Deut. 30, 10-14;
Sal. 68;
Col. 1, 15-20;
Lc. 10, 25-37
¡Cuántas justificaciones nos buscamos para nuestra mediocridad! ¡Cuántos rodeos vamos dando en la vida para buscar el justificarnos, para cumplir pero sin tener que darnos mucho, para evitar tener que enfrentarnos a situaciones donde tengamos que arremangarnos y poner manos a la obra en su solución! Son los primeros pensamientos que me surgen al escuchar el relato del evangelio proclamado.
Por una parte, el maestro de la ley que tenía que tener buen conocimiento de lo que es la ley del Señor, viene a preguntar ‘maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?’ Luego que pregunta quién es ese prójimo al que tiene que amar. Por otra parte los personajes de la parábola de Jesús, el sacerdote y el levita, que ‘dieron un rodeo y pasaron de largo’. ¿Llegaban tarde al templo? Realmente venían de vuelta porque venían bajando también de Jerusalén. ¿Podrían convertirse en impuros por si acaso aquel hombre caído fuera ya cadáver? Ya sabemos lo de las impurezas legales entre los judíos y que los fariseos cuidaban tanto.
Pero no nos contentemos en fijarnos, comentar y criticar la actitud de aquellos personajes sino aprendamos la lección; o, mejor aún, miremos si acaso actitudes parecidas a estas tenemos también nosotros muchas veces en nuestro corazón.
Porque lo de preguntarnos hasta donde tenemos que llegar para cumplir, sí que es una cosa en la que caemos o podemos caer con frecuencia. ‘¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?’ es una pregunta que de una forma u otra nos hacemos nosotros también. Lo de las rebajas no es sólo a nivel comercial en ciertas épocas sino que muchas veces son actitudes que se nos pueden meter en el corazón en nuestra relación con Dios. Una cosa sí es clara, cuando nos decimos seguidores de Jesús no podemos andar con tales mediocridades.
La pedagogía de Jesús es hermosa en este episodio. Cuando le pregunta el maestro de la ley, simplemente le hace recordar lo que estaba escrito en la Ley. Por eso, a la respuesta de aquel hombre repitiendo lo que era el primer mandamiento de la ley de Dios, Jesús simplemente le dice ‘haz esto y tendrás la vida’. Es lo que hemos escuchado hoy en el libro del Deuteronomio. ‘El mandamiento que yo te mando hoy no es cosa que te exceda ni inalcanzable… está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo’. Es la alegría de nuestro corazón. Es el sentido de nuestra vida. Es el camino que nos lleva a la vida. Cúmplelo y tendrás vida.
Pero sigue surgiendo la pregunta para ver hasta donde tengo que llegar. Claro que con Jesús no valen medias tintas, no valen mediocridades. Y el sentido del amor tendrá una amplitud más grande, una plenitud mayor. ‘¿Quién es mi prójimo?’ se pregunta el maestro de la ley. ¿Con quién tengo que portarme como prójimo? O, como nos preguntamos nosotros a veces, ¿hasta donde tengo que amar a mi prójimo?
Es cierto que en el Antiguo Testamento normalmente amar al prójimo era amar al que está a mi lado, en el sentido, de amar a mi pariente o a mi amigo. Aunque también nos encontraremos textos del Antiguo Testamento que nos hablan del respeto que hemos de tener al forastero o al huésped que llega hasta ti, de ahí las leyes de la hospitalidad tan hermosas en las costumbres de los antiguos.
Pero ya sabemos cómo con Jesús el concepto de prójimo adquiere un sentido y un estilo más amplio y más dinámico. Precisamente la parábola que hoy nos propone eso nos enseña. Porque ‘¿cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?’, pregunta Jesús. Y la respuesta fue: ‘el que practicó misericordia con él’, y precisamente era un samaritano, un forastero, uno al que casi consideraban como un enemigo, pues ya sabemos la enemistad entre judíos y samaritanos que nos lo refleja también el evangelio.
Ahí está precisamente el mensaje de la parábola, el mensaje del Evangelio. Frente a esas mediocridades con que andamos tantas veces en la vida, donde vamos poniendo límites y medidas a todo lo que hacemos, o haciéndolo buscando unos beneficios o rendimientos del bien que podamos hacer, tenemos que aprender de la sensibilidad, sencillez, generosidad, humanidad, finura del buen samaritano.
Se bajó de su cabalgadura para acercarse al hombre malherido que estaba tendido al borde del camino. No tuvo miedo de perder su tiempo o de salpicarse de la sangre del caído, sino se le acercó y le vendó sus heridas echándoles aceite y vino. Lo cargó sobre sus hombros, casi podemos decir recordando al Buen Pastor que cargó sobre sus hombros a la oveja herida y perdida, porque lo montó en su cabalgadura para llevarlo a la posada más próxima donde pudieran atenderle. ‘Cuida de él, le dijo dándole dos denarios al posadero, y lo que gastes de mas yo te lo pagaré a la vuelta’.
Tenemos que aprender a ser buen samaritano que llevemos los ojos bien abiertos por la vida para ver donde hay un hombre caído, donde está quien pueda necesitarnos, donde haya alguien atenazado por el dolor o el sufrimiento, donde esté un corazón triste y apenado, y sabernos detener para curar, para sanar, para calmar cualquier sufrimiento, para dar vida, para levantar el ánimo, para suscitar esperanza.
La lección del samaritano es bien hermosa y elocuente. No era judío, y sin embargo supo tener misericordia en su corazón para atender al caído. Nos refleja bien lo que es el amor en el sentido de Jesús y nos refleja también lo que es el amor misericordioso del padre que acoge al hijo malherido. Un amor que nos lleve a ayudar a quien lo necesite más allá de cuales sean las diferencias que haya entre nosotros.
Tenemos que ser también como aquel posadero que sepamos acoger al que sufre, al que necesite nuestro consuelo o nuestro cariño, para saber acompañar, para saber escuchar, para saber trasmitir vida, para practicar las obras de misericordia ya sean corporales o espirituales, como estudiábamos en el catecismo, con ese hermano que encontremos caído en el borde del camino de la vida. Y no hace falta ir muy lejos para encontrarlo. Lo que necesitamos será quizá abrir los ojos de nuestro corazón para encontrarlo.
No podemos quizá resolver todos los problemas porque grande es la amplitud del mal y del sufrimiento, pero si podemos poner cada día nuestro granito de arena poniendo más humanidad en nuestro mundo y en nuestras mutuas relaciones. Lo que sí tenemos que cuidar es que por la amplitud del sufrimiento que contemplemos nos lleguemos a acostumbrar e insensibilizar. Lejos de nosotros esa pasividad y esa atonía que se nos puede meter en la vida, como todas esas justificaciones que a veces nos buscamos. El amor siempre tiene que ser un revulsivo fuerte en nuestro corazón para que con nuestro testimonio despertemos esa sensibilidad del amor en los que nos rodean.
Pidamos al Señor esa sabiduría del amor.