Saber morir para saber dar vida, grano de trigo que si no se entierra sabemos que queda infecundo, entender lo que es ser creador de vida desde el morir a nosotros mismos
2Corintios 9, 6-10; Salmo 111; Juan 12, 24-26
Es preciosa la flor de una planta y sabroso será el fruto que luego recojamos y comamos, pero ¿nos habremos parado a pensar en todo el proceso previo para poder llegar finalmente a saborear el fruto? Desde la semilla que se entierra para que pueda germinar y que de alguna manera es como morir a sí misma para poder hacer que surja una vida, como todo el proceso de crecimiento con sus cuidados correspondientes, la belleza de la flor que un día como que desaparece para que pueda hacer surgir lo que será el fruto que ha de llegar a su correspondiente maduración. Nos comemos el melocotón, por decir una sabrosa fruta, pero no pensamos en todo ese camino para llegar a ser ese sabroso fruto que así vamos a degustar.
Hoy Jesús nos habla de una semilla, como tantas veces lo hace en el evangelio, pero nos dice que la semilla tiene que morir para germinar. Pero no se queda Jesús en la materialidad de ese proceso de la naturaleza sino que nos está haciendo una comparación con nuestra vida. ¿Llegaremos un día a ese estado de la fruta madura como fruto de lo que hemos hecho o vivido? Lo podemos pensar meramente en el aspecto humano de la persona, del sentido de nuestra vida, de lo que hacemos y de lo que somos. No podemos simplemente vegetar, estar ahí porque nos ha tocado estar ahí, como un cañaveral que está en un barranco o un zarzal que se enracima por la pared o por la ladera.
Estamos llamados a dar un fruto en esas obras que realizamos con las que no solo estamos haciéndonos a nosotros mismos sino que estamos siendo fructíferos y fecundos para los demás y para el mundo en el que vivimos; en lo que hacemos nos vamos plasmando, vamos dejando nuestro ser, nos hacemos creadores y creativos porque vamos repartiendo vida, vamos haciendo que nuestro mundo tenga vida.
Desde nosotros mismos estamos alimentando la vida de ese mundo en el que vivimos; no somos unos zánganos que simplemente nos aprovechemos de lo que hay en ese mundo o de lo que hacen los demás. ¡Qué hermoso cuando encontramos ese sentido para nuestra vida! ¡Qué satisfacción más honda podemos sentir dentro de nosotros mismos!
Claro que eso significará también un proceso que hemos de ir realizando en nuestra vida para que haya ese crecimiento y lleguemos a esa madurez. Comenzamos por no centrarlo todo en nosotros mismos, encontraremos el sentido del amor como donación no solo como satisfacciones que recibimos de los demás o nos lleguen por los sentidos. Y ese sentir esa nueva vida, ese nuevo sentido de vida en nosotros algunas veces se nos vuelve doloroso porque habrá que arrancar muchas raíces de egoísmo o de orgullo que se nos van metiendo en los entresijos del alma. Y eso cuesta, como doloroso es el parto que hace hacer una nueva vida.
Por eso hoy Jesús nos hablará de ese morir a nosotros mismos para alcanzar la plenitud de la vida. Es lo que nos va describiendo de lo que significa seguirle, ser su discípulo, vivir ese camino nuevo que nos está señalando. Será costoso pero podemos sentir el gozo del amor del Señor que se derrama y derrocha sobre nuestra vida. Y eso nos hará generosos en nuestro amor, en nuestra entrega, en nuestra capacidad de servicio para los demás.
Hoy en la liturgia se nos están ofreciendo estos textos de la Palabra en razón de la fiesta que celebramos, San Lorenzo Mártir. Cuando lo recordamos a todos nos viene a la memoria la imagen de la parrilla en que fue martirizado, pero quizá no tenemos en cuenta todo lo que hay detrás en su vida; aunque era procedente de España sin embargo él era un diácono de la Iglesia de Roma, con el Papa Sixto V que precisamente hemos celebrado hace unos días. La función del diácono era la del servicio, sobre todo en la atención de los pobres y necesitados con lo que aportaban los cristianos de la Iglesia de Roma.
Después del martirio del Papa la voracidad del emperador de Roma quería apoderarse de los bienes y de las ‘riquezas’ de la Iglesia. ¿A quién reclamar? Al diácono Lorenzo como administrador de los bienes de la Iglesia. Y Lorenzo reunió a todos los pobres de Roma y se los presentó al emperador diciendo que esos eran la riqueza de la Iglesia. La reacción fue el martirio de Esteban, precisamente en ese tormento del fuego, por lo que es presentado con esa imagen de la parrilla.
Esteban bien conocía el pasaje del evangelio que nos ha dado pie hoy a nuestra reflexión, del grano de trigo que si no se entierra y muere no da fruto. No temió por su vida, sino que la entregó libremente, como había hecho Jesús en su subida al Calvario, porque así sabía que obtendría una vida que dura para siempre, la vida eterna.
Ahí tenemos el fruto de la vida de Lorenzo. ¿Seremos capaces nosotros también de llegar a dar esos frutos porque vivamos el sentido de este evangelio?