Aprendamos a subir a la montaña del Tabor de nuestra oración, de nuestra interioridad, del silencio para sentir la presencia y dejarnos iluminar por la luz de Dios
2Pedro 1,16-19; Sal 96; Lucas 9,
28b-36
‘Maestro, ¡qué bien se está aquí!’ y no era para menos. La
experiencia que estaba viviendo Simón Pedro era única e irrepetible. Nunca había
llegado a tener una visión así. La gloria del Señor se estaba manifestando ante
él y casi no se lo podía creer.
Jesús se los había llevado a aquella montaña alta. Seguramente les había
costado la subida, pero ahora podían decir que había merecido la pena. Y no
eran las bellezas de las llanuras de Yesrael que desde allí se contemplaban lo
que le causaba admiración. Era algo distinto lo que estaba sucediendo y de lo
que eran testigos y que transformaría sus vidas. Con él habían ido también los
dos hermanos Zebedeos. Eran los tres discípulos escogidos de manera especial
por Jesús para ser testigos de momentos extraordinarios como lo que ahora
estaba sucediendo.
Había subido para orar en la montaña, como a Jesús le gustaba; solía
ir a lugares apartados y tranquilos, porque la experiencia de Dios es difícil
de captarla en medio de bullicios y ruidos. Como Elías que se había ido a la
montaña y allí sintió la presencia de Dios; como Moisés que subía a lo alto de
la montaña de Dios o del Sinaí; como Abraham que también en soledad del
silencio escuchaba y recibía a Dios en su tienda. Ahora Jesús se había
transfigurado con la gloria de Dios. Su rostro resplandecía; sus vestidos resplandecían;
todo era luz y esplendor; y allí estaban también Moisés y Elías. ‘¡qué bien
se está aquí!’
Cuando uno se deja iluminar por la luz de Jesús esa luz no puede dejar
de brillar en tu vida. Como Moisés cuando contempló a Dios en la montaña y
luego siempre su rostro resplandecía. Disfrutamos de la presencia de Dios en la
montaña de la oración, en los momentos especiales que Dios nos concede en que
podemos experimentar su presencia en nosotros, pero con esa luz tenemos que ir
a los demás. Es tan importante ese momento de encuentro vivo con el Señor para
escucharlo, para dejarnos iluminar por El.
La experiencia de la alta montaña aun se había terminado porque los
envolvió una nube sino de la inmensidad de la presencia de Dios. Escucharían
una voz que señalaba a Jesús como el Hijo amado del Padre. ‘Este es mi Hijo, el escogido, escuchadle’. Era ahora la experiencia que llenaría de fuerza sus
vidas. Vendrían momentos duros y difíciles; Jesús anunciaba una y otra la
experiencia de la pascua que El habría de vivir. Para eso era su próxima subida
a Jerusalén y bien necesitaban ellos llevar bien asumida en sus vidas esta
experiencia única que habían vivido ahora en lo alto de la montaña. Ahora habían
de bajar de nuevo a la llanura de la vida, al día a día por aquellos caminos
nuevos que se abrían ante ellos.
Tenemos que vivir nosotros la
experiencia de la transfiguración para llenarnos de luz y poder resplandecer
con esa luz y llevarla a los demás. Las tinieblas se resisten a la luz. Como
dice el principio del evangelio de Juan las tinieblas no la recibieron. Es de
lo que tenemos que tener conciencia en nuestro camino para fortalecernos en esa
luz, en esa fe y poder dar así testimonio.
Cuánto tenemos que aprender a
subir a la montaña del Tabor, que es nuestra oración, que es ese nuestro cuarto
interior, que es ese momento de recogimiento e interioridad que cada día hemos
de saber tener, que es ese silencio que hemos de saber hacer en medio de los
bullicios y ruidos de la vida, para tener esa experiencia de luz, de vida, de
Dios.