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lunes, 30 de septiembre de 2013

¿Seguimos buscando los primeros puestos después de escuchar a Jesús?

Zac. 8, 1-8; Sal.101; Lc. 9, 46-50
¿Por qué siempre andaremos buscando lugares especiales, queriendo ser distintos y los primeros, o que nos reconozcan que somos importantes y hasta imprescindibles? Ahí nos ronronean en el corazón esas apetencias o esos deseos de reconocimientos; aunque quizá no nos atrevamos a decirlo en voz alto allá en lo secreto del corazón nos aparecen muchas veces esos deseos de grandezas o de primeros lugares.
En algunos no se queda en lo secreto del corazón que no confesamos sino que se convierten en fuertes y ciegos impulsos con los que tenemos el peligro de destruir de la forma que sea a quien se nos ponga por medio. Son cosas que vemos fácilmente en las luchas de poder en todos los ámbitos de nuestra sociedad, pero que también en el día a día de nuestra convivencia nos aparecen esos orgullos que tantos daños nos hacen.
Forma parte de nuestra condición humana y pecadora y de forma individual o en los grupos que formamos en nuestra sociedad son actitudes maléficas que aparecen continuamente y nadie puede decir que esté libre de sentir esos deseos en su corazón.
Hoy contemplamos en el evangelio que en el grupo de los apóstoles, como todo grupo humano que era, también aparecían esas apetencias y esos deseos por los primeros puestos. Aparecen en diversos momentos en los distintos evangelios. ‘Los discípulos se pusieron a discutir quién era el más importante’. Unos quizá porque eran parientes, como sucedería con Santiago y Juan que pedían el sentarse a la derecha y a la izquierda en el Reino, otros porque eran de los llamados de la primera hora, otros porque quizá se veían con mayores cualidades o posibilidades - ¿habría también campañas? -, fuera por lo que fuera, allá andan discutiendo en el grupo de los apóstoles.
No querrán quizá que se entere Jesús, como suele suceder en estos casos, pero Jesús adivina lo que pasa. ‘Cogió de la mano a un niño y lo puso a su lado’, nos dice el evangelista. ‘El que acoge a un niño en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, acoge al que me ha enviado. El más pequeño entre vosotros es el más importante’.
Acoger un niño, acoger lo pequeño es como acoger a Jesús. El niño con su insignificancia - ya sabemos lo poco considerados que eran los niños -, un niño pequeño imagen de lo que puede parecer insignificante y sin valor, imagen de los que nada significaban y que podían pasar desapercibidos, imagen los que nada valían y a cuántos se despreciaban o se discriminaban en aquella sociedad como también en la de hoy.
Acoger a un niño en su nombre es acoger a Jesús, es acoger a Dios. Ya nos dirá por otra parte que lo que le hagamos a los pequeños y a los que nada valen a El se lo hacemos, porque dar de comer al hambriento es darle de comer a El, vestir al desnudo es vestir a Cristo… ‘Todo lo que hicisteis a uno de estos pequeños a mí me lo hicisteis’, nos dirá cuando nos hable del juicio final.
Y terminará diciendo, ‘el más pequeño entre vosotros es el más importante’. ¿Dónde están nuestras grandezas? ¿Dónde están los honores y reconocimientos? ¿Quién es el que va a ocupar ese lugar primero y más importante? Hazte pequeño, hazte el último y el servidor de todos, como nos dirá en otro lugar paralelo. ¿Qué buscamos  nosotros? Recordemos que nos repetirá muchas veces que ‘todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido’.

Ya sabemos el camino. Pero es que no tenemos que hacer otra cosa que mirarle a El. ¡Qué hermoso como nos lo expresa san Pablo como tantas veces quizá hemos meditado! Se rebajó, se humilló, pasó por uno de tantos, se sometió a la muerte, a la muerte de Cruz, y Dios lo levantó, lo exaltó, y ante su nombre toda rodilla se doblará porque toda lengua ha de proclamar para la gloria de Dios Padre que Jesucristo es el Señor.

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