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jueves, 4 de agosto de 2016

Como Pedro, como María aprendamos a vaciar nuestro corazón para que se llene de Dios y podamos vislumbrar su misterio de amor

Como Pedro, como María aprendamos a vaciar nuestro corazón para que se llene de Dios y podamos vislumbrar su misterio de amor

Jeremías 31,31-34; Sal 50; Mateo 16,13-23

Jesús camina con sus discípulos más cercanos por territorios fronterizos al norte de Galilea en las cercanías de Fenicia; un momento propicio para hablar con ellos con una mayor intimidad y confianza, para instruirles con mayor detalle y para que surjan preguntas hondas que hagan salir al exterior con palabras interrogantes profundos que pueda haber en sus corazones.
Estaba el amor que sentían por Jesús en esa amistad creciente que da el frecuente trato y la compañía; estaba el entusiasmo que también brotaba en ellos ante los signos que realizaba, los milagros que hacia, las cosas extraordinarias que iban descubriendo en El; estaban por otra parte las manifestaciones de la gente sencilla que lo veían como un profeta, acaso como el Mesías esperado, pero era normal que siguieran las dudas, que surgieran interrogantes, que pensaran incluso en su futuro en ese camino que habían emprendido al seguirle y estar con El.
Jesús quiere hacer aflorar todo eso que llevan en su corazón y que lo expresen verbalmente, porque es el camino de aclarar ideas y dudas y de profundizar en ese conocimiento que van teniendo de El. De ahí esas preguntas. ‘¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?... Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?’
La primera pregunta era fácil de responder porque solo bastaba recordar todas las cosas que la gente decía de El cuando contemplaban sus milagros o escuchaban sus enseñanzas. Pero cuando la pregunta va directa a saber lo que tú piensas es más comprometido. Quizá no sabían qué responder y nadie se atrevía a dar la primera respuesta. Pero no hacia falta porque allí estaba Simón Pedro como siempre dispuesto a adelantarse, porque además era grande el amor que sentía por Jesús. ‘Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo’.
Y surge la alabanza de Jesús. Has dicho bien, vas por buen camino en tu respuesta. Pero esa respuesta no es cosa tuya, que tú hayas pensado por ti mismo. Podías intuirlo, podías tener esa sospecha dentro de ti, pero en tu corazón ha hablado alguien para revelarte quien soy. ‘¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo’.
El amor de Pedro por Jesús había hecho que se dejara conducir por el Espíritu divino. ‘No te lo ha revelado nadie de carne y hueso…’ Es necesario abrir el corazón, abrirse con disponibilidad total para Dios. Solo así, vaciándonos de nosotros mismos podremos llenarnos de Dios, podremos sentir el amor de Dios en nuestros corazones y será entonces cuando podremos llegar a conocer a Dios, penetrar más profundamente en el misterio de Dios. Ya dirá Jesús en otro momento, dando gracias al Padre, porque los sencillos y los pobres alcanzarán la revelación de Dios.
Mientras estemos llenando nuestro corazón de cosas que nos apropian – no somos nosotros los que al final nos apropiamos de las cosas, sino que las cosas se apropian de nosotros – mientras sigamos encerrados en nuestras ideas preconcebidas, mientras permanezca en nosotros ese orgullo de que nos sabemos todas las cosas, no podremos alcanzar a vislumbrar ese misterio de Dios. Es lo que le vemos hacer ahora a Pedro, como se lo vimos hacer a María, la llena de la gracia, la llena de Dios, porque se hizo humilde y se hizo pequeña y lo único que le importaba era descubrir lo que era la voluntad de Dios para plantarla en su corazón. Pensemos como ha de ser nuestra oración, nuestro trato íntimo con el Señor.

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