La experiencia gozosa de los que se sienten amados y perdonados por la misericordia de Jesús comenzarán a vivir las nuevas actitudes y valores del amor y del perdón
Ezequiel 12,1-12; Sal 77; Mateo 18,21–19,1
Todos tenemos en nuestro interior alguna cicatriz, alguna pequeña
herida que nos ha costado curar y que de vez en cuando nos vuelve a aparecer, o
ante sensibilidad sentimos de nuevo su escozor y parece que nunca se termina de
curar, ni nunca terminamos de olvidarlo. Realmente somos nosotros los que sufrimos
aunque quizá quien nos produjo esa herida ya ni lo recuerde y, aunque no lo
queramos porque realmente desearíamos vivir con paz en el corazón, vuelven a
aparecer esos sentimientos negativos que tanto daño nos hacen.
Si con madurez afrontamos nuestra vida sabremos encontrar recursos
para ocultar esos sentimientos y no se reflejen en actitudes que nosotros
podamos tomar contra los demás; una de las cosas que pretenderíamos evitar es
la desconfianza y no es ya solo a quien nos hizo daño un día, sino la desconfianza
en general que podamos tener hacia cualquiera que está a nuestro lado y podríamos
sospechar que nos quiere mal o nos quiere hacer algún daño.
Tristemente sin embargo vemos con frecuencia cuantas cosas en este
sentido hay a nuestro alrededor, en familias que no se entienden y se llevan
mal, desconfianzas entre vecinos y antiguos amigos a los que ahora queremos ver
bien de lejos, gentes que se dejan de hablar por algún roce que un día tuvieron
y que no supieron superarlos y que hará que incluso sean resentimientos
heredados en las siguientes generaciones. Cuantos distanciamientos y
desconfianzas encontramos entre vecinos y familiares que algunas veces ni
sabemos bien por qué, pero que fueron generados por heridas en la vida mal
curadas y que siguen con sensibilidad a flor de piel.
Cuantas cosas que se guardan en el corazón y que lo único que hacen es
dañarnos; qué felices seríamos si nos pudiéramos liberar de esos pesos muertos
que llevamos dentro; cuantas dramas y tragedias que se viven en lo secreto del
alma y que a la larga no nos dejan ser felices de verdad, porque no hemos
dejado llegar la paz al corazón.
Y es que no sabemos disfrutar de la experiencia del perdón y de la
misericordia; sentirnos nosotros perdonados y sanados interiormente y ser capaces
nosotros de vivir también la experiencia gozosa del perdonar y curar para
siempre nuestras heridas y las heridas de los demás. Es algo que nosotros los cristianos tenemos como una gran
riqueza, un hermoso tesoro que algunas veces no sabemos disfrutar.
Los cristianos somos los hijos de la misericordia y lo que tenemos la
bienaventuranza para nuestra vida cuando sabemos ser misericordiosos. Sí,
tenemos que saber disfrutar lo que es la misericordia y el perdón divino sobre
nuestras vidas. Es importante. Es algo que tendría que marcar nuestra
existencia. En fin de cuentas la respuesta de la fe es la respuesta al amor y a
la misericordia de Dios sobre nosotros. Hemos de aprender a saborear en nuestro
corazón el gozo del perdón recibido y así aprenderemos a saborear el gozo del perdón
concedido a los demás.
Pedro pregunta a Jesús por las veces que tenemos que perdonar
reflejando así esas medidas humanas que nosotros siempre ponemos con nuestros
plazos y cortapisas. Jesús responde con una parábola. Una parábola que nos
refleja el amor de Dios, pero que nos refleja que no siempre nosotros lo
saboreamos ni lo concedemos de la misma manera a los demás. Si el criado de la
parábola se porto tan groseramente con su hermano no perdonando la deuda es
porque no había saboreado en su corazón el perdón que a él le había concedido
su amor y señor.
Es la experiencia gozosa que nosotros hemos de aprender a vivir. Y
nuestras heridas se curarán de verdad y se acabaran las sensibilidades que nos
traigan viejos recuerdos y resentimientos. El que sigue a Jesús y lo ama
comienza a vivir en nuevas actitudes y valores.
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