Gal. 6, 14-18
Sal. 15
Mt. 11, 25-30
El corazón del que se siente cautivado por Cristo busca quizá cosas grandes y extraordinarias para manifestar su amor. Pero ¿qué nos pide Cristo? Las cosas pequeñas de cada día realizadas en la profundidad del amor. Lo que en cierto modo es más difícil, por la continuidad y la constancia nos cuesta más. Pero seremos capaces de hacer cosas extraordinarias si nos hemos entrenado bien en esa fidelidad a las cosas pequeñas de cada día.
Una cosa sí es necesaria. Que nos unamos de tal manera a Cristo que su vida sea nuestra vida. Y digo que su vida sea nuestra vida, no sólo porque El nos ha hecho el regalo maravilloso de hacernos partícipes de su vida divina, para que en El seamos también hijos de Dios. Eso ya es un regalo grande que El nos hace. Pero por nuestra parte tenemos que buscar la forma de asemejarnos en todo a El. Como hemos reflexionado no hace muchos días, que tengamos los mismos sentimientos de una vida en Cristo Jesús.
Asemejarnos a Cristo pasa por el camino del amor, de la humildad y de la sencillez, de la entrega y de la cruz, de la mansedumbre y de la paz. Es amar con su mismo amor; amar como El nos ama; amar a todos como a todos ama el Señor.
Por el camino de la humildad y sencillez; sólo los humildes se pueden llenar de Dios, podrán conocer a Dios. El da gracias porque el misterio de Dios no se rebela a los soberbios y a los engreídos que se creen sabios, sino a los sencillos y a los humildes. Lo hemos escuchado en el Evangelio y tantas veces repetido. ‘Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla’. Sólo los humildes podrán ser grandes, porque el que sabe ser el último podrá ser el primero.
Camino de la entrega y de la cruz. Es la consecuencia del amor. El se dio y se dio hasta el final. Y así la entrega y la cruz tiene que ser nuestra gloria. ‘Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo’. Así nos decía san Pablo. Por eso terminaba diciendo el apóstol, ‘llevo en mi carne las marcas de Cristo’. Que así seamos capaces nosotros de ser marcados por Cristo. No podemos olvidar que ya desde nuestro bautismo fuimos marcados con la señal de la cruz. Y la cruz es la señal del cristiano.
Camino de mansedumbre y de paz. ‘Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera’. Los mansos verán a Dios, nos dijo también en las bienaventuranzas. Que haya pues esa mansedumbre en nuestro corazón porque es una forma de parecernos a Dios, de asemejarnos a Jesús. Que desterremos todo signo de violencia en nosotros para que nos llenemos de su paz.
Todo esto lo vemos perfectamente reflejado en san Francisco de Asís a quien hoy estamos celebrando. Precisamente en la oración litúrgica lo hemos expresado. ‘Otorgaste a san Francisco de Asís la gracia de asemejarse a Cristo por la humildad y la pobreza’. Bien conocemos todos detalles de su vida, desde el momento en que se despojó de todo para vivir pobre como Jesús y entre los pobres y los humildes. Es el hombre de la mansedumbre total, de la humildad hasta lo más profundo, de la santidad de vida más sublime.
Se abrazó a la cruz de Cristo haciendo suyas las palabras de san Pablo que hemos mencionado, de tal manera que incluso en su propia carne llevaba los estigmas de la pasión de Cristo, en las heridas de sus manos, sus pies y su costado.
Que imitemos a san Francisco en ese asemejarnos en todo a Cristo. Que podamos en verdad seguir a Cristo y entregarnos con un amor jubiloso. La alegría del amor; la alegría de la humildad y de la mansedumbre; la alegría de la fe; la alegría de la entrega y de la cruz.
Nos falta muchas veces esa alegría. Quizá hacemos ofrenda de nuestras vidas al Señor, de nuestro amor, de nuestros sacrificios, de nuestros sufrimientos, pero no lo hagamos resignados, sino con alegría para que nuestra entrega y nuestra ofrenda sea más verdadera.
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sábado, 4 de octubre de 2008
Asemejarnos a Cristo y entregarnos con un amor jubiloso
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viernes, 3 de octubre de 2008
Te doy gracias porque me has escogido portentosamente...
Job, 38, 1.12-21; 39, 33-35
Sal. 138
Lc. 10, 13-16
Recordamos al paciente Job sobre el que caían desgracias sin cuento, pero que no perdió nunca la calma ni la esperanza en medio de su adversidad. Esta semana ha sido el tema de la primera lectura, aunque por razón de las memorias que hemos tenido que celebrar, santos Arcángeles, Ángeles custodios y otros santos, no hemos podido seguir con detalle.
Decir que a casa de Job llegaron diversos amigos con palabras de consuelo, palabras que no satisfacían a nadie ni nada consolaban, y hasta el mismo Job se hace sus reflexiones buscando una respuesta a sus preguntas e interrogantes profundos de su alma.
Hoy, ya casi al final del libro de Job, es Dios quien le habla para dar a conocer su grandeza manifestada en la obra de la creación. Cuando el hombre con sus sabidurías humanas quiere dar respuesta a todos los interrogantes, Dios viene a decirle a Job que está por encima de todo eso, puesto que ¿ha sido capaz el hombre de realizar toda esa maravilla de la creación?
Con lenguaje y preguntas propias de su época, que hoy tendrían quizá otros planteamientos, el Señor le pregunta a Job si es el hombre el que ha creado la maravilla de un amanecer o un atardecer, o ha podido medir toda la profundidad y amplitud de la tierra y el universo. Aunque en nuestros avances científicos y conocimiento de la naturaleza y el universo podamos dar muchas respuestas, siempre detrás de todo eso sigue el interrogante del misterio, porque la inmensidad de todo lo creado y de su Creador va mucho más allá de lo que el hombre con su inteligencia pueda abarcar.
Hoy mismo tenemos esos experimentos científicos capaces quizá de decirnos que hubo en el momento del bing bang, pero siempre queda el misterio y la pregunta, ¿y antes? ¿y más allá? ¿y en el fondo de todo eso no hay un Creador? Preguntas y misterio que al creyente lo llevan a preguntarse por Dios.
Ante la inmensidad de la creación y de lo que Dios le plantea Job se queda mudo. ‘Me siento pequeño, dice, ¿qué replicaré? Me llevaré la mano a la boca; he hablado una vez, y no insistiré, dos veces, y no añadiré nada’.
Ante Dios ¿qué podemos decir? ¿Nos quedaremos mudos también? Con el salmo 138 nosotros decimos también: ‘¿A dónde iré lejos de tu aliento, a dónde escaparé de tu mirada? Si escalo el cielo... si me acuesto en el abismo... si vuelo hasta el margen de la aurora... si emigro hasta el confín del mar... allí estás tú... allí te encuentro... allí me alcanzará tu izquierda... me agarrará tu derecha...’
¿Qué puedo decir? ¿Me quedaré mudo? Tendré que reconocer la grandeza de Dios y darle gracias. ‘Te doy gracias porque me has escogido portentosamente...’ Maravilloso es el mundo que has creado, pero más maravillosa es la obra más bella de todas tus criaturas. ‘¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, para hacerlo poco inferior a los ángeles?’ Grande nos has creado cuando nos has dado esa inteligencia y esa capacidad de conocimiento para poder descubrir y admirar tus maravillas. Lo has hecho el rey de la creación y todo lo has puesto en sus manos. Te doy gracias, Señor, porque te hayas fijado en mí, pequeño entre la inmensidad de tu creación, pero me amas con un amor tan especial.
‘Te doy gracias porque me has escogido portentosamente, porque son admirables tus obras...’
Sal. 138
Lc. 10, 13-16
Recordamos al paciente Job sobre el que caían desgracias sin cuento, pero que no perdió nunca la calma ni la esperanza en medio de su adversidad. Esta semana ha sido el tema de la primera lectura, aunque por razón de las memorias que hemos tenido que celebrar, santos Arcángeles, Ángeles custodios y otros santos, no hemos podido seguir con detalle.
Decir que a casa de Job llegaron diversos amigos con palabras de consuelo, palabras que no satisfacían a nadie ni nada consolaban, y hasta el mismo Job se hace sus reflexiones buscando una respuesta a sus preguntas e interrogantes profundos de su alma.
Hoy, ya casi al final del libro de Job, es Dios quien le habla para dar a conocer su grandeza manifestada en la obra de la creación. Cuando el hombre con sus sabidurías humanas quiere dar respuesta a todos los interrogantes, Dios viene a decirle a Job que está por encima de todo eso, puesto que ¿ha sido capaz el hombre de realizar toda esa maravilla de la creación?
Con lenguaje y preguntas propias de su época, que hoy tendrían quizá otros planteamientos, el Señor le pregunta a Job si es el hombre el que ha creado la maravilla de un amanecer o un atardecer, o ha podido medir toda la profundidad y amplitud de la tierra y el universo. Aunque en nuestros avances científicos y conocimiento de la naturaleza y el universo podamos dar muchas respuestas, siempre detrás de todo eso sigue el interrogante del misterio, porque la inmensidad de todo lo creado y de su Creador va mucho más allá de lo que el hombre con su inteligencia pueda abarcar.
Hoy mismo tenemos esos experimentos científicos capaces quizá de decirnos que hubo en el momento del bing bang, pero siempre queda el misterio y la pregunta, ¿y antes? ¿y más allá? ¿y en el fondo de todo eso no hay un Creador? Preguntas y misterio que al creyente lo llevan a preguntarse por Dios.
Ante la inmensidad de la creación y de lo que Dios le plantea Job se queda mudo. ‘Me siento pequeño, dice, ¿qué replicaré? Me llevaré la mano a la boca; he hablado una vez, y no insistiré, dos veces, y no añadiré nada’.
Ante Dios ¿qué podemos decir? ¿Nos quedaremos mudos también? Con el salmo 138 nosotros decimos también: ‘¿A dónde iré lejos de tu aliento, a dónde escaparé de tu mirada? Si escalo el cielo... si me acuesto en el abismo... si vuelo hasta el margen de la aurora... si emigro hasta el confín del mar... allí estás tú... allí te encuentro... allí me alcanzará tu izquierda... me agarrará tu derecha...’
¿Qué puedo decir? ¿Me quedaré mudo? Tendré que reconocer la grandeza de Dios y darle gracias. ‘Te doy gracias porque me has escogido portentosamente...’ Maravilloso es el mundo que has creado, pero más maravillosa es la obra más bella de todas tus criaturas. ‘¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, para hacerlo poco inferior a los ángeles?’ Grande nos has creado cuando nos has dado esa inteligencia y esa capacidad de conocimiento para poder descubrir y admirar tus maravillas. Lo has hecho el rey de la creación y todo lo has puesto en sus manos. Te doy gracias, Señor, porque te hayas fijado en mí, pequeño entre la inmensidad de tu creación, pero me amas con un amor tan especial.
‘Te doy gracias porque me has escogido portentosamente, porque son admirables tus obras...’
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jueves, 2 de octubre de 2008
Voy a enviarte un ángel por delante que te cuide en el camino
Ex. 23, 20-23
Sal. 90
Mt. 18, 1-5.10
‘Bendecid al Señor, ángeles del Señor; cantadle y ensalzadle eternamente’, así hemos comenzado hoy nuestra celebración en esta fiesta de los santos Ángeles Custodios.
Cuando pensamos en los ángeles la imagen primera que viene a nuestra mente es la que nos refleja la Biblia en diversos textos de la gloria del cielo. Así lo expresamos incluso en la celebración cuando al inicio de la plegaria eucarística nos unimos ‘a los ángeles y arcángeles que cantan sin cesar el himno de tu gloria’. Así podríamos recordar por ejemplo un texto bellísimo del Apocalipsis: ‘Oí después, en la visión, la voz de innumerables ángeles que estaban alrededor del trono, de los seres vivientes y de los ancianos; eran cientos y cientos, miles y miles, que decían con voz potente: Digno es el Cordero degollado, de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, el honor, la gloria y la alabanza’.
Pero hoy en nuestra celebración litúrgica hacemos memoria especial de los Ángeles Custodios. Como decimos en la oración litúrgica de esta fiesta, ‘en tu providencia amorosa te has dignado enviar para nuestra custodia a tus santos ángeles...’ Ahí lo estamos expresando. Los ángeles que Dios ha puesto a nuestro lado en el camino de la vida, que nos custodian, nos protegen, nos ayudan, nos traen las inspiraciones de lo alto del camino bueno que hemos de hacer, de lo malo de lo que tenemos que apartarnos. Por eso pedíamos ‘vernos siempre defendidos por su protección y gozar eternamente de su compañía... que su continua protección nos libre de los peligros presentes y nos lleve a la vida eterna’.
De ello nos ha hablado la Palabra de Dios proclamada, aunque podrían ser también otros los textos que leyéramos.
En el libro del Éxodo, haciendo referencia a la protección del Señor a su pueblo mientras peregrina por el desierto camino de la tierra prometida, se dice: ‘Así dice el Señor: voy a enviarte un ángel por delante para que te cuide en el camino y te lleve al lugar que he preparado... mi ángel irá por delante y te llevará...’
En ese sentido es hermoso también el salmo 90 que hemos recitado. ‘Ha dado órdenes a sus ángeles para que te guarden en tus caminos... te librará de la red del cazador... te cubrirá con sus plumas... bajo sus alas te refugiarás... no temerás el espanto nocturno...’ De día y de noche el ángel del Señor está a nuestro lado. Las imágenes son bellas para expresar esa protección, esa ayuda, ese refugio que significa su presencia junto a nosotros.
Abramos los ojos de la fe para descubrir esa presencia del ángel del Señor a nuestro lado. Cuántas veces nos sentimos en peligro, pero nos vemos libres de él. cuántas veces sentimos en nuestro interior ese impulso a lo bueno, o ese algo que nos impide realizar lo malo. Veamos la presencia del ángel del Señor en nuestra vida; escuchemos esa inspiración que es gracia del Señor que nos protege.
Recuerdo, como una imagen gravada en mi retina, aquel cuadro que mi madre tenía en la cabecera de la cama – muchos iguales he visto en muchos lugares en mis visitas a las familias y a los enfermos – que representaba a un ángel que agarrándolo de la mano ayuda a un niño que tenía el peligro de caer por el abismo de un barranco o algo así. Escuchemos allá en nuestro interior la voz del ángel de la guarda que nos quiere prevenir contra lo malo. Ese ángel que está siempre viendo el rostro de Dios, ‘el rostro de mi Padre celestial’ como nos decía Jesús en el evangelio.
En la oración final pediremos al Señor que ‘a los que has alimentado con estos sacramentos que llevan a la vida eterna, dirígelos bajo la tutela de tus ángeles por los caminos de la salvación y de la paz’. Que con los ángeles y los arcángeles y con todos los coros celestiales podamos cantar eternamente la alabanza del Señor en el cielo.
Sal. 90
Mt. 18, 1-5.10
‘Bendecid al Señor, ángeles del Señor; cantadle y ensalzadle eternamente’, así hemos comenzado hoy nuestra celebración en esta fiesta de los santos Ángeles Custodios.
Cuando pensamos en los ángeles la imagen primera que viene a nuestra mente es la que nos refleja la Biblia en diversos textos de la gloria del cielo. Así lo expresamos incluso en la celebración cuando al inicio de la plegaria eucarística nos unimos ‘a los ángeles y arcángeles que cantan sin cesar el himno de tu gloria’. Así podríamos recordar por ejemplo un texto bellísimo del Apocalipsis: ‘Oí después, en la visión, la voz de innumerables ángeles que estaban alrededor del trono, de los seres vivientes y de los ancianos; eran cientos y cientos, miles y miles, que decían con voz potente: Digno es el Cordero degollado, de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, el honor, la gloria y la alabanza’.
Pero hoy en nuestra celebración litúrgica hacemos memoria especial de los Ángeles Custodios. Como decimos en la oración litúrgica de esta fiesta, ‘en tu providencia amorosa te has dignado enviar para nuestra custodia a tus santos ángeles...’ Ahí lo estamos expresando. Los ángeles que Dios ha puesto a nuestro lado en el camino de la vida, que nos custodian, nos protegen, nos ayudan, nos traen las inspiraciones de lo alto del camino bueno que hemos de hacer, de lo malo de lo que tenemos que apartarnos. Por eso pedíamos ‘vernos siempre defendidos por su protección y gozar eternamente de su compañía... que su continua protección nos libre de los peligros presentes y nos lleve a la vida eterna’.
De ello nos ha hablado la Palabra de Dios proclamada, aunque podrían ser también otros los textos que leyéramos.
En el libro del Éxodo, haciendo referencia a la protección del Señor a su pueblo mientras peregrina por el desierto camino de la tierra prometida, se dice: ‘Así dice el Señor: voy a enviarte un ángel por delante para que te cuide en el camino y te lleve al lugar que he preparado... mi ángel irá por delante y te llevará...’
En ese sentido es hermoso también el salmo 90 que hemos recitado. ‘Ha dado órdenes a sus ángeles para que te guarden en tus caminos... te librará de la red del cazador... te cubrirá con sus plumas... bajo sus alas te refugiarás... no temerás el espanto nocturno...’ De día y de noche el ángel del Señor está a nuestro lado. Las imágenes son bellas para expresar esa protección, esa ayuda, ese refugio que significa su presencia junto a nosotros.
Abramos los ojos de la fe para descubrir esa presencia del ángel del Señor a nuestro lado. Cuántas veces nos sentimos en peligro, pero nos vemos libres de él. cuántas veces sentimos en nuestro interior ese impulso a lo bueno, o ese algo que nos impide realizar lo malo. Veamos la presencia del ángel del Señor en nuestra vida; escuchemos esa inspiración que es gracia del Señor que nos protege.
Recuerdo, como una imagen gravada en mi retina, aquel cuadro que mi madre tenía en la cabecera de la cama – muchos iguales he visto en muchos lugares en mis visitas a las familias y a los enfermos – que representaba a un ángel que agarrándolo de la mano ayuda a un niño que tenía el peligro de caer por el abismo de un barranco o algo así. Escuchemos allá en nuestro interior la voz del ángel de la guarda que nos quiere prevenir contra lo malo. Ese ángel que está siempre viendo el rostro de Dios, ‘el rostro de mi Padre celestial’ como nos decía Jesús en el evangelio.
En la oración final pediremos al Señor que ‘a los que has alimentado con estos sacramentos que llevan a la vida eterna, dirígelos bajo la tutela de tus ángeles por los caminos de la salvación y de la paz’. Que con los ángeles y los arcángeles y con todos los coros celestiales podamos cantar eternamente la alabanza del Señor en el cielo.
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miércoles, 1 de octubre de 2008
El que se hace pequeño como este niño...
Is. 66, 10-14
Sal. 130
Mt. 18, 1-4
Las palabras de Jesús van despertando la conciencia de los que le escuchan y eso hace que, en los interrogantes que se van produciendo en el corazón de cada uno de los que lo escucha o contemplan sus acciones, se acerquen a Jesús con preguntas sobre temas fundamentales sobre el Reino de Dios que Jesús está anunciando.
Hoy hemos contemplado que ‘los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron: ¿Quién es el más importante en el Reino de los cielos?’ Pero de la misma manera podemos contemplar a otros que también se acercan a Jesús con sus cuestiones.
El joven rico, se acerca a preguntarle: ‘Maestro bueno, ¿qué es lo que hay que hacer para heredar la vida eterna?’
Y también recordamos cómo Nicodemo fue de noche a ver a Jesús. Había inquietud en su corazón. ‘Maestro, sabemos que Dios te ha enviado para enseñarnos; nadie, en efecto, puede realizar los signos que tú haces, si Dios no está con él’. Y vendrán luego las preguntas ‘¿Cómo puede nacer un hombre siendo viejo?... ¿Cómo puede ser esto de nacer del Espíritu?’
Y Jesús va respondiendo a todos. A todos va aclarando las dudas que se van planteando. Y habla de nacer de nuevo por el agua y el Espíritu; y de hacerse niño y pequeño; y de ser capaz de acoger a todos y acoger, entonces, también a un niño; y habla de ser fiel y dejarse guiar por Dios para darlo todo por El. Nos está enseñando Jesús a apoyarnos en Dios, como un niño que se apoya y recuesta en el regazo de una madre, porque es allí donde encuentra la verdadera seguridad.
Hacerse niño, nos viene a decir Jesús hoy. ‘El llamó a un niño, lo puso en medio, y dijo: Os digo que si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el reino de los cielos’. Volver a nacer, que le había dicho a Nicodemo. Hacerse niño que es la respuesta que le da a los discípulos.
Hacerse niño es, entre otras cosas, dejarse conducir; hacerse pequeño y dejarse llevar de la mano; querer aprender y dejarse enseñar; no se cree sabio y entendido, sino siempre tiene los ojos abiertos y el corazón para aprender y para asimilar; ser sencillo y humilde para no dejar meter en el corazón el orgullo de que soy grande y nadie me tiene que decir ni enseñar; amar y dejarse amar. Un niño se fía y se confía. Un niño da cariño y se hace querer.
Dios ha preparado su Reino para los humildes y los sencillos, y los humildes y los sencillos podrán poseer el Reino de Dios. Recordemos las bienaventuranzas. Los pobres, los mansos, los humildes poseerán y verán a Dios. Recordemos cómo Jesús bendice y da gracias al Padre del cielo ‘porque ha revelado estas cosas a los pequeños y los sencillos y las ha ocultado a los sabios y entendidos’. Recordemos también el cántico de María. Los que se ponen al nivel de los pequeños son los que entenderán los valores del Reino de Dios y podrán vivirlos.
Estamos celebrando a santa Teresa del Niño Jesús: santa Teresita, como le decimos todos. La de la espiritualidad de la infancia espiritual. La que era pequeña aunque su corazón fuera grande porque su tarea era la del amor, como llegó a descubrir que Dios le pedía. Se dejó conducir por el Espíritu y alcanzó la senda de la santidad. Henchida de Dios fue capaz de poner a todo el mundo en su corazón, y con su humildad, sus sacrificios, su oración, el ofrecimiento de su vida y de su enfermedad, sin salir del convento, fue misionera por todo el mundo, de manera que la Iglesia la reconoce como Patrona de las misiones, junto a aquel otro gran misionero que recorrió el mundo conocido de entonces para llegar hasta el Japón.
Que así vivamos nuestro seguimiento de Jesús. No nos importe ser pequeños, humildes, quizá pasemos desapercibidos, pero en nuestro amor podemos realizar cosas grandes si de verdad nos llenamos de Dios. Como María, la humilde esclava del Señor, pero el Señor se había fijado en la pequeñez de su esclava, como cantaría en el Magnificat.
Sal. 130
Mt. 18, 1-4
Las palabras de Jesús van despertando la conciencia de los que le escuchan y eso hace que, en los interrogantes que se van produciendo en el corazón de cada uno de los que lo escucha o contemplan sus acciones, se acerquen a Jesús con preguntas sobre temas fundamentales sobre el Reino de Dios que Jesús está anunciando.
Hoy hemos contemplado que ‘los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron: ¿Quién es el más importante en el Reino de los cielos?’ Pero de la misma manera podemos contemplar a otros que también se acercan a Jesús con sus cuestiones.
El joven rico, se acerca a preguntarle: ‘Maestro bueno, ¿qué es lo que hay que hacer para heredar la vida eterna?’
Y también recordamos cómo Nicodemo fue de noche a ver a Jesús. Había inquietud en su corazón. ‘Maestro, sabemos que Dios te ha enviado para enseñarnos; nadie, en efecto, puede realizar los signos que tú haces, si Dios no está con él’. Y vendrán luego las preguntas ‘¿Cómo puede nacer un hombre siendo viejo?... ¿Cómo puede ser esto de nacer del Espíritu?’
Y Jesús va respondiendo a todos. A todos va aclarando las dudas que se van planteando. Y habla de nacer de nuevo por el agua y el Espíritu; y de hacerse niño y pequeño; y de ser capaz de acoger a todos y acoger, entonces, también a un niño; y habla de ser fiel y dejarse guiar por Dios para darlo todo por El. Nos está enseñando Jesús a apoyarnos en Dios, como un niño que se apoya y recuesta en el regazo de una madre, porque es allí donde encuentra la verdadera seguridad.
Hacerse niño, nos viene a decir Jesús hoy. ‘El llamó a un niño, lo puso en medio, y dijo: Os digo que si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el reino de los cielos’. Volver a nacer, que le había dicho a Nicodemo. Hacerse niño que es la respuesta que le da a los discípulos.
Hacerse niño es, entre otras cosas, dejarse conducir; hacerse pequeño y dejarse llevar de la mano; querer aprender y dejarse enseñar; no se cree sabio y entendido, sino siempre tiene los ojos abiertos y el corazón para aprender y para asimilar; ser sencillo y humilde para no dejar meter en el corazón el orgullo de que soy grande y nadie me tiene que decir ni enseñar; amar y dejarse amar. Un niño se fía y se confía. Un niño da cariño y se hace querer.
Dios ha preparado su Reino para los humildes y los sencillos, y los humildes y los sencillos podrán poseer el Reino de Dios. Recordemos las bienaventuranzas. Los pobres, los mansos, los humildes poseerán y verán a Dios. Recordemos cómo Jesús bendice y da gracias al Padre del cielo ‘porque ha revelado estas cosas a los pequeños y los sencillos y las ha ocultado a los sabios y entendidos’. Recordemos también el cántico de María. Los que se ponen al nivel de los pequeños son los que entenderán los valores del Reino de Dios y podrán vivirlos.
Estamos celebrando a santa Teresa del Niño Jesús: santa Teresita, como le decimos todos. La de la espiritualidad de la infancia espiritual. La que era pequeña aunque su corazón fuera grande porque su tarea era la del amor, como llegó a descubrir que Dios le pedía. Se dejó conducir por el Espíritu y alcanzó la senda de la santidad. Henchida de Dios fue capaz de poner a todo el mundo en su corazón, y con su humildad, sus sacrificios, su oración, el ofrecimiento de su vida y de su enfermedad, sin salir del convento, fue misionera por todo el mundo, de manera que la Iglesia la reconoce como Patrona de las misiones, junto a aquel otro gran misionero que recorrió el mundo conocido de entonces para llegar hasta el Japón.
Que así vivamos nuestro seguimiento de Jesús. No nos importe ser pequeños, humildes, quizá pasemos desapercibidos, pero en nuestro amor podemos realizar cosas grandes si de verdad nos llenamos de Dios. Como María, la humilde esclava del Señor, pero el Señor se había fijado en la pequeñez de su esclava, como cantaría en el Magnificat.
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martes, 30 de septiembre de 2008
¿Cómo reaccionamos ante el mal que tengamos que sufrir?
Job, 3, 1-3.11-17.20-23
Sal. 87
Lc. 9, 51-56
¿Cómo reaccionamos ante el mal que tengamos que sufrir? Muchas cosas nos hacen sufrir, ya sean nuestras propias debilidades o enfermedades, y sean tantas limitaciones a las que nos vemos sometidos, o ya sea también en el sufrimiento que tengamos causado por los otros, porque nos hagan daño, nos contradigan en nuestros deseos, o por tantas otras cosas que surgen en nuestra relación con los otros. La vida no siempre es un camino de rosas y, aunque así fuera, esas rosas también tienen espinas que en determinados momentos nos pudieran herir.
La Palabra de Dios, el Evangelio, ilumina todas las situaciones de nuestra vida. Desde el Evangelio tendremos que saber encontrar esas actitudes nuevas con las que nos enfrentemos a esas situaciones y es escuela que nos enseña para nuestro actuar. Por eso, el creyente cristiano, el que cree en Cristo, tiene que saber leer la Palabra de Dios en esas situaciones de nuestra vida y dejar que nos ilumine y nos dé pautas para nuestro actuar.
La Palabra de Dios que hoy se nos ha proclamado nos presenta dos situaciones en este sentido y quiere ser esa luz para nuestra vida. Ayer comenzamos a leer el libro de Job, uno de los libros sapienciales del Antiguo Testamento (aunque ayer no lo tuvimos en la realidad, porque en la liturgia prevalecía la celebración de los Santos Arcángeles que tenía sus lecturas propias). Todos conocemos la situación de justo Job, proverbial en su paciencia y en su camino desde el dolor y el sufrimiento para encontrar en Dios esa respuesta que necesitaba en su situación.
Desposeído de sus hijos y de todas sus posesiones – es la prueba a la que quiere someterle el diablo, permitiéndolo Dios, para ver hasta donde llegaba su fidelidad al Señor – su reacción es la del hombre creyente que se somete a la voluntad de Dios. sus primeras palabras tras tanta desgracia que le sumía además en cruel enfermedad, fueron: ‘Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor’. Y concluye el texto sagrado: ‘A pesar de todo, Job no protestó contra Dios’.
Pero la situación se prolonga y se hace difícil. Hoy escuchamos el grito desesperanzado de Job que hubiera preferido no haber nacido. ‘¡Muera el día en que nací, la noche que dijo: se ha concebido un varón!... ¿Por qué dio a luz a un desgraciado y vida al que la pasa en amargura..?’ Es el llanto del que se ve en un callejón sin salida en medio de tinieblas. Seguiremos en los próximos días con el texto de Job e iremos escuchando las distintas respuestas que se le van dando con buena voluntad por parte de los amigos que le visitan. Al final vendrá la respuesta del Señor. Hoy sólo queda la súplica que expresamos en el salmo responsorial. ‘Llegue, Señor, hasta ti mi súplica... de noche grito en tu presencia... mi vida está al borde del abismo... tengo mi cama entre los muertos...’
Por su parte en el evangelio vemos otra situación, en este caso ya no producida por la enfermedad. Jesús sube Jerusalén, lo hace consciente de lo que significa esa subida porque es la subida a su Pascua, y lo hace atravesando Samaría, que no es el camino habitual en el que los galileos que se dirigen a Jerusalén utilizan.
Envía a sus discípulos a buscar alojamiento en una de aquellas aldeas, pero son rechazados ‘porque se dirigía a Jerusalén’. Ante el desaire allá están los dos hijos del Zebedeo, los hijos del trueno como los llama Jesús deseando que bajara fuego del cielo contra aquellas gentes que los han rechazado. ‘Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo y acabe con ellos?’ Es la reacción de la violencia y de la venganza. Pero Jesús los regaña. ‘No sabéis de qué espíritu sois’.
No es ese el estilo de Jesús. El no ha venido para condenar, sino para salvar. En su corazón estará siempre la misericordia y el perdón. En una situación así – cuántas veces nos sentimos impulsados también a reacciones de violencia y de venganza cuando nos contradicen o las cosas no nos gustan – mejor es irse a otro lado. ‘Se marcharon a otra aldea’, dice el evangelista. La humildad y la mansedumbre son las actitudes que Jesús nos enseña. Es el mejor camino que nos conduce al amor y al perdón.
¿Cómo reaccionamos ante el mal que tenemos que sufrir? Nos preguntábamos al principio. Miremos, pues, cuales son las actitudes de Jesús. Dejémonos enseñar por Jesús.
Sal. 87
Lc. 9, 51-56
¿Cómo reaccionamos ante el mal que tengamos que sufrir? Muchas cosas nos hacen sufrir, ya sean nuestras propias debilidades o enfermedades, y sean tantas limitaciones a las que nos vemos sometidos, o ya sea también en el sufrimiento que tengamos causado por los otros, porque nos hagan daño, nos contradigan en nuestros deseos, o por tantas otras cosas que surgen en nuestra relación con los otros. La vida no siempre es un camino de rosas y, aunque así fuera, esas rosas también tienen espinas que en determinados momentos nos pudieran herir.
La Palabra de Dios, el Evangelio, ilumina todas las situaciones de nuestra vida. Desde el Evangelio tendremos que saber encontrar esas actitudes nuevas con las que nos enfrentemos a esas situaciones y es escuela que nos enseña para nuestro actuar. Por eso, el creyente cristiano, el que cree en Cristo, tiene que saber leer la Palabra de Dios en esas situaciones de nuestra vida y dejar que nos ilumine y nos dé pautas para nuestro actuar.
La Palabra de Dios que hoy se nos ha proclamado nos presenta dos situaciones en este sentido y quiere ser esa luz para nuestra vida. Ayer comenzamos a leer el libro de Job, uno de los libros sapienciales del Antiguo Testamento (aunque ayer no lo tuvimos en la realidad, porque en la liturgia prevalecía la celebración de los Santos Arcángeles que tenía sus lecturas propias). Todos conocemos la situación de justo Job, proverbial en su paciencia y en su camino desde el dolor y el sufrimiento para encontrar en Dios esa respuesta que necesitaba en su situación.
Desposeído de sus hijos y de todas sus posesiones – es la prueba a la que quiere someterle el diablo, permitiéndolo Dios, para ver hasta donde llegaba su fidelidad al Señor – su reacción es la del hombre creyente que se somete a la voluntad de Dios. sus primeras palabras tras tanta desgracia que le sumía además en cruel enfermedad, fueron: ‘Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor’. Y concluye el texto sagrado: ‘A pesar de todo, Job no protestó contra Dios’.
Pero la situación se prolonga y se hace difícil. Hoy escuchamos el grito desesperanzado de Job que hubiera preferido no haber nacido. ‘¡Muera el día en que nací, la noche que dijo: se ha concebido un varón!... ¿Por qué dio a luz a un desgraciado y vida al que la pasa en amargura..?’ Es el llanto del que se ve en un callejón sin salida en medio de tinieblas. Seguiremos en los próximos días con el texto de Job e iremos escuchando las distintas respuestas que se le van dando con buena voluntad por parte de los amigos que le visitan. Al final vendrá la respuesta del Señor. Hoy sólo queda la súplica que expresamos en el salmo responsorial. ‘Llegue, Señor, hasta ti mi súplica... de noche grito en tu presencia... mi vida está al borde del abismo... tengo mi cama entre los muertos...’
Por su parte en el evangelio vemos otra situación, en este caso ya no producida por la enfermedad. Jesús sube Jerusalén, lo hace consciente de lo que significa esa subida porque es la subida a su Pascua, y lo hace atravesando Samaría, que no es el camino habitual en el que los galileos que se dirigen a Jerusalén utilizan.
Envía a sus discípulos a buscar alojamiento en una de aquellas aldeas, pero son rechazados ‘porque se dirigía a Jerusalén’. Ante el desaire allá están los dos hijos del Zebedeo, los hijos del trueno como los llama Jesús deseando que bajara fuego del cielo contra aquellas gentes que los han rechazado. ‘Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo y acabe con ellos?’ Es la reacción de la violencia y de la venganza. Pero Jesús los regaña. ‘No sabéis de qué espíritu sois’.
No es ese el estilo de Jesús. El no ha venido para condenar, sino para salvar. En su corazón estará siempre la misericordia y el perdón. En una situación así – cuántas veces nos sentimos impulsados también a reacciones de violencia y de venganza cuando nos contradicen o las cosas no nos gustan – mejor es irse a otro lado. ‘Se marcharon a otra aldea’, dice el evangelista. La humildad y la mansedumbre son las actitudes que Jesús nos enseña. Es el mejor camino que nos conduce al amor y al perdón.
¿Cómo reaccionamos ante el mal que tenemos que sufrir? Nos preguntábamos al principio. Miremos, pues, cuales son las actitudes de Jesús. Dejémonos enseñar por Jesús.
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lunes, 29 de septiembre de 2008
Bendecid al Señor, santos arcángeles, poderosos ejecutores de la obra de Dios
Apoc. 12, 7-12
Sal. 137
Jn. 1, 47-51
‘Bendecid al Señor, ángeles suyos, poderosos ejecutores de sus órdenes, prontos a la voz de su palabra’, así comienza la liturgia de este día invitándonos a unirnos a la alabanza que los ángeles en cielo cantan a su Creador. Hoy es el día de los Santos Arcángeles, Miguel, Gabriel y Rafael. Arcángeles santos que tuvieron especial misión en la historia de nuestra salvación y que nos aparecen reflejados en la Biblia, en distintos textos, ya sea del Antiguo Testamento como del Nuevo Testamento.
Su nombre indica su misión y su función. Miguel, ‘¿quién como Dios?’, es el grito en el cielo como nos describe el Apocalipsis y también el libro, también con un sentido apocalíptico, del profeta Daniel. ‘Miguel y sus ángeles declararon la guerra al dragón... la serpiente primordial que se llama diablo y Satanás...’ que nos dice el Apocalipsis. De ‘tiempos difíciles’, nos habla la profecía de Daniel en la intervención del arcángel san Miguel.
Gabriel, ‘fortaleza de Dios’ que es el significado que le dan algunos Padres de la Iglesia, mensajero divino que trae celestiales mensajes que anuncian la salvación que llega o que nos ayudan a comprender el misterio de Dios revelado. Es el arcángel que se aparece a Zacarías en el templo que anuncia el nacimiento del Precursor del Mesías. ‘Yo soy Gabriel, que estoy en la presencia de Dios, y he sido enviado para hablarte y darte esta buena noticia’.
Es el arcángel que viene a anunciar a María el misterio de la Encarnación de Dios en sus entrañas. ‘Al sexto mes, envió Dios al ángel Gabriel a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una joven prometida a un hombre llamado José, de la estirpe de David; el nombre de la joven era María...’ Muchas veces hemos escuchado y meditado este texto de la Anunciación y así hemos contemplador al mensajero divino que era portador de tal Buena Noticia de Salvación para todos los hombres.
Rafael, ‘medicina de Dios’, es el ángel que acompaña al joven Tobías y le hace encontrar la medicina para curar la ceguera del anciano Tobit. ‘El Dios de la gloria escuchó al mismo tiempo las plegarias de ambos, y envió a Rafael para curar a los dos: a quitar las manchas blancas de los ojos de Tobit, para que pudiera ver con sus ojos la luz de Dios; y a entregar como esposa a Sara, hija de Ragüel, a Tobías, el hijo de Tobit... yo soy Rafael, uno de los siete ángeles que asisten al Señor y pueden contemplar tu gloria’.
En la obra y la misión de estos santos Arcángeles que hoy celebramos podemos ver reflejado lo que es la misión que los ángeles realizan en nuestra propia vida y en la acción de la Iglesia. Dentro de unos días celebraremos los ángeles custodios y abundaremos más en ello, pero válganos ahora esta reflexión que nos hacemos de los arcángeles para descubrir cómo a través de ellos se hace presente Dios en nuestra vida y nos llena de su gracia y protección.
Que sintamos así la fortaleza de Dios en nosotros en nuestra lucha contra el mal, sabiendo que no nos faltará la gracia de Señor para resistir y vencer en las tentaciones. Sintamos su presencia que nos guía y nos acompaña en nuestro caminar en la fe. Que por la protección de los santos arcángeles se nos abran los ojos para descubrir y conocer los misterios de Dios, para descubrir cuáles son los planes de Dios para nuestra vida. Mensajeros de Dios impulsan nuestro corazón, mueven nuestro espíritu en esa búsqueda de lo que es siempre y en todo la voluntad de Dios.
Que así la Iglesia sienta su protección en lucha contra el mal, en el anuncio del Evangelio de Jesús, buena nueva de salvación para todos los hombres, y en ese caminar por los caminos de este mundo siempre buscando la paz, siempre tratando de llevar a Dios a todos los hombres.
Sal. 137
Jn. 1, 47-51
‘Bendecid al Señor, ángeles suyos, poderosos ejecutores de sus órdenes, prontos a la voz de su palabra’, así comienza la liturgia de este día invitándonos a unirnos a la alabanza que los ángeles en cielo cantan a su Creador. Hoy es el día de los Santos Arcángeles, Miguel, Gabriel y Rafael. Arcángeles santos que tuvieron especial misión en la historia de nuestra salvación y que nos aparecen reflejados en la Biblia, en distintos textos, ya sea del Antiguo Testamento como del Nuevo Testamento.
Su nombre indica su misión y su función. Miguel, ‘¿quién como Dios?’, es el grito en el cielo como nos describe el Apocalipsis y también el libro, también con un sentido apocalíptico, del profeta Daniel. ‘Miguel y sus ángeles declararon la guerra al dragón... la serpiente primordial que se llama diablo y Satanás...’ que nos dice el Apocalipsis. De ‘tiempos difíciles’, nos habla la profecía de Daniel en la intervención del arcángel san Miguel.
Gabriel, ‘fortaleza de Dios’ que es el significado que le dan algunos Padres de la Iglesia, mensajero divino que trae celestiales mensajes que anuncian la salvación que llega o que nos ayudan a comprender el misterio de Dios revelado. Es el arcángel que se aparece a Zacarías en el templo que anuncia el nacimiento del Precursor del Mesías. ‘Yo soy Gabriel, que estoy en la presencia de Dios, y he sido enviado para hablarte y darte esta buena noticia’.
Es el arcángel que viene a anunciar a María el misterio de la Encarnación de Dios en sus entrañas. ‘Al sexto mes, envió Dios al ángel Gabriel a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una joven prometida a un hombre llamado José, de la estirpe de David; el nombre de la joven era María...’ Muchas veces hemos escuchado y meditado este texto de la Anunciación y así hemos contemplador al mensajero divino que era portador de tal Buena Noticia de Salvación para todos los hombres.
Rafael, ‘medicina de Dios’, es el ángel que acompaña al joven Tobías y le hace encontrar la medicina para curar la ceguera del anciano Tobit. ‘El Dios de la gloria escuchó al mismo tiempo las plegarias de ambos, y envió a Rafael para curar a los dos: a quitar las manchas blancas de los ojos de Tobit, para que pudiera ver con sus ojos la luz de Dios; y a entregar como esposa a Sara, hija de Ragüel, a Tobías, el hijo de Tobit... yo soy Rafael, uno de los siete ángeles que asisten al Señor y pueden contemplar tu gloria’.
En la obra y la misión de estos santos Arcángeles que hoy celebramos podemos ver reflejado lo que es la misión que los ángeles realizan en nuestra propia vida y en la acción de la Iglesia. Dentro de unos días celebraremos los ángeles custodios y abundaremos más en ello, pero válganos ahora esta reflexión que nos hacemos de los arcángeles para descubrir cómo a través de ellos se hace presente Dios en nuestra vida y nos llena de su gracia y protección.
Que sintamos así la fortaleza de Dios en nosotros en nuestra lucha contra el mal, sabiendo que no nos faltará la gracia de Señor para resistir y vencer en las tentaciones. Sintamos su presencia que nos guía y nos acompaña en nuestro caminar en la fe. Que por la protección de los santos arcángeles se nos abran los ojos para descubrir y conocer los misterios de Dios, para descubrir cuáles son los planes de Dios para nuestra vida. Mensajeros de Dios impulsan nuestro corazón, mueven nuestro espíritu en esa búsqueda de lo que es siempre y en todo la voluntad de Dios.
Que así la Iglesia sienta su protección en lucha contra el mal, en el anuncio del Evangelio de Jesús, buena nueva de salvación para todos los hombres, y en ese caminar por los caminos de este mundo siempre buscando la paz, siempre tratando de llevar a Dios a todos los hombres.
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domingo, 28 de septiembre de 2008
Ciertamente vivirá y no morirá...
Ez. 18, 25-28; Sal. 24; Filipenses, 2, 1-11; Mt. 21, 28-32
El evangelio, la Buena Nueva de la Palabra de Dios, siempre tiene que hacernos recapacitar para, por una parte, descubrir las actitudes nuevas que hemos de tener en nuestro corazón y, fundamentalmente, para descubrir lo que es el amor misericordioso que Dios nos tiene. Creo que si lo descubrimos y experimentamos en la vida normalmente tiene que provocar en nosotros ese cambio del corazón. Eso además ya nos está señalando cuál es la actitud que tiene que haber en nosotros ante la Palabra de Dios que se nos proclama.
¿En qué hemos de fijarnos primero? La mirada más profunda es al corazón de Dios. ¡Qué distinto a nuestro corazón! ¡Qué dulce es el corazón de Dios y qué duro se vuelve tantas veces nuestro corazón!
Creo que un mensaje muy importante de la Palabra de Dios que se nos ha proclamado y que nosotros hemos escuchado es ver cómo Dios siempre cree en la persona y espera ese cambio que en nosotros se va a producir. El amor de Dios es paciente. Porque el Señor quiere la vida y no la muerte del pecador. Ya nos lo decía el profeta. ‘Cuando el que hace mal se convierte de la maldad que hizo, de los delitos cometidos y practica el derecho y la justicia, él mismo salva su vida, ciertamente vivirá y no morirá’.
¡Cómo tendríamos que aprender para nuestras relaciones con los demás! Tantas veces que somos duros y desconfiados y cómo nos volvemos inmisericordes con los otros. Hemos de reconocer que tenemos desgraciadamente una doble tabla de medir, ya sea para nosotros o ya sea para los demás. Con nosotros condescendientes y siempre buscando una disculpa para el mal que hacemos, a los otros no le pasamos nada. No es ese el actuar del Señor.
Si tuviéramos la humildad, y me atrevo a decir la madurez, de reconocer lo que somos y lo que hacemos, seguro que seríamos más comprensivos con los demás, tendríamos siempre esa palabra de ánimo y de confianza en el otro para ser capaces de mostrar la delicadeza de nuestro amor. San Pablo nos decía hoy que ‘tengamos entre nosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús’.
Y nos traza el apóstol todo un itinerario, que casi tendríamos que aprendernos de memoria. ‘Si nos une el mismo Espíritu y tenéis entrañas compasivas... manteneos unánimes y concordes en un mismo amor y un mismo sentir... dejaos guiar por la humildad y considerad siempre superiores a los demás... buscad siempre el interés de los demás y no os encerréis en vuestros intereses’, no os encerréis en vosotros mismos.
Y nos pone como modelo a Cristo Jesús. La humildad de Jesús fue la puerta de nuestra salvación. Quería nuestra salvación y se entregó. Buscaba nuestra vida y no temió morir El. Se hizo en todo semejante a nosotros. Se abajó pasando por uno de tantos..., se rebajó hasta someterse a la muerte... no hizo alarde de su categoría de Dios, pero es el Señor. Dios está siempre dispuesto a ofrecer la amnistía, el perdón total, porque lo que quiere es la vida para nosotros.
Es lo que tenemos que saber imitar de Jesús en nuestra vida. Sentimientos propios de Cristo Jesús, que nos dice el apóstol. Eso significa esas actitudes nuevas que he de tener hacia los demás. Humildad, comprensión, amor. La humildad posibilita el encuentro, facilita la relación, abre los caminos del amor, crea cauces de comunión entre los que comenzamos a sentirnos hermanos.
Humildad que no es servilismo, pero que sí es capacidad de servicio. Humildad, como la de Cristo, que me hace mirar con una mirada distinta al otro, porque ya no será una mirada desde la prepotencia y desde el orgullo, sino la mirada del hermano que camina junto al hermano. Humildad que me lleva a la aceptación del otro; nunca a juzgar ni a condenar sino siempre a creer, entonces, y a esperar que también el otro puede cambiar. ¡Qué distinto será entonces nuestro corazón!
En la parábola del evangelio Jesús resalta precisamente eso. Aquel hijo que dijo en principio que no iría a la viña como le señalaba el padre, recapacitó y luego fue. Y Jesús resalta ante los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo que le escuchaban y que tan dados eran a juzgar y a condenar. ‘Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios...’ Habrán sido pecadores, viene a decirles Jesús, pero cambiaron su vida, escucharon la llamada e invitación a la conversión. Como decía el profeta ‘si recapacita y se convierte de los pecados cometidos, ciertamente vivirá y no morirá’.
Así es el corazón de Dios. Así tiene que ser también nuestro corazón.
El evangelio, la Buena Nueva de la Palabra de Dios, siempre tiene que hacernos recapacitar para, por una parte, descubrir las actitudes nuevas que hemos de tener en nuestro corazón y, fundamentalmente, para descubrir lo que es el amor misericordioso que Dios nos tiene. Creo que si lo descubrimos y experimentamos en la vida normalmente tiene que provocar en nosotros ese cambio del corazón. Eso además ya nos está señalando cuál es la actitud que tiene que haber en nosotros ante la Palabra de Dios que se nos proclama.
¿En qué hemos de fijarnos primero? La mirada más profunda es al corazón de Dios. ¡Qué distinto a nuestro corazón! ¡Qué dulce es el corazón de Dios y qué duro se vuelve tantas veces nuestro corazón!
Creo que un mensaje muy importante de la Palabra de Dios que se nos ha proclamado y que nosotros hemos escuchado es ver cómo Dios siempre cree en la persona y espera ese cambio que en nosotros se va a producir. El amor de Dios es paciente. Porque el Señor quiere la vida y no la muerte del pecador. Ya nos lo decía el profeta. ‘Cuando el que hace mal se convierte de la maldad que hizo, de los delitos cometidos y practica el derecho y la justicia, él mismo salva su vida, ciertamente vivirá y no morirá’.
¡Cómo tendríamos que aprender para nuestras relaciones con los demás! Tantas veces que somos duros y desconfiados y cómo nos volvemos inmisericordes con los otros. Hemos de reconocer que tenemos desgraciadamente una doble tabla de medir, ya sea para nosotros o ya sea para los demás. Con nosotros condescendientes y siempre buscando una disculpa para el mal que hacemos, a los otros no le pasamos nada. No es ese el actuar del Señor.
Si tuviéramos la humildad, y me atrevo a decir la madurez, de reconocer lo que somos y lo que hacemos, seguro que seríamos más comprensivos con los demás, tendríamos siempre esa palabra de ánimo y de confianza en el otro para ser capaces de mostrar la delicadeza de nuestro amor. San Pablo nos decía hoy que ‘tengamos entre nosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús’.
Y nos traza el apóstol todo un itinerario, que casi tendríamos que aprendernos de memoria. ‘Si nos une el mismo Espíritu y tenéis entrañas compasivas... manteneos unánimes y concordes en un mismo amor y un mismo sentir... dejaos guiar por la humildad y considerad siempre superiores a los demás... buscad siempre el interés de los demás y no os encerréis en vuestros intereses’, no os encerréis en vosotros mismos.
Y nos pone como modelo a Cristo Jesús. La humildad de Jesús fue la puerta de nuestra salvación. Quería nuestra salvación y se entregó. Buscaba nuestra vida y no temió morir El. Se hizo en todo semejante a nosotros. Se abajó pasando por uno de tantos..., se rebajó hasta someterse a la muerte... no hizo alarde de su categoría de Dios, pero es el Señor. Dios está siempre dispuesto a ofrecer la amnistía, el perdón total, porque lo que quiere es la vida para nosotros.
Es lo que tenemos que saber imitar de Jesús en nuestra vida. Sentimientos propios de Cristo Jesús, que nos dice el apóstol. Eso significa esas actitudes nuevas que he de tener hacia los demás. Humildad, comprensión, amor. La humildad posibilita el encuentro, facilita la relación, abre los caminos del amor, crea cauces de comunión entre los que comenzamos a sentirnos hermanos.
Humildad que no es servilismo, pero que sí es capacidad de servicio. Humildad, como la de Cristo, que me hace mirar con una mirada distinta al otro, porque ya no será una mirada desde la prepotencia y desde el orgullo, sino la mirada del hermano que camina junto al hermano. Humildad que me lleva a la aceptación del otro; nunca a juzgar ni a condenar sino siempre a creer, entonces, y a esperar que también el otro puede cambiar. ¡Qué distinto será entonces nuestro corazón!
En la parábola del evangelio Jesús resalta precisamente eso. Aquel hijo que dijo en principio que no iría a la viña como le señalaba el padre, recapacitó y luego fue. Y Jesús resalta ante los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo que le escuchaban y que tan dados eran a juzgar y a condenar. ‘Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios...’ Habrán sido pecadores, viene a decirles Jesús, pero cambiaron su vida, escucharon la llamada e invitación a la conversión. Como decía el profeta ‘si recapacita y se convierte de los pecados cometidos, ciertamente vivirá y no morirá’.
Así es el corazón de Dios. Así tiene que ser también nuestro corazón.
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