Como Pedro, como María aprendamos a vaciar nuestro corazón para que se llene de Dios y podamos vislumbrar su misterio de amor
Jeremías 31,31-34; Sal 50; Mateo
16,13-23
Jesús camina con sus discípulos más cercanos por territorios
fronterizos al norte de Galilea en las cercanías de Fenicia; un momento
propicio para hablar con ellos con una mayor intimidad y confianza, para
instruirles con mayor detalle y para que surjan preguntas hondas que hagan
salir al exterior con palabras interrogantes profundos que pueda haber en sus
corazones.
Estaba el amor que sentían por Jesús en esa amistad creciente que da
el frecuente trato y la compañía; estaba el entusiasmo que también brotaba en
ellos ante los signos que realizaba, los milagros que hacia, las cosas
extraordinarias que iban descubriendo en El; estaban por otra parte las
manifestaciones de la gente sencilla que lo veían como un profeta, acaso como
el Mesías esperado, pero era normal que siguieran las dudas, que surgieran
interrogantes, que pensaran incluso en su futuro en ese camino que habían
emprendido al seguirle y estar con El.
Jesús quiere hacer aflorar todo eso que llevan en su corazón y que lo
expresen verbalmente, porque es el camino de aclarar ideas y dudas y de
profundizar en ese conocimiento que van teniendo de El. De ahí esas preguntas.
‘¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?... Y vosotros, ¿quién
decís que soy yo?’
La primera pregunta era fácil de
responder porque solo bastaba recordar todas las cosas que la gente decía de El
cuando contemplaban sus milagros o escuchaban sus enseñanzas. Pero cuando la
pregunta va directa a saber lo que tú piensas es más comprometido. Quizá no
sabían qué responder y nadie se atrevía a dar la primera respuesta. Pero no
hacia falta porque allí estaba Simón Pedro como siempre dispuesto a
adelantarse, porque además era grande el amor que sentía por Jesús. ‘Tú
eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo’.
Y surge la alabanza de Jesús. Has
dicho bien, vas por buen camino en tu respuesta. Pero esa respuesta no es cosa
tuya, que tú hayas pensado por ti mismo. Podías intuirlo, podías tener esa
sospecha dentro de ti, pero en tu corazón ha hablado alguien para revelarte
quien soy. ‘¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha
revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo’.
El amor de Pedro por Jesús había
hecho que se dejara conducir por el Espíritu divino. ‘No te lo ha
revelado nadie de carne y hueso…’ Es
necesario abrir el corazón, abrirse con disponibilidad total para Dios. Solo
así, vaciándonos de nosotros mismos podremos llenarnos de Dios, podremos sentir
el amor de Dios en nuestros corazones y será entonces cuando podremos llegar a
conocer a Dios, penetrar más profundamente en el misterio de Dios. Ya dirá Jesús
en otro momento, dando gracias al Padre, porque los sencillos y los pobres
alcanzarán la revelación de Dios.
Mientras estemos llenando nuestro corazón
de cosas que nos apropian – no somos nosotros los que al final nos apropiamos
de las cosas, sino que las cosas se apropian de nosotros – mientras sigamos
encerrados en nuestras ideas preconcebidas, mientras permanezca en nosotros ese
orgullo de que nos sabemos todas las cosas, no podremos alcanzar a vislumbrar
ese misterio de Dios. Es lo que le vemos hacer ahora a Pedro, como se lo vimos
hacer a María, la llena de la gracia, la llena de Dios, porque se hizo humilde
y se hizo pequeña y lo único que le importaba era descubrir lo que era la
voluntad de Dios para plantarla en su corazón. Pensemos como ha de ser nuestra
oración, nuestro trato íntimo con el Señor.
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