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sábado, 31 de julio de 2010

Unas cadenas que nos llevan a la muerte

Jer. 26, 11-16.24;
Sal. 68;
Mt. 14, 1-12

Cuando nos dejamos seducir por el mal y lo dejamos introducir en nuestra vida desde el desorden de unas pasiones descontroladas o desde un egoísmo u orgullo que nos encierra en nosotros mismos, pronto hará que nos sintamos encadenados a ese mal; ¿en qué sentido digo encadenados? no sólo en el sentido de que nos veamos esclavizados de ese mal sino también en el sentido de una cadena en la que un eslabón nos va llevando a otro eslabón y un pecado nos va introduciendo en otro pecado hasta convertirse en una cadena si no sin fin, sí sin que podamos romper fácilmente esa espiral de pecado.
Es lo que contemplamos en este episodio del martirio del Bautista, pero más que nada en la cadena sin fin de maldad del rey Herodes. Sus pasiones descontroladas se hacían vivir de una forma ilícita; el Bautista, como profeta y hombre de Dios, le denunciaba aquella forma de vivir, pero eso le costó la cárcel, ‘pues había mandado prender a Juan y lo había metido en cárcel encadenado’; segundo eslabón. ‘Quería mandarlo matar, pero temía a la gente’, es otro paso más en esa espiral en cuyas redes iba cayendo más y más.
La ocasión vendrá finalmente con la fiesta desenfrenada de su cumpleaños, las promesas bajo juramentos vanos a la hija de Herodías que había bailado en su honor, y finalmente la decapitación de Juan ante la petición de aquella malvada mujer que quería quitar de en medio a quien era un toque fuerte en la conciencia. ‘Dame ahora en una bandeja la cabeza de Juan Bautista’, fue la petición. Vendrían los temores y respetos humanos, como tantas veces que también nosotros nos sentimos cogidos por los respetos humanos y nos dejamos arrastrar por lo malo, y vendría finalmente la muerte del Bautista.
Creo que esta reflexión que nos hacemos contemplando el proceder de Herodes puede ser un buen toque de atención para nosotros. Cuántas veces comenzamos en nuestra debilidad por darle poca importancia a alguna cosa pero de la que luego nos sentiremos cogidos y nos irá llevando también de un mal a otro, de un pecado a otro pecado, sin que tengamos muchas veces la valentía de reconocer lo malo que hacemos para arrepentirnos y romper esa espiral de pecado en la que metemos nuestra vida.
Que el Señor nos dé luz y abra nuestros ojos para no caer en la seducción del mal y del pecado. Que tengamos una conciencia recta para saber discernir lo bueno de lo malo y caminemos siempre por la senda recta, por la senda del bien. ‘Que no me arrastre la corriente, que no me trague el torbellino, que no se cierre la poza sobre mí’, como pedíamos en el salmo responsorial. ‘Yo soy un pobre malherido, Dios mío, que tu salvación me alcance…’
Hoy el Bautista nos ofrece el testimonio de su palabra valiente de denuncia del mal y del pecado, pero el testimonio final de su muerte, de su martirio. Que abramos nuestro corazón a Dios, como él supo hacerlo para dejarse transformar por la Palabra de Dios que anunciaba. La austeridad con que vivía en el desierto es también para nosotros un hermoso testimonio que nos ayude a discernir lo que verdaderamente es importante y así aprendamos también a negarnos a nosotros mismos para tomar el camino de Cristo. Además ese camino de negación y sacrificio será para nosotros una escuela buena y un buen entrenamiento para saber decir no al pecado que de tantas maneras quiere meterse en nuestra vida. No caigamos en las cadenas que nos llevan a la muerte.

viernes, 30 de julio de 2010

Necesarias actitudes de fe, humildad y acogida ante la Palabra

Jer. 26, 1-9;
Sal. 68;
Mt. 13, 54-58

Siempre es bueno que nos preguntemos y revisemos sobre las actitudes con que venimos a escuchar la Palabra de Dios y la fe que tengamos para aceptarla. Porque nos puede suceder que lo que deseemos sean palabras que nos halaguen o palabras elocuentes y bellas, palabras que satisfagan nuestra vanidad y por contra rehuyamos aquello que nos haga pensar o señale cosas que tendrían una exigencia distinta para nuestra vida. También podríamos tener prejuicios frente a quien nos anuncia la Palabra de Dios y eso haga que nos cueste también el aceptarla por una falta de verdadera humildad delante de Dios que quiere llegar a nosotros.
Sucedía con los profetas como hemos venido escuchando y hoy mismo con el profeta Jeremías, sucedió con Jesús mismo como vemos hoy en su propio pueblo de Nazaret, y nos sigue sucediendo muchas veces hoy.
Una vez más hemos visto que el profeta recibe una Palabra de Dios que tiene que anunciar y no será aceptado. ‘Vino esta palabra del Señor a Jeremías…’ El profeta simplemente trasmite el mensaje que el Señor le dice. ‘Los profetas, los sacerdotes y el pueblo oyeron a Jeremías decir estas palabras. Y cuando terminó Jeremías de decir cuanto el Señor le había mandado decir al pueblo, lo agarraron los sacerdotes y los profetas y el pueblo, diciendo: eres reo de muerte…’ La invitación a la conversión que les hacía el profeta de parte de Dios no les agradaba porque les hacía reconocer su pecado y su impiedad que merecían el castigo del Señor. ‘El pueblo se juntó contra Jeremías en el templo del Señor’.
Sucede con Jesús en la sinagoga de Nazaret. Hemos escuchado muchas veces el relato paralelo en san Lucas. Y aunque la gente se admira de sus milagros y de su sabiduría - ‘¿de dónde saca este esa sabiduría y esos milagros?’ - no terminan de creer en Jesús. Primero orgullo porque allí se había criado, pero luego desconfianza, porque en fin de cuentas era uno de ellos.
¿Por qué esa desconfianza? ¿Quizá esperaban cosas más espectaculares? ¿Quizá deseaban escuchar un personaje venido de otros sitios? Jesús allí se había criado, era el hijo del carpintero, y allí estaban sus parientes. ‘¿De donde saca todo esto? Y desconfiaban de El… y no hizo allí muchos milagros, porque les faltaba fe’. Así les recordaría el clásico dicho ‘sólo en su tierra y en su patria desprecian a un profeta’.
Como nos planteábamos al principio creo que la Palabra de Dios que hoy se nos ha proclamado lo que quiere hacernos es esa revisión de nuestras actitudes, nuestra fe, nuestra humildad ante la Palabra que nos llega, nuestra aceptación. Es una Palabra viva y que nos llena de vida. Puede manifestársenos en cosas muy sencillas, en pensamientos muy elementales quizá, pero siempre tiene la fuerza del Espíritu, la fuerza de la Palabra de Dios, que viene a nosotros como semilla que quiere germinar vida en nosotros, pero que dependerá de la tierra que seamos o de cómo la hayamos preparado. Recordemos las parábolas de la pasada semana.
Siempre hay un mensaje de vida, de salvación, de gracia para nosotros. Pero sepamos detenernos con humildad y con mucha fe ante esa Palabra que escuchamos y encontraremos ese mensaje del Señor para nosotros. Por eso es importante ese silencio de interiorización. No podemos escucharla a la carrera y pronto a otra cosa, sino que como lluvia mansa hemos de dejar que caiga lenta y pausadamente sobre nosotros para que vaya penetrando en nuestra vida y empapándonos de la gracia del Señor. Que no rechacemos nunca lo que el Señor quiere decirnos.

jueves, 29 de julio de 2010

Que del ramillete de nuestra fe y nuestra esperanza se desprendan los pétalos olorosos de nuestro amor


1Jn. 4, 7-16;
Sal. 33;
Jn. 11, 19-27

¡Dichoso hogar de Betania! Un hogar lleno de Dios, un hogar donde resplandecían, y de qué manera, las tres virtudes teologales: la fe, la esperanza, el amor. Qué modelo más hermoso para nuestros hogares; cuánto podemos aprender para el ejercicio de todas las virtudes cristianas.
Estamos celebrando a Santa Marta, y hemos de fijarnos en ella de manera especial, la mayor de los tres hermanos, de aquella dichosa familia que tantas veces acogió a Jesús y a los discípulos en su hogar de Betania. Normalmente al fijarnos en ella la tenemos como modelo de servicio y de acogida, y cuando hoy estamos celebrándola en este hogar, pareciera que esas son de manera especial las virtudes en que hemos de fijarnos y en las que es modelo muy especifico de nuestros hogares.
Pero quisiéramos fijarnos en ese ramillete especial de las virtudes teologales del que se van desprendiendo luego como pétalos olorosos que nos dejan su perfume todas las demás virtudes que enriquecen nuestra vida cristiana. Podemos afirmar rotundamente cómo habitaba Dios en aquel hogar piadoso de personas profundamente creyentes y llenas de esperanza en las que resplandecía fuertemente el amor, fuente y origen de tantas otras virtudes y valores que allí vemos hermosamente encarnadas.
El evangelio que hemos escuchado nos lo manifiesta. Y es que la virtud de la fe empapa la vida del creyente para envolver todas sus actitudes y todas sus acciones de ese aroma de la fe que nos penetra profundamente para hacerse una misma cosa con nosotros, ya sea en los momentos fáciles de la vida como en los momentos difíciles.
Porque ser creyente no es sólo una afirmación que podamos hacer salida solamente de la cabeza o de nuestros razonamientos y en un momento determinado, sino que tiene que convertirse en la raíz profunda que nos hace afirmarnos, enraizarnos, totalmente en Dios cualesquiera que sea la circunstancia que vivamos. La fe da sentido y valor a lo que hacemos y a lo que vivimos; la fe no es un adorno que sobreponemos en un momento determinado sobre nuestra vida sino que tiene que motivar todo lo que hacemos, pensamos, decimos; en la fe encuentran su razón de ser todas las opciones que tengamos que hacer o el sentido que le damos a todo nuestro actuar.
Por eso decimos cómo habitaba Dios en aquel hogar, en aquellos corazones; y decimos que Dios habitaba en aquel hogar no solamente cuando recibían a Jesús con su acogida, que también por supuesto y de qué manera, o cuando proclamaban su fe en El, sino que era lo que les motivaba en todo lo que hacían y vivían desde su profunda vida de creyentes.
Decíamos que el evangelio de hoy nos lo manifiesta, aunque no nos quedamos sólo en los pocos versículos proclamados. Tendríamos que fijarnos en todo su entorno o contexto. Cuando Lázaro está enfermo, le mandan a decir a Jesús que el que ama, su amigo Lázaro, está enfermo. Y aunque Jesús no se haga presente en el momento – El les dirá a los discípulos mientras finalmente vienen, que aquella enfermedad y muerte no es mortal sino para que se manifiesta la gloria de Dios – aquellas mujeres siguen creyendo y manteniendo la esperanza en la vida sin fin.
Surgirá la oración quejumbrosa, porque Jesús no había llegado a tiempo según su parecer- ‘si hubieras estado aquí, no hubiera muerto mi hermano…’ -, pero será también la oración llena de confianza: ‘sabemos que lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá’; pero, aún en ese momento difícil, - ¿cómo no iba a ser difícil si había muerto el que era el sustento de la familia? - se manifiesta, sin embargo, con toda firmeza la esperanza: ‘Sé que resucitará en la resurrección del último día’.
Jesús insistirá y pedirá una manifestación más explícita de su fe. ‘Yo soy la resurrección y la vida y el que cree en mí aunque haya muerto vivirá. ¿crees tú eso?’ Y la respuesta de Marta será contundente: ‘Sí, Señor, yo creo que Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, que tenía que venir al mundo’. ¡Qué hermosa confesión de fe y cuánto va a significar en sus vidas! Todo se va a transformar porque Dios les regalaba su amor con la vuelta a la vida de su hermano Lázaro.
San Juan en sus cartas afirmará: ‘Si uno confiesa que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en Dios y él en Dios’. Sí, Dios habitaba en aquel generoso y profundamente creyente corazón. Dios no podía menos que habitar en aquel hogar. Estaban confesando su fe en Jesús con expresiones semejantes a las que Pedro un día hiciera. Allí había unas personas profundamente creyentes y llenas de esperanza. Cómo no iba a resplandecer el amor en aquellos corazones. ‘Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no conoce a Dios, porque Dios es Amor’. Y ese amor de Dios se ha manifestado en Jesús, que ha venido y que ha venido como nuestro salvador. Y ese amor reinaba en el corazón de Marta y en el corazón de aquel hogar. ¿Cómo no iba Dios a habitar entre ellos? ¿Cómo no se iban a manifestar las maravillas del Señor?
Con un corazón así, con una fe tan grande y una esperanza tan arraigada, no nos extraña la actitud acogedora y hospitalaria que era norma de su vida, y que nos refleja en otros momentos del evangelio y que recientemente hemos escuchado. ‘Jesús entró en una aldea, nos había contado Lucas, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa’. Ya sabemos cómo se afanaba hasta la extenuación por atender y acoger al Maestro que había llegado a su casa. No quería que nada faltara porque el amor se inventa mil detalles para significarse y hacerse presente en las actitudes pero también en las acciones que realizamos para acoger al otro. Son esos pétalos olorosos y perfumados que se manifiestan en nuestros gestos humildes pero llenos de cariño, en esa escucha, en esa atención, en esa generosidad nacida desde lo más hondo de corazón. ¡Cuánto tendríamos que aprender!
Perfumemos nuestra vida con esos detalles de amor hacia los otros para que les hagamos la vida agradable a aquellos con los que convivimos. Desterremos de nosotros esos olores repelentes del egoísmo o de la envidia, de nuestros orgullos o de los resentimientos y rencores. Si supiéramos perfumar nuestra vida con el amor seríamos más felices y haríamos más felices a los demás. Aprendamos de Marta a abrir nuestro corazón a Dios que llega a nosotros.
Aprendamos esa virtud de la hospitalidad y dejemos que Jesús sea el huésped de nuestro corazón. Le acogemos y le recibimos en nuestra vida cuando por nuestra fe le confesamos también como el Hijo de Dios y el Salvador que tenía que venir al mundo.
Le acogemos y le recibimos disponiendo nuestro corazón para la oración, una oración humilde y confiada como la de Marta, una oración que se bebe sus Palabra como hiciera María, la hermana de Marta.
Le acogemos y le recibimos en los Sacramentos que llega a nosotros con su gracia que nos salva, nos perdona, nos llena de vida, nos alimenta, nos une profundamente a El. Pero sabemos también cómo tenemos que acogerle y recibirle en el hermano, en todo aquel que se acerca a nosotros o está a nuestro lado; y cómo tenemos que saber hacerlo en el hermano que sufre, que necesita de nuestro amor, de nuestra atención, de nuestra escucha, de nuestro consuelo. Ya sabemos lo que nos dice Jesús en el evangelio que todo lo que le hagamos al otro a El se lo estamos haciendo.
Aprendamos de Marta a mantenernos firmes en nuestra fe y nuestra esperanza también en los momentos difíciles y de dolor. No nos faltarán en la vida sufrimientos y amarguras en los achaques de nuestros cuerpos débiles o en los problemas que nos pueden ir apareciendo, porque nos aparece la enfermedad o porque en algún momento podemos sufrir desaires de los demás que pudieran hacernos sufrir. Pero si hemos sabido hundir las raíces de nuestra vida en la fe en el Señor, si hemos sabido llenarnos de esperanza y amor, de una forma distinta nos iremos enfrentado a todas esas cosas y la luz de Dios nunca abandonará nuestras vidas.
Que nuestro corazón esté siempre abierto para el Señor y en El pongamos toda nuestra esperanza y nuestra confianza. Aunque algunas veces las lágrimas puedan empañar nuestros ojos y nos cueste ver su presencia, su amor no nos faltará y su gracia estará siempre con nosotros. Como contemplamos hoy en santa Marta, que así llenemos nuestra vida de Dios, que así confesemos nuestra fe en Jesús como el Hijo de Dios que es nuestro Salvador y Dios permanecerá en nosotros y nosotros en El. Que del ramillete de nuestra fe y de nuestra esperanza se desprendan los pétalos olorosos de nuestro amor.

miércoles, 28 de julio de 2010

El tesoro de la fe por el que hemos de ser capaces de darlo todo

Jer. 15, 10.16-21;
Sal. 58;
Mt. 13, 44-46

En las cosas de la vida somos muy interesados y para conseguir aquello que anhelamos no nos importan los esfuerzos que haya que hacer o los sacrificios por los que tengamos que pasar. Y cuando digo en las cosas de la vida me refiero en primer lugar a las cosas materiales, las riquezas o placeres de este mundo y todas esas cosas que soñamos poseer porque en ellas quizá ponemos nuestra felicidad. El que aspirar a tener una buena cosa o un buen coche, un lugar importante o influyente en la vida o unas cosas de las que presumir, y así no sé cuantas cosas más en nuestra vanidad podemos desear.
Pero en las cosas de la Vida, y ahora pongo VIDA con mayúsculas, como pueden ser unos principios morales por los que regir nuestro caminar, una fe que nos ilumine, un Dios en quien creer y a quien amar, un sentido hondo a nuestra existencia, ¿seremos capaces igualmente de esforzarnos y hacer los sacrificios que sea con tal de vivir de esa manera? Pareciera que en las cosas de Dios somos mas remisos y tacaños, ponemos límites a los esfuerzos o deseos de superación, rehuimos lo que signifique un sacrificio o un negarnos a nosotros mismos. Pienso en lo tacaños que somos para Dios tantas veces a la hora de dedicar nuestro tiempo a las cosas de Dios o a las vivencias religiosas.
Cómo encontramos siempre mil disculpas para la misa del domingo; cómo nos cansamos tan fácilmente en nuestras celebraciones que siempre nos parecen largas, mientras en otras cosas se nos van las horas y nunca miramos el reloj. El otro día contemplaba a unas personas a las que había visto danzando en una fiesta sin manifestar ningún cansancio a pesar de ciertas deficiencias físicas que padecían, pero cuando llegaba la hora de la Misa se la pasaban sentadas porque era cansado estar de pie los momentos que hay que estarlo en la celebración. Es una anécdota, si queréis, pero que manifiesta quizá muchas actitudes que puede haber en el interior.
¿Será en verdad para nosotros la fe ese tesoro escondido y encontrado o esa perla preciosa de la que nos habla Jesús hoy en las parábolas? ‘El Reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo… se parece también a un comerciante en perlas finas que al encontrar una de gran valor, vende todo lo que tiene y la compra…’ Nuestra fe en Jesús es ese tesoro, esa perla fina, por lo que tendríamos que ser capaces de darlo todo.
Tenemos que saber buscar ese tesoro. Tenemos que saber encontrarlo. Cristo viene a nosotros como lo más grande y hermoso que nos pueda suceder. Tenemos que despertar nuestra fe que muchas veces parece aletargada y dormida. Tenemos que descubrir de verdad toda la riqueza del Evangelio. A pesar de que cada día lo estemos escuchando y tanto hayamos oído hablar de Jesús y del Reino de Dios, algunas veces no le damos toda la importancia que tendríamos que darle. Y la fe pudiera convertirse en un adorno de nuestra vida que utilicemos según nos convenga.
Pero ese tesoro de nuestra fe es único, y por vivir esa fe tendríamos que ser capaces de darlo todo. Dios es lo más hermoso que nos puede suceder en la vida, nuestro encuentro con El, la escucha de su Palabra, su presencia en nuestra vida, allá en lo más hondo de nosotros. Valoremos nuestra fe; valoremos nuestro ser cristiano; valoremos todo lo que nos enseña Jesús; valoremos la salvación y el amor que Jesús nos ofrece. Démosle gracias a Dios por el don de la fe.

martes, 27 de julio de 2010

Quien lo encuentra vive para siempre

Jer. 14, 17-22;
Sal. 78;
Mt. 13, 36-43

‘La semilla es la Palabra de Dios; el sembrador es Cristo. Quien lo encuentra vive para siempre’. Es la antífona del Aleluya del Evangelio que hemos proclamado.
Estos últimos días hemos venido escuchando las parábolas con que Jesús nos habla del Reino de Dios y que san Mateo reúne en el capítulo trece, aunque en las diferentes fiestas que hemos tenido en ocasiones ha sido otro el evangelio proclamado. Hoy los discípulos cuando llegan a casa le piden que les explique la parábola del trigo y de la cizaña y hemos escuchado la explicación que les de Jesús.
El sembrador es Cristo y El siembra la buena semilla de la Palabra de Dios. Pero el maligno anda por medio y siembra la mala semilla. Es la realidad de nuestro mundo en el que convive el bien y el mal, quienes siembran la buena semilla en su corazón, pero también los que llenos de maldad se dejan seducir por esa mala semilla, por la cizaña del mal.
Quien lo encuentra vive para siempre, decía la antífona antes citada. Es lo que deseamos, lo que buscamos con ansia y no queremos perdernos en esa búsqueda. Recibimos muchas influencias desde el exterior, pero también el mal se nos puede meter en el corazón, porque como nos dice Jesús en otra ocasión es de ahí de donde salen los malos deseos. Por eso hemos de estar atentos, vigilantes, buscando la verdad de Jesús y su salvación; queriendo sentir en todo momento su fuerza y su vida. Porque queremos vivir para siempre, porque queremos tenerle a El siempre con nosotros.
Cada día, cada mañana o cada tarde, venimos a su encuentro y queremos alimentarnos de El. Queremos escucharle, porque queremos seguirle y vivirle. Queremos ser sus discípulos para seguir su camino aunque nos cueste y veamos muchas sombras alrededor. Pero no queremos apartarnos de su luz. No queremos dejar que nos inunden las tinieblas del mal que siempre están al acecho. Y además queremos ser luz para los demás, porque queremos llevarles a Cristo, porque queremos llevarlos a Cristo.
Cómo tenemos que saber aprovechar esta hermosa oportunidad que tenemos cada día. Con cuánta atención queremos escuchar su palabra. Queremos ser como nos dice Jesús hoy en el evangelio, ‘los justos que brillarán como el sol en el Reino de su Padre’.
Que demos frutos, que demos buenos frutos de esa semilla que ha sido sembrada en nuestro corazón, que resplandezcamos por nuestro amor, que brillen nuestras buenas obras, para que todos puedan dar gloria al Padre del cielo. Nuestros frutos, los frutos de las buenas obras que hagamos tienen que ser luz para los demás para que ellos también vengan a Jesús.
Sin embargo, somos conscientes de que muchas veces nos llenamos de tinieblas porque somos pecadores. Como nos decía el profeta ‘reconocemos nuestra impiedad… porque pecamos contra ti. Pero no nos rechaces, por tu nombre… recuerda tu alianza… líbranos por el honor de tu nombre…’ como decíamos también en el salmo; recuerda, Señor, el amor que nos tienes, hemos de pedirle para que tenga misericordia de nosotros. Con cuánta confianza termina el profeta ‘¿no eres, Señor Dios nuestro, nuestra esperanza porque tú lo hiciste todo?’ En El ponemos toda nuestra esperanza.

Como Cristóbal seamos portadores de Cristo y de su luz


Como Cristóbal seamos portadores de Cristo y de su luz


Porque hoy se celebra en la ciudad de san Cristóbal de La Laguna el aniversario de la fundación de la ciudad por los castellanos una vez concluida la conquista de la isla, es por lo que hoy en la ciudad celebramos esta fiesta de san Cristóbal, que litúrgicamente se hubiera de haber celebrado el pasado día 10 de julio. El nombre de la ciudad va unida a san Cristóbal y en la ciudad lo celebramos con solemnidad, siendo además que es el titular de nuestra Diócesis cuyo nombre es Diócesis de san Cristóbal de La Laguna.
La vida y martirio de san Cristóbal a mediados del siglo tercero de nuestra era cristiana está muy rodeado de historias que parecen leyendas. Vamos a fijarnos más bien en su iconografía y en su nombre, porque de ahí podemos deducir muchas cosas para nuestra vida de seguimiento de Jesús.
Cristóbal o Cristóforo significa ‘portador de Cristo’. Hace referencia ello a una de esas historias que se cuentan de su vida. Y así se nos representa en la iconografía sagrada. Hombre fuerte y robusto que había dedicado su vida a las milicias terrestres por la providencia divina se encuentra con alguien que le ayuda a caminar hacia la luz de Cristo. En esa búsqueda viviendo en austeridad y penitencia se dedicó a trasportar sobre sus robustos hombros a quienes habían de vadear un río caudaloso y peligroso para el que no había un fácil paso.
Es así cómo llevando sobre los hombros a un niño que quería atravesar el río, la carga se hace mas pesada, las aguas del río se vuelven más peligrosas y sólo con la ayuda del niño que transportaba pudo terminar a salvo su recorrido. Aquel Niño era Jesús que así se le manifestaba y que le movería a abrazar plenamente la fe cristiana recibiendo el bautismo. De ahí su nombre que cambió de Relicto que era su antiguo nombre a Cristóbal, portador de Cristo. A partir de entonces se convertiría en celoso predicador del nombre de Jesús hasta llegar a dar su vida en el martirio en una de las persecuciones de los antiguos emperadores romanos.
‘De cuatro maneras —dice un escritor tan leído como es Tihamer Toth— llevó Cristóbal a Cristo: sobre sus hombros; en los labios, por la confesión y predicación de su nombre; en el corazón, por el amor; y en todo el cuerpo, por el martirio’.
Creo que podemos deducir un buen mensaje para nuestra vida. Que nosotros seamos también Cristóbal, o sea, que nosotros seamos también portadores de Cristo, cuando sepamos acoger en el amor a los hermanos, cuando sepamos compartir, ayudar, amar en una palabra a todo hermano que está a nuestro lado o nos sale al paso de nuestra vida. Cuántas oportunidades tenemos en el servicio de amor que podemos prestar cada día.
Pero que lo llevemos también en nuestros labios porque anunciemos el nombre de Cristo como única luz y como única salvación. A nuestro mundo convulso con tantas cosas que ponen en crisis nuestra vida, nuestros principios y nuestros valores, anunciemos al que es la única verdad de nuestra vida. Sólo en Jesús encontramos la verdadera sabiduría; sólo en Jesús encontramos la auténtica salvación; sólo Jesús es el verdadero camino que nos lleva a la más auténtica felicidad: sólo Jesús es la Vida que va a llevarnos a la plenitud, va a llenarnos de plenitud.
Algunas veces parece que andamos acobardados en la vida, como si no nos sintiéramos seguros de nuestra fe y de lo que es el auténtico sentido de nuestra vida que encontramos en Jesús. Pidamos ese Espíritu de fortaleza, de valentía, de sabiduría para dar en todo momento ese valiente testimonio de nuestra fe que tenemos que dar ante los ojos del mundo que podrá rechazarnos, pero que sabemos bien que necesita una luz; y nosotros podemos ofrecerle esa luz, porque nosotros podemos ofrecerle a Cristo.

lunes, 26 de julio de 2010

Queridos abuelos, gracias por cuanto de vosotros podemos aprender


Eclesiástico, 44, 1.10-15;
Sal. 131;
Mt. 13, 16-17


‘Alabemos a Joaquín y a Ana en su hija: en ella les dio el Señor la bendición de todos los pueblos’
. Estamos celebrando hoy en una misma fiesta a los padres de la Virgen María. No los conocemos por los evangelios, porque cuando se nos dan las genealogías de Jesús lo normal es que siguiera la línea del varón y por eso la ascendencia que se nos da es la de José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, como se nos dice en una de ellas.
La liturgia recoge refiriéndolo a Joaquín y Ana, lo que se dice de aquellos ancianos venerables que ‘aguardaban el Consuelo de Israel y el Espíritu Santo moraba en ellos’, Simeón y Ana que estaban en el templo todo el tiempo sirviendo a Dios y esperando ver un día al Salvador, como recordamos de otro pasaje del evangelio.
No entramos en nuestra reflexión en tradiciones referidas a los padres de María, sobre todo lo que nos relatan algunas evangelios apócrifos, sino que simplemente queremos festejarlos y celebrar al Señor recordando cómo los saludaba san Juan Damasceno: ‘Joaquín y Ana ¡feliz pareja! La creación entera os es deudora; por vosotros ofreció ella al Creador el don más excelente entre todos los dones: una madre venerable, la única digna de Aquel que la creó’.
Siendo los padres de María es normal que los miremos como los abuelos de Jesús. Es por ello por lo que este día se convierte en día de los abuelos, que nosotros además en nuestros centros, hogar de ancianos y casa de acogida de mayores, queremos celebrar también con especial fervor y entusiasmo.
La liturgia de este día nos ofrece un hermoso texto en la primera lectura tomada del libro del Eclesiástico, que podemos decir que es un cántico a la ancianidad. ‘Hagamos el elogio de los hombres de bien, de la serie de nuestros antepasados…’ comenzaba el texto. ¿Cuál es el más hermoso recuerdo que podemos tener siempre de nuestros antepasados? Cuanto de bueno de ellos recibimos.
Algunas veces en el materialismo con que vivimos la vida parece como si lo único que nos preocupara es dejar unos bienes materiales o unas riquezas a los que siguen tras nosotros. Quizá cuando somos ya mayores nos ponemos a pensar qué es lo que realmente le habremos dejado a nuestros descendientes.
Que nos recuerden por lo bueno que le hayamos enseñado; que nos recuerden por la rectitud de nuestras vidas; que nos recuerden por esa palabra buena con la que en todo momento podemos aconsejarlos; que nos recuerden por nuestra paciencia y nuestro cariño, aunque no siempre seamos correspondidos, que nos recuerden por esa sabiduría de la vida que hemos ido adquiriendo con el paso de los años que quizá nos haya llevado también a profundizar en nuestra fe y en nuestras vivencias religiosas haciéndolas cada vez más auténticas.
Es la mejor herencia que podemos dejar, es por lo que realmente tendríamos que preocuparnos. Como decía el libro del Eclesiástico ‘su recuerdo dura por siempre, su caridad no se olvidará; sepultados sus cuerpos en paz, vive su fama por generaciones; el pueblo cuanta su sabiduría, la asamblea pregona su alabanza’.
Claro, es cierto, que quienes vamos tras vosotros tendríamos que saber hacer un reconocimiento de cuanta riqueza humana y espiritual nos dejáis con el ejemplo de vuestras vidas. Es cierto que el mejor homenaje que podemos haceros es aprender tanta lección que nos ofrecéis con vuestra vida, pero también corresponder con nuestro cariño, nuestra escucha, nuestra atención y preocuparnos seriamente para que los últimos años de vuestra vida, después de tantos trabajos y luchas los podáis vivir en paz, siendo bien atendidos y asistidos sin que os falte lo necesario para una vida digna.
En nuestros hogares eso queremos ofreceros. Todos los que formamos esta familia es lo que queremos hacer con todo cariño por vosotros. Dad gracias al Señor que os ha dado esta posibilidad y este regalo de que tengáis aquí quien os quiera y quien os atienda para no sentiros nunca en soledad. Que san Joaquín y santa Ana, venerables ancianos y abuelos del Señor os protejan y os llenen de las bendiciones de Dios y a nosotros nos den la fuerza necesaria para poder atenderos y serviros con el mayor de los cariños. Gracias por cuanto de vosotros podemos aprender.

domingo, 25 de julio de 2010

Beber el cáliz del Señor con alegría en el camino del servicio y de la entrega


Hechos, 4, 33.5, 12.27-33. 12, 2;
Sal. 66;
2Cor. 4, 7-15;
Mt. 20, 20-28


Nos alegramos y nos regocijamos en el Señor en la fiesta de Santiago Apóstol que hoy estamos celebrando. Muchos son los motivos para la alegría en nuestra celebración y en la vivencia de nuestra fe.
Ya por ser la fiesta de un apóstol la Iglesia se regocija porque celebramos a uno de aquellos doce que el Señor llamó junto a El y los envió con esa misión especial del anunciar el Reino de Dios por todo el mundo; pero cuánto más nosotros nos alegramos en la fiesta del Apóstol Santiago porque mantenemos la tradición de que en nuestras tierras hispanas el fuera el apóstol que viniera a anunciaros el evangelio y porque aquí en el solar de nuestra tierra tenemos la secular tradición de su tumba convertida a través de los siglos en un punto importante de peregrinación de cristianos venidos de todas partes.
Este año con un gozo especial al ser año del jubileo jacobeo al coincidir la festividad del apóstol en un domingo. El camino de santiago que arranca de todos los puntos de Europa converge hoy en el campo de las estrellas, en Compostela junto a la tumba del Apóstol. Camino que nos lleva a Santiago, cuántos peregrinos hacen su recorrido, pero es camino que lleva al encuentro consigo mismo, pero más aún a un encuentro vivo con el Señor, que ese es su más hondo sentido y valor. Cuánto nos puede enseñar el hacer camino y cuántas reflexiones podríamos hacernos en torno a esa imagen del camino.
Santiago, testigo predilecto como lo llama la liturgia, fue el primero entre los apóstoles en beber el cáliz del Señor como se nos repite una y otra vez en nuestra celebración, como especial referencia a su martirio, del que nos ha hablado el texto de los Hechos de los Apóstoles, pero referencia también a lo escuchado en el evangelio. ‘¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?’, que les pregunta Jesús.
Bien sabemos que fue de los primeros llamados por Jesús allá en la orilla del lago mientras estaba en la barca repasando las redes con su hermano Juan y con su padre y los jornaleros; pero al escuchar la voz del Maestro atrás quedaría todo para seguirle de forma generosa y desinteresada, aunque pronto pudieran aparecer los deseos de primeros puestos en el Reino en la petición de la madre, quizá por aquello de que eran los parientes de Jesús.
‘Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y otro a tu izquierda’, pide la madre que como toda madre sueña siempre con lo que le parece mejor para sus hijos. Pero la pregunta de Jesús no va dirigida a la madre sino a aquellos que pudieran estar pensando en lugares importantes en su reino. ‘No sabéis lo que pedís. ¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber?’ La respuesta está pronta - ‘Podemos’ -, pero la promesa de Jesús es solamente que ese cáliz si habrán de beberlo. ‘Mi cáliz lo beberéis; pero el puesto a mi derecha o a mi izquierda no me toda a mí concederlo, es para aquellos para quienes lo tiene reservado mi Padre’.
¿Quiénes serán los afortunados que tendrán esa reserva garantizada? ¿Qué significará beber el cáliz que Jesús ha de beber? Lo que sigue a continuación, motivado quizá por los recelos de los otros diez, en las palabras de Jesús, podemos encontrar la pista que de respuesta a esas preguntas.
Beber el cáliz es seguir los mismos pasos de Jesús; es ponerse en camino para seguir a Jesús y hacer que nuestra vida se identifique totalmente con la de El; beber el cáliz es compartir la experiencia de la vida y de la muerte de Jesús; es ser capaces de negarse a sí mismos para tomar la cruz de cada día, esa cruz que nos puede aparecer en el sufrimiento y en el dolor, en los mismos contratiempos que nos da la vida o en esas incomprensiones que podamos sufrir por parte de los demás; es renunciar a los honores y a las grandezas porque solamente los que saben hacerse los últimos, podrán ser importantes en el reino de los cielos; es ponernos en esa misma actitud de servicio que Jesús; pasa por el camino del desprendimiento y del olvido de sí mismo para vivir una entrega como la de Jesús; pasa por ser capaz de llegar hasta el final haciendo la ofrenda más hermosa que se pueda hacer en el nombre del amor, siendo capaces de dar la vida también por Cristo en el martirio que vivió el apóstol.
Nos lo dice Jesús con la explicación que les da a partir de los recelos y desconfianzas que surgen y nos lo explicará también el apóstol en lo que hemos escuchado en la carta a los Corintios. ‘Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo’. Con eso no hacemos sino imitar a Jesús, seguir sus pasos, vivir sus mismas actitudes, copiar en nosotros su amor. ‘Igual que el Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para dar su vida en rescate por muchos’.
En este sentido san Pablo nos hablará de la humildad y pequeñez de nuestra vida, porque lo importante no es lo que nosotros seamos o hagamos sino lo que hace el Señor. ‘Este tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros…’ nos dice. Es la grandeza del apóstol que se siente un instrumento en las manos de Dios. Un instrumento que pasa muchas veces por caminos de incomprensión y de oposición pero que se siente seguro en el Señor. Nunca tememos hacernos los últimos, sino que, todo lo contrario, lo hacemos con alegría y hasta con entusiasmo. Como ‘los apóstoles que daban testimonio de la resurrección del Señor con mucho valor en medio del pueblo’, que nos decía la primera lectura.
Será el camino del martirio – nos habla la primera lectura del martirio de Santiago que fue mandado a pasar a cuchillo por Herodes – pero como es una entrega de amor será siempre vivido con alegría y con esperanza porque así se manifiesta mejor el nombre de Jesús a todos los pueblos. ‘Llevamos en el cuerpo la muerte de Jesús, nos dice el apóstol, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Mientras vivimos continuamente nos están entregando a la muerte, por causa de Jesús; para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal…’ Es el testimonio que estamos invitados a dar cuando celebramos esta fiesta del Apóstol.
Que con la guía y el patrocinio del Apóstol Santiago se conserve la fe en nuestro corazón y en nuestro pueblo y se dilate por toda la tierra, le pedimos al apóstol hoy siguiendo el rastro de la liturgia. Que de la misma manera que la sangre derramada del apóstol Santiago consagró los trabajos de los primeros apóstoles, así se sienta hoy fortalecida la Iglesia manteniéndonos en total fidelidad a Cristo.
Que no temamos beber el cáliz del Señor porque emprendamos sin ningún temor ese camino de servicio vivido en alegría y esperanza, porque, además hemos de reconocer, que un servicio que no se presta con alegría no será nunca un servicio completo; por eso aunque tengamos que tomar la cruz para seguir al Señor lo vamos a hacer siempre con esa alegría y ese gozo hondo que encontramos en la gracia que nunca nos falta. Nos es necesaria, nos hace falta esa alegría a los cristianos en el testimonio que damos de nuestra fe.