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sábado, 11 de febrero de 2012


María, Madre de Misericordia y Salud de los Enfermos


Celebramos una vez una fiesta de la Virgen María. Como siempre nos gozamos al celebrar una fiesta de la Madre, de la Madre de Dios que es también nuestra madre. Le queremos ofrecer nuestro amor y queremos sentir su protección maternal que nos alcanza la gracia del Señor en el camino de nuestra fe, en el camino de nuestra vida cristiana.
Esta fiesta de la Virgen que hoy celebramos gira en torno a aquel lugar, Lourdes, donde quiso ella hacerse presente de manera especial para llamarnos una vez más a la conversión, a seguir el camino de Jesús. Allí quiso ella manifestarse a aquella jovencita para invitarla a rezar la conversión de los pecadores, por la conversión del mundo. Allí quiso que se construyera una capilla en su honor, para que por su medio los hombres llegaran hasta Dios, siguiendo el camino de María encontraran el camino de Dios.
Allí ella, la Inmaculada Concepción, quiso manifestarse como madre misericordiosa, refugio de pecadores y salud de los enfermos regalando por su intercesión las gracias del Señor que curara sus almas pero curara también sus cuerpos doloridos por el sufrimiento y la enfermedad. La figura blanca de María con su manto azul, como se nos representa en su bendita imagen, nos cautiva y nos atrae hablándonos de pureza y de santidad, de salud y de salvación. Todo para que al final siguiéramos el camino de Jesús, su Hijo.
Siempre María nos conduce hasta Jesús. Como a los sirvientes de las bodas de Caná a nosotros nos dice también: ‘Haced lo que El os diga’. Y María nos conduce hacia los caminos de la santidad, a los caminos del amor. Ella nos manifiesta lo que es su amor de Madre, pero sobre todo en ella siempre veremos reflejado lo que es el amor de Dios. Es el icono más hermoso del amor de Dios.
Todos hemos oído hablar, muchos lo habremos vivido también en primera persona, de las multitudinarias peregrinaciones que como ríos caudalosos confluyen en Lourdes para ir a visitar a la madre y hacerle la más hermosa ofrenda de amor. Allí acuden fieles de todos los lugares del mundo – en la experiencia vivida en mis visitas a aquel santo lugar me impresiona el sentido de catolicidad que allí se respira – y son multitudes de enfermos también los que acuden hasta la gruta de Lourdes para postrarse ante la bendita imagen de la Virgen. Es emocionante ver la fe, la devoción, el recogimiento, las súplicas llenas de esperanza, los ojos llenos de lágrimas no solo por el sufrimiento sino también por la emoción de encontrarse en aquel lugar de María.
Por esa relación entre los enfermos y la devoción a la Virgen de Lourdes es por lo que el Papa Beato Juan Pablo II decidió que la Jornada Mundial del Enfermo se celebrarse en este día 11 de febrero, día de las apariciones de la Virgen de Lourdes. Una ocasión para que la comunidad cristiana, la Iglesia toda, tenga en cuenta de manera especial a todo este mundo del dolor que son los enfermos.
Como nos dice Benedicto XVI al final del mensaje de esta Jornada A María, Madre de Misericordia y Salud de los Enfermos, dirigimos nuestra mirada confiada y nuestra oración; su materna compasión, vivida junto al Hijo  agonizante en la Cruz, acompañe y sostenga la fe y la esperanza de cada persona enferma y que sufre en el camino de curación de las heridas del cuerpo y del espíritu’.
Que María, sí nos acompañe para aprender de ella en esa cercanía que el cristiano ha de tener a la persona que sufre, a la persona enferma. ‘En la acogida generosa y afectuosa de cada vida humana, sobre todo la débil y enferma, el cristiano expresa un aspecto importante de su testimonio evangélico siguiendo el ejemplo de Cristo, que se ha inclinado ante los sufrimientos materiales y espirituales del hombre para curarlos’.
‘Deseo animar a los enfermos y a los que sufren a encontrar siempre un áncora segura en la fe, alimentada por la escucha de la Palabra de Dios, por la oración personal y por los Sacramentos’, nos dice el Papa en su mensaje.
Que todos por otra parte seamos capaces de ver en los que sufren y en los enfermos ‘el rostro sufriente de Cristo’, y que los que sufren las consecuencias del dolor y la enfermedad como Cristos sufrientes sepan ofrecer su vida como un holocausto de amor al Señor por la propia salvación y por la salvación de nuestro mundo. Es hermosa esa ofrenda de amor de nuestro dolor, que se convertirá en gracia del Señor que nos ayudará a vivir con un sentido nuestra vida aunque esté crucificada en la cruz del dolor, porque sabemos que tras la cruz siempre hay vida y hay resurrección.

viernes, 10 de febrero de 2012

Se le abrieron los oídos y se le soltó la traba de la lengua



1Reyes, 11, 29-32; 12, 19; Sal. 80; Mc. 7, 31-37
‘En el colmo del asombro decían: Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos’. Es la exclamación llena de asombro y de admiración de la gente cuando contempla los milagros de Jesús, en este caso, la curación del sordomudo.
Hemos escuchado el relato bien detallado del evangelista. ‘La trajeron un sordo, que, además, apenas podía hablar, y le piden que le imponga las manos’. Y Jesús lo cura con los detalles que hemos escuchado de meter los dedos en los oídos y con la saliva tocarle la lengua. ‘Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad’.Y surge la admiración y la alabanza de la gente.
¿Cómo reaccionamos nosotros ante los milagros de Jesús que contemplamos en el Evangelio? No podemos quedarnos insensibles como si ya nos hubiéramos acostumbrado a ellos. Sería una forma no buena de escuchar la Palabra del Señor. Para empezar tenemos que dejarnos sorprender por la Palabra de Dios, por lo que nos dice el Señor.
Admiramos, tenemos que admirar, las maravillas que el Señor realiza donde manifiesta su grandeza y su poder. Ahí está haciéndose presente la gloria del Señor. El milagro que contemplamos tiene que llevarnos a la admiración y a la alabanza, al reconocimiento de la acción poderosa del Señor que ahí se manifiesta. Y tenemos que dar gracias, y alabar y bendecir al Señor, y cantar la gloria del Señor. Tiene que despertarse nuestra fe y nuestra capacidad de asombro ante las maravillas del Señor.
Tenemos que dar gracias al Señor porque así nos manifiesta su amor. Con los milagros, con las acciones maravillosas que realiza el Señor está manifestándonos su grandeza y su poder, como ya decíamos. Pero se está manifestando el amor que nos tiene, porque nos está diciendo cuánto quiere hacer por nosotros. Y es que los milagros son signos de lo más hondo que el Señor quiere realizar en nuestra vida para que en verdad reconozcamos el Reino de Dios y nos dispongamos a vivirlo con toda intensidad.
Jesús abre los oídos y suelta la lengua de este sordomudo que escuchamos en el evangelio pero es un signo de lo que realiza en nosotros. En la liturgia del Bautismo es un signo que es opcional hacerlo, pero que tiene un rico significado. También se nos dice ‘Effetá’, para abrir nuestros oídos a la Palabra del Señor, para soltar nuestra lengua para cantar las maravillas del Señor, y para que con nuestra palabra y con nuestra vida hagamos anuncio de salvación, de la buena nueva del Evangelio en medio del mundo en el que vivimos.
Es por ahí por donde podemos encontrar un mensaje para nuestra vida en este milagro de Jesús que estamos contemplando y meditando. Que se abran nuestros labios. Así lo proclamamos cuando iniciamos nuestra oración litúrgica de las horas. ‘Ábreme, Señor, los labios, y mi boca proclamará tu alabanza’. Que el Espíritu del Señor venga a nuestra vida y nos abra los labios y nos abra el corazón para que surja así con la fuerza del Espíritu la mejor oración al Señor.
Que el Señor toque nuestros oídos, y ya no son sólo los sentidos externos, sino los oídos del corazón para escuchar a Dios. Estamos sordos o nos ensordecemos con los ruidos de la vida y ya no sabemos distinguir la voz de Dios. No es que el Señor no nos hable, es que hemos perdido esa sensibilidad para escuchar a Dios, ya no sabemos hacer ese silencio interior para poder escuchar la voz del Señor. 

jueves, 9 de febrero de 2012


Una lección de fe y de humildad para acudir al Señor con toda confianza

1Reyes, 11, 4-13; Sal. 105; Mc. 7, 24-30
Una lección grande de fe y de humildad. Una fe constante y firme nos manifiesta esta mujer cananea y una humildad grande. Cómo necesitaríamos nosotros tener esa firmeza de fe pero también esa humildad.
Jesús está fuera de los límites de Palestina. Estaba en la región de Tiro y dice el evangelista que quería pasar desapercibido. No era tierra ya de judíos sino cananeos. Sin embargo, como hemos visto en otros lugares del evangelio su fama se había extendido superado los límites de Palestina, más allá de Galilea donde habitualmente Jesús predicaba y anunciaba el Reino de Dios. 
Igual que cuando se había ido con los discípulos a un lugar tranquilo y apartado con los discípulos para estar a solas con ellos por las orillas del lago, ahora tampoco había podido pasar desapercibido porque esta mujer cananea va tras El gritando  y suplicando por su hija que está enferma, poseída por un espíritu impuro. La mujer era pagana, una fenicia de Siria, comenta el evangelista.
La mujer suplica con fe, pero parece que Jesús no le hace caso. Más bien las expresiones de Jesús son de rechazo, en un lenguaje que nos puede parecer fuerte y duro, pero era en cierto modo la manera cómo los judíos trataban a los paganos. Una expresión en labios de Jesús que de alguna forma manifiesta cómo el Reino había de anunciarse primero a los judíos. Eran los herederos de la Alianza, los hijos, con quienes Dios había la había pactado allá en el Sinaí y a quienes por medio de los profetas se les trataba de mantener en esa fidelidad y esperanza de salvación.
Pero la mujer no se acobarda, podríamos decir, por las palabras de Jesús, sino que su humildad le hace ser más constante en su petición. ‘También los perros, debajo de la mesa, comen de las migajas que tiran los niños’, dice la mujer. Hermoso ejemplo de humildad y de constancia en la oración. Le valdrá para que Jesús la envíe a casa diciéndole que su hija está curada. ‘Anda, vete que por eso que has dicho, el demonio ha salido de tu hija. Y al llegar a casa se encontró a la niña sentada en la cama y el demonio se había marchado’. La fe de aquella mujer alcanzó la curación de su hija.
Aquí tenemos la lección para nuestra vida que no somos constantes en nuestra oración. Cuántas veces pensamos que el Señor no nos escucha. Cuántas veces cuando nos llega lo que pone a prueba nuestra fe y nuestra constancia, desistimos y abandonamos. Pedimos y queremos que se nos conceda las cosas tal como  nosotros las deseamos, pero no somos capaces de darnos cuenta que el Señor nos dará siempre lo mejor para nuestra vida. Pedimos y pedimos, pero no sabemos escuchar a Dios, descubrir cuáles son los verdaderos designios de Dios para nuestra vida.
Repetidas veces aparecerá en el evangelio el testimonio de la fe de unos paganos que se acercan a Jesús con mucha más confianza y humildad que los propios judíos. Es el caso de esta mujer cananea, como lo es también el caso del centurión romano cuya fe es alabada por Jesús. Con fe humilde y confiada tenemos que aprender a ir a Jesús. Con fe reconociéndole a El como al Señor, al Dios a quien hemos de adorar y en quien hemos de escuchar. Con humildad reconociendo nuestra pequeñez y nuestra indignidad.
No somos dignos, pero la Palabra del Señor nos salva, y nos sana, y transforma nuestro corazón, y nos llena de gracia, y nos hace vivir una vida nueva que es la vida de los hijos, porque nos hace hijos de Dios. Acudamos con esa confianza y con esa humildad al Señor que siempre seremos escuchados y siempre nos dará el Señor mucho más de lo que nosotros seamos capaces de pedirle.

miércoles, 8 de febrero de 2012


Nada que entre de fuera puede hacer impuro al hombre…

1Reyes, 10, 1-10; Sal. Sal. 36; Mc. 7, 14-23
Nada que entre de fuera puede hacer impuro al  hombre… lo que sale de dentro, eso sí mancha al hombre…’
Ayer hablábamos de la preocupación de los fariseos porque los discípulos de Jesús comían con manos impuras. Y ya recordamos la respuesta de Jesús. Lo de comer con manos impuras, dejando a un lado razones higiénicas, hacía referencia a que los judíos consideraban impuras tanto algunos animales como algunas cosas.
Quien estuviera en contacto con alguna de esas cosas – un flujo de sangre, la enfermedad de la lepra, un muerto o un sepulcro, por citar algunas – se le consideraba impuro; y lo mismo en referencia a algunos animales, por ejemplo el cerdo era considerado un animal impuro y por eso  no se podía comer su carne, como siguen haciendo hoy tanto los judíos como los musulmanes.
Por eso era necesario purificarse, lo de lavarse las manos que escuchábamos ayer. Pero Jesús nos viene a decir que lo que hace impuro al hombre no es lo que entre de fuera. Como nos dice el evangelista, ‘con esto declaraba puros todos los alimentos’. Un mensaje nuevo y distinto que nos deja el evangelio.
Recordamos en este sentido algo que nos cuentan los Hechos de los Apóstoles, cuando Pedro tiene una visión y ve bajar del cielo un lienzo con toda clase de alimentos y animales, y una voz le dice que coma. Ante el rechazo de Pedro diciendo que él no come nada impuro, le dice esa voz del cielo que cómo Pedro va a considerar impuro lo que el Señor ha declarado puro. En este caso era una referencia al anuncio del evangelio en casa del centurión romano al que es llevado Pedro y que será luego bautizado.
Pues bien, siguiendo con el evangelio, Jesús nos dirá que lo que hace impuro al hombre, lo que mancha el corazón del hombre, son las maldades con las que lo podemos llenar. Es en el corazón del  hombre donde pueden anidar ‘los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo frivolidad’. Una lista de pasiones desenfrenadas que llenan de maldad al hombre nos señala Jesús.
Abundando en lo que ya ayer reflexionábamos, es de todo eso de lo que tenemos que cuidarnos, de lo que tenemos que purificarnos. Son tentaciones que nos aparecen continuamente, muchas veces de manera sutil, que nos confunden y nos engañan. No nos podemos dejar llevar por la frivolidad sino darle hondura y profundidad a nuestra vida buscando siempre lo bueno. Cuánto daño nos hacemos a nosotros mismos cuando nos dejamos arrastrar por el desenfreno de todas esas pasiones y cuánto daño podemos hacer a los demás. Cómo en nuestro orgullo y egoísmo dejamos introducir esa maldad en el corazón. Cuánto tenemos que purificar.
Purifiquemos, sí, nuestro corazón, y adornémoslo con las buenas virtudes. Empapémonos del amor de Dios para que lo que siempre sobreabunde en nuestro corazón sea el amor. Cuando amamos seriamente y de verdad obraremos con rectitud y nobleza, porque siempre lo que buscaremos es lo bueno, el bien que le queremos hacer a los demás.
Cristo viene a transformar nuestro corazón. No sólo nos señala ese camino de rectitud y de amor en el que hemos de vivir sino que también nos acompaña con su gracia, con la fuerza de su Espíritu que nos transforma allá en lo más hondo de nosotros mismos y nos impulsará siempre al bien, a lo bueno, a lo recto, al amor.
Aprovechemos esa gracia del Señor que nunca nos falta. Que nos llene siempre el Espíritu de Sabiduría que nos hace gustar la gracia del Señor y lo hermoso que es el amor que Dios siembra en nuestro corazón.

martes, 7 de febrero de 2012


Preocupémonos de tener limpio el corazón…

1Reyes, 8, 22-23.27-30; Sal. 83; Mc. 7, 1-13
¿Nos lavamos las manos restregando bien o nos preocupamos de tener limpio el corazón? Algunas veces nos preocupamos más de lo que aparece por fuera, que de lo que realmente tenemos dentro del corazón. Es el primer pensamiento que surge al escuchar hoy el evangelio con la pregunta que le hacen los fariseos a Jesús. Y es en lo que Jesús quiere hacerles pensar, quiere hacernos pensar.
‘¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen tus discípulos la tradición de los mayores?’, vienen a preguntarle unos fariseos y unos escribas de Jerusalén a Jesús. El evangelista nos explica lo que eran las tradiciones de los judíos, sobre todo de los fariseos, a este respecto.
Nos puede suceder que cosas que son buenas en si mismas pero que no tienen una gran trascendencia las convertimos en fundamentales y esenciales de manera que si  no las hacemos, parecería que estamos haciendo un gran delito. El tema de lavarse o no lavarse las manos antes de comer lo podemos ver necesario desde el punto de vista higiénico. En un momento determinado quizá se quiso ver como una imagen o un signo de la pureza interior de la persona, pero se podía tener el peligro al final de darle más importancia al gesto higiénico que a la propia pureza interior. Por eso nos hacíamos la pregunta del principio. Y así, como dice Jesús, en muchas cosas.
Jesús les recuerda lo dicho por el profeta: ‘Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos. Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres’.
Bueno es hacer una ofrenda al templo como una forma de honrar al Señor procurando tener un lugar digno para su culto o para el encuentro o la reunión de los creyentes. Pero llegar a la práctica de lo que Jesús les denuncia que por hacer una ofrenda al templo de sus bienes abandonar, en este caso, a los padres o a los seres queridos, creo que nos damos cuenta de que no es eso lo que quiere el Señor.
¿Qué es lo que el Señor realmente quiere o nos pide? Misericordia quiero y no sacrificios, nos dirá Jesús en otro lugar recordando también a los profetas. Es importante ese amor con el que llenemos nuestro corazón. Es importante esa pureza interior, alejando de nosotros toda maldad y todo pecado. Vayamos con un corazón puro al Señor que es lo importante.
No nos quedemos en el rito externo; no nos quedemos en la apariencia; no busquemos encandilar a los demás con las cosas externa que nosotros hagamos por muy hermosas que sean, porque si las manchamos con la vanidad, la apariencia y el orgullo, de nada nos sirven. Ya nos dirá Jesús que lo que haga tu mano derecha que no lo sepa la izquierda, para que no hagamos nunca ostentación de las cosas buenas que hagamos. Lo importante no es nuestra gloria sino la gloria del Señor.
Por eso tenemos que revisar muchas actitudes y nuestra manera de hacer las cosas. Algunas veces nos cuesta esa revisión de posturas y maneras de hacer, porque de entrada nos pensamos que siempre lo hacemos bien. Pero el evangelio nos hace confrontar continuamente lo que hacemos para que busquemos la mayor gloria de Dios en todas nuestras obras. Y en referencia, por ejemplo, a lo que antes mencionábamos de nuestras ofrendas, pensemos si no damos mayor gloria a Dios cuando compartimos con el hermano necesitado que cuando hacemos una obra donde busquemos un lucimiento personal por esos regalos hermosos que podamos hacer en nuestras promesas o exvotos que ofrecemos en nuestros templos.
San Juan Crisóstomo era muy fuerte hablando contra aquellos que se preocupaban de tener unos templos llenos de riquezas y adornados con bellas joyas, mientras, como él decía, el cuerpo del Señor en los pobres y necesitados pasaba hambre y pasaba frío porque no tenía qué comer o con qué abrigarse.
Preocupémonos, entonces, de la pureza interior y del verdadero adorno de nuestro corazón que tienen que ser nuestras obras de amor. Es en lo que siempre tenemos que resplandecer.

lunes, 6 de febrero de 2012


Llega la salvación y todos acudimos con fe hasta Jesús

1Reyes, 8, 1-7.9-13; Sal. 131; Mc. 6, 53-56
Llega la salvación. La gente reconoce a Jesús por donde quiera que vaya. Acuden a El llenos de fe y esperanza. Lo hemos venido escuchando en estos días. Se nos hablaba de que Jesús se había ido con los apóstoles a un lugar apartado y tranquilo para estar a solas con ellos y se encuentran multitudes que lo esperan porque por la orilla del lago se ha corrido la  noticia y acuden allí donde llega Jesús.
Ahora lo vemos que llega a Genesaret y se encuentran lo mismo. Todos buscan a Jesús. Y en el recorrido que hace por las distintas aldeas siempre se va encontrando con gente que viene en su búsqueda con sus penas y sufrimientos, con sus dolores y enfermedades, porque saben que en Jesús van a encontrar salud y salvación.
Es hermoso esto que estamos escuchando. Contemplamos a Jesús que va al encuentro con la gente y lo mismo la gente acude a El. Jesús quiere encontrarse con el hombre, con la persona allí donde está. No es el funcionario, por decirlo de alguna manera, que se sienta en su despacho a esperar que vengan a él con sus problemas o necesidades.
Jesús es el Buen Pastor que va a buscar a sus ovejas, allí donde están perdidas y desorientadas, allí donde el hombre está con su dolor y con sus penas. En otros momentos del evangelio nos pondrá esa comparación hablándonos del pastor que conoce a sus ovejas y las ovejas lo conocen a El; del buen pastor que va a buscar la oveja descarriada para traerla gozoso sobre sus hombros para que vuelva al redil. Nos busca, nos llama, nos enseña el buen camino, nos cura y nos salva.
Importante ese encuentro con Jesús. Importante la fe que nosotros pongamos en Jesús. Deseos que tiene que haber en nuestro corazón. Búsqueda sincera y búsqueda seria y comprometida que nosotros hemos de hacer de Jesús. Proclamación firme y decidida que hemos de hacer de nuestra fe en El. Con fe acudía toda aquella gente a Jesús buscando salvación. Con fe hemos de venir nosotros a este encuentro con Jesús.
Una fe, como hemos reflexionado tantas veces, que hemos de proclamar con valentía y con firmeza; una fe que hemos de hacer crecer y madurar cada día más. Le pedimos al Señor que nos fortalezca en nuestra fe; que nos aumente la fe; que nos conceda ese don de la fe; que ilumine nuestra vida para que no decaigamos nunca en nuestra fe; que crezca más y más cada día nuestro entusiasmo y nuestra alegría por ese don de la fe que el Señor nos ha otorgado.
Tenemos tantas razones para creer; tenemos tantas razones para vivir con alegría y entusiasmo nuestra fe. La vida del creyente es una vida iluminada. El creyente mira con unos ojos nuevos y distintos todas las cosas. Porque se sabe amado de Dios. Porque ha palpado claramente en su vida todos esos dones del amor de Dios. Porque se siente comprendido, perdonado y restaurado en la vida de la gracia, sabiendo que Dios sigue confiando en él. Porque se siente fuerte con la gracia del Señor para ser testigo, para dar testimonio, para llevar ese anuncio de Jesús a los demás con sus palabras y con el testimonio de las obras buenas de amor de su vida.
Con esa fe vayamos hasta Jesús, vayamos a Dios con todo lo que es nuestra vida; también con esas sombras que pueden aparecernos en el dolor, en la duda, en los problemas, en las insatisfacciones que nos puedan surgir en nuestro interior. Queremos tocar al menos la orla del manto de Jesús porque tenemos la seguridad que nos sentiremos transformados, sanados, llenos de gracia y de salvación. Démosle gracias al Señor por ese don tan hermoso que nos ha regalado que es nuestra fe.

domingo, 5 de febrero de 2012


Jesús traspasa el umbral de nuestra vida con su Palabra salvadora

Job, 7, 1-4.6-7;
 Sal. 146;
 1Cor. 9, 16-19. 22-23;
 Mc. 1, 29-39
Traspasar el umbral de una casa es entrar en la intimidad personal de aquella persona y aquella familia y denota confianza y apertura tanto por aquel que recibe como por parte de quien llega a aquel hogar. Sabemos cómo en ocasiones al que llega se le recibe en la puerta y no se traspasa el umbral de aquel hogar porque quizá no se tenga la confianza mutua necesaria. Con gusto, sin embargo, nos sentimos cuando recibimos a alguien que nos agrada y con gusto se siente también el que es bien recibido. Una vez traspasado ese umbral de la confianza viene la comunicación, la confidencia quizá, surge la amistad o ya se presuponía, se entra en una nueva comunión.
¿Por qué me hago estas consideraciones que incluso podríamos ampliar más en el comienzo de la reflexión de hoy en torno al evangelio? Porque eso es lo que estamos contemplando. Hasta ahora en este principio del evangelio de Marcos hemos visto a Jesús pasando junto al lago invitando a aquellos primeros pescadores a seguirle, o le hemos contemplado en la sinagoga enseñando. Hoy nos dice que ‘al salir Jesús y sus discípulos de la sinagoga fueron a casa de Simón y Andrés. Y la suegra de Simón estaba en cama con fiebre y se lo dijeron…’
Jesús llega a casa de Simón y Andrés. Jesús llega hasta la intimidad de la persona, va a la casa de Simón y Andrés. Jesús llega hasta donde está la vida del hombre y donde está todo lo que es su ser y donde están también sus sufrimientos. ‘La suegra de Simón está enferma y se lo dijeron…’ Jesús que quiere llegar a nuestra vida y a nuestra vida concreta. Jesús que está esperando que le abramos las puertas de nuestra casa, de nuestro yo, de nuestra vida, porque ahí quiere venir con su vida y con su salvación.
La salvación que Jesús nos ofrece no es una teoría ni son bonitas palabras. Jesús quiere llegar a nuestra vida concreta, con lo que somos y como somos, con lo que tenemos y lo que son nuestras alegrías o nuestras penas, nuestros sufrimientos o nuestras ilusiones y esperanzas. Nada es ajeno a la salvación que Jesús viene a ofrecernos. El viene a dar respuesta a esos interrogantes que podamos tener en nuestro interior, viene a dar paz a esas preocupaciones o problemas que tengamos, viene a traer el bálsamo de su salvación a esos sufrimientos que puedan agobiarnos allá en lo más hondo de nosotros mismos, El viene a hacer crecer esas ilusiones y esperanzas.
Le dicen que la suegra de Simón está enferma y ‘Jesús se acercó la tomó de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles’. En nuestro dolor nos sentimos postrados y ya no es sólo el dolor físico de una enfermedad que podamos padecer, sino que hay muchos otros sufrimientos en nuestra vida. O también esa enfermedad, esa carencia, esas discapacidades que tengamos por nuestras limitaciones o por el paso de los años, esa debilidad físiológica que podamos padecer y que se convierte también muchas veces en tormento para nuestro espíritu, interrogantes a los que no sabemos responder. Ahí llega Jesús a nuestra vida.
En la primera lectura hemos escuchado los interrogantes que surgen en el corazón de Job. Todos sabemos de la historia de este hombre que de la noche a la mañana se ve desposeído de todos bienes y posesiones, pero peor aún una grave enfermedad ataca su vida con una llaga dolorosa haciéndole perder casi toda su esperanza en su dolor y sufrimiento. El libro de Job son esas reflexiones que se hacen los que van a consolarle en su sufrimiento – en muchos casos sólo bonitas palabras que a la larga no consuelan – y son los mismos interrogantes que se suscitan en su corazón, que en parte escuchamos en este texto.
‘Mi herencia son meses baldíos, me asignan noches de fatiga; al acostarme pienso ¿cuándo me levantaré? Se alarga la noche y me harto de dar vueltas hasta el alba…’ Son algunas de esas expresiones de desesperanza que también muchas veces de una forma o de otra inundan nuestra vida con el dolor.
Jesús llega a nuestra vida, quiere traspasar el umbral de nuestra vida con una luz que nos dé un sentido y un valor; en El encontramos esa paz que necesitamos allá en lo más hondo del alma; El viene a nuestra vida con su salvación. Contemplamos el evangelio y vemos cómo va tendiendo su mano continuamente para levantarnos, para llenarnos de salud, de vida, de salvación. ‘La población entera se agolpaba a la puerta’, nos dice el evangelista, ‘y  curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios…’
En el evangelio vemos que la presencia de Jesús abre los corazones a la esperanza y a la paz. Cristo viene a hacer desaparecer el mal de nuestros corazones. Si nos fijamos veremos en cuántas ocasiones después de curar o de perdonar a quien acude a El lo despide con la paz: ‘vete en paz’, les dice continuamente. Y hoy hemos visto que cuando a la suegra de Simón se le pasó la fiebre ‘se puso a servirles’. Es bien significativo su sentido.
La fe que ponemos en Jesús nos hace descubrir el amor. Y es en el amor donde vamos a encontrar la luz y el sentido de todo. Creemos en Jesús y creemos en su amor. Creemos en Jesús y le contemplamos dándose continuamente por amor hasta llegar a la entrega suprema de amor que fue la pasión y la cruz. No entenderíamos la pasión y la muerte en cruz si no lo hacemos desde el amor. Es la prueba suprema del amor, como tantas veces hemos recordado: ‘tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único por nosotros’.
No entenderíamos ni le encontraríamos sentido hondo y verdadero a nuestro sufrimiento si no lo hacemos desde el amor, como Jesús. Es la respuesta honda que Jesús da a esos interrogantes que surgen en nuestra vida. No tenemos que hacer otra cosa que mirarle a El, y mirarle en su entrega suprema de la cruz. Por eso entendemos fácilmente que la suegra de Pedro cuando Jesús la levantó de sus fiebres ‘se puso a servirles’.
Jesús viene a nosotros, quiere traspasar ese umbral de las puertas de nuestra vida, y quiere comunicarnos su Palabra, su vida, su salvación. Sintámonos gozosos con que Jesús quiera llegar así hasta nosotros. Dejémosle entrar. El quiere hablarnos al corazón como dos amigos que apaciblemente se sientan a hablar y comentar las cosas de la vida.
Ese detalle de que nos habla el evangelista de que al amanecer Jesús se fue al descampado a orar nos está hablando de esa necesidad que tenemos nosotros de entablar ese diálogo de amor con el Señor que es nuestra oración. Seguro que ahí, en la oración, en ese encuentro íntimo y vivo con el Señor, encontraremos esas respuestas que necesitamos, como esa fuerza para seguir sirviendo y amando, para seguir anunciando su nombre por todas partes, porque lo que hemos visto y oído, lo que hemos sentido y experimentado en el corazón no lo podemos callar sino que tenemos que anunciarlo a los demás.
Por algo hoy nos dice el apóstol ‘¡ay de mí si no anuncio el evangelio!’. Es a lo que nos sentimos comprometidos. Es lo que tenemos que hacer con gusto y con la alegría grande de la fe que vivimos.