Reconocer que Jesús es nuestro Rey es aprender que para
entrar en el Reino de Dios hay que pasar por la vida de los hermanos
Ez. 34,
11-12.15-17; Sal. 22; 1Cor. 15, 20-26.28; Mt. 25, 31-46
El primer
anuncio que hace Jesús es la llegada del Reino de Dios. Había que prepararse
para reconocer esa soberanía y ese señorío de Dios sobre el hombre, sobre la
historia y sobre toda la creación. Es lo que hoy en esta fiesta que culmina el
año litúrgico queremos celebrar, Jesús es Señor, Jesús es el Rey del universo.
Como decía san Pedro en el inicio de su predicación apostólica ‘Dios lo constituyó Señor y Mesías
resucitándolo de entre los muertos’.
A lo largo
del evangelio vemos como Jesús centró su predicación y la realización de sus signos en
anunciar la inminencia de la soberanía de Dios. Lo proclama a través de sus
parábolas; se hace presente a través de los signos que realiza, expulsión de
demonios, curación de enfermos, resurrección de los muertos; se va a realizar
en su anonadamiento (kénosis) hasta la muerte en la cruz y por su resurrección
de entre los muertos; se actualiza constantemente con la fuerza del Espíritu y
se convierte en objeto de esperanza final para los creyentes en Jesús y para
humanidad entera.
Todo es una proclamación de la soberanía de Dios. Jesús
es el Señor. La Iglesia continúa ahora la obra salvadora y liberadora de Jesús
cuando los que creemos en Jesús le reconocemos como nuestro Rey y Señor y
queremos realizar su misma obra, vivir su misma vida, impregnarnos de su mismo
amor. Y esto lo celebramos hoy con toda solemnidad porque queremos vivirlo con
toda la intensidad de nuestra vida.
No dejamos
de valorar todo lo que pueda ser el esfuerzo del hombre que busca a Dios, tiene
ansias de Dios y quiere conocer a Dios. Es cierto que es un ansia y un deseo de
trascendencia y de infinito que anida en el corazón de todo hombre. Pero sí
tenemos que afirmar que realmente todo parte de la búsqueda de Dios al hombre.
Es el Señor el que nos busca y el que nos llama, el que nos regala y manifiesta
su amor y quiere en verdad llevarnos hasta El. A ello, es cierto, hemos de dar
una respuesta, pero es el amor infinito de Dios el que nos ha enviado a su Hijo
Jesús para llevarnos por caminos de vida y de salvación. Tanto amó Dios al
mundo, tanto amó Dios al hombre…
Fijémonos
en la Palabra de Dios. ¿Qué nos decía el profeta Ezequiel? ‘Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas siguiendo su rastro… buscaré
a las ovejas perdidas, recogeré a las descarriadas, vendaré a las heridas,
curaré a las enfermas… yo mismo apacentaré a mis ovejas…’ Es hermoso este
texto del profeta y mucho tendríamos que meditarlo para reconocer ese amor del
Señor y aprender a darle gracias.
Y
contemplamos a Jesús, el Buen Pastor, como tantas veces hemos meditado, que
cuida a sus ovejas, las conoce por su nombre, busca a la perdida, nos alimenta
y da la vida por sus ovejas, como tantas veces nos ha explicado en el
evangelio. No podíamos menos que repetir en el salmo ‘el Señor es mi pastor, nada me falta, en verdes praderas me hace
recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas… porque tu
bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en
la casa del Señor por años sin término’. Es nuestra respuesta hecha oración
y nuestra acción de gracias.
Pero a
tanto amor del Señor se ha de corresponder nuestra respuesta hecha vida. Es de
lo que vamos a ser examinados al final del tiempo. De ello nos habla el
evangelio. ¿Habremos vivido nosotros esa soberanía de Dios en nuestra vida?
¿Nos habremos sentido en verdad guiados por Cristo como verdadero pastor de
nuestra vida, reconociendo su voz y dejándonos conducir y alimentar por El?
¿Habremos dado señales de que en verdad vivíamos el Reino de Dios? ¿Por qué
cosas se nos va a preguntar? Ahí está la clave.
Sencillamente
tendríamos que decir que ‘para entrar en
el Reino de Dios hay que pasar por la vida de los hermanos’. Sí, no nos va
a preguntar el Señor, y cuidado que nos puede parecer paradójico pero no nos
escandalicemos, si rezaste mucho o rezaste poco, cuántas promesas hiciste o cuántas
velas encendiste delante del altar, cuántos ramos de flores llevaste a la
Iglesia para que estuviera bonito el altar o a cuántas procesiones asististe.
Nos va a preguntar si pasaste por la vida de los hermanos, si te detuviste
junto a la vida de los hermanos, si dedicaste tiempo para escucharlos o para
darles consuelo, si compartiste con ellos tu comida o lo que tenías, si los
acompañaste en su dolor y sufrimiento y fuiste capaz de desvivirte por ellos.
Como decía san Juan de la Cruz ‘en el
atardecer de la vida vamos a ser examinados de amor’. Vivir, pues, el Reino
de Dios es pasar por la vida de los hermanos.
¿No es eso
lo que nos ha dicho hoy el evangelio? Como un estribillo repetido por cuatro
veces ya sea en afirmación o en pregunta se nos ha dicho: ‘Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de
beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo
y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme’. Seis puntos o seis
aspectos que se nos han repetido cuatro veces en el evangelio. ¿Cómo tenemos
que buscar a Dios? ¿Cómo tenemos que encontrar a Dios? ‘Lo que hicisteis con uno de éstos, mis humildes
hermanos, conmigo lo hicisteis’.
Por eso nos dirá: ‘Venid, vosotros, benditos de mi Padre; heredad
el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo’. Estaremos heredando
el Reino, viviendo el Reino cuando seamos capaces de entrar en esa órbita del
amor. La persona de Jesús, la persona que es Dios
se identifica con la persona que necesita ser ayudada. Jesús se esconde en cada ser
humano necesitado de amor. Cualquier cosa que sea hecha a un
necesitado, crea amor. Y este amor nos une a Cristo. Cuando nos encontremos
cara a cara con Dios, sólo una posesión contará y será importante: el amor.
Ya nos
damos cuenta que no es un amor cualquiera del que estamos hablando; no es pura
filantropía. Es que cuando estamos queriendo amar de esta manera, de forma que
seamos capaces de llegar a ver a Jesús en el hermano, es porque estamos
queriendo amar con un amor como el de Jesús. Así nos lo dejó como distintivo
por el cual habría de reconocérsenos. Mucho tenemos que estar unidos a Jesús,
mucho tenemos que llenarnos de Dios para ser capaces de un amor de este
calibre.
Claro que
necesitamos rezar, orar a Dios, alimentarnos de los sacramentos para recibir
esa gracia, para sentir la fuerza de su Espíritu para poder hacerlo. Pero no nos refugiamos en nuestros rezos o en
nuestras misas para olvidarnos o desentendernos de los demás. De ninguna
manera, porque eso no tendría sentido. Es que nunca nuestra oración la
separaremos de los hermanos a los que tenemos que amar; nunca nuestra
eucaristía o los sacramentos que celebremos nos hará vivir aislados de los
demás, sino todo lo contrario.
Acordémonos
que si no estamos reconciliados en el amor con los hermanos, Jesús nos dice que
dejemos la ofrenda allí a un lado del altar y vayamos primero a vivir esa
reconciliación de amor con los hermanos, porque a todos tenemos que traerlos en
el corazón cuando venimos a Dios para amarlos como un amor como el de Dios.
¿Entenderemos
ahora bien lo que ha de significar esta celebración que hoy estamos viviendo
proclamando a Jesucristo Rey del universo? Esa soberanía de Dios la vamos a
vivir de verdad cuando todos hayamos sido capaces de pasar por la vida de los
demás. Un paso que nunca podrá ser indiferente y frío, sino que siempre tendrá
que ser un paso de amor y de solidaridad.