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jueves, 9 de febrero de 2012


Una lección de fe y de humildad para acudir al Señor con toda confianza

1Reyes, 11, 4-13; Sal. 105; Mc. 7, 24-30
Una lección grande de fe y de humildad. Una fe constante y firme nos manifiesta esta mujer cananea y una humildad grande. Cómo necesitaríamos nosotros tener esa firmeza de fe pero también esa humildad.
Jesús está fuera de los límites de Palestina. Estaba en la región de Tiro y dice el evangelista que quería pasar desapercibido. No era tierra ya de judíos sino cananeos. Sin embargo, como hemos visto en otros lugares del evangelio su fama se había extendido superado los límites de Palestina, más allá de Galilea donde habitualmente Jesús predicaba y anunciaba el Reino de Dios. 
Igual que cuando se había ido con los discípulos a un lugar tranquilo y apartado con los discípulos para estar a solas con ellos por las orillas del lago, ahora tampoco había podido pasar desapercibido porque esta mujer cananea va tras El gritando  y suplicando por su hija que está enferma, poseída por un espíritu impuro. La mujer era pagana, una fenicia de Siria, comenta el evangelista.
La mujer suplica con fe, pero parece que Jesús no le hace caso. Más bien las expresiones de Jesús son de rechazo, en un lenguaje que nos puede parecer fuerte y duro, pero era en cierto modo la manera cómo los judíos trataban a los paganos. Una expresión en labios de Jesús que de alguna forma manifiesta cómo el Reino había de anunciarse primero a los judíos. Eran los herederos de la Alianza, los hijos, con quienes Dios había la había pactado allá en el Sinaí y a quienes por medio de los profetas se les trataba de mantener en esa fidelidad y esperanza de salvación.
Pero la mujer no se acobarda, podríamos decir, por las palabras de Jesús, sino que su humildad le hace ser más constante en su petición. ‘También los perros, debajo de la mesa, comen de las migajas que tiran los niños’, dice la mujer. Hermoso ejemplo de humildad y de constancia en la oración. Le valdrá para que Jesús la envíe a casa diciéndole que su hija está curada. ‘Anda, vete que por eso que has dicho, el demonio ha salido de tu hija. Y al llegar a casa se encontró a la niña sentada en la cama y el demonio se había marchado’. La fe de aquella mujer alcanzó la curación de su hija.
Aquí tenemos la lección para nuestra vida que no somos constantes en nuestra oración. Cuántas veces pensamos que el Señor no nos escucha. Cuántas veces cuando nos llega lo que pone a prueba nuestra fe y nuestra constancia, desistimos y abandonamos. Pedimos y queremos que se nos conceda las cosas tal como  nosotros las deseamos, pero no somos capaces de darnos cuenta que el Señor nos dará siempre lo mejor para nuestra vida. Pedimos y pedimos, pero no sabemos escuchar a Dios, descubrir cuáles son los verdaderos designios de Dios para nuestra vida.
Repetidas veces aparecerá en el evangelio el testimonio de la fe de unos paganos que se acercan a Jesús con mucha más confianza y humildad que los propios judíos. Es el caso de esta mujer cananea, como lo es también el caso del centurión romano cuya fe es alabada por Jesús. Con fe humilde y confiada tenemos que aprender a ir a Jesús. Con fe reconociéndole a El como al Señor, al Dios a quien hemos de adorar y en quien hemos de escuchar. Con humildad reconociendo nuestra pequeñez y nuestra indignidad.
No somos dignos, pero la Palabra del Señor nos salva, y nos sana, y transforma nuestro corazón, y nos llena de gracia, y nos hace vivir una vida nueva que es la vida de los hijos, porque nos hace hijos de Dios. Acudamos con esa confianza y con esa humildad al Señor que siempre seremos escuchados y siempre nos dará el Señor mucho más de lo que nosotros seamos capaces de pedirle.

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