, nuestra gracia y nuestra fuerza. A El le comemos en la Eucaristía porque así ha querido ser nuestro alimento. Que ‘alimentados con estos dones santos, como pedimos en una de las oraciones litúrgicas, escuchemos con fe las palabras de tu Hijo para que podamos llamarnos y ser en verdad hijos tuyos’. Lo pedimos, pero es también nuestro compromiso.