No rompamos el candor de ese mundo feliz de los niños sino más bien aprendamos a ser como ellos que incluso con sus juegos están construyendo un mundo feliz
Ezequiel 18,1-10.13b.30-32; Sal 50; Mateo 19,13-15
Creo que todos nos sentimos cautivados por la ternura de un niño
pequeño. Su inocencia, su mirada limpia de toda malicia, la sonrisa que se
escapa de sus ojos, sus gestos sencillos y nunca calculados, su prontitud para
responder al cariño que te le ofreces que él te devuelve multiplicado en
generosidad, sus preguntas inocentes que nos llegan al alma porque simplemente
quiere conocer, saber por qué, su disponibilidad siempre pronta para agradarte
son algunos de esos gestos que nos cautivan y que nos llenan el alma porque con
su ternura se adueña de nuestro corazón.
Qué lastima que la vida pronto lo vaya maleando y no se mantenga
siempre esa inocencia en su mirada, porque nuestras respuestas y actitudes
comienzan a encerrarlo en si mismo; es el mal ejemplo que le damos en un mundo
que ellos quisieran siempre feliz, pero que descubren en nosotros esas malicias
que nos rompen y nos enfrentan, que le hacen perder el brillo de su mirada
porque pronto con nuestras actitudes les enseñamos a ser egoístas y ambiciosos.
No rompamos el candor de ese mundo feliz de los niños sino más bien aprendamos
nosotros a ser como ellos que incluso con sus juegos inocentes están
construyendo un mundo feliz.
Es por lo que nos dice hoy Jesús en el evangelio que los que somos
como niños podremos entender bien lo que es el Reino de Dios que el nos viene a
anunciar y construir.
Las madres les habían llevado a sus hijos a Jesús para que los
bendijese. Con sus juegos inocentes pronto se adueñarían de la escena, porque
Jesús a quienes prestaba atención era a aquellos niños que le rodeaban. Pronto
aparecerán por allí los discípulos muy celosos de la tranquilidad de Jesús sin
llegar a comprender lo que Jesús estaba disfrutando de la presencia de aquellos
niños. En ellos estaba viendo las características del Reino de Dios que
anunciaba, un mundo donde en verdad todos fuéramos felices.
Pero siempre aparecerá quien nos viene a agriar los mejores momentos;
allí están los que no saben apreciar las cosas pequeñas y sencillas, sino que
piensan que todo tiene que ser a lo grande, por eso no aprenderán a valorar a
los que son pequeños en la vida que no solo son los niños, a los niños tampoco
los valorarán. Les molesta lo pequeño y lo sencillo porque esos gestos quizá
les están denunciando que con sus ambiciones grandiosas y llenas de orgullo no
podrán nunca ser felices de verdad. Aquello que nos habla claramente nos
molesta y lo queremos quitar de en medio.
‘No le impidáis a los niños que se acerquen a mi’, les dirá Jesús
corrigiendo aquellos celosos ímpetus de sus discípulos. Os he hablado del Reino
de Dios, un día en la montaña os llamé dichosos y felices no por poseer muchas
cosas, sino que en vuestra pequeñez, con las pequeñas cosas, si ponéis ternura
en el corazón, si quitáis toda malicia de vuestros sentimientos, si os manifestáis
sencillos y cercanos, como lo hacen estos niños, podréis entender todo lo que
os he dicho del Reino de Dios. Aquí tenéis la muestra de la felicidad que os
ofrezco que llenará plenamente vuestro corazón. Tenéis que haceros como niños, tenéis
que saber acoger y valorar a un niño y las cosas de los niños, así podréis
poseer de verdad el Reino de Dios.
Ojalá nos hiciéramos de nuevo niños con nuestra ternura, en la
sencillez de nuestras vidas, en la rectitud y limpieza de nuestro corazón del
que desterramos toda malicia, en el saborear aquellas cosas que nos parece
tienen poco valor pero que están muy llenas de amor, en esa cercanía que nos
hace acoger a todos sin poner ninguna traba ni distinción, en el saber estar
con todos valorando todo lo bueno que con ellos podemos disfrutar. Qué distinta
seria nuestra vida, qué distinto sería nuestro mundo, qué felices seríamos
todos.