Is. 52, 23-53, 12;
Sal. 39;
Hebreos, 10, 12-23;
Lc. 22, 14-20
‘Cristo, mediador de una nueva Alianza, como permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no pasa’. Estas palabras tomadas de la carta a los Hebreos nos las ofrece la liturgia hoy como antífona de entrada a esta Fiesta de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote.
Una fiesta eminentemente sacerdotal que nos hace mirar a Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, para considerar ese sacerdocio real con que nos ha dotado a todos desde nuestro bautismo al hacernos miembros de un pueblo santo y sacerdotal, pero que nos hace mirar a aquellos a quienes el Señor ha escogido de manera especial para hacerlos partícipes de su sagrada misión en el sacerdocio ministerial.
Aunque el jueves santo los sacerdotes contemplamos y junto a la institución de la Eucaristía y el mandamiento del amor celebramos también la institución del Sacerdocio, en este jueves posterior al domingo de Pentecostés queremos celebrar de manera especial esta participación en el Sacerdocio de Cristo, Pontífice de la Alianza nueva y eterna, sumo y eterno Sacerdote.
‘Tú no quieres sacrificios ni ofrendas… no pides sacrificio expiatorio… entonces yo digo: Aquí estoy, como está escrito en el libro, para hacer tu voluntad…’ Así rezábamos con el salmo. Es el grito de Cristo en su entrada en el mundo: ‘Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad’. Y obediente al Padre se entrega; su alimento y su vida era hacer la voluntad del Padre; su venida es la mayor manifestación del amor de Dios que tanto amó al mundo que nos entregó a su Hijo único; su presencia en el mundo nos redime y nos santifica; viene a ofrecer el sacrificio único y definitivo, la ofrenda de su sangre para la Alianza Nueva y Eterna. Hemos escuchado hoy en la carta a los Hebreos, ‘Cristo ofreció por los pecados para siempre jamás un solo sacrificio… con una sola ofrenda nos ha consagrado para siempre’.
Como nos diría en otro lugar la carta a los Hebreos ‘así pues, ya tenemos un sumo sacerdote grande que ha atravesado el cielo, Jesús, hijo de Dios, mantengamos firme la confesión de fe’. Tenemos ya entrada libre en el santuario de los cielos en virtud de la sangre de Jesús. Por eso lo llamamos sacerdote, pontífice, mediador de la Alianza nueva y eterna.
Pero, como decíamos y diremos en el prefacio, ‘con amor de hermano elige a hombres de este pueblo para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión’. Es el sacerdocio ministerial que nos hace partícipes del sacerdocio de Cristo. Somos los llamados por el Señor para que en nuestro ministerio sacerdotal renovemos en nombre de Cristo el sacrificio de la redención, preparemos el banquete pascual, presidamos al pueblo de Dios en el amor y lo alimentemos con la palabra y con la gracia de los sacramentos.
Ministerio grande y maravilloso que el Señor nos confía. Ministerio que nos exige una unión profunda con Cristo, un configurarnos cada día más con Cristo cuando en su nombre tenemos que hacer llegar la gracia de la salvación a todos los hombres. Ministerio que nos exige una vida totalmente entregada y santa en la fidelidad y en el amor. Somos conscientes de tanta grandeza que no merecemos, pero que ha sido un don y un regalo del Señor, es gracia de Cristo para nosotros y para el pueblo de Dios.
Pero es ahí donde el pueblo cristiano ha de saber amar y valorar ese sacerdocio de Cristo ejercido por sus ministros lo que exigirá en consecuencia al pueblo cristiano saber estar al lado de sus sacerdotes y pastores apoyándolos con su oración. Para nosotros los sacerdotes este fiesta de Cristo, sumo y eterno Sacerdote, es una exigencia de santidad y de entrega al mismo tiempo que una ocasión más para dar gracias al Señor por su elección y la confianza que el Señor sigue poniendo en nosotros; pero para el pueblo cristiano tiene que convertirse en una jornada de especial oración por los sacerdotes.
Sólo con la gracia del Señor podemos ejercer y vivir nuestro ministerio. Y esa gracia tenéis que conseguirla para nosotros desde vuestra intensa oración al Señor. Siempre y en todo momento el pueblo cristiano ha de orar por los sacerdotes.
Recordad el sacerdote que os bautizó para haceros hijos de Dios y cristianos; el sacerdote que tantas veces os ha traído el perdón de Dios en el sacramento de la Penitencia y os ha servido de consuelo, ayuda y consejo en vuestras luchas y dificultades; el sacerdote que ha celebrado la Eucaristía tantas veces a lo largo de vuestra vida en la que habéis comulgado el Cuerpo del Señor de sus manos; el sacerdote que os ha anunciado y explicado una y otra vez la Palabra del Señor; el sacerdote que en la parroquia o en cualquier otra función pastoral os ha ayudado de tantas maneras; el sacerdote que ungió a vuestros padres o familiares enfermos u os acompañó en su muerte celebrando sus exequias; el sacerdote que habéis conocido y con el que habéis tenido amistad; el sacerdote... bueno, todo sacerdote, conocido o no, porque por todos hemos de rezar.
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