Vistas de página en total

sábado, 5 de octubre de 2013

Muchos motivos para dar gracias y pedir la bendición del Señor

Dt 8, 7-18.  - Sal: 1Crón 29, 10-12. - 2Co 5, 17-21.  - Mt 7, 7-11. 
“Las Témporas -dice el Misal- son días de acción de gracias y de petición que la comunidad cristiana ofrece a Dios, terminadas las vacaciones y la recolección de las cosechas, al reemprender la actividad habitual. Son una ocasión que presenta la Iglesia para rogar a Dios por las necesidades de los hombres, principalmente por los frutos de la tierra y por los trabajos de los hombres dando gracia a Dios públicamente”.
  Es lo que hoy estamos celebrando. Tuvo su origen en el ritmo de la vida agrícola que de alguna manera marcaba el devenir de las gentes con la siembra y la recogida de las cosechas, y así en un momento determinado se celebraban cuatro témporas haciéndolas coincidir con el inicio de las cuatro estaciones. Hoy el ritmo de vida que llevamos es más urbano y no está tan marcado por las actividades y trabajos del campo. En España celebramos solamente las témporas en este inicio de octubre, siguiendo más el ritmo de vacaciones y de vida escolar quizá, cuando reemprendemos las tareas de la vida de una forma ordinaria.
En su origen era como una acción de gracias por las cosechas recogidas o una impetración de las bendiciones divinas para las tareas del campo que se iniciaban. Siguen siendo días de acción de gracias y de petición, porque en fin de cuenta nos quieren recordar como la vida del hombre creyente gira siempre en torno a Dios en quien pone su fe, al que invoca pidiendo su bendición y protección y a quien ofrecemos nuestra acción de gracias por cuanto de su mano recibimos.
En este sentido van las lecturas de la Palabra de Dios que se nos ofrecen en este día, para que nunca nos dejemos seducir por el orgullo pensando que todo sale de la mano o del poder del hombre, sino que hemos de saber reconocer que cuanto hacemos o podemos hacer es un don de Dios que nos ha dado inteligencia y capacidad para poder realizar tales tareas. Como le recordaba Moisés al pueblo para cuando se establecieran en la tierra que el Señor les iba a dar, les exhortaba a reconocer humildemente la mano del Señor que los había conducido por el desierto dándoles la libertad y aquella tierra que ahora podían cultivar y disfrutar.
Es el espíritu humilde que también tendría que guiar nuestra vida, reconociendo el poder y la gracia del Señor. Por eso hemos de saber dar gracias a Dios reconociendo sus beneficios, cuanta gracia va derramando Dios sobre nosotros cada día al mismo tiempo que le invocamos para saber y poder sentir siempre su presencia de gracia junto a nosotros. La lectura del evangelio es toda una invitación a la oración confiada al Señor. ‘Pedid y recibiréis; buscad y encontraréis; llamad y os abrirán. Porque todo el que pide recibe, el que busca encuentra, y al que llama se le abre’.
Por eso como recordábamos al principio, las témporas ‘son una ocasión que presenta la Iglesia para rogar a Dios por las necesidades de los hombres, principalmente por los frutos de la tierra y por los trabajos de los hombres dando gracia a Dios públicamente’. Si siempre nuestra oración ha de tener un carácter universal, porque no podemos ser egoístas en nuestra oración, ha se ha de manifestar más esa universalidad. Pedimos por la Iglesia y pedimos por todos los hombres, por todas las necesidades y problemas que se viven en nuestro mundo. Cuántos son los sufrimientos de los hombres y mujeres que nos rodean. Los hemos de tener muy en cuenta en nuestra oración.
Al reiniciar las actividades pastorales en nuestras parroquias, en los movimientos apostólicos y en toda la Diócesis, es algo que todos hemos de tener en cuenta. En esa actividad pastoral que realiza la iglesia a través de tantos agentes pastorales estamos cumpliendo con la misión que Jesús nos confió de anunciar y hacer presente el Reino de Dios en nuestro mundo. Una tarea que sentimos como propia en la que todos hemos de sentirnos corresponsables. Hoy tenemos una ocasión propicia para que motive nuestra oración. Sean estas las súplicas y plegarias que elevamos al Señor con toda confianza y humildad.
Estos días hemos recordado aquello que Jesús nos decía de rogar al dueño de la mies para que envíe operarios a su mies, pues por ahí deber ir también nuestra oración, para que el Señor suscite muchas almas generosas que vivan ese compromiso apostólico en medio de la Iglesia y desde la Iglesia en medio del mundo.
Y hay otro aspecto también a resaltar en las témporas y del que nos habla la segunda lectura. ‘En nombre de Cristo os pedimos que os dejéis reconciliar con Dios’, nos decía. Es el aspecto de la reconciliación, del perdón que hemos de impetrar del Señor porque nos sentimos débiles y pecadores. Un motivo quizá para acercarnos al Sacramento de la Penitencia. Las témporas tienen también ese carácter penitencial de petición de perdón.

Vivamos, pues, con todo sentido esa celebración especial que nos ofrece la Iglesia en este día. Elevemos al Señor nuestra acción de gracias pero también nuestras suplicas por las necesidades de nuestro mundo; cuánto tenemos que pedir por la paz, por la reconciliación de todos los hombres, y para que todos se dejen encontrar con Cristo que es el que de verdad nos trae la salvación.

viernes, 4 de octubre de 2013

Siempre está el Señor esperando nuestra respuesta a su amor

Baruc, 1, 15-22; Sal. 78; Lc. 10, 13-16
El anuncio de la buena noticia del evangelio no siempre encuentra el eco adecuado en el corazón de quienes la escuchan y muchas veces la respuesta es negativa, no solo en el sentido de ir en contra, sino también en la ignorancia que se manifiesta ante lo que se nos anuncia.
Jesús reconoce esas respuestas diversas por parte de aquellos a los que se anuncia el Evangelio porque así además nos lo explica incluso de diversas maneras con sus parábolas. Cuando nos habla de la parábola del sembrador no toda la tierra acoge de la misma manera la semilla de la Palabra que en ella se siembra, porque habrá dureza de corazón, o habrá muchos apegos en el corazón con lo que o no podrá brotar debidamente la semilla plantada o se secará fácilmente una vez que haya brotado.
También en las parábolas del Reino que compara con un banquete, no todos los invitados aceptan la invitación y muchos darán la espalda a dicha invitación marchando a sus cosas y no haciendo caso. O en la parábola de los labradores a los que encargó su viña, no responderán dando el fruto que se espera de ellos, rechazando incluso a los mensajeros del amo o asesinando a su hijo para apoderarse de la viña.
Hoy escuchamos el corazón lleno de dolor de Jesús porque aquellas ciudades a las que de alguna manera ha dedicado más tiempo en los alrededores del lago de Tiberíades no han dado la respuesta a su mensaje. ‘¡Ay de ti, Corozaín, ay de ti Betsaida!... y tú, Cafarnaún ¿piensas escalar el cielo?’ Cuántos milagros realizados por Jesús en las orillas de Tiberíades en las diferentes ciudades; cuántas horas de predicación en los caminos, en las casas, en las sinagogas, en las montañas del alrededor, en la misma orilla del lago. Como les dice Jesús ‘si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho esos milagros… hace tiempo se habrían convertido’.
Es como una llamada más que Jesús hace a la conversión. Por aquellos caminos, en esos pueblos y aldeas Jesús había comenzado su misión anunciando el Reino de Dios e invitando a la conversión. Muchos entusiasmados le seguían; habían surgido numerosos discípulos que lo escuchaban a gusto y se iban con El; de entre ellos había escogido a aquellos a los que nombró apóstoles. Pero muchos seguían dando la espalda. Y la llamada e invitación a la conversión se seguía repitiendo.
Como la llamada e invitación que Jesús continuamente nos hace a nosotros y no terminamos de dar una decidida respuesta. Siempre andamos también con nuestras reservas. ¿Cuántas veces hemos escuchado la Palabra de Dios? ¿cuántas veces hemos contemplado las maravillas que el Señor hace ante nosotros para manifestarnos su amor? ¿cuántos momentos de gracia hemos vivido en celebraciones, en momentos especiales de oración y de encuentro con el Señor? Y seguimos envueltos en nuestras debilidades; y no somos todo lo santos que tendríamos que ser porque el pecado nos sigue arrastrando.
Porque cuando escuchamos el lamento lleno de dolor por aquellas ciudades como se nos proclama hoy en el evangelio no nos vale decir, mira cómo era aquella gente que con tantas maravillas que hizo el Señor ante ellos sin embargo no terminaron de convertir su corazón al Señor. Lo que tenemos que hacer es preguntarnos cuál es nuestra respuesta.
Nos vendría bien el hacer un repaso de tantas gracias como hemos recibido del Señor. Reconocer cuánto es el amor que el Señor nos tiene que tanto nos ha perdonado y tanta gracia nos ha dado. Tenemos tanto por lo que darle gracias a Dios. Sintamos la invitación que nos hace una y otra vez a que vivamos una vida santa.

Que el ejemplo de san Francisco de Asís, a quien hoy celebramos, nos estimule y nos impulse a caminar esos caminos de santidad, esos caminos de humildad, mansedumbre y amor, como él los vivió.

jueves, 3 de octubre de 2013

Las obras de nuestra fe y nuestro amor manifiestan al mundo el Reino de Dios

Nehemías, 8, 1-12; Sal. 18; Lc. 10, 1-12
‘Designó el Señor otros setenta y dos, y los mandó por delante de dos en dos, a todos los lugares donde pensaba ir El’. Un día había elegido a doce de entre los discípulos, llamándolos uno por uno y por su nombre, a los que constituyó Apóstoles y los tenía junto a sí porque un día había de enviarlos por el mundo entero anunciando el Evangelio. 
Ahora entre la multitud de los que le siguen designa a setenta y dos y los envía por delante con una misión especial. ¿Cuál es la misión con los que ahora envía a estos setenta y dos? Han de ir anunciando que el Reino de Dios está cerca. Sean aceptados o no sean aceptados ese es el anuncio que han de realizar. ‘De todos modos, sabed que está cerca el Reino de Dios’, han de anunciar.
‘La mies es abundante, los obreros pocos; rogad pues al dueño de la mies que mande obreros a su mies’. Y les previene: ‘Mirad que os mando como ovejas en medio de lobos’. La tarea no ha de ser fácil. Es mucho el campo que tienen por delante; pero ya les está indicando donde está su fuerza. ‘Rogad al dueño de la mies…’ Y no solo la tarea es inmensa y son pocos los obreros, sino que además se van a ver zarandeados ‘como ovejas en medio de lobos’. Pero esa invitación a la oración que les está haciendo ya les está indicando que no se van a sentir nunca solos.
Llama la atención la manera de hacer el envío. ‘Poneos en camino’, les dice. ¿Qué han de llevar en sus manos? No van a confiar en medios humanos. Me vais a permitir que os lo diga así, pero no pone en sus manos una tablet, ni unos modernos medios de comunicación, ni unas redes sociales de internet, ni abundancia de medios y de recursos. La confianza y la fortaleza de la tarea la han de poner en el Dueño de la mies a quien han de orar para sentir para siempre su fortaleza. Cuánto nos enseña esto para la manera de hacer el anuncio del Evangelio.
Por eso les habla del desprendimiento con que han de ir a cumplir con su misión. ‘No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias…’ No son los medios humanos los que van a dar eficacia a su misión. Su desprendimiento de medios o recursos humanos manifiesta la confianza absoluta puesta en Dios. No será por la fuerza de lo humano por lo que se va a imponer el Reino de Dios, sino desde la fuerza misma de la Palabra de Dios anunciada y proclamada. Es el mensaje de la paz que han de ir haciendo.
Con ellos el mensaje de la paz y el anuncio del Reino. Es el Reino de Dios el que anuncian. Es comenzar por reconocer que nuestro único Rey y Señor es nuestro Dios. Ese es el único señorío que puede haber sobre el hombre, Dios. Por eso lo primero que han de expresar no solo con sus palabras sino con sus actitudes más profundas y con la manera de presentarse es esa confianza absoluta en el poder del Señor.
Lo que van a pedir a los que crean y acepten el Reino de Dios en esas actitudes y valores nuevos que han de vivir, han de manifestarlo los enviados en la manera de hacer el anuncio y con su propia vida. Es el testimonio de que vivimos el Reino de Dios, de que lo tenemos realizado en nuestra propia vida, la mejor predicación y anuncio que de él podemos hacer. Ha de hablar nuestra vida, no solo las palabras que salgan de nuestros labios.
Y con ese anuncio las señales del Reino que manifiesten que todo mal ha de ser vencido. ‘Si os reciben bien, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya, y decid: el Reino de Dios está cerca de vosotros’. Está cerca porque ya se está manifestando en ese nuevo compartir; está cerca y como señales la curación de los enfermos, que no son solo las enfermedades físicas, sino que es la transformación de los corazones que se va realizando.
Es lo que nosotros también tenemos que ir haciendo. Es el anuncio del Reino de Dios y de la paz que hemos de proclamar entre los que nos rodean. Son las señales que nosotros también hemos de dar con nuestra vida de que en verdad vivimos el Reino reconociendo con nuestra forma de vivir que Dios es el único Señor de nuestra vida.
De ahí el desprendimiento generoso con que hemos de vivir nuestra vida, la confianza total que hemos de poner en todo momento en Dios, la paz que ha de irradiar de nosotros allá donde estemos y la manifestación que en verdad nos hemos dejado transformar desde lo más hondo de nosotros por la presencia del Señor. Que las obras de nuestra fe y nuestro amor manifiesten al mundo el Reino de Dios. 

miércoles, 2 de octubre de 2013

El ángel del Señor que nos inspira y nos protege liberándonos de todo mal

Ex. 23, 20-23, Sal. 90; Mt. 18, 1-5.10
Quiero arrancar de una experiencia humana que habremos vivido de una forma o de otra que es la experiencia de la amistad, la experiencia del amigo, con el que hemos tenido una gran amistad y confianza, al que hemos sentido cerca de nosotros en los momentos malos y en los momentos de alegría; un amigo que es para nosotros un estímulo en nuestras luchas que siempre tiene para nosotros la palabra justa de ánimo, de comprensión y que su mismo presencia nos ayuda a superarnos en medio de las dificultades en que nos hayamos podido encontrar y al que quisiéramos tener siempre cerca de nosotros; de alguna manera su presencia a nuestro lado es como nuestra fortaleza en medio de las vicisitudes de la vida. Alguna vez en relación a un amigo así decimos que es como un ángel para nosotros.
Pero de un amigo así, por muy bueno que sea, siempre su presencia será limitada, y habrá momentos en que deseemos tenerlo cerca, pero no nos es posible. Sin embargo quiero partir de esta experiencia que de alguna manera nos introduzca o nos ayude a descubrir lo que en verdad son los Santos Ángeles Custodios, cuya memoria o fiesta hoy estamos celebrando.
Los ángeles son esos espíritus puros que Dios pone a nuestro lado como signos de su presencia y que como mensajeros divinos nos inspiran a lo bueno, nos previenen allá en lo hondo de nuestra conciencia contra lo malo, nos protegen y nos ayudan en nuestros caminos alcanzándonos la gracia del Señor. Ellos sí estarán siempre a nuestro lado y nunca nos faltará su inspiración y protección.
‘Ha dado órdenes a sus ángeles para que te guarden en tus caminos’, hemos repetido en el salmo, confesando así y reconociendo esa protección que Dios ha puesto a nuestro lado. Como escuchábamos en el libro del Éxodo ‘voy a enviarte un ángel por delante para que te cuide en el camino y te lleve al lugar que he preparado’. Es el ángel del Señor que está a nuestro lado y nos protege, nos inspira en nuestro corazón todo lo bueno que hemos de realizar y sentir su presencia a nuestro lado nos hace sentirnos estimulados y fortalecidos con la gracia del Señor para alejarnos de lo malo y vernos liberados de todo peligro.
Podríamos recordar muchos textos tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento que nos hablan de esa acción de los ángeles a nuestro lado protegiéndonos de todo mal, como los hacía sentir el Señor junto a su pueblo en la historia de Israel. Recordamos en los Hechos de los Apóstoles como el ángel del Señor liberó a Pedro y los apóstoles de las cadenas de la cárcel impulsándolos a seguir con su tarea de seguir anunciando el mensaje de Jesús.
Y recordemos también lo que hoy hemos escuchado en el evangelio. ‘Cuidado con despreciar a estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro de mi Padre celestial’. Y aquí podríamos recordar aquel texto del Apocalipsis que nos habla de los ángeles que en el cielo presentan nuestras oraciones ante Dios. ‘Vino un ángel, nos dice, con un incensario de oro, y se puso junto al altar. Le entregaron muchos perfumes, para que aromatizara las oraciones de todos los santos sobre el altar de oro situado delante del trono. Por manos del ángel subió a la presencia de Dios el humo de los perfumes, junto con las oraciones de los santos’.
Recordamos cómo cuando el sacerdote Zacarías hacía la ofrenda del incienso en el templo apareció el ángel del Señor que le aseguraba que sus oraciones habían sido escuchadas por el Señor. Hermosa imagen, tanto la del Apocalipsis como la de Zacarías en el templo, que nos hace sentir la cercanía de Dios con la presencia de sus ángeles a nuestro lado con la seguridad de que nuestras oraciones son escuchadas por el Señor. Por eso en la plegaria eucarística primera ‘pedimos humildemente que esta ofrenda sea llevada a tu presencia, hasta el altar del cielo, por manos de tu ángel para que… bendecidos por tu gracia tengamos también parte en la plenitud de tu reino’.
Los ángeles que están para siempre en la presencia de Dios en el cielo alabándole y bendiciéndole. Por eso nosotros en nuestra liturgia terrena nos unimos a la liturgia celestial, nos unimos a los ángeles y arcángeles que en el cielo están cantando la gloria del Señor, como cantamos siempre en el prefacio.

En la providencia amorosa de Dios, como decíamos en la oración litúrgica, el Señor ha querido enviar a sus ángeles junto a nosotros; por eso pedíamos ‘vernos siempre defendidos por su protección y gozar eternamente de su compañía’. Tengamos fe en esa presencia de los ángeles de Dios a nuestro lado; dejémonos guiar por esas inspiraciones que nos hacen allá en lo secreto de nuestro corazón, y con los ángeles alabemos siempre la gloria del Señor.

martes, 1 de octubre de 2013

El alimento de cada día de nuestro espíritu, la Palabra de Dios

Zac. 8, 20-23; Sal. 86; Lc. 9, 51-56
Cada día comemos y nos alimentamos porque queremos mantener la vitalidad de nuestro cuerpo, poder realizar las actividades de la vida y cumplir dignamente con nuestras responsabilidades. Por eso es necesario alimentarnos para tener la fuerza y la energía necesaria para poder vivir.
Pero no es solo el alimento de nuestro cuerpo del que hemos de preocuparnos sino que queremos también alimentar nuestro espíritu. Son muchas las cosas que podemos recibir que alimenten nuestra vida allá en lo más hondo de nosotros mismos y que además nos ayuden a elevarnos de lo meramente terreno para ir dándole ese sentido profundo y esa plenitud a nuestro existir. La lectura, las obras buenas y bellas que contemplamos a nuestro alrededor, los pensamientos que comparten con nosotros quienes nos rodean y así muchas cosas más nos van haciendo crecer y madurar en lo más hondo de nosotros mismos. Es lo que nos va haciendo tener una espiritualidad, un sentido profundo a nuestra vida.
Como creyentes y cristianos que somos queremos fundamentar esa espiritualidad de nuestra vida en el evangelio y en la Palabra de Jesús. No queremos cualquier espiritualidad por muy noble que sea, porque el sentido verdadero de nuestra vida desde la fe que tenemos lo recibimos de Jesús. Es por eso por lo que el cristiano que en verdad quiere ser consciente de su ser cristiano busca con ansia cada día la Palabra del Señor como verdadero alimento de nuestra fe y de nuestra vida cristiana.
En la Palabra vamos encontrando esa luz que va iluminando y llenando de sentido cada una de las situaciones que vivimos en la vida. En la Palabra que vamos escuchando si lo hacemos con sinceridad y verdadera fe vamos sintiendo cómo el Señor  nos corrige o nos traza caminos abriéndonos a nuevos horizontes que nos llevan a una mayor santidad de vida.
Es una riqueza grande el que cada día podamos acercarnos a la Palabra del Señor y escucharla allá en lo más hondo de nuestro corazón. Es semilla que se va plantando en nuestra vida y que si cuidamos debidamente va a florecer y fructificar en cosas y vivencias cada día más hermosas, porque cada día nos acercan más a Dios y a los que nos rodean. Esos textos de la Palabra del Señor que vamos escuchando no se nos quedan en lo anecdótico, sino que nos harán reflexionar y seguro que irán sacando lo más hermoso y noble de nuestro corazón en ese deseo de caminar al paso del Señor. Es además como un espejo en el que mirarnos para que esas diversas situaciones por las que pasamos las confrontemos con el sentido del evangelio y así en consecuencia vayamos mejorando nuestros actos y nuestras actitudes.
Así nos sucede en la Palabra que hoy hemos escuchado. Jesús va subiendo a Jerusalén; han de atravesar Samaría y en alguno de aquellos poblados han de buscar alojamiento para pasar la noche, pero como van a Jerusalén son rechazados. Ya sabemos que los samaritanos tenían su lugar de culto allí en Samaria y no subían a Jerusalén como el resto de los judíos, y había fuertes diferencias y enfrentamientos entre judíos y samaritanos que no se llevaban. Es por eso por lo que no les dan alojamiento. Ante el contratiempo vamos la reacción de Santiago y Juan. Quieren hacer bajar fuego del cielo. Por algo Jesús los llamará los Boanerges, los hijos del trueno. Pero eso no puede ser la actitud violenta con la que se ha de responder, les corrige Jesús.
Se parece a nuestras reacciones cuando nos llevan la contraria. Cómo nos contrariamos porque quizá nos parece que todos tendrían que tener la misma opinión que nosotros y surge la violencia. No es que queramos hacer bajar fuego del cielo - aunque a veces estamos bien cercanos a esas actitudes violentas - pero quizá si queremos imponernos por la fuerza y no entramos en razón. Qué distinta tendría que ser nuestra actitud. Jesús humildemente se marcha a otra aldea. ‘El Hijo del Hombre no ha venido a perder a los hombres sino a salvarlos’. Los caminos de la humildad y de la mansedumbre hacen mucho bien y cuánto con ello podemos ayudar a los demás. Cuánto tendríamos que aprender.

Aprovechemos la riqueza de la Palabra de Dios que escuchamos y, aunque nos parezcan cosas pequeñas o insignificantes, sabemos cuanto bien nos hace para nuestra vida espiritual, cuanta más nos puede dar a nuestro espíritu. Ya anteriormente nos había enseñado Jesús - lo escuchábamos ayer, ‘el que no está contra nosotros está a favor nuestro’ nos decía - cómo tenemos que aprovechar también todo lo bueno que vemos en los demás o que hacen los demás, porque con todo lo bueno, lo justo, lo noble vamos construyendo también el Reino de Dios.

lunes, 30 de septiembre de 2013

¿Seguimos buscando los primeros puestos después de escuchar a Jesús?

Zac. 8, 1-8; Sal.101; Lc. 9, 46-50
¿Por qué siempre andaremos buscando lugares especiales, queriendo ser distintos y los primeros, o que nos reconozcan que somos importantes y hasta imprescindibles? Ahí nos ronronean en el corazón esas apetencias o esos deseos de reconocimientos; aunque quizá no nos atrevamos a decirlo en voz alto allá en lo secreto del corazón nos aparecen muchas veces esos deseos de grandezas o de primeros lugares.
En algunos no se queda en lo secreto del corazón que no confesamos sino que se convierten en fuertes y ciegos impulsos con los que tenemos el peligro de destruir de la forma que sea a quien se nos ponga por medio. Son cosas que vemos fácilmente en las luchas de poder en todos los ámbitos de nuestra sociedad, pero que también en el día a día de nuestra convivencia nos aparecen esos orgullos que tantos daños nos hacen.
Forma parte de nuestra condición humana y pecadora y de forma individual o en los grupos que formamos en nuestra sociedad son actitudes maléficas que aparecen continuamente y nadie puede decir que esté libre de sentir esos deseos en su corazón.
Hoy contemplamos en el evangelio que en el grupo de los apóstoles, como todo grupo humano que era, también aparecían esas apetencias y esos deseos por los primeros puestos. Aparecen en diversos momentos en los distintos evangelios. ‘Los discípulos se pusieron a discutir quién era el más importante’. Unos quizá porque eran parientes, como sucedería con Santiago y Juan que pedían el sentarse a la derecha y a la izquierda en el Reino, otros porque eran de los llamados de la primera hora, otros porque quizá se veían con mayores cualidades o posibilidades - ¿habría también campañas? -, fuera por lo que fuera, allá andan discutiendo en el grupo de los apóstoles.
No querrán quizá que se entere Jesús, como suele suceder en estos casos, pero Jesús adivina lo que pasa. ‘Cogió de la mano a un niño y lo puso a su lado’, nos dice el evangelista. ‘El que acoge a un niño en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, acoge al que me ha enviado. El más pequeño entre vosotros es el más importante’.
Acoger un niño, acoger lo pequeño es como acoger a Jesús. El niño con su insignificancia - ya sabemos lo poco considerados que eran los niños -, un niño pequeño imagen de lo que puede parecer insignificante y sin valor, imagen de los que nada significaban y que podían pasar desapercibidos, imagen los que nada valían y a cuántos se despreciaban o se discriminaban en aquella sociedad como también en la de hoy.
Acoger a un niño en su nombre es acoger a Jesús, es acoger a Dios. Ya nos dirá por otra parte que lo que le hagamos a los pequeños y a los que nada valen a El se lo hacemos, porque dar de comer al hambriento es darle de comer a El, vestir al desnudo es vestir a Cristo… ‘Todo lo que hicisteis a uno de estos pequeños a mí me lo hicisteis’, nos dirá cuando nos hable del juicio final.
Y terminará diciendo, ‘el más pequeño entre vosotros es el más importante’. ¿Dónde están nuestras grandezas? ¿Dónde están los honores y reconocimientos? ¿Quién es el que va a ocupar ese lugar primero y más importante? Hazte pequeño, hazte el último y el servidor de todos, como nos dirá en otro lugar paralelo. ¿Qué buscamos  nosotros? Recordemos que nos repetirá muchas veces que ‘todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido’.

Ya sabemos el camino. Pero es que no tenemos que hacer otra cosa que mirarle a El. ¡Qué hermoso como nos lo expresa san Pablo como tantas veces quizá hemos meditado! Se rebajó, se humilló, pasó por uno de tantos, se sometió a la muerte, a la muerte de Cruz, y Dios lo levantó, lo exaltó, y ante su nombre toda rodilla se doblará porque toda lengua ha de proclamar para la gloria de Dios Padre que Jesucristo es el Señor.

domingo, 29 de septiembre de 2013

El combate de la fe que hemos de hacer mirando los ojos del hermano que sufre a nuestro lado

Amós, 6, 1.4-7; Sal. 145; 1Tim. 6, 11-16; Lc. 16, 19-31
‘Hombre de Dios, practica la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza. Combate el buen combate de la fe…’ son las recomendaciones que le hacía san Pablo a su discípulo Timoteo, como hemos escuchado en la segunda lectura.
¿Cómo combatir, conquistar ese combate de la fe? Y nos habla de justicia, de piedad, de amor, de paciencia, de delicadeza. Ese combate de la fe lo tenemos que realizar, por así decirlo, con los pies en la tierra, en esa vida concreta que vivimos cada día. Algunos podrían pensar en la fe y quedarse en alturas sobrenaturales y místicas.
Sí es algo sobrenatural porque la fe es un don de Dios, nos une a Dios, pero hemos de reconocer que no seremos capaces de vivir unidos a Dios por la fe si rompemos los lazos de unión en el amor, en la justicia, en el bien que hacemos, con los hermanos. La fe no nos aísla del mundo que vivimos, sino todo lo contrario porque nos tiene que hacer vivir cada día más comprometidos con ese mundo que nos rodea, con esos hermanos que caminan a nuestro lado.
Un ejemplo de quien no fue capaz de vivir este sentido de la vida, lo contemplamos en la parábola que Jesús nos propone en el evangelio. Quien vive encerrado en sí mismo, en las cosas o riquezas, en los placeres y el pasarlo bien aislándose de cuantos le rodean no podrá ni abrirse a Dios ni encontrarse con Dios.
Es la imagen del ‘hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día’. A su puerta estaba ‘un mendigo llamado Lázaro, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico’,  a quien no era capaz de ver ni de reconocer.
Es la descripción que nos hacía también la profecía de Amós de los ricos acostados en lechos de marfil, arrellanados en divanes, comiendo los carneros del rebaño y las terneras del establo, bebiendo buenos vinos y ungidos con perfumes exquisitos, pero que no se dolían del desastre de José.
Ni el rico epulón veía a Lázaro, ni aquellos ricos descritos en la profecía se dolían del sufrimiento de quienes estaban a su lado. Encerrados en sí mismos, en sus riquezas o en sus placeres su corazón era insensible al sufrimiento de quien estaba a su lado.
Jesús dice el evangelista que dijo la parábola a los fariseos. Jesús nos dirige su Palabra, esta Palabra que hoy se nos ha proclamado y que está queriendo llegar a nuestros corazones a nosotros, también a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Nunca la Palabra del Señor es solo un recuerdo del pasado, sino que siempre es una palabra viva y actual; una palabra que se nos dice hoy y aquí a nosotros.
¿Nos interpelará de alguna manera? ¿Nos hará preguntarnos por nuestra sensibilidad ante los problemas de los demás? ¿Sentimos como algo nuestro y que nos lacera el corazón - el mío y el tuyo, no nos quedemos en algo indeterminado - la situación por la que están pasando tantos hoy a nuestro alrededor en la actual coyuntura de nuestro mundo?
Pudiera ser que nosotros no tengamos tantos problemas ni necesidades, que mas o menos nuestra vida vaya resuelta con nuestro trabajo o con lo que tenemos - y no hablamos de excentricidades, de riquezas o de lujos que podamos o no podamos tener - pero en el camino de la calle de cada día nos podemos ir encontrando gente con problemas, con necesidades, que nos tienden la mano solicitando una ayuda o quizá hasta en su orgullo se callan su necesidad pero sin saber como salir adelante, y nosotros, ¿qué hacemos? ¿seguimos nuestro camino sin mirar al lado quizá para no enterarnos?
Hablamos, es cierto, de los problemas de pobreza y muy gordos que se están dando hoy en nuestra sociedad, pero también podríamos hablar de otros muchos problemas, como la soledad y el abandono que padecen muchos, como la angustia y falta de alegría tantos por los mil agobios que nos da la vida, como el dolor y sufrimiento por enfermedades propias o de aquellas personas cercanas, o el sufrimiento por sus debilidades o discapacidades donde nadie quizá les tienda una mano para ayudarle a valerse por sí mismos. Algunas veces no nos enteramos o no queremos enterarnos.
La parábola sigue diciéndonos muchas cosas. ‘Murió el mendigo y lo llevaron al seno de Abrahán. Se murió también el rico y lo enterraron’. Y nos habla del abismo en el que se encontraba en medio de sufrimientos, torturado por las llamas y sin nadie que refrescara su lengua con un poco de agua. Y ya escuchamos el diálogo surgido entre el rico desde el abismo y Abrahán.
Cuando ya se resigna porque allá se ve castigado lejos de Dios porque no había sabido ver ni escuchar a Dios en vida, ahora pide que envíe a Lázaro a avisarles a sus hermanos para que no les suceda lo mismo. Ya escuchamos la respuesta de Abrahán: ‘Tienen a Moisés y los profetas; que los escuchen… si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto’.
Decir Moisés y los profetas entendemos muy bien que se está refiriendo a la Palabra de Dios. La ley, significa en Moisés, y los profetas eran el fundamento de toda la Sagrada Escritura en el Antiguo Testamento. Cuando ahora nosotros escuchamos esa expresión bien sabemos que se está haciendo referencia a la Palabra de Dios.
Es lo que estamos haciendo ahora nosotros. Queremos escuchar al Señor que nos habla y nos habla desde la Palabra de Dios proclamada y que con fe estamos queriendo escuchar. Dejémonos interpelar por esa Palabra que el Señor quiere decirnos y que nos llega al interior de nuestro corazón. No nos hagamos oídos sordos, aunque nos escueza en las heridas de nuestra alma. No nos encerremos en nosotros mismos, sino abrámonos a la acción de Dios.
Ahora entenderemos mejor aquella recomendación que nos hacía san Pablo en sus palabras dirigidas a Timoteo. Vamos a combatir el buen combate de la fe y tenemos que hacer brillar en nuestra vida la delicadeza y el amor, la paciencia humilde pero también la confiada esperanza, la búsqueda del bien y la lucha por la justicia, el amor que nos compromete y el compartir que nos hace generosos, los oídos abiertos del corazón para escuchar el lamento del hermano que sufre pero también los ojos atentos para descubrir la necesidad que hemos de remediar, las manos y los pies prontos para el servicio y para la ayuda, y la palabra que anime y dé esperanza a tantos que van cansados por la vida.
Cuántas cosas podemos hacer; cuántas cosas tenemos que hacer a favor del hermano Lázaro que vemos a nuestra puerta, sentado quizá a nuestro lado, o en la orilla de ese camino de la vida. Pero quien cree en Jesús ni puede pasar de largo, ni entretenerse en sus cosas porque ya lo tiene todo resuelto, ni vivir con un corazón insensible. La fe que tenemos en Jesús nos pone siempre en camino, nos compromete, nos hace luchar por los demás, pero también llena siempre de alegría nuestro corazón en la satisfacción de todo lo bueno que hacemos o podemos hacer.
Así hemos de conquistar la vida eterna a la que fuimos llamados. Así podemos cantar para siempre la gloria del Señor. ‘A El honor e imperio eterno. Amén’.