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sábado, 18 de junio de 2011

No andéis agobiados por la vida… buscad el Reino de Dios y su justicia…


2Cor. 12, 1-10;

Sal. 33;

Mt. 6, 24-34

Si ayer nos ayudaba a reflexionar Jesús en el evangelio para que aprendiéramos el verdadero valor de los bienes materiales y nos sentenciaba diciendo que ‘donde está tu tesoro, allí está tu corazón’, hoy nos da un paso más – son realmente los versículos siguientes – y nos dice que ‘nadie puede servir a dos amos… no podéis servir a Dios y al dinero’. Ya reflexionábamos ayer diciendo que no podemos convertir en un absoluto de nuestras vidas los bienes materiales.

Lejos de nosotros los agobios de la vida pensando sólo en la solución de nuestras necesidades. Muchas veces vivimos demasiados agobiados, angustiados por las cosas que nos suceden o los problemas que tenemos. Pareciera que nos faltara esperanza. El nos invita a poner toda nuestra confianza en Dios, en la providencia de Dios.

‘No estéis agobiados por la vida, pensando qué vais a comer, ni por el cuerpo pensando con qué os vais a vestir. ¿No vale la vida más que el alimento y el cuerpo que el vestido?... ¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida?’ Y nos habla de los lirios del campo, o las aves del cielo y cómo el Padre celestial los alimenta y los viste de belleza y hermosura. ¿No valdremos nosotros mucho más? Bien nos viene recordar lo que hemos dicho en el Salmo, ‘Gustad y ved qué bueno es el Señor’.

Creemos en el Señor, nuestro Dios, que es nuestro Padre que nos ama y en El hemos de poner toda nuestra confianza. El nos cuida, nos protege, nos lleva sobre la palma de sus manos, como nos dice un texto bíblico. Es la confianza que hemos de poner en la Providencia de Dios.

Dios es el Padre bueno y providente que nos cuida. No significa sin embargo que milagrosamente El tenga que ir resolviéndonos los problemas que tengamos con hechos extraordinarios sin que nosotros pongamos nada de nuestra parte. Pero El pondrá fuerza en nuestro corazón para luchar y para amar, para hacer el bien y trabajar por los demás. El irá suscitando también en nuestra vida muchas señales de su presencia y protección. La confianza en la providencia de Dios no nos exime de nuestras responsabilidades y de la preocupación de su cumplimiento.

Son tantas las señales de su amor en quienes nos cuidan, en quienes nos aman, en quienes se preocupan de nosotros. En esa alma buena que un día se acercó a nosotros y tuvo una buena palabra, un buen consejo, o una simple sonrisa que despertó nuestros ánimos decaídos sepamos ver señales de ese amor del Señor.

Muchas veces en la vida parece que vamos por caminos oscuros en nuestros problemas, en las dificultades de la vida o en nuestros sufrimientos, seguro que el Señor va poniendo destellos de luz en nuestro caminar. Abramos los ojos de la fe para descubrir esa presencia amorosa de Dios. Por eso el creyente que pone toda su confianza en el Señor nunca pierde la esperanza. Sabe que la mano del Señor está ahí a su lado y se manifestará de muchas maneras.

‘Sobre todo, nos dice, buscad el Reino de Dios y su justicia que lo demás se nos dará por añadidura’. Buscar el Reino de Dios, sentir que Dios es en verdad nuestro Rey y nuestro Señor y que hemos de hacer girar toda nuestra vida en torno a El. Por eso buscaremos la bueno, haremos el bien, nos daremos por los demás, estaremos siempre en postura de amor, en actitud de servicio para los demás. El Señor irá haciendo fructificar esas semillas que vayamos sembrando y siempre nos sentiremos enriquecidos por su gracia.

viernes, 17 de junio de 2011

Donde está tu tesoro, allí está tu corazón


2Cor. 11, 18.21-30;

Sal. 33;

Mt. 6, 19-23

‘Donde está tu tesoro, allí está tu corazón’, nos sentencia hoy Jesús. ¿Cuál es el tesoro que en verdad buscamos? ¿Cuál sería ese tesoro por el que estaríamos dispuestos a venderlo todo por poseerlo?

Es cierto que en la vida necesitamos bienes materiales para lograr nuestra propia subsistencia o para adquirir aquellas cosas que necesitamos buscando un bienestar para nuestra vida. El fruto de nuestro trabajo o de nuestros esfuerzos lo tenemos que cuantificar en esos medios materiales porque a través de ello podemos conseguir aquello que justamente necesitamos para nosotros o para nuestra familia. En justicia, pues, obtenemos ese beneficio de nuestro esfuerzo y nuestro trabajo, porque todos además tenemos derecho a una vida digna. Nacen así unas relaciones comerciales o económicas entre las personas.

Pero creo que en lo que Jesús quiere hacernos reflexionar es en que le demos el justo valor a esos bienes o a esas cosas que poseemos, porque no pueden ser nunca un absoluto para nuestra vida. El bienestar de nuestra vida tampoco podemos reducirlo a la posesión o la acumulación de unos bienes o unas riquezas. Riquezas para nuestra vida no son sólo las cosas materiales y en la relación entre las personas hay otras cosas más fundamentales que favorecerían un verdadero bienestar y felicidad para todos.

Cuántos hay que quizá poseen muchas riquezas, pero realmente no son felices en lo más hondo de sí mismos. Todo lo que sea facilitar una relación humana y fraternal entre las personas es una riqueza mucho mayor que esos bienes materiales que podamos acumular. Por eso hemos de aprender a saber utilizar esas cosas para que no nos aprisionen el corazón y a la larga esclavicen nuestros mejores deseos. Hay muchos valores que tenemos que aprender a cultivar en nuestra vida que nos harían sentirnos más en paz con nosotros mismos, pero que lograrían tambien una mejor convivencia con los que nos rodean. Son los verdaderos tesoros que hemos de buscar.

Hoy nos dice Jesús. ‘no acumuléis tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen, y donde los ladrones abren boquetes y los roban. Amontonad tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma que se los roan, ni ladrones que abran boquetes y roben’. Los bienes materiales tienen su función para facilitarnos esa subsistencia y bienestar, como decíamos antes, y a la larga como cosas terrenas son caducos y efímeros. Pero no pueden ser nuestro único tesoro, porque nuestro corazón estaría totalmente apegado a ellos. Busquemos tesoros permanentes. Hay otros valores que sí nos engrandecen y nos producen otra satisfacción en el alma. Por esos si tenemos que luchar y afanarnos.

Aunque siempre puede aparecer en nuestro corazón la tentación del egoísmo y la avaricia, en la vida vamos aprendiendo el valor de lo que es permanente. Hay muchos momentos en que necesitamos más del cariño y de la comprensión de los que están a nuestro lado que de las muchas riquezas que puedan encandilarnos. Ofrecer cariño y amistad y sentirnos queridos por los que están a nuestro lado nos hace más felices que regalos materiales que podamos recibir. El lograr esa paz y esa armonía en la familia, con los amigos, con aquellos que nos relaciones son valores que todos deseamos y que tendríamos también que saber ofrecer a los otros.

Vayamos repartiendo esos valores de la amistad, del cariño y la comprensión, del obrar el bien y del actuar con sinceridad y con corazón abierto con aquellos con los que convivimos cada día y serán tesoros que iremos acumulando en el cielo, como nos dice hoy Jesús, y la satisfacción de todo eso bueno que hacemos nadie nos la podrá quitar. Todo eso bueno que hacemos y que deseamos para los demás nos llenará de luz y llenará también de la luz de la felicidad a aquellos con los que compartimos cada día lo que somos.

Ahí si podemos poner nuestro todo nuestro corazón porque ese es un verdadero tesoro por el que luchar y afanarnos.

jueves, 16 de junio de 2011

Cristo, mediador de una nueva alianza tiene el sacerdocio que no pasa

Is. 52, 23-53, 12;

Sal. 39;

Hebreos, 10, 12-23;

Lc. 22, 14-20

‘Cristo, mediador de una nueva Alianza, como permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no pasa’. Estas palabras tomadas de la carta a los Hebreos nos las ofrece la liturgia hoy como antífona de entrada a esta Fiesta de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote.

Una fiesta eminentemente sacerdotal que nos hace mirar a Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, para considerar ese sacerdocio real con que nos ha dotado a todos desde nuestro bautismo al hacernos miembros de un pueblo santo y sacerdotal, pero que nos hace mirar a aquellos a quienes el Señor ha escogido de manera especial para hacerlos partícipes de su sagrada misión en el sacerdocio ministerial.

Aunque el jueves santo los sacerdotes contemplamos y junto a la institución de la Eucaristía y el mandamiento del amor celebramos también la institución del Sacerdocio, en este jueves posterior al domingo de Pentecostés queremos celebrar de manera especial esta participación en el Sacerdocio de Cristo, Pontífice de la Alianza nueva y eterna, sumo y eterno Sacerdote.

‘Tú no quieres sacrificios ni ofrendas… no pides sacrificio expiatorio… entonces yo digo: Aquí estoy, como está escrito en el libro, para hacer tu voluntad…’ Así rezábamos con el salmo. Es el grito de Cristo en su entrada en el mundo: ‘Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad’. Y obediente al Padre se entrega; su alimento y su vida era hacer la voluntad del Padre; su venida es la mayor manifestación del amor de Dios que tanto amó al mundo que nos entregó a su Hijo único; su presencia en el mundo nos redime y nos santifica; viene a ofrecer el sacrificio único y definitivo, la ofrenda de su sangre para la Alianza Nueva y Eterna. Hemos escuchado hoy en la carta a los Hebreos, ‘Cristo ofreció por los pecados para siempre jamás un solo sacrificio… con una sola ofrenda nos ha consagrado para siempre’.

Como nos diría en otro lugar la carta a los Hebreos ‘así pues, ya tenemos un sumo sacerdote grande que ha atravesado el cielo, Jesús, hijo de Dios, mantengamos firme la confesión de fe’. Tenemos ya entrada libre en el santuario de los cielos en virtud de la sangre de Jesús. Por eso lo llamamos sacerdote, pontífice, mediador de la Alianza nueva y eterna.

Pero, como decíamos y diremos en el prefacio, ‘con amor de hermano elige a hombres de este pueblo para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión’. Es el sacerdocio ministerial que nos hace partícipes del sacerdocio de Cristo. Somos los llamados por el Señor para que en nuestro ministerio sacerdotal renovemos en nombre de Cristo el sacrificio de la redención, preparemos el banquete pascual, presidamos al pueblo de Dios en el amor y lo alimentemos con la palabra y con la gracia de los sacramentos.

Ministerio grande y maravilloso que el Señor nos confía. Ministerio que nos exige una unión profunda con Cristo, un configurarnos cada día más con Cristo cuando en su nombre tenemos que hacer llegar la gracia de la salvación a todos los hombres. Ministerio que nos exige una vida totalmente entregada y santa en la fidelidad y en el amor. Somos conscientes de tanta grandeza que no merecemos, pero que ha sido un don y un regalo del Señor, es gracia de Cristo para nosotros y para el pueblo de Dios.

Pero es ahí donde el pueblo cristiano ha de saber amar y valorar ese sacerdocio de Cristo ejercido por sus ministros lo que exigirá en consecuencia al pueblo cristiano saber estar al lado de sus sacerdotes y pastores apoyándolos con su oración. Para nosotros los sacerdotes este fiesta de Cristo, sumo y eterno Sacerdote, es una exigencia de santidad y de entrega al mismo tiempo que una ocasión más para dar gracias al Señor por su elección y la confianza que el Señor sigue poniendo en nosotros; pero para el pueblo cristiano tiene que convertirse en una jornada de especial oración por los sacerdotes.

Sólo con la gracia del Señor podemos ejercer y vivir nuestro ministerio. Y esa gracia tenéis que conseguirla para nosotros desde vuestra intensa oración al Señor. Siempre y en todo momento el pueblo cristiano ha de orar por los sacerdotes.

Recordad el sacerdote que os bautizó para haceros hijos de Dios y cristianos; el sacerdote que tantas veces os ha traído el perdón de Dios en el sacramento de la Penitencia y os ha servido de consuelo, ayuda y consejo en vuestras luchas y dificultades; el sacerdote que ha celebrado la Eucaristía tantas veces a lo largo de vuestra vida en la que habéis comulgado el Cuerpo del Señor de sus manos; el sacerdote que os ha anunciado y explicado una y otra vez la Palabra del Señor; el sacerdote que en la parroquia o en cualquier otra función pastoral os ha ayudado de tantas maneras; el sacerdote que ungió a vuestros padres o familiares enfermos u os acompañó en su muerte celebrando sus exequias; el sacerdote que habéis conocido y con el que habéis tenido amistad; el sacerdote... bueno, todo sacerdote, conocido o no, porque por todos hemos de rezar.

miércoles, 15 de junio de 2011

Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres

2Cor. 9, 6-11;

Sal. 111;

Mt. 5, 43-48

La vanidad es una tentación que nos acecha fácilmente. Nos gusta ser considerados y valorados, que reconozcan lo que somos y valemos, y no nos echamos para detrás si nos dedican algunas alabanzas por lo que hacemos.

Hoy se nos habla mucho de la autoestima y de que nosotros hemos de saber valorar lo que somos. Algunas veces hay quien lo contrapone a la humildad como si esta virtud fuera algo que nos dañara nuestra propia dignidad y valor. Creo que pensar esto no es comprender debidamente lo que es la virtud de la humildad. Pues el que reconozcamos nuestros valores y nuestra propia dignidad no significa que hagamos las cosas simplemente buscando la complacencia y los halagos que los demás puedan hacernos, o queremos que nos hagan.

Cuando no hacemos las cosas por la autenticidad de lo que son, incluso como un desarrollo de nuestras cualidades y valores, sino buscando esos reconocimientos y alabanzas estamos entrando en ese camino de la vanidad. Necesitamos más autenticidad en nuestra vida y esa autenticidad e incluso el desarrollo de nuestros valores y talentos no está reñido con la humildad sino que son muy hermanas, podríamos decir. Porque además los talentos no los podemos enterrar porque los desvirtuaríamos.

Es de lo que quiere prevenirnos hoy Jesús con lo que nos dice en el evangelio. Ante Jesús están las posturas hipócritas de los fariseos y de tantos que hacen las cosas, incluso lo bueno, solamente buscando la alabanza y el reconocimiento. Y como nos dice Jesús, ya tienen su premio que será en consecuencia bien caduco.

‘Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial’. Y nos habla de las posturas concretas de los fariseos enseñándonos esa autenticidad con que hemos de vivir nuestra vida. ‘Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha’, viene a decirles en referencia por ejemplo a la limosna o al bien que puedas hacer al otro. Y lo mismo de la oración y del ayuno.

No hay que buscar apariencias sino autenticidad. No es necesario que repitamos lo concreto que nos dice Jesús en referencia a todo eso. ‘Tu Padre que ve en lo secreto… que ve en lo escondido, te lo pagará’, terminará diciendo Jesús. Porque con nuestro ayuno pretendemos un sacrificio y la gloria del Señor, con nuestra oración vivir el encuentro con el Señor para gozarnos en El y llenarnos de su fuerza y de su gracia. No es nuestra gloria, sino la gloria del Señor, no es la alabanza de los hombres, sino la gracia del encuentro con el Señor.

Eso no quita para que desde nuestras buenas obras nosotros podamos ser motivo para que otros den gloria también al Señor. En este sentido podemos decir o recordar dos cosas. Hoy san Pablo en la carta a los Corintios que sigue motivándolos para que sean generosos en el compartir para la colecta que hace a favor de los pobres de la Iglesia de Jerusalén, termina diciendo: ‘Siempre seréis ricos para ser generosos y así, por medio vuestro, se dará gracias a Dios’. Por la generosidad del compartir de aquellos que colaboran en la colecta, los cristianos de Jerusalén darán gracias a Dios; eso motivará su oración de acción de gracias y de gloria al Señor.

Y en ese mismo sentido podemos recordar cuando Jesús nos dice que tenemos que ser luz para los demás con el testimonio de nuestra vida ‘para que viendo vuestras buenas obras, glorifiquen al Padre del cielo’. Damos testimonio de nuestra fe, de nuestro amor, con nuestra generosidad, con el compromiso de nuestra vida o con nuestras buenas obras, no buscando nuestra gloria, sino que todos puedan reconocer la acción de Dios y así den gloria también al Señor.

‘Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos…’ pero los que vean vuestras buenas obras den gloria al Padre del cielo.

martes, 14 de junio de 2011

Generosidad y disponibilidad para compartir también en nuestra relación y trato con los demás


2Cor. 8, 1-9;

Sal. 145;

Mt. 5, 43-48

‘Bien sabéis lo generoso que ha sido nuestro Señor Jesucristo: siendo rico, por vosotros se hizo pobre, para que vosotros, con su pobreza, os hagáis ricos’. Nuestro modelo, nuestra referencia siempre es Jesús. En el encontramos el camino porque El es el camino; en El encontramos la verdad y el sentido de la vida y de lo que hacemos y vivimos. porque El es la Verdad y la Vida. Se nos pide amor y generosidad para nuestro compartir, a El tenemos que mirar porque ya sabemos cómo se entregó a sí mismo con infinita generosidad por nosotros y nuestra salvación.

De lo que nos habla hoy el apóstol en esta segunda carta a los Corintios es de la colecta que va haciendo en todas las iglesias para los pobres de la Iglesia de Jerusalén. Así se lo habían pedido y encargado, que no se olvidara de sus pobres.

Y para motivar a los cristianos de Corinto les habla del ejemplo de generosidad de la Iglesia de Macedonia. ‘En las pruebas y en las desgracias creció su alegría; y su pobreza extrema se desbordó en un derroche de generosidad’. Le rogaban incluso que aceptara lo que en su pobreza le ofrecían y como dice el Apóstol ‘dieron más de lo que yo esperaba; se dieron a sí mismos; primero al Señor y luego, como Dios quería, también a mí’.

Por eso les pide ahora a los corintios que sean generosos también. ‘Ya que sobresalís en todo en la fe, en la palabra, en el conocimiento, en el empeño y en el cariño que nos tenéis, distinguíos también ahora en vuestra generosidad’. Muchos eran los carismas que resplandecían en la comunidad de Corinto. En la primera carta les ha hablado de ellos. Pero ahora les pide que se distingan también por la generosidad. Y para reafirmar esto que les pide les hace mirar a la generosidad del Señor para con nosotros que se hizo pobre para hacernos a nosotros ricos.

Creo que todo esto tiene que hacernos reflexionar y revisar las actitudes profundas que tenemos en nuestro corazón. Nos vale para muchas cosas. No se trata ya solamente de ese compartir en el orden material o si queremos decir económico – que por supuesto en ellos también tenemos que ser generosos y desprendidos -, sino de mirar lo que es esa disponibilidad y generosidad que tenemos en el corazón para acercarnos al otro y lograr esa comunicación sincera, franca, abierta de buena amistad que tengamos con los demás.

El egoísmo que se contrapone a esta generosidad de la que se nos habla hoy no se reduce sólo al tema de lo material, sino también son actitudes egoístas y de cerrazón esas posturas, podíamos decir, de reserva con las que nos acercamos a los otros. No abrimos el corazón, miramos con desconfianza, nos ponemos a distancia de las otras personas, en cierto modo creamos barreras en nuestra relación con los demás.

Creo que quienes tenemos como distintivo de nuestra vida el amor no podemos andar de esa manera en el trato con los semejantes. Es difícil en ocasiones porque incluso aquellas experiencias negativas que hayamos podido tener en anteriores ocasiones nos hacen reservados y reticentes. Pero tiene que ser algo que vayamos cambiando en nuestro corazón.

En este sentido podemos fijarnos también en lo que hoy nos habla del evangelio del amor a los enemigos, del perdón y de hasta rezar por aquellos que nos hayan hecho mal. Como nos dice Jesús ‘si amáis solo a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿no hacen lo mismo también los publicanos? Y si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿no hacen lo mismo también los paganos?’ Y nos dice Jesús que amemos a todos incluso a los enemigos porque ‘así seréis hijos de vuestro Padre del cielo que hace salir el sol sob re malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos’.

Es la generosidad de la que tenemos que llenar nuestro corazón.

lunes, 13 de junio de 2011

Siempre es tiempo de gracia que no podemos echar en saco roto


2Cor. 6, 1-10;

Sal. 97;

Mt. 5, 38-42

Retomamos el tiempo ordinario una vez que hemos concluido el tiempo pascual, y volvemos al ritmo de las lecturas de la Palabra de Dios propias de este tiempo. Por una parte en la primera lectura estamos leyendo la segunda carta de san Pablo a los Corintios, y en el evangelio estamos propiamente concluyendo el sermón del Monte que habíamos estado escuchando antes de la Cuaresma.

Nos ha comenzado diciendo hoy san Pablo ‘os exhortamos a no echar en saco roto la gracia de Dios… en el tiempo de la gracia te escucho, en el día de la salvación te ayudo… es tiempo de gracia… es día de salvación’.

Esta exhortación del apóstol nos viene bien escucharla en todo momento. No podemos desaprovechar la gracia que el Señor nos da. Es una riqueza de vida que el Señor nos concede. Es gracia, es regalo del Señor al que correspondemos siguiendo los caminos del Señor, no apartándonos nunca de Dios y su gracia.

Ahora mismo hemos concluido el tiempo de la Pascua con la celebración ayer de Pentecostés. Grande es la gracia que hemos recibido del Señor; maravilloso el misterio de Dios que hemos celebrado; allá en lo hondo del corazón si de verdad nos hemos metido en la celebración del misterio de Cristo cuántas cosas habremos sentido y experimentado, cuánta es la gracia del Señor que hemos recibido. No lo podemos echar en saco roto. No podemos decir, bueno eso ya paso, ahora a otra cosa. De ninguna manera.

Toda esa gracia recibida del Señor ha tenido que hacernos crecer espiritualmente. Han sido llamadas que hemos recibido del Señor para ser cada día mejores, para ser más santos, a las que seguramente hemos ido intentando responder. Sigamos en ese camino de gracia. Sigamos sintiendo toda esa llamada del Señor.

El apóstol nos dice cuánto ha querido él comportarse como un fiel servidor del Señor en el anuncio de la Palabra y cuánto ha pasado por esa causa. Pero todo eso, ‘luchas, infortunios, apuros, golpes, cárceles, motines, fatigas, noches sin dormir y días sin comer’ son como dones del Espíritu que le fortalecen para seguir llevando el mensaje de la verdad y la fuerza de Dios.

Nos está resumiento cuánto ha sido lo que ha tenido que sufrir por la causa del evangelio; en los Hechos de los Apóstoles hemos visto muchas de esas cosas y en sus cartas lo recuerda. Pero no olvidemos lo que decíamos de la grandeza de su fe y de su espíritualidad que le hacen así entregarse por el evangelio. Ojalá nosotros supiéramos ver en cuanto nos sucede también una gracia del Señor que nos llama por caminos de fidelidad.

Finalmente una palabra en torno al evangelio que hoy se nos ha proclamado, como decíamos, parte del Sermón del Monte iniciado con las Bienaventuranzas. Jesús nos enseña algo muy hermoso, aunque no siempre nos sea fácil. Como consecuencia del sentido y estilo de amor que hemos de vivir en todo momento, nos está enseñando cómo hemos de responder siempre con amor frente al mal o la violencia que podamos recibir.

Queda abolida la ley del talión porque nunca nuestro actuar puede ser el ojo por ojo y diente por diente, sino el camino del bien, del perdón y del amor. Sea cual sea el mal que podamos recibir de los demás nunca nuestra respuesta puede ser la venganza, el resentimiento o el rencor. Siempre el amor y el perdón. Jesús nos lo enseña y no sólo con sus palabras sino con su propia vida. ‘Padre, perdónales porque no saben lo que hacen’, dirá cuando está siendo clavado en la cruz. ¿Seremos capaces de dar una respuesta así? No olvidemos que el amor es nuestro distintivo.

domingo, 12 de junio de 2011

El don de lenguas del Espíritu significa hoy más unidad, más entendimiento y más amor


Hechos, 2, 1-11; Sal. 103; 1ªCor. 12, 3-7.12-13; Jn. 20, 19-23

‘Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo… luz que penetra las almas… entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos… reparte tus siete dones, según la fe de tus siervos… y danos el gozo eterno’. Así podríamos seguir orando en este día. Así celebramos, damos gracias, bendecimos a Dios que nos enriquece, nos ilumina, nos fortalece, nos llena de gracia.

Es Pentecostés. Hace cincuenta días celebrábamos la Pascua, celebrábamos, cantábamos, nos alegrábamos en la resurrección del Señor. Hoy es Pascua también, la Pascua de Pentecostés, porque si decimos que Pascua es el paso salvador del Señor por nuestra vida, ¿qué podemos decir que es Pentecostés sino ese paso de Dios que derrama su Espíritu sobre nosotros con toda su gracia?

Luz divina que nos ilumina, fuego ardiente que nos llena de su amor, aliento de vida que nos vivifica, viento del Espíritu que nos lanza valientes a proclamar la buena noticia. Qué bellas las imágenes que nos lo describen en el himno de la secuencia de esta solemnidad. Es tan sublime lo que vivimos y celebramos en el Espíritu que buscamos palabras y nos cuesta encontrar la más apropiada que nos acerque más a lo que es realmente el Espíritu Santo y lo que realiza en nuestra vida.

Miramos y escuchamos la Palabra de Dios que hoy se nos ha proclamado, la contemplamos desde los ojos del corazón pero guiados e iluminados por el mismo Espíritu y podremos ir sintendo en nuestro corazón todo lo que el Espíritu quiere realizar en nuestra vida. Pero tenemos que dejarnos guiar por el mismo Espíritu, tenemos que tener caldeado nuestro corazón como aquellos discípulos que estaban en el cenáculo en la espera del cumplimiento de la promesa de Jesús. Hemos de desearlo y pedirlo. Sólo desde los ojos de la fe podemos acercanos para vislumbrar un poquito tan admirable, tan maravilloso misterio.

Cuántas maravillas se realizan en el grupo de los apóstoles y discípulos cuando se derrama sobre ellos el Espiritu Santo. ‘Se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu les sugería’. Quienes habían estado encerrados y llenos de miedo y temor, ahora con la fuerza del Espíritu salen a anunciar el nombre de Jesús. Y todos pueden entenderlos, todos pueden escuchar la Buena Noticia. La confusión de Babel se transformaba por obra del Espíritu en camino de encuentro y de entendimiento con el don de lenguas.

Nos quedamos a veces en la reflexión sobre este hecho en la materialidad del hablar o entender lenguas diversas – que fue también una realidad, un milagro del Espíritu manifestado en el entendimiento de todos aquellos que estaban en Jerusalén para la fiesta de Pentecostés y podían escuchar y entender el mensaje de los apóstoles – pero eso quiere decir mucho más.

Cuando dejamos que el espíritu del mal se nos meta en la vida y nuestro corazón se llena de egoísmo, de individualidades y particularismos, de orgullo y de amor propio, todo eso nos separa o nos aisla aunque algunas veces físicamente estemos muy cerca los unos de los otros. Necesitamos la fuerza y el fuego del Espíritu que nos haga romper esas barreras que tantas veces interponemos entre nosotros para que haya verdaderos encuentros, para que haya entendimiento y armonía, para que haya verdadera comunión y sentido de comunidad. Es el milagro que el Espíritu quiere realizar en nosotros.

Necesitamos ese fuego, ese viento del Espíritu hoy en nuestro mundo, en nuestra iglesia, en nuestras comunidades, en nuestras familias, allí donde hacemos nuestra vida. Nos pueden muchas veces los individualismos y la división. Cuántos enfrentamientos entre hermanos, entre aquellos que convivimos, que vivimos en un mismo mundo. Con mucha facilidad se rompe la armonía y el entendimiento porque nos encerramos en nosotros, porque nos cuesta acercarnos a los demás, porque no nos respetamos lo suficiente y queremos imponernos, porque no dialogamos sino que cada uno vamos desde nuestros particulares intereses. Lo vemos en la vida social y en tantos aspectos de la marcha de nuestra sociedad. Cuánto le cuesta a la gente entenderse porque cada uno se encierra en sí mismo y en sus cosas.

Nosotros los cristianos tenemos que ser muñidores de unidad y de entendimiento, hemos de saber buscar la paz y el diálogo, tenemos también que saber perdonarnos y comprendernos en nuestras debilidades. Y es una tarea muy importante la que tenemos que hacer los que creemos en Jesús. El nos ha dado su Espíritu, no para que lo guardemos como un tesoro en un arcón escondido, sino para que sintiendo la fuerza del Espíritu salgamos al encuentro de los demás y promovamos todo lo que sea paz, armonía, entendimientom, amor en nuestra sociedad que tanto lo necesita.

Podríamos fijarnos en muchas cosas más que realiza el Espíritu en nosotros pero partiendo de este texto de la venida del Espíritu que nos narran los Hechos de los Apóstoles creo que este podría ser un fruto importante del Espíritu por el que luchemos en beneficio de este mundo en el que vivimos y del que no podemos desentendernos.

En nuestro mundo, en nuestra iglesia cada uno tenemos una función que realizar en virtud de esos dones del Espíritu que hemos recibido. ‘Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones , pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común’.

Si nos pensáramos muy bien esto que hemos escuchado de la carta del apóstol cuánto compromiso tendría que surgir a partir de esta fiesta del Espíritu que hoy estamos celebrando. ‘En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común’. Esos dones que has recibido de Dios, en esas cualidades y valores de los que estás dotado, no son sólo para ti y para tu beneficio, sino ‘para el bien común’. Por eso un cristiano no puede cruzarse de brazos ante la necesidad o el problema que ve que surge a su alrededor.

Un cristiano, lleno del Espíritu, es una persona comprometida seriamente por los demás. Y el Espíritu se ha derramado en nosotros desde el Bautismo que nos convirtió en templos del Espíritu para llenarnos de la vida divina que nos hizo hijos de Dios, pero también desde la Confirmación que nos dio el don del Espíritu que nos llenaba de gracia y fortaleza para convertirnos en todo momento en testigos de Cristo. Es el Espíritu que nos permite decir ‘Jesús es el Señor’, porque si no es bajo la acción del Espíritu no lo podríamos proclamar.

Estamos celebrando Pentecostés. Estamos celebrando cómo se derrama el Espíritu Santo en nosotros, como quiere llenar e inundar nuestra iglesia y nuestro mundo. Si lo celebramos con toda intensidad nos tenemos que sentir comprometidos por la fuerza del Espíritu que recibimos. Tienen que manifestarse sus frutos en nosotros. En el nombre del Jesús en el que creemos y nos sentimos salvados tenemos que construir cada día el Reino de Dios en nuestro mundo, tenemos que hacer resplandecer los valores del Reino.

Si logramos que nos amemos más, que nos entendamos más, que haya más paz y armonía en nuestras relaciones, que haya más unidad y comunión estaremos realizando el milagro del don de lenguas de Pentecostés en el mundo de hoy. Y con la fuerza del Espíritu lo podemos conseguir. Es nuestra tarea y nuestro compromiso, porque estamos llenos del Espíritu del Señor que hemos recibido.