1Jn. 4, 7-16;
Sal. 33;
Jn. 11, 19-27
¡Dichoso hogar de Betania! Un hogar lleno de Dios, un hogar donde resplandecían, y de qué manera, las tres virtudes teologales: la fe, la esperanza, el amor. Qué modelo más hermoso para nuestros hogares; cuánto podemos aprender para el ejercicio de todas las virtudes cristianas.
Estamos celebrando a Santa Marta, y hemos de fijarnos en ella de manera especial, la mayor de los tres hermanos, de aquella dichosa familia que tantas veces acogió a Jesús y a los discípulos en su hogar de Betania. Normalmente al fijarnos en ella la tenemos como modelo de servicio y de acogida, y cuando hoy estamos celebrándola en este hogar, pareciera que esas son de manera especial las virtudes en que hemos de fijarnos y en las que es modelo muy especifico de nuestros hogares.
Pero quisiéramos fijarnos en ese ramillete especial de las virtudes teologales del que se van desprendiendo luego como pétalos olorosos que nos dejan su perfume todas las demás virtudes que enriquecen nuestra vida cristiana. Podemos afirmar rotundamente cómo habitaba Dios en aquel hogar piadoso de personas profundamente creyentes y llenas de esperanza en las que resplandecía fuertemente el amor, fuente y origen de tantas otras virtudes y valores que allí vemos hermosamente encarnadas.
El evangelio que hemos escuchado nos lo manifiesta. Y es que la virtud de la fe empapa la vida del creyente para envolver todas sus actitudes y todas sus acciones de ese aroma de la fe que nos penetra profundamente para hacerse una misma cosa con nosotros, ya sea en los momentos fáciles de la vida como en los momentos difíciles.
Porque ser creyente no es sólo una afirmación que podamos hacer salida solamente de la cabeza o de nuestros razonamientos y en un momento determinado, sino que tiene que convertirse en la raíz profunda que nos hace afirmarnos, enraizarnos, totalmente en Dios cualesquiera que sea la circunstancia que vivamos. La fe da sentido y valor a lo que hacemos y a lo que vivimos; la fe no es un adorno que sobreponemos en un momento determinado sobre nuestra vida sino que tiene que motivar todo lo que hacemos, pensamos, decimos; en la fe encuentran su razón de ser todas las opciones que tengamos que hacer o el sentido que le damos a todo nuestro actuar.
Por eso decimos cómo habitaba Dios en aquel hogar, en aquellos corazones; y decimos que Dios habitaba en aquel hogar no solamente cuando recibían a Jesús con su acogida, que también por supuesto y de qué manera, o cuando proclamaban su fe en El, sino que era lo que les motivaba en todo lo que hacían y vivían desde su profunda vida de creyentes.
Decíamos que el evangelio de hoy nos lo manifiesta, aunque no nos quedamos sólo en los pocos versículos proclamados. Tendríamos que fijarnos en todo su entorno o contexto. Cuando Lázaro está enfermo, le mandan a decir a Jesús que el que ama, su amigo Lázaro, está enfermo. Y aunque Jesús no se haga presente en el momento – El les dirá a los discípulos mientras finalmente vienen, que aquella enfermedad y muerte no es mortal sino para que se manifiesta la gloria de Dios – aquellas mujeres siguen creyendo y manteniendo la esperanza en la vida sin fin.
Surgirá la oración quejumbrosa, porque Jesús no había llegado a tiempo según su parecer- ‘si hubieras estado aquí, no hubiera muerto mi hermano…’ -, pero será también la oración llena de confianza: ‘sabemos que lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá’; pero, aún en ese momento difícil, - ¿cómo no iba a ser difícil si había muerto el que era el sustento de la familia? - se manifiesta, sin embargo, con toda firmeza la esperanza: ‘Sé que resucitará en la resurrección del último día’.
Jesús insistirá y pedirá una manifestación más explícita de su fe. ‘Yo soy la resurrección y la vida y el que cree en mí aunque haya muerto vivirá. ¿crees tú eso?’ Y la respuesta de Marta será contundente: ‘Sí, Señor, yo creo que Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, que tenía que venir al mundo’. ¡Qué hermosa confesión de fe y cuánto va a significar en sus vidas! Todo se va a transformar porque Dios les regalaba su amor con la vuelta a la vida de su hermano Lázaro.
San Juan en sus cartas afirmará: ‘Si uno confiesa que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en Dios y él en Dios’. Sí, Dios habitaba en aquel generoso y profundamente creyente corazón. Dios no podía menos que habitar en aquel hogar. Estaban confesando su fe en Jesús con expresiones semejantes a las que Pedro un día hiciera. Allí había unas personas profundamente creyentes y llenas de esperanza. Cómo no iba a resplandecer el amor en aquellos corazones. ‘Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no conoce a Dios, porque Dios es Amor’. Y ese amor de Dios se ha manifestado en Jesús, que ha venido y que ha venido como nuestro salvador. Y ese amor reinaba en el corazón de Marta y en el corazón de aquel hogar. ¿Cómo no iba Dios a habitar entre ellos? ¿Cómo no se iban a manifestar las maravillas del Señor?
Con un corazón así, con una fe tan grande y una esperanza tan arraigada, no nos extraña la actitud acogedora y hospitalaria que era norma de su vida, y que nos refleja en otros momentos del evangelio y que recientemente hemos escuchado. ‘Jesús entró en una aldea, nos había contado Lucas, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa’. Ya sabemos cómo se afanaba hasta la extenuación por atender y acoger al Maestro que había llegado a su casa. No quería que nada faltara porque el amor se inventa mil detalles para significarse y hacerse presente en las actitudes pero también en las acciones que realizamos para acoger al otro. Son esos pétalos olorosos y perfumados que se manifiestan en nuestros gestos humildes pero llenos de cariño, en esa escucha, en esa atención, en esa generosidad nacida desde lo más hondo de corazón. ¡Cuánto tendríamos que aprender!
Perfumemos nuestra vida con esos detalles de amor hacia los otros para que les hagamos la vida agradable a aquellos con los que convivimos. Desterremos de nosotros esos olores repelentes del egoísmo o de la envidia, de nuestros orgullos o de los resentimientos y rencores. Si supiéramos perfumar nuestra vida con el amor seríamos más felices y haríamos más felices a los demás. Aprendamos de Marta a abrir nuestro corazón a Dios que llega a nosotros.
Aprendamos esa virtud de la hospitalidad y dejemos que Jesús sea el huésped de nuestro corazón. Le acogemos y le recibimos en nuestra vida cuando por nuestra fe le confesamos también como el Hijo de Dios y el Salvador que tenía que venir al mundo.
Le acogemos y le recibimos disponiendo nuestro corazón para la oración, una oración humilde y confiada como la de Marta, una oración que se bebe sus Palabra como hiciera María, la hermana de Marta.
Le acogemos y le recibimos en los Sacramentos que llega a nosotros con su gracia que nos salva, nos perdona, nos llena de vida, nos alimenta, nos une profundamente a El. Pero sabemos también cómo tenemos que acogerle y recibirle en el hermano, en todo aquel que se acerca a nosotros o está a nuestro lado; y cómo tenemos que saber hacerlo en el hermano que sufre, que necesita de nuestro amor, de nuestra atención, de nuestra escucha, de nuestro consuelo. Ya sabemos lo que nos dice Jesús en el evangelio que todo lo que le hagamos al otro a El se lo estamos haciendo.
Aprendamos de Marta a mantenernos firmes en nuestra fe y nuestra esperanza también en los momentos difíciles y de dolor. No nos faltarán en la vida sufrimientos y amarguras en los achaques de nuestros cuerpos débiles o en los problemas que nos pueden ir apareciendo, porque nos aparece la enfermedad o porque en algún momento podemos sufrir desaires de los demás que pudieran hacernos sufrir. Pero si hemos sabido hundir las raíces de nuestra vida en la fe en el Señor, si hemos sabido llenarnos de esperanza y amor, de una forma distinta nos iremos enfrentado a todas esas cosas y la luz de Dios nunca abandonará nuestras vidas.
Que nuestro corazón esté siempre abierto para el Señor y en El pongamos toda nuestra esperanza y nuestra confianza. Aunque algunas veces las lágrimas puedan empañar nuestros ojos y nos cueste ver su presencia, su amor no nos faltará y su gracia estará siempre con nosotros. Como contemplamos hoy en santa Marta, que así llenemos nuestra vida de Dios, que así confesemos nuestra fe en Jesús como el Hijo de Dios que es nuestro Salvador y Dios permanecerá en nosotros y nosotros en El. Que del ramillete de nuestra fe y de nuestra esperanza se desprendan los pétalos olorosos de nuestro amor.