Is. 7, 1-9;
Sal. 47;
Mt, 11, 20-24
Somos deudores de la gracia de Dios. Es un reconocimiento que tenemos que saber hacer y que nos tendría que dar mucho que pensar. Porque la oferta de amor de Dios continuamente en nuestra vida nos está pidiendo una respuesta.
Hoy Jesús en el evangelio recrimina a las ciudades de Corozaín, Betsaida y Cafarnaún. Aquella zona de los alrededores del lago de Tiberíades había sido su principal campo de apostolado. Cuántos milagros había realizado, paralíticos, ciegos, sordomudos, todos los aquejados con cualquier mal acudían a Jesús. Y allí había anunciando con toda intensidad el Reino de Dios. El evangelio insiste en que recorría todos los poblados de Galilea enseñando, proclamando la Buena Noticia del Reino de Dios. ¿Cuál había sido la respuesta?
‘Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras, hace tiempo que se habían convertido, cubiertas de sayal y ceniza…’ Y lo mismo le dice a Cafarnaún haciendo la comparación con Sodoma. Conversión nos pide el Señor. Un cambio en nuestra vida. Que demos frutos. Y recordamos la parábola de la higuera que había que cortar porque no daba frutos.
Cuántas gracias recibimos cada día del Señor. Con un amor especial el Señor nos ama a nosotros, me ama a mí, te ama a ti. Hemos de saber reconocerlo. Por eso decíamos que somos deudores de la gracia del Señor. Ya hemos reflexionado en alguna ocasión recordando esas llamadas que el Señor ha ido haciendo en nuestra vida, y esas gracias que de El hemos recibido.
Nos puede recriminar también el Señor como hacía con aquellas ciudades como nos cuenta el Evangelio. Esas gracias que nos ha dado a nosotros podía habérselas dado a otros. ¿Por qué estás tú aquí y no otro? ¿Por qué esta palabra del Señor está llegando hoy a ti y quizá otro no la escuche? ¿Por qué está llegando a ti esta Palabra de Dios por este medio y otro quizá no tiene esa gracia? ¿Nos hacemos merecedores de tanto amor y gracia del Señor? Son las predilecciones del Señor.
El Señor nos puede recriminar, pero siempre su palabra es una invitación, una nueva invitación que nos está haciendo en su amor para que vayamos a El. Nos miramos y quizá nos damos cuenta que no estamos dando todos los frutos que pide el Señor, pero con paz tratemos de rehacer nuestra vida, ordenarnos por dentro, buscar con sinceridad y con humildad al Señor.
No quiere El que perdamos la paz. No quiere que actuemos sólo movidos por el temor. Tratemos de poner mucho amor en nuestra vida. Ese amor que nos hará humildes para reconocer lo que somos, nuestra debilidad, pero también todo lo que recibimos del Señor. Y eso nos tiene que mover a dar eso pasos para ir a su encuentro que El nos está esperando. Pero no nos hagamos oídos sordos a su llamada, ni lo dejemos para mañana, para otro momento porque sabemos que ese momento quizá no llegue. No desaprovechemos la gracia del Señor.
Decíamos al principio que somos deudores y el que debe lo que tendría que hacer es pagar la deuda. No se trata aquí tanto de pagar la deuda sino de dar esa respuesta de amor que el Señor nos pide. Pero sintámonos obligados por su amor. pongamos totalmente nuestra fe en El. Como decía el Señor por el profeta Isaías en la primera lectura ‘Si no creéis, no subsistiréis’. Que no nos falte la fe, que no nos falte el amor.
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