El bautismo de Jesús en el Jordán nos manifiesta su identidad más profunda: es el Hijo de Dios
Is. 42, 1-4.6-7;
Sal. 28;
Hechos, 10, 34-38;
Mc. 1, 7-11
‘Llegó Jesús desde
Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán’. Hoy es la fiesta del Bautismo del
Señor que viene a ser como el broche de oro de todas las celebraciones en las
que nos hemos visto envueltos y que hemos vivido en la Navidad y en la Epifanía
del Señor. Culminan todas nuestras celebraciones navideñas y no sólo porque se
pone punto y final para iniciar ya mañana el tiempo Ordinario que media hasta
que iniciemos la Cuaresma, sino porque la fiesta de este día nos viene a
manifestar la identidad profunda de Jesús y su misión.
La liturgia de estos días nos ha venido ayudando a
celebrar y a conocer hondamente todo el misterio de Dios manifestado en aquel
Niño nacido en Belén. Jesús, el anunciado por los profetas y deseado por todos
los pueblos, el que venía a salvar a su pueblo porque nos traería el perdón de
los pecados como su mismo nombre indica, pero es que hoy se va a manifestar el
Espiritu de Dios sobre El y además desde el cielo vamos a oir la voz de Dios
señalándolo como su Hijo amado y predilecto.
Es la maravilla y la revelación profunda que hoy
escuchamos allá en la orilla del Jordán. Se había sometido a aquel bautismo de
agua del bautista para purificar a los pecadores, porque, aunque en El no había
pecado, sobre sí había cargado con los pecados de todos.
El sumergirse en aquel bautismo era un signo del
Bautismo que El había de pasar en su pascua, en su pasión, cargando con
nuestros pecados para obtenernos el perdón y la salvación. Recordemos cómo les
decía a los Zebedeos si ellos podían beber el cáliz que El habia de beber,
bautizarse en el bautismo en el que El había de bautizarse, haciendo referencia
a su pasión y a su muerte redentora en la cruz.
Pero Juan había anunciado un nuevo bautismo en el
Espíritu. ‘Yo os he bautizado con agua,
pero El os bautizará con Espíritu Santo’. Allí se iba a manifestar el
Espíritu Santo sobre Jesús. ‘Apenas salió
del agua vio rasgarse el cielo y al Espíritu Santo bajar sobre El como una
paloma’, nos dice el evangelista.
‘El Espíritu del Señor
está sobre mí porque me ha ungido…’
había dicho el profeta, como el mismo Jesús recordaría en la Sinagoga de
Nazaret. Y allí se estaba manifestando para señalar a quien estaba lleno de
Dios porque era el Hijo de Dios. La voz que se iba a oír desde el cielo así lo
señalaría. ‘Tú eres mi Hijo amado, mi
predilecto’, era la voz del Padre que lo proclamaba y lo señalaba.
Algo grandioso estaba sucediendo allá en la orilla del
Jordán. Era una teofanía, una gran manifestación de la gloria del Señor. Allí
estaba todo el misterio de la Santisima Trinidad de Dios, Padre, Hijo y
Espíritu Santo. Allí se estaba revelando Dios. Allí podíamos conocer ya para
siempre que aquel Jesús que había venido de Nazaret, el hijo de María nacido en
Belén, el hijo del carpintero como lo conocían todos era verdaderamente el Hijo
de Dios. Es ‘el ungido por Dios con la
fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien’, que proclamaría
Pedro como nos cuentan los Hechos de los Apóstoles.
Hemos contemplado los resplandores del cielo en las
celebraciones de la navidad; hemos contemplado a los ángeles cantando la gloria
del Señor y anunciando a los pastores que nos habia nacido un salvador;
habíamos contemplado la estrella que había guiado a los Magos hasta Belén para
ofrecer oro, incienso y mirra al recién nacido rey de los judíos en brazos de
María; hoy lo contemplamos como el verdadero Hijo de Dios, Verbo de Dios,
Palabra de Dios que ha plantado su tienda entre nosotros para encarnarse, para
tomar nuestra naturaleza humana siendo verdadero hombre pero siendo también
verdadero Dios.
Como diremos en el prefacio de la Eucaristía de hoy,
dándole gracias al Señor ‘hiciste
descender tu voz desde el cielo para que el mundo creyese que tu Palabra
habitaba entre nosotros; y por medio del Espíritu, manifestado en forma de
paloma, ungiste a tu siervo Jesús, para que los hombres reconociesen en El al
Mesías, enviado a anunciar la salvación a los pobres…’
Claro que ante tanta maravilla que se nos manifiesta no
podemos hacer otra cosa que alabar y bendecir al Señor, darle gracias por tanto
misterio de amor que nos manifiesta y por tanta grandeza de la que nos hace
partícipes cuando así se nos revela y cuando así quiere estar en medio de
nosotros.
Pero nos está diciendo algo más. Por la fe que tenemos
en Jesús a El nos unimos para hacernos participes de su misma vida, de su
gracia salvadora que a nosotros nos eleva. En un nuevo Bautismo nosotros hemos
sido bautizados. No es ya el bautismo penitencial de Juan el que nosotros hemos
recibido, sino el bautismo en el Espíritu como Jesús. Es el agua que nos
santifica y nos llena de vida; es el agua que por la fuerza del Espíritu nos
sumerge también en la pasión redentora de Cristo, en su muerte y en su
resurrección. Es un nacer de nuevo, um renacer como le dirá a Nicodemo. ‘Quien no nazca del agua y del Espíritu,
no puede entrar en el Reino de Dios’.
‘En el Bautismo de
Cristo en el Jordán has realizado signos prodigiosos para manifestar el
misterio del nuevo bautismo’.
El misterio del nuevo bautismo que a nosotros también nos hace hijos porque
hemos renacido en el agua y el Espíritu a una nueva vida, a la vida de los
hijos de Dios.
También nosotros podemos escuchar allá en lo más hondo
del corazón esa voz que nos llama hijos. ‘Tú
eres mi hijo amado’, nos dice a nosotros Dios; amados y predilectos del
Señor. ‘Mirad que amor nos tiene el Padre
para llamarnos hijos de Dios, que decía san Juan en sus cartas, pues ¡lo somos!’, que nos gritaba.
Qué gozo más grande podemos sentir en el alma cuando
así nos sentimos amados de Dios. Una alegría y un gozo grande en el alma que se
desborda. Es el gozo y la alegría de la fe que un cristiano tiene siempre que
manifestar. Por eso, somos las personas más alegres del mundo. Tenemos que
serlo sin remedio. No caben en nosotros las tristezas y los agobios cuando así
nos sentimos amados de Dios. Y esto tenemos que trasmitirlo; tenemos que
contagiarlo.
Aquí venimos a la Eucaristía a celebrar nuestra fe, a
alimentarnos de la gracia del Señor. Cristo es nuestro alimento, nuestra gracia
y nuestra fuerza. A El le comemos en la Eucaristía porque así ha querido ser
nuestro alimento. Que ‘alimentados con
estos dones santos, como pedimos en una de las oraciones litúrgicas, escuchemos con fe las palabras de tu Hijo
para que podamos llamarnos y ser en verdad hijos tuyos’. Lo pedimos, pero
es también nuestro compromiso.
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