Jer. 26, 11-16.24;
Sal. 68;
Mt. 14, 1-12
Cuando nos dejamos seducir por el mal y lo dejamos introducir en nuestra vida desde el desorden de unas pasiones descontroladas o desde un egoísmo u orgullo que nos encierra en nosotros mismos, pronto hará que nos sintamos encadenados a ese mal; ¿en qué sentido digo encadenados? no sólo en el sentido de que nos veamos esclavizados de ese mal sino también en el sentido de una cadena en la que un eslabón nos va llevando a otro eslabón y un pecado nos va introduciendo en otro pecado hasta convertirse en una cadena si no sin fin, sí sin que podamos romper fácilmente esa espiral de pecado.
Es lo que contemplamos en este episodio del martirio del Bautista, pero más que nada en la cadena sin fin de maldad del rey Herodes. Sus pasiones descontroladas se hacían vivir de una forma ilícita; el Bautista, como profeta y hombre de Dios, le denunciaba aquella forma de vivir, pero eso le costó la cárcel, ‘pues había mandado prender a Juan y lo había metido en cárcel encadenado’; segundo eslabón. ‘Quería mandarlo matar, pero temía a la gente’, es otro paso más en esa espiral en cuyas redes iba cayendo más y más.
La ocasión vendrá finalmente con la fiesta desenfrenada de su cumpleaños, las promesas bajo juramentos vanos a la hija de Herodías que había bailado en su honor, y finalmente la decapitación de Juan ante la petición de aquella malvada mujer que quería quitar de en medio a quien era un toque fuerte en la conciencia. ‘Dame ahora en una bandeja la cabeza de Juan Bautista’, fue la petición. Vendrían los temores y respetos humanos, como tantas veces que también nosotros nos sentimos cogidos por los respetos humanos y nos dejamos arrastrar por lo malo, y vendría finalmente la muerte del Bautista.
Creo que esta reflexión que nos hacemos contemplando el proceder de Herodes puede ser un buen toque de atención para nosotros. Cuántas veces comenzamos en nuestra debilidad por darle poca importancia a alguna cosa pero de la que luego nos sentiremos cogidos y nos irá llevando también de un mal a otro, de un pecado a otro pecado, sin que tengamos muchas veces la valentía de reconocer lo malo que hacemos para arrepentirnos y romper esa espiral de pecado en la que metemos nuestra vida.
Que el Señor nos dé luz y abra nuestros ojos para no caer en la seducción del mal y del pecado. Que tengamos una conciencia recta para saber discernir lo bueno de lo malo y caminemos siempre por la senda recta, por la senda del bien. ‘Que no me arrastre la corriente, que no me trague el torbellino, que no se cierre la poza sobre mí’, como pedíamos en el salmo responsorial. ‘Yo soy un pobre malherido, Dios mío, que tu salvación me alcance…’
Hoy el Bautista nos ofrece el testimonio de su palabra valiente de denuncia del mal y del pecado, pero el testimonio final de su muerte, de su martirio. Que abramos nuestro corazón a Dios, como él supo hacerlo para dejarse transformar por la Palabra de Dios que anunciaba. La austeridad con que vivía en el desierto es también para nosotros un hermoso testimonio que nos ayude a discernir lo que verdaderamente es importante y así aprendamos también a negarnos a nosotros mismos para tomar el camino de Cristo. Además ese camino de negación y sacrificio será para nosotros una escuela buena y un buen entrenamiento para saber decir no al pecado que de tantas maneras quiere meterse en nuestra vida. No caigamos en las cadenas que nos llevan a la muerte.
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