Hechos, 2, 1-11; Sal. 103; 1ªCor. 12, 3-7.12-13; Jn. 20, 19-23
‘Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo… luz que penetra las almas… entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos… reparte tus siete dones, según la fe de tus siervos… y danos el gozo eterno’. Así podríamos seguir orando en este día. Así celebramos, damos gracias, bendecimos a Dios que nos enriquece, nos ilumina, nos fortalece, nos llena de gracia.
Es Pentecostés. Hace cincuenta días celebrábamos la Pascua, celebrábamos, cantábamos, nos alegrábamos en la resurrección del Señor. Hoy es Pascua también, la Pascua de Pentecostés, porque si decimos que Pascua es el paso salvador del Señor por nuestra vida, ¿qué podemos decir que es Pentecostés sino ese paso de Dios que derrama su Espíritu sobre nosotros con toda su gracia?
Luz divina que nos ilumina, fuego ardiente que nos llena de su amor, aliento de vida que nos vivifica, viento del Espíritu que nos lanza valientes a proclamar la buena noticia. Qué bellas las imágenes que nos lo describen en el himno de la secuencia de esta solemnidad. Es tan sublime lo que vivimos y celebramos en el Espíritu que buscamos palabras y nos cuesta encontrar la más apropiada que nos acerque más a lo que es realmente el Espíritu Santo y lo que realiza en nuestra vida.
Miramos y escuchamos la Palabra de Dios que hoy se nos ha proclamado, la contemplamos desde los ojos del corazón pero guiados e iluminados por el mismo Espíritu y podremos ir sintendo en nuestro corazón todo lo que el Espíritu quiere realizar en nuestra vida. Pero tenemos que dejarnos guiar por el mismo Espíritu, tenemos que tener caldeado nuestro corazón como aquellos discípulos que estaban en el cenáculo en la espera del cumplimiento de la promesa de Jesús. Hemos de desearlo y pedirlo. Sólo desde los ojos de la fe podemos acercanos para vislumbrar un poquito tan admirable, tan maravilloso misterio.
Cuántas maravillas se realizan en el grupo de los apóstoles y discípulos cuando se derrama sobre ellos el Espiritu Santo. ‘Se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu les sugería’. Quienes habían estado encerrados y llenos de miedo y temor, ahora con la fuerza del Espíritu salen a anunciar el nombre de Jesús. Y todos pueden entenderlos, todos pueden escuchar la Buena Noticia. La confusión de Babel se transformaba por obra del Espíritu en camino de encuentro y de entendimiento con el don de lenguas.
Nos quedamos a veces en la reflexión sobre este hecho en la materialidad del hablar o entender lenguas diversas – que fue también una realidad, un milagro del Espíritu manifestado en el entendimiento de todos aquellos que estaban en Jerusalén para la fiesta de Pentecostés y podían escuchar y entender el mensaje de los apóstoles – pero eso quiere decir mucho más.
Cuando dejamos que el espíritu del mal se nos meta en la vida y nuestro corazón se llena de egoísmo, de individualidades y particularismos, de orgullo y de amor propio, todo eso nos separa o nos aisla aunque algunas veces físicamente estemos muy cerca los unos de los otros. Necesitamos la fuerza y el fuego del Espíritu que nos haga romper esas barreras que tantas veces interponemos entre nosotros para que haya verdaderos encuentros, para que haya entendimiento y armonía, para que haya verdadera comunión y sentido de comunidad. Es el milagro que el Espíritu quiere realizar en nosotros.
Necesitamos ese fuego, ese viento del Espíritu hoy en nuestro mundo, en nuestra iglesia, en nuestras comunidades, en nuestras familias, allí donde hacemos nuestra vida. Nos pueden muchas veces los individualismos y la división. Cuántos enfrentamientos entre hermanos, entre aquellos que convivimos, que vivimos en un mismo mundo. Con mucha facilidad se rompe la armonía y el entendimiento porque nos encerramos en nosotros, porque nos cuesta acercarnos a los demás, porque no nos respetamos lo suficiente y queremos imponernos, porque no dialogamos sino que cada uno vamos desde nuestros particulares intereses. Lo vemos en la vida social y en tantos aspectos de la marcha de nuestra sociedad. Cuánto le cuesta a la gente entenderse porque cada uno se encierra en sí mismo y en sus cosas.
Nosotros los cristianos tenemos que ser muñidores de unidad y de entendimiento, hemos de saber buscar la paz y el diálogo, tenemos también que saber perdonarnos y comprendernos en nuestras debilidades. Y es una tarea muy importante la que tenemos que hacer los que creemos en Jesús. El nos ha dado su Espíritu, no para que lo guardemos como un tesoro en un arcón escondido, sino para que sintiendo la fuerza del Espíritu salgamos al encuentro de los demás y promovamos todo lo que sea paz, armonía, entendimientom, amor en nuestra sociedad que tanto lo necesita.
Podríamos fijarnos en muchas cosas más que realiza el Espíritu en nosotros pero partiendo de este texto de la venida del Espíritu que nos narran los Hechos de los Apóstoles creo que este podría ser un fruto importante del Espíritu por el que luchemos en beneficio de este mundo en el que vivimos y del que no podemos desentendernos.
En nuestro mundo, en nuestra iglesia cada uno tenemos una función que realizar en virtud de esos dones del Espíritu que hemos recibido. ‘Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones , pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común’.
Si nos pensáramos muy bien esto que hemos escuchado de la carta del apóstol cuánto compromiso tendría que surgir a partir de esta fiesta del Espíritu que hoy estamos celebrando. ‘En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común’. Esos dones que has recibido de Dios, en esas cualidades y valores de los que estás dotado, no son sólo para ti y para tu beneficio, sino ‘para el bien común’. Por eso un cristiano no puede cruzarse de brazos ante la necesidad o el problema que ve que surge a su alrededor.
Un cristiano, lleno del Espíritu, es una persona comprometida seriamente por los demás. Y el Espíritu se ha derramado en nosotros desde el Bautismo que nos convirtió en templos del Espíritu para llenarnos de la vida divina que nos hizo hijos de Dios, pero también desde la Confirmación que nos dio el don del Espíritu que nos llenaba de gracia y fortaleza para convertirnos en todo momento en testigos de Cristo. Es el Espíritu que nos permite decir ‘Jesús es el Señor’, porque si no es bajo la acción del Espíritu no lo podríamos proclamar.
Estamos celebrando Pentecostés. Estamos celebrando cómo se derrama el Espíritu Santo en nosotros, como quiere llenar e inundar nuestra iglesia y nuestro mundo. Si lo celebramos con toda intensidad nos tenemos que sentir comprometidos por la fuerza del Espíritu que recibimos. Tienen que manifestarse sus frutos en nosotros. En el nombre del Jesús en el que creemos y nos sentimos salvados tenemos que construir cada día el Reino de Dios en nuestro mundo, tenemos que hacer resplandecer los valores del Reino.
Si logramos que nos amemos más, que nos entendamos más, que haya más paz y armonía en nuestras relaciones, que haya más unidad y comunión estaremos realizando el milagro del don de lenguas de Pentecostés en el mundo de hoy. Y con la fuerza del Espíritu lo podemos conseguir. Es nuestra tarea y nuestro compromiso, porque estamos llenos del Espíritu del Señor que hemos recibido.