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sábado, 10 de febrero de 2018

No sigamos diciendo ‘¿qué es esto para tantos?’ cuando vemos las necesidades a nuestro lado y lo que somos o tenemos, sino seamos capaces de realizar el milagro del amor

No sigamos diciendo ‘¿qué es esto para tantos?’ cuando vemos las necesidades a nuestro lado y lo que somos o tenemos, sino seamos capaces de realizar el milagro del amor

1Reyes 12,26-32; 13,33-34; Sal 105; Marcos 8,1-10

¿Qué hacemos cuando vemos personas o familias en nuestro entorno que pasan necesidad, que tienen problemas, que están agobiados porque no pueden salir adelante en la solución de sus problemas personales o de su familia? Vamos a decir que sentimos preocupación y si podemos ocasionalmente les echamos una mano, pero también nos sucede que cuando los problemas no se solucionan nos sentimos impotentes y enseguida reclamamos que las instituciones públicas resuelvan esos problemas, les decimos que acudan a las diversas organizaciones sociales que podamos conocer para que les ayuden a resolver esos problemas que a nosotros nos desbordan.
Son reacciones normales que cuando hay algo de sensibilidad podemos tener ante situaciones así, aunque bien sabemos también que podamos sentir la tentación de cerrar los ojos, mirar para otro lado, no querer enterarnos de lo que pasa, y les pasamos el problema a los otros.
Mucha gente insensible en este sentido nos encontramos en demasiadas ocasiones, porque solo piensan en si mismos, o que con aquello que tienen primero tienen que resolver sus problemas, tratar de vivir bien y de alguna manera se desentienden de esas situaciones. Con lo poquito que tenemos, decimos,  no nos da para resolver todos los problemas que podamos encontrar. Cuantas veces en los caminos de la vida damos rodeos para no encontrarnos con aquel que nos tiende la mano desde su necesidad.
Hoy el evangelio nos ayuda en ese sentido. Que aprendamos a abrir los ojos para ver la necesidad, que nos impliquemos, y que seamos capaces de compartir hasta esos pocos panes y peces que tengamos en nuestras alforjas. Una muchedumbre se había reunido en torno a Jesús y habían marchado con El por aquellos caminos de Galilea. Ahora estaban en descampado, llevaban días con Jesús, las pocas provisiones que llevaban se les habrían agotado y Jesús siente lástima de toda aquella gente. Hay que hacer algo; así lo manifiesta a sus discípulos más cercanos.
‘¿Y de dónde se puede sacar pan, hache, en despoblado, para que se queden satisfechos?’, le responden sus discípulos. Es cierto que es una realidad que se puede constatar. Pero Jesús insiste. ‘¿Cuántos panes tenéis?’ los discípulos le hablan de siete; otro evangelista narrándonos este mismo hecho habla de un muchacho que tiene unos pocos panes y paces que pone a disposición.
Y Jesús quiere que compartan aquello poco que tienen y les manda sentarse por donde puedan. ‘¿Qué es esto para tantos?’ es el pensamiento que surge entonces como sigue surgiendo  hoy cuando vemos los problemas. ¿No llegamos a decir que ya el mundo no puede producir lo suficiente para la creciente población mundial que se multiplica día a día? Sin embargo cuantos sobrantes tiramos todos los días.
Aquello poco va a dar para que coman todos hasta hartarse. Es el milagro del amor. Es el milagro que nosotros también podríamos hacer cada día si en verdad llenáramos de amor nuestro corazón. Hubo alguien que supo compartir lo poco que tenia y todos pudieron comer.
¿Dónde está nuestra sensibilidad y nuestra disponibilidad? ¿Seguiremos encerrándonos en nuestro círculo y en nuestros propios intereses nada más? ¿No tendrían que ser otras nuestras actitudes, la apertura de amor de nuestro corazón? Creo que no hace falta decir mucho más, sino detenernos a pensar, a reflexionar, a despertar la sensibilidad de nuestro corazón. ¿Seguiremos diciendo hoy como entonces ‘qué es esto para tantos’?

viernes, 9 de febrero de 2018

Tenemos que aprender de una vez por todas a saber entrar en comunión y comunicación con los demás sean quienes sean

Tenemos que aprender de una vez por todas a saber entrar en comunión y comunicación con los demás sean quienes sean

1Reyes 11,29-32; 12,19; Sal 80; Marcos 7,31-37

Un mundo de silencio, un mundo de incomunicación, un mundo de aislamiento. Cuanto nos cuesta comunicarnos y relacionarnos cuando carecemos de algunos sentidos o están atrofiados. No poder oír lo que sucede a nuestro alrededor nos hace entrar no solo en una incomunicación que nos aísla sino que casi nos incapacita para entender y para comprender. No poder expresar aquello que llevamos dentro porque nos faltan las palabras, porque no podemos pronunciar con sonidos lo que si escuchamos en nuestro interior nos hace la vida difícil.
Pero hay aislamientos que nosotros mismos nos buscamos. Hay silencios que nosotros creamos, porque ansiemos la soledad para pensar mejor, para reflexionar y para crecer por dentro, sino porque ponemos murallas entre nosotros y los demás para no querernos ver, para no querernos escuchar, para aislarnos de los demás. Somos nosotros mismos los que ponemos esas murallas en nuestra vida, y tremendo es cuando son los demás los que nos crean esas barreras aislándonos, excluyéndonos de su comunicación, impidiendo que podamos entender y comprender.
Son muros que tenemos que derribar. Es cierto que en nuestra civilización avanzamos y hemos sido capaces de crearnos medios que nos faciliten esa comunicación, aunque sea con el lenguaje de los signos, pero a pesar de nuestra civilización sin embargo hay otras barreras que aun no han caído en nuestras relaciones, porque nos hacemos egoístas o insolidarios, porque los que creemos que podemos y sabemos vamos avasallando por la vida, porque en nuestros orgullos vamos despreciando a tantos porque no son como nosotros, no piensan como nosotros, o porque nos parece que con sus maneras o sus formas nos repugnan y los despreciamos.
Hoy Jesús recorriendo aquellos caminos de Galilea cuando viene incluso desde más allá de lo que es el territorio judío, atraviesa desde Tiro y Sidón y cruza por la Decápolis que no son regiones judías, se encuentro con un sordomudo que alguien en buena voluntad y con fe en Jesús le trae para que lo cure.
‘¡Effetá! ¡Ábrete!’ Le dice Jesús tocando sus oídos y su lengua. Le devuelve Jesús al mundo en el que pueda relacionarse y con el que pueda entrar en comunión y en comunicación. Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad’, nos comenta el evangelista.
Mucho nos quiere decir Jesús con este signo. Está su amor y es un signo del Reino de Dios que llega. Es la curación de unas enfermedades y es el facilitar la vida y el encuentro con los demás. Pero es un signo de mucho más. Somos nosotros los sordos y los mudos que hemos creado tantas barreras. Son tantas las limitaciones que ponemos tantas veces en nuestra relación con los demás. Somos nosotros los que necesitamos ser curados. Somos nosotros los que tenemos que ir por el mundo facilitando el encuentro y la relación entre las personas y los pueblos.
Tenemos que ser creadores de comunión, puentes de enlace y comunicaron entre unos y otros, constructores de es mundo nuevo donde seamos capaces de entendernos, de comprendernos, de comunicarnos de verdad desde lo más hondo de nosotros mismos.
Son las señales que hemos de dar del Reino de Dios en nuestro mundo en el que aunque haya muchos medios de comunicación social sin embargo sigue habiendo tantas soledades, tanta gente que se siente marginada en la vida, dejados a un lado del camino, no aceptados ni comprendidos porque quizá vienen de otros lugares, porque son de otra raza, porque emplean otro lenguaje, porque tienen una manera de pensar y de entender la vida muy distinta de la nuestra. Y nosotros nos alejamos, y los aislamos, y no nos comunicamos.
Tenemos que cambiar, tenemos que abrir nuestros oídos, nuestro corazón para que nos comuniquemos de verdad, para que entre todos hagamos un mundo nuevo en el que todos quepamos. Tenemos que aprender de una vez por todas a saber entrar en comunión y comunicación con los demás sean quienes sean. Demos de verdad las señales de que el Reino de Dios ha llegado.

jueves, 8 de febrero de 2018

La vida nos pone a prueba muchas veces también en nuestra fe pero es cuando tenemos que mantenernos fuertes y se ha de manifestar toda nuestra madurez humana y cristiana

La vida nos pone a prueba muchas veces también en nuestra fe pero es cuando tenemos que mantenernos fuertes y se ha de manifestar toda nuestra madurez humana y cristiana

1Reyes 11,4-13; Sal 105; Marcos 7,24-30

A veces decimos que la vida nos pone a prueba. Tenemos ilusiones, queremos sacar las cosas adelante, tratamos de vivir con responsabilidad, pero parece que las cosas se nos tuercen porque cuando parecía que teníamos las cosas en la mano todo se nos vuelve en contra, aparecen mil dificultades, y no logramos aquello que aspirábamos que quizá eran simplemente las cosas normales de la vida de cada día.
No digamos cuando nos aparece la enfermedad en nosotros o en alguno de los miembros de la familia y todo se  nos vuelve oscuro porque quizá no encontramos mejoría tan pronto como quisiéramos o acaso tenemos que abandonar cosas que ya por esa enfermedad no podemos realizar. Luchamos, algunas veces parece que nos desesperamos y buscamos solución por todos los caminos aunque nos parezca que no tenemos salida.
Son pruebas duras de la vida que muchas veces nos hacen entrar en crisis hasta del mismo sentido de la vida. Nos pasa igualmente en el camino de nuestra fe; quizá nos habíamos debilitado en nuestras practicas y experiencias religiosas, o fueron apareciendo como cantos de sirena otras ideas, otras maneras de pensar, otros planteamientos, o quizás esos mismos problemas de la vida nos hacen dudar, ponen a prueba nuestra fe. Un túnel oscuro muchas veces en el que parece que no encontramos ninguna luz, porque ni siquiera parece que Dios quiera escucharnos en nuestras suplicas o darnos respuesta a esas dudas e inquietudes que puedan ir surgiendo en nuestro interior.
Hoy vemos el ejemplo en aquella mujer cananea cuya vida se veía fuertemente perturbada por la enfermedad de su hija para la que no encuentra curación. Cuando se entera que el profeta de Nazaret ha recalado por aquellas tierras acude a El con esperanza de que pueda curar a su hija. A sus oídos, aunque estén lejanos de la tierra de los judíos, han llegado noticias de sus milagros y como la gente es curada de sus enfermedades. Ella no es judía, es gentil y teme que no sea bien recibida por los judíos, pero aun así acude a Jesús gritando tras de El para que la atienda en sus peticiones.
Pero parece que todas las puertas se le cierran. Jesús había querido pasar desapercibido y ahora el silencio de Jesús es la respuesta a aquellas suplicas. El camino sigue siendo oscuro para aquella mujer pero en la que aun a pesar de las dificultades que encuentra va en aumento la fe en Jesús. Cuando parece ser rechazada ella encontrará palabras – es el corazón de una madre que esta sufriendo por su hija la que le hace hablar – para hacer que Jesús la escuche. La perseverancia de aquella mujer logra el milagro de la curación de su hija. ‘Anda, vete, que, por eso que has dicho, el demonio ha salido de tu hija. Al llegar a su casa, se encontró a la niña echada en la cama’. Se había curado.
Hermosa lección de fe y de perseverancia. Cuánto lo necesitamos en la vida. En todos esos momentos de crisis y de pruebas por las que tantas veces pasamos. Como decíamos al principio de esta reflexión la vida nos pone a prueba muchas veces y podemos perder la ilusión, el entusiasmo, las ganas de luchar. Pero es cuando tenemos que mantenernos fuertes, cuando se tiene que manifestar toda nuestra madurez.
Es todo un proceso que hemos de ir realizando en la vida, porque bien sabemos que no todo es fácil. Es un posible fallo que podamos tener en nuestros sistemas educativos y que nos pueda suceder en las familias; le ponemos todo tan fácil a los hijos que piensan que todo en la vida va a ser siempre así y cuando llegan los problemas y dificultades no estamos preparados para afrontarlos. Pero tenemos que aprender a madurar, a fortalecernos, a saber enfrentarnos a la vida aunque haya problemas y dificultades.
Y eso también en el camino de nuestra fe, en la realización de nuestros compromisos cristianos que no son siempre fáciles de llegar con ellos hasta el final porque aparecen los cansancios, las desilusiones, los malos ejemplos quizá que pudieran hacernos daño. Pero aunque todo se nos pueda poner oscuro sabemos que nunca nos faltará esa luz que un día va a aparecer claramente en nuestro corazón. Es la esperanza también con la que hemos de saber caminar.


miércoles, 7 de febrero de 2018

Llenemos nuestro corazón de amor, de deseos de bien, de paz y armonía y aprenderemos actuar con delicadeza y entrega generosa para con todos

Llenemos nuestro corazón de amor, de deseos de bien, de paz y armonía y aprenderemos actuar con delicadeza y entrega generosa para con todos

1Reyes 10,1-10; Sal 36; Marcos 7,14-23

De lo que llevamos en el corazón habla nuestra boca y hacen nuestras manos. Lo que somos por dentro se va a manifestar queramos o no en lo que hacemos. Algunas veces las apariencias nos pueden confundir; la hipocresía de quien manifiesta una cara mientras en su interior guarda otros sentimientos termina por desenmascararse; las caretas como falsas que son no duran siempre y pronto se caerán y dejarán ver la verdad de lo que hay en nuestro corazón.
Qué importante es la rectitud del corazón y como hemos de procurar mantener esa pureza interior. Cuánto daño hacemos con nuestras malicias ocultas que siembran desconfianzas, que conspiran contra todo lo bueno, que se vuelven destructivas como destructiva es siempre la envidia que nos corroe por dentro. La sagacidad del hombre perverso y de mal corazón tratará de llevarse por delante todo lo bueno que haya a su alrededor antes de que podamos desenmascararla.
Y desgraciadamente hay demasiado de todo eso en el mundo en que vivimos y nos podemos contagiar. Tenemos que estar alertas porque es una mala epidemia que nos contagia fácilmente y nos hace daño y no solo a nosotros sino que hará daño a los demás.
Es de lo que quiere prevenirnos hoy Jesús en el evangelio. La ocasión ha sido cuando han venido los fariseos con sus reclamaciones porque los discípulos de Jesús no se lavaban las manos antes de comer. Escuchad y entended todos: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. El que tenga oídos para oír, que oiga’.
Lo dice claramente Jesús, es lo que sale de dentro del corazón del hombre lo que manifiesta la malicia y lo que nos llena de pecado. Los discípulos no terminaran de entender porque mucha era la influencia de las enseñanzas de los fariseos y doctores de la ley que se fijaban solamente en las cosas externas. Como decíamos antes nos podemos contagiar fácilmente. Cuantas veces nosotros también en la vida le restamos importancia a lo que verdaderamente ha de tenerla, porque es lo que todo el mundo hace. No porque todo el mundo haga una cosa significa que es buena, sino que hemos de saber ver la rectitud en si misma y no dejarnos influenciar tan fácilmente.
Por eso ante la pregunta de los discípulos más cercanos a Jesús cuando llegan a casa, Jesús les dirá tajantemente: ‘Lo que sale de dentro, eso sí mancha al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro’.
Es la maldad del corazón la que nos hace hablar mal, la que nos lleva a las malas acciones, la que impulsa nuestras violencias y nuestros orgullos, nuestros resentimientos y nuestros odios, la que  no nos deja ser verdaderamente misericordiosos y solidarios sino que nos hace egoísta o nos encierra en nosotros mismos.
¿No habremos fijado bien lo que predomina en nuestro corazón? No nos quedemos en la buena voluntad, sino pensemos en las intenciones algunas veces torcidas que surgen de dentro de nosotros. Llenemos nuestro corazón de amor, de deseos de bien, de paz y armonía y aprenderemos a tratar mejor a los demás, a tener sincera confianza en las personas, a saber actuar con delicadeza y entrega generosa para con los demás.

martes, 6 de febrero de 2018

No olvidemos lo que es lo principal, no nos olvidemos del amor que tiene que ser de verdad nuestro distintivo

No olvidemos lo que es lo principal, no nos olvidemos del amor que tiene que ser de verdad nuestro distintivo

1Reyes 8,22-23.27-30; Sal 83; Marcos 7,1-13

Qué malos son los escrúpulos; andar siempre obsesionados porque en todo nos parece que nos equivocamos, que hacemos mal, que la gente pueda estar pendiente de lo que hacemos si lo hacemos bien o lo hacemos mal. Reglamentamos la vida con tantas normas que al final no sabemos a qué atenernos y estamos con la inquietud de que lo hicimos mal, que nos pasamos aunque solo fuera en lo mínimo en lo que hicimos, y atormentamos nuestra conciencia, no tenemos paz interior y así no encontramos la manera de ser felices.
Necesitamos una madurez en la vida, que no consiste en imponernos normas y mas normas sino en tratar de tener unos principios justos por los que guiarnos en nuestro actuar y tratar de no perder la paz del espíritu realizando lo que es lo fundamental y lo que da verdadera rectitud interior a lo que hacemos. El escrupuloso quiere tener como reglamentado toda su vida en los más mínimos detalles, pero eso se hace insoportable porque andamos como un corsé que nos aprieta por todos lados. Sin esas reglas parece no saber actuar y al final vive esclavizado y sin libertad.
Acuden hoy en el evangelio a Jesús unos fariseos pidiéndole explicaciones a Jesús por las actitudes o las costumbres de sus discípulos. Los fariseos eran muy puritanos y parecía que todo lo que tocaran podía hacerlos impuros, por eso andaban continuamente haciendo abluciones para purificarse. No era la simple higiene que tendríamos que haber en nuestra vida para evitar un contagio que pudiera dañarnos, sino que eso lo habían convertido en normas muy estrictas pero pensando más bien en impurezas legales, que en la propia pureza de su corazón.
Como comenta el propio evangelista en el episodio que hoy nos narra cuando volvían de la plaza se lavaban bien las manos restregando bien antes de comer, pero evitar esas impurezas. Ven a los discípulos de Jesús que no tiene esas exigencias tan a rajatabla en sus costumbres y se lo echan en cara a Jesús. ¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de los mayores?’
Jesús quiere hacerles entender que no nos podemos quedar en cosas meramente exteriores que son simples apariencias, sino que lo que tenemos que cuidar es la rectitud que tengamos en el corazón. Y les recuerda palabras de los profetas. ‘Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos’, les dice Jesús. Nos olvidamos del verdadero mandamiento de Dios imponiéndonos preceptos humanos, viene a decirles; nos cargamos de normas y reglamentaciones y nos olvidamos del amor y de la misericordia.
Cuidado que a nosotros nos pase lo mismo; cuidado que entre nosotros los cristianos nos preocupemos más de reglamentos y preceptos que de la misericordia, la solidaridad, el amor con el que hemos de brillar en nuestra vida. Cuantas veces decimos yo ya he cumplido, porque hemos cumplido algunos preceptos, porque quizás venimos a misa todos los domingos o cumplimos las promesas que hacemos en nuestra devoción a una determinada imagen religiosa; hemos cumplido decimos pero luego no somos capaces de ser compasivos con el hermano y no tenemos misericordia en el corazón para comprender y para perdonar, para compadecernos y ser capaces de compartir con el necesitado.
No olvidemos lo que es lo principal, no nos olvidemos del amor que tiene que ser de verdad nuestro distintivo. Vivamos la misericordia y la compasión porque sentimos como Dios es misericordioso con nosotros, pero seamos igualmente nosotros misericordiosos con el hermano. Cuánto no cuesta perdonar, cómo discriminamos fácilmente al otro porque ha cometido un error en la vida, cómo apartamos de nuestro lado y hasta quizá de la vida de la Iglesia alguien porque no nos parece tan bueno como  nosotros juzgamos. El juicio es de Dios, pero Dios es siempre misericordioso; de la misma manera en nuestro juicio seamos siempre misericordiosos con nuestro hermano. Atención, que no siempre lo somos.

lunes, 5 de febrero de 2018

La fe y la esperanza no solo eran la confianza de tener unos cuerpos sanos, sino el sentido de una nueva vida que vislumbraban en Jesús

La fe y la esperanza no solo eran la confianza de tener unos cuerpos sanos, sino el sentido de una nueva vida que vislumbraban en Jesús

1Reyes 8,1-7.9-13; Sal. 131; Marcos 6, 53-56

Muchas veces queremos guardar en nuestra intimidad aquellos sufrimientos que podamos tener. Aquellas imposibilidades o debilidades que tengamos porque quizá creemos que eso es algo muy íntimo y personal y no tenemos por qué darlo a conocer a quienes nos rodean. Muchos secretos se guardan tras los muros de una casa o también tras la fachada de serenidad que queremos mostrar en la vida. Nadie tiene que conocer nuestros sufrimientos o necesidades pensamos y así quizá no dejamos que alguien pueda ofrecernos una palabra o un gesto de consuelo. Nos lo guardamos en nuestro interior.
Es la respuesta que muchas veces damos cuando nos preguntamos cómo estamos o se interesan tal vez por un enfermo que tengamos en nuestra casa; estoy bien decimos, está mejor respondemos al interés que alguien pudiera mostrar por lo nuestro. Nos creamos un mundo de distancias y de aislamiento que nada nos ayuda. Nos situamos en el centro de una espiral que impide que los demás puedan llegar hasta nosotros siendo para nosotros un incomprensible circulo cerrado en el que no dejamos entrar a nadie ni nosotros queremos salir haciendo mas insoportable nuestro sufrimiento.
Es necesario que seamos capaces de atisbar por donde nos pueda entrar un rayo de luz o que alguien nos ayude a abrir una brecha por la que seamos capaces de salirnos o dejar entrar a los otros para ayudarnos a mitigar nuestro dolor o a encontrarle un sentido. Pero tenemos que dejarnos ayudar, abrir los oídos y los ojos de nuestro espíritu. Es el rayo de luz y de esperanza que necesitamos que ilumine nuestras vidas y nos ayude a ponernos en orden de verdad dentro de nosotros mismos. Quizá ese rayo de luz está cerca de nosotros pero estamos tan encerrados que no seremos capaces de verlo.
La llegada de Jesús por aquellos caminos y pueblos de Galilea fue ese rayo de luz que despertó las esperanzas en tantos llenos de sufrimientos. Habían vivido soportando estoicamente su dolor, pero ahora descubrían que se abría una puerta para sus vidas. Por eso corrían detrás de Jesús, al menos querían que la sombra de su manto se posara sobre ellos porque sabían que así sus vidas se podían llenar de luz. Todos querían sentir la mano de Jesús en sus vidas, o al menos tocarle la orla de su manto porque sabían que así sus corazones se podrían sanar.
Es lo que nos describe el evangelista. No eran solo sus cuerpos atormentados por el sufrimiento de su enfermedad o de sus limitaciones lo que llevaban hasta Jesús sino que eran sus vidas rotas deseando encontrar un sentido y una salvación. No nos podemos quedar en el milagro de unos cuerpos sanados de sus enfermedades o sus discapacidades, sino que hemos de descubrir la salud total que Jesús nos ofrece, por eso Jesús siempre pedía que se dejaran transformar el corazón. La fe y la esperanza no solo eran la confianza de unos cuerpos sanos, sino el sentido de una nueva vida que vislumbraban en Jesús.
¿Cómo vamos nosotros hasta Jesús? ¿Cuáles son los sufrimientos que llevamos y que nos atormentan en el corazón? ¿Por qué nos aislamos, nos encerramos en nosotros mismos queriendo muchas veces construir nuestra vida por nuestra cuenta y sin contar con los demás? ¿Cuál es el resquicio que hemos de dejar abrir en nuestra alma para que entre en nosotros esa luz nueva que nos hará vivir de una manera distinta? ¿Seguimos pensando que hemos de seguir guardándonos todo para nosotros mismos y que por nosotros solos podemos sanar nuestra vida?

domingo, 4 de febrero de 2018

Los signos de una pronto liberación se comenzaban a manifestar en aquellos milagros que Jesús iba haciendo y se han de manifestar hoy por los signos de nuestra vida

Los signos de una pronto liberación se comenzaban a manifestar en aquellos milagros que Jesús iba haciendo y se han de manifestar hoy por los signos de nuestra vida

Job 7, 1-4. 6-7; Sal 146; 1 Corintios 9, 16-19. 22-23; Marcos 1, 29-39

Si en algo todos estaríamos de acuerdo es en el deseo de felicidad. Todos queremos ser felices, aunque otra cosa sea en qué cifremos la felicidad o la manera de conseguirla. Pero queremos ser felices y queremos desaparecer de nuestra vida todo aquello que nos causara sufrimiento y mermara esa felicidad que deseamos. Sin embargo somos conscientes de muchas cosas que ensombrecen nuestra vida y nos hacen sufrir y no nos permiten alcanzar la tan deseada felicidad.
Cuando pensamos en los sufrimientos que empañan la felicidad que desearíamos alcanzar una primera referencia que quizá hagamos son las enfermedades y las limitaciones físicas que encontremos, por ejemplo, para nuestra movilidad; todo aquello que pudiera producirnos una discapacidad nos puede mermar en las posibilidades de nuestra vida y al vernos así limitados sentimos como que no pudiéramos realizarnos plenamente y ser felices.
Pero también nos damos cuenta que son otras muchas cosas las que nos pueden limitar en la vida que no son solo esas enfermedades o limitaciones físicas, porque nos podemos sentir oprimidos de otras muchas maneras; desde quienes ejercen sobre nosotros una influencia tal que no nos dejan actuar con libertad o limitan nuestras capacidades y posibilidades de la vida o todas esas cosas que nos hacen difícil la convivencia, el encuentro, la relación con los demás; será también cuando desde nuestro interior vemos que nuestros sueños se rompen y no somos capaces de realizarlos o no somos capaces de superarnos en nosotros mismos para lograr ese desarrollo o esa madurez en nuestro actuar y en nuestro vivir.
Aquí podríamos pensar en muchas cosas que seguramente ya van surgiendo en nuestra mente al hilo de esta reflexión y con los que nosotros con nuestra manera de actuar desde nuestra insolidaridad, nuestro amor propio o nuestros orgullos también podemos ser causa del sufrimiento y en consecuencia la infelicidad de los que nos rodean.
¿Ese sería el camino para una vida digna del hombre, de la persona? Queremos quizá y no podemos, no somos capaces, porque quizá son muchas las ataduras que tenemos en nuestro interior cuando hemos dejado meter el pecado en nuestro corazón. Tenemos que hacer todo lo posible por nosotros mismos por liberarnos de todo eso que nos ata, pero quizá haya muchas cosas que nos superan y necesitaríamos una fuerza o una ayuda superior.
Desde toda la eternidad Dios quiere la felicidad del hombre. La imagen nos la expresa la Biblia cuando nos habla de que el hombre creado por Dios fue colocado en un jardín. Imágenes que quieren significar mucho para nosotros. Por eso tras el pecado del hombre, tras su ruptura interior consigo mismo, con los demás y con Dios, se le promete una liberación y una salvación donde todo ha de ser reconstruido y reedificado en una nueva vida que nos llene de verdadera plenitud.
Son las esperanzas de salvación que mantuvo siempre en su corazón el pueblo elegido con el deseo de la pronto llegada de un Mesías Salvador. La aparición de Jesús por los pueblos y aldeas de Galilea anunciando unos tiempos nuevos despertaron las esperanzas y llenaron de una alegría esperanzada los corazones de todos aquellos que se veían oprimidos de muchas maneras en sus enfermedades, en su pobreza y en lo que sentían que era una falta de libertad para su pueblo.
Lo que Jesús les decía y la manera como les enseñaba les hacían sentir que sí llegaban tiempos nuevos; como habían dicho en la sinagoga al escucharle aquella forma de hablar era nueva y con autoridad; los signos de esa pronto liberación se comenzaban a manifestar en aquellos milagros que Jesús iba haciendo. Por eso acuden todos los que sienten algún tipo de sufrimiento en su vida o en su corazón hasta Jesús para sentirse sanados por la Palabra de Jesús.
Lo había expresado en la sinagoga cuando liberó a aquel poseído por un espíritu inmundo, como ellos decían, ahora le llevan hasta casa de Simón de sus primeros seguidores porque la suegra de éste está enferma y Jesús la levanta de su postración de manera que ella prontamente se pone a servirles. Pero será al atardecer, cuando se han acabado las limitaciones del sábado cuando una muchedumbre con enfermos de todo tipo se agolpa a la puerta de la casa para que Jesús les cure.
Algo nuevo está comenzando. Es la esperanza de que sus sufrimientos se acaban y un nuevo y de dicha comienza a alborear. Por eso acuden a buscar a Jesús. Pero Jesús se ha retirado a la soledad de la oración en la madrugada. Es consciente que es la misión que ha recibido del Padre y además se ha de extender a todos. Por eso cuando le buscan les dirá que tiene que ir a hacer ese anuncio a todas partes. Y recorre los pueblos y las aldeas de Galilea enseñando, anunciando el Reino de Dios que llega acompañando sus palabras de los signos de liberación que iba realizando.
Pero no nos quedamos en contemplar este cuadro con la actuación de Jesús. Porque esa misma misión es la que nos ha confiado. Y ese mismo anuncio tenemos que seguir haciendo en nuestro mundo de hoy con nuestra palabra y con los signos de nuestra vida liberada. Hoy nuestro mundo también se encuentra en la misma confusión y también anhelan los mismos deseos en todos los corazones, aunque los expresemos de maneras distintas. En la construcción de ese mundo nuevo también nosotros tenemos que seguir empeñados luchando contra el mal y contra todo sufrimiento, contra todo lo que pueda limitar la dignidad de cualquier persona, de toda persona.
El mundo necesita hoy más que nunca, casi nos atreveríamos a decir, que nosotros los cristianos en la autenticidad de nuestras vidas les mostremos esos signos de la liberación que Jesús quiere realizar en nosotros y en nuestro mundo para hacer ese mundo nuevo. No siempre quizá hemos sido lo suficientemente claros en la manifestación de esos signos, aunque a través de los siglos no han dejado de realizarse. Pero hay tantos que no los han descubierto, no los han comprendido, y esa es la tarea de anuncio de esa buena noticia que tenemos que dar a nuestro mundo.
Nuestras vidas que crecen en libertad y en alegría son el testimonio fuerte que tenemos que dar. La alegría de nuestra fe, la alegría de seguir el camino de Jesús donde nos vemos plenamente realizados y  nos sentimos verdaderamente felices es el grito que tenemos que dar ante los que nos rodean. Somos felices porque creemos en Jesús, somos felices porque nos sentimos liberados del mal por Jesús, somos felices anunciando el evangelio de Jesús sin miedo, sin complejos ni cobardías. Es el anuncio de la verdadera dicha y felicidad que tenemos que hacer a nuestro mundo de hoy.