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sábado, 6 de agosto de 2016

Aprendamos a subir a la montaña del Tabor de nuestra oración, de nuestra interioridad, del silencio para sentir la presencia y dejarnos iluminar por la luz de Dios

Aprendamos a subir a la montaña del Tabor de nuestra oración, de nuestra interioridad, del silencio para sentir la presencia y dejarnos iluminar por la luz de Dios

2Pedro 1,16-19; Sal 96; Lucas 9, 28b-36

‘Maestro, ¡qué bien se está aquí!’ y no era para menos. La experiencia que estaba viviendo Simón Pedro era única e irrepetible. Nunca había llegado a tener una visión así. La gloria del Señor se estaba manifestando ante él y casi no se lo podía creer.
Jesús se los había llevado a aquella montaña alta. Seguramente les había costado la subida, pero ahora podían decir que había merecido la pena. Y no eran las bellezas de las llanuras de Yesrael que desde allí se contemplaban lo que le causaba admiración. Era algo distinto lo que estaba sucediendo y de lo que eran testigos y que transformaría sus vidas. Con él habían ido también los dos hermanos Zebedeos. Eran los tres discípulos escogidos de manera especial por Jesús para ser testigos de momentos extraordinarios como lo que ahora estaba sucediendo.
Había subido para orar en la montaña, como a Jesús le gustaba; solía ir a lugares apartados y tranquilos, porque la experiencia de Dios es difícil de captarla en medio de bullicios y ruidos. Como Elías que se había ido a la montaña y allí sintió la presencia de Dios; como Moisés que subía a lo alto de la montaña de Dios o del Sinaí; como Abraham que también en soledad del silencio escuchaba y recibía a Dios en su tienda. Ahora Jesús se había transfigurado con la gloria de Dios. Su rostro resplandecía; sus vestidos resplandecían; todo era luz y esplendor; y allí estaban también Moisés y Elías. ‘¡qué bien se está aquí!’
Cuando uno se deja iluminar por la luz de Jesús esa luz no puede dejar de brillar en tu vida. Como Moisés cuando contempló a Dios en la montaña y luego siempre su rostro resplandecía. Disfrutamos de la presencia de Dios en la montaña de la oración, en los momentos especiales que Dios nos concede en que podemos experimentar su presencia en nosotros, pero con esa luz tenemos que ir a los demás. Es tan importante ese momento de encuentro vivo con el Señor para escucharlo, para dejarnos iluminar por El.
La experiencia de la alta montaña aun se había terminado porque los envolvió una nube sino de la inmensidad de la presencia de Dios. Escucharían una voz que señalaba a Jesús como el Hijo amado del Padre.  ‘Este es mi Hijo, el escogido, escuchadle’. Era ahora la experiencia que llenaría de fuerza sus vidas. Vendrían momentos duros y difíciles; Jesús anunciaba una y otra la experiencia de la pascua que El habría de vivir. Para eso era su próxima subida a Jerusalén y bien necesitaban ellos llevar bien asumida en sus vidas esta experiencia única que habían vivido ahora en lo alto de la montaña. Ahora habían de bajar de nuevo a la llanura de la vida, al día a día por aquellos caminos nuevos que se abrían ante ellos.
Tenemos que vivir nosotros la experiencia de la transfiguración para llenarnos de luz y poder resplandecer con esa luz y llevarla a los demás. Las tinieblas se resisten a la luz. Como dice el principio del evangelio de Juan las tinieblas no la recibieron. Es de lo que tenemos que tener conciencia en nuestro camino para fortalecernos en esa luz, en esa fe y poder dar así testimonio.
Cuánto tenemos que aprender a subir a la montaña del Tabor, que es nuestra oración, que es ese nuestro cuarto interior, que es ese momento de recogimiento e interioridad que cada día hemos de saber tener, que es ese silencio que hemos de saber hacer en medio de los bullicios y ruidos de la vida, para tener esa experiencia de luz, de vida, de Dios.


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