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sábado, 14 de junio de 2014

A vosotros os basta decir sí o no, la veracidad y la autenticidad de la vida




1Reyes, 19,19-21; Sal. 15; Mt. 5, 33-37
En ocasiones nos encontramos con personas que por mucho que nos hagan juramentos de que lo que nos dicen es verdad nunca las creemos. Es algo realmente desagradable, personas las que nos cuesta creer y que ellas mismas se dan cuenta de que no creíbles y por eso creen que por estar reafirmando las cosas con juramento continuamente van a ser más creíbles. Lo que es necesario es una mayor autenticidad y veracidad en la vida.
Quizá en la reflexión estemos partiendo de un hecho negativo, pero creo que nos damos cuenta de por donde va el mensaje que Jesús nos deja hoy en el evangelio. Es necesario constatar además aquellas cosas, actitudes, posturas, comportamientos que tenemos en la vida para confrontarlos con el evangelio y corregir lo que sea necesario. Jesús nos está diciendo que no es necesario jurar, que no podemos hacer juramento sin necesidad y por supuesto nunca con mentira porque sería algo muy grave si consideramos en verdad lo que es y lo que significa un juramento.
Creo que nos viene bien reflexionar sobre esto, que está haciendo referencia a lo que es el segundo mandamiento de la ley de Dios. Como nos dice el mandamiento ‘no tomarás el nombre de Dios en vano’. ¿Qué nos quiere decir? El nombre de Dios es santo y nos merece en todo momento respeto y veneración, porque mencionar el nombre de Dios en mencionar a Dios. Somos demasiado ligeros en nuestras conversaciones y en muchas ocasiones irrespetuosos en nuestra forma de tratar el nombre de Dios, cuando no, además se injuria y se blasfema de forma sacrílega el santo nombre de Dios y el nombre de todo lo sagrado.
Cuántas muletillas en este sentido irrespetuoso se utilizan en el lenguaje de hoy; cuánta banalidad en las conversaciones con palabras que se refieren a cosas sagradas. Ya nos enseñó Jesús a decir en el padrenuestro ‘santificado sea tu nombre’, cosa que no tendríamos que olvidar. Creo que todo creyente tendría que tomarse muy en serio esto que estamos reflexionando.
Y haciendo referencia al juramento del que nos ha hablado directamente hoy el evangelio, tendríamos que considerar que jurar es poner algo o alguien por testigo de que lo que decimos es verdad. Los que no son creyentes quizá se contentan con jurar por su conciencia y su honor, pero habría que pensar qué conciencia tenemos y cuál es el sentido de nuestro honor.
Para un creyente jurar es poner a Dios por testigo de la verdad que decimos o de la autenticidad de lo que hacemos. Pero esto es algo muy serio; invocar a Dios poniéndolo por testigo de nuestra verdad o de lo que prometemos creo que además de hacerlos siempre en justicia y con verdad, tendríamos que dejarlo para actos que realmente sean verdaderamente importantes y solemnes en nuestra vida. Ya siempre se nos enseñó en el catecismo que hay que jurar siempre con verdad y con justicia, y solo cuando realmente sea necesario; entonces no podemos utilizar el juramento por una banalidad. Como se dice, no jurar con mentira ni sin necesidad.
Como nos dice Jesús hoy ‘a vosotros os basta decir sí o no’. Cuando en la vida vamos siendo siempre sinceros y auténticos nadie nos va a pedir más, porque ya con nuestras actitudes y nuestros comportamientos vamos siempre con la autenticidad y la verdad por delante. Y eso es lo que es necesario, que seamos capaces de ser así sinceros, auténticos en lo que hacemos. Que nunca haya falsedad o hipocresía en nuestros comportamientos porque nos falte esa sinceridad en la vida.
Algunos entienden lo de andar con sinceridad en la vida, el ir con desparpajo y como decimos que somos sinceros lo que vamos haciendo es echar en la cara a todo el mundo lo que se nos ocurra. La sinceridad y la autenticidad de nuestra vida tienen que ser mucho más que ese desparpajo; la sinceridad se manifiesta en la forma de comportarnos, en la honradez y veracidad de nuestra vida, en la congruencia entre lo que decimos y lo que hacemos. Es lo que realmente nos hace falta.
Seamos auténticos y congruentes en lo que hacemos y decimos.

viernes, 13 de junio de 2014

Sepamos hacer silencio en el corazón dejando de lado los ruidos de la vida para escuchar a Dios



Sepamos hacer silencio en el corazón dejando de lado los ruidos de la vida para escuchar a Dios

1Reyes, 19, 9.11-16; Sal. 26; Mt. 5, 27-32
Elías era un profeta apasionado por el nombre santo de Dios. ‘¿Qué te trae por aquí Elías?’, le pregunta una voz. ‘Mi pasión por el Señor Dios de los Ejércitos’, responde.
Eso había sido su vida, una continua lucha contra la idolatría y por mantener viva la fe del pueblo de Israel. Era el celo de Dios y por las cosas de Dios que sentía en su corazón. Será el gran profeta de Israel de manera que su nombre se convierte en paradigma de todos los profetas. Conocida es toda su trayectoria en medio de un pueblo que se deja arrastrar tras los falsos ídolos, la baales y sus profetas; es su lucha también con la reina Jezabel que trata de introducir en Israel esos cultos paganos. Cuando vamos leyendo con todo detalle la lucha del profeta vemos que fueron momentos duros.
Hoy le contemplamos en una hermosa experiencia de la presencia de Dios en su vida. Había huido al desierto a causa de esas persecuciones que sufre y desea morir. Pero el Señor va poniendo señales en su camino para que siga adelante y se mantenga firme con esa fuerza que el Señor le da. Misteriosa o milagrosamente el ángel del Señor va poniendo pan y agua junto a él en su peregrinar por el desierto, como una señal de que Dios está con él.
Ahora llega al monte de Dios, al Horeb, donde se refugia en una gruta, pero va a tener esa experiencia de Dios que pasa junto a él y llega a su vida. No se le manifestará el Señor a través de señales espectaculares sino desde señales sencillas y casi imperceptibles que solo unos ojos de fe podrán captar. Buscamos y queremos encontrarnos con Dios tantas veces en cosas espectaculares o grandiosas, pero hemos de saberle buscar en las cosas pequeñas y humildes porque así llega el Señor a lo más hondo de nuestra vida. Si nos quedamos solo en las cosas grandiosas tenemos el peligro de manipularlas o tergiversarlas y hasta de convertir esas cosas en dioses de nuestra vida. Era la tentación de los antiguos que se creaban dioses para todo ya fuera para la guerra o ya fuera en la espectacularidad de las fuerzas de la naturaleza confundiendo a las criaturas con el Creador.
‘Sal y aguarda al Señor en el monte, que el Señor va a pasar’, escucha el profeta en su interior. ‘Pasó un viento huracanado, que agrietaba los montes y rompía los peñascos, vino un terremoto y un fuego devorador, pero en el viento no estaba el Señor, en el terremoto no estaba el Señor y en el fuego no estaba el Señor. Después escuchó un susurro y Elías se cubrió el rostro con el manto y salió a la entrada de la gruta…’
Ese gesto de cubrirse el rostro con el manto viene a expresar esa presencia de Dios, pero a quien no se considera digno de contemplar. En el susurro escucha y siente a Dios. Se había sentido solo y abandonado porque el pueblo no era fiel a Dios y sentía el fracaso en sus entrañas. ‘Los israelitas han abandonado tu alianza… he quedado yo solo, y ahora me persiguen para matarme’, es su queja. Pero allá en lo más hondo de sí mismo sintió la presencia de Dios que le daba su fortaleza para seguir con su lucha. Ha de volver a Israel - ‘desanda el camino’ se le dice- , lleva unas misiones concretas que realizar, entre ellas escoger a un profeta sucesor suyo en la persona de Eliseo. Elías se siente lleno de Dios.
No nos podemos desalentar en nuestras luchas, aunque haya ocasiones en que nos parezca estar solos y abandonados de todos, pero tenemos que aprender a sentir la presencia de Dios en nuestra vida, a escucharlo allá en lo secreto de nuestro corazón. La imagen del profeta que se va al desierto y a la montaña nos está hablando de cómo hemos de saber hacer silencio dentro de nosotros para escuchar a Dios. Muchos ruidos de la vida, muchos afanes o muchas cosas materiales o terrenas que nos envuelven, nos impiden poder escuchar al Señor ahí en ese silencio del corazón. Hemos de dejar a un lado esos ruidos o ese materialismo de la vida. Le vamos a escuchar, no como a nosotros nos guste o nosotros nos imaginemos - recordemos lo que decíamos antes de las cosas grandiosas o espectaculares - sino hemos de escucharle cómo El quiera manifestarsenos.
Que crezca y madure nuestra fe para vivir y experimentar la presencia de Dios en nuestra vida. El quiere hacerse sentir allá en lo más hondo de nuestro corazón. Sepamos hacer silencio para escuchar a Dios.

jueves, 12 de junio de 2014

Constituiste a tu Hijo único sumo y eterno Sacerdote, Pontífice de la Alianza nueva y eterna, perpetuando en su Iglesia el único sacerdocio



Constituiste a tu Hijo único sumo y eterno Sacerdote, Pontífice de la Alianza nueva y eterna, perpetuando en su Iglesia el único sacerdocio

Is. 52, 23-53, 12; Sal. 39; Hb. 10, 12-23; Lc. 22, 14-20
‘Cristo, mediador de una nueva alianza, como permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no pasa’. Con esta antífona hemos comenzado hoy la celebración de esta fiesta de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote. Una celebración y una fiesta que nos hace contemplar el Sacerdocio de Cristo, del que todos somos partícipes por el llamado sacerdocio común de los fieles, porque desde nuestro Bautismo nos hemos unido a Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey, pero que de manera especial nos hace mirar a los que participan de modo distinto de su Sacerdocio en el ministerio ordenado.
Vayamos por partes. Primero que nada hemos de reconocer que desde esa ansia y deseo de Dios que anida en todo corazón humano, aunque a veces algunos no lo quieran reconocer, todos queremos entrar de una forma u otra en relación con Dios, bien porque busquemos conocerle, ya sea porque reconociéndole queramos ser gratos en su presencia y le ofrecemos nuestros dones de acción de gracias, o porque queramos,  digámosle así, aplacarle porque sentimos que con nuestro mal y pecado le ofendemos y en consecuencia queremos alcanzar su perdón.
Es algo innato en todo corazón humano y todos los hombres y todos los pueblos de una forma o de otra queremos entrar en relación con Dios, religión, y se tiene a quienes en nombre del pueblo hagan esas ofrendas a Dios. Es, por así decirlo, una forma natural de sacerdocio y de religión.
Eso lo vemos expresado de manera muy clara en todo el Antiguo Testamento y en toda la historia de la salvación del pueblo de Dios. Es así cómo Moisés instituye el sacerdocio en la persona de Aarón y todo el orden sacerdotal que servía a Dios en el templo de Jerusalén con el ofrecimiento de holocaustos y sacrificios que todos los días se ofrecían sobre el altar. Podemos ver incluso anterior a todo eso al sumo sacerdote Melquisedec, en tiempos de Abrahán, que va a ser imagen del sacrificio de Cristo.
Pero aquellos sacerdotes una y otra vez tenían que ofrecer sacrificios por sí mismos y por el pueblo y era necesario el Sacerdocio y el Sacrificio que de una vez para siempre nos alcanzara el perdón y la salvación definitiva.
Hoy celebramos a quien está constituido para siempre con ese Sacerdocio eterno y definitivo y que iba a ofrecer el Sacrificio de la nueva y eterna Alianza que sí nos alcanzara el perdón de nuestros pecados y la salvación eterna. Para gloria de Dios y para la salvación del género humano, como hemos expresado en la oración litúrgica, ‘constituiste a tu Hijo único sumo y eterno Sacerdote… Pontífice de la Alianza nueva y eterna, por la unción del Espíritu, y determinaste en tu designio salvífico, perpetuar en la Iglesia su único Sacerdocio’. Así lo expresaremos también en el prefacio.
Es el Sacerdocio de Cristo que hoy celebramos. Como nos decía la carta a los Hebreos ‘Cristo ofreció por los pecados, para siempre jamás, un solo sacrificio… con un solo sacrificio ha perfeccionado para siempre a los que van siendo consagrados’. En Cristo, por su sangre derramada, hemos sido consagrados, santificados, llenos de vida y de gracia para siempre. El así y para eso hizo la ofrenda de su vida al Padre desde que entró en el mundo cuando gritó ‘aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad’. Y cumpliendo la voluntad del Padre subió al altar de la Cruz haciendo la ofrenda de su vida, derramando su Sangre, alcanzándonos la Salvación. Así lo contemplamos como Sacerdote de la Nueva Alianza y como Pontífice que nos reconcilia con Dios.
Es el Sacerdote que hace la ofrenda; es el Pontífice que nos sirve de puente entre la humanidad pecadora y ahora por su sangre reconciliada y Dios. Es el que se ofrece por nosotros, siendo hombre como nosotros, pero con el valor infinito de sus actos, de su vida de Hijo de Dios, para obtenernos así la salvación.
Y como decíamos a todos nos hace participes de su sacerdocio, porque todos hemos de hacer con Cristo ofrendas agradables al Padre, pero ha confiado el ministerio de su sacerdocio a quienes por  la imposición de las manos ha constituido sacerdotes ‘para que renueven en nombre de Cristo el sacrificio de la redención, preparen a tus hijos el banquete pascual, presidan a tu pueblo santo en el amor, lo alimentan con tu palabra y lo fortalecen con los sacramentos’. He querido recoger textualmente las palabras que luego diremos en el prefacio porque expresan con toda precisión lo que significa el sacerdocio ministerial.
Todo el pueblo cristiano ha de ser consciente de lo que significa ese sacerdocio de Cristo, para comprender mejor la misión de los sacerdotes, pero también para saber estar a su lado apoyándolos con su oración. Es grande la misión que se nos confía y que nos obliga a configurarnos más y más con Cristo en una vida santa en la fidelidad y en el amor; pero somos humanos y pecadores que solo con nuestras fuerzas no podremos lograr tan alto misión y santidad.
La celebración, pues, de esta fiesta de Jesucristo, sumo y eterno Sacerdote, nos tiene que hacer considerar lo que es el Sacerdocio de Cristo y hacer que surja nuestra acción de gracias al Señor por la maravilla de su amor que se manifiesta en su sacerdocio y se manifiesta en sus sacerdotes. Damos gracias a Dios por el Sacerdocio de Cristo; damos gracias a Dios porque nos hace partícipes a todos por nuestro bautismo de ese sacerdocio común a todos los fieles; pero damos gracias a Dios por los sacerdotes, ministros del Señor, que Cristo ha puesto a nuestro lado, como sacerdotes y pastores del pueblo de Dios para hacernos llegar la gracia salvadora de la redención.
Damos gracias, pero pedimos por los sacerdotes. Somos instrumentos humanos, sujetos a muchas limitaciones y debilidades que necesitamos de la gracia del Señor, de la fuerza de su Espíritu. Nuestra oración por los sacerdotes manifiesta lo que valoramos el Sacerdocio de Cristo, más allá de las personas que conocemos y están cercanos a nosotros, aunque para nosotros son los primeros sacramentos de la gracia del Señor. Pedimos por la santidad de los sacerdotes y pedimos por el aumento de las vocaciones al sacerdocio. Roguemos al dueño de la mies, que mande operarios a su mies que es abundante y los obreros son pocos. Lo hacemos con confianza porque sabemos que el Señor nunca abandona a su pueblo.

miércoles, 11 de junio de 2014

Bernabé, un hombre que se deja conducir por el Espíritu Santo con un corazón generoso, lleno de fe y rebosante de amor



Bernabé, un hombre que se deja conducir por el Espíritu Santo con un corazón generoso, lleno de fe y rebosante de amor

Hechos, 11, 21-26; 13, 1-3; Sal. 97; Mt. 10, 7-13
Celebramos a san Bernabé ‘hombre lleno de fe y de Espíritu santo, designado para llevar a las naciones el mensaje de salvación’, como expresamos en la oración litúrgica y cuyo nombre significa ‘consolador, el que trae el consuelo’, como lo expresa el mismo libro de los Hechos cuando nos lo presenta. No forma parte del grupo de los Doce, sin embargo es considerado como un Apóstol, y así la liturgia lo designa en esta fiesta, de manera que incluso en la liturgia eucarística se puede utilizar el prefacio de los Apóstoles.
De origen chipriota, donde incluso terminaría sus días, era levita del templo, y se convirtió a la fe podríamos decir desde la primera hora, porque ya aparece su figura en los primeros capítulos de los Hechos de los Apóstoles. En el primer momento en que aparece es para destacar su generosidad y desprendimiento porque ‘tenía un campo, lo vendió, trajo el dinero y lo puso a disposición de los apóstoles’. Eran los momentos de aquella primera comunidad de Jerusalén donde todo lo tenían en común, nadie pasaba necesidad entre ellos porque todo lo compartían como expresión de su amor y comunión.
De gran prestigio en la comunidad de Jerusalén, cuando la Iglesia se expande y llegan noticias de cómo se ha formado una comunidad en Antioquía de Siria, allí es enviado para que sirva de apoyo a aquella comunidad que allí se va formando. ‘Cuando llegó y vio lo que había realizado la gracia de Dios, se alegró y se puso a exhortar a todos para que se mantuvieran fieles al Señor, pues era un hombre bueno y lleno del Espíritu Santo y de fe, de manera que una multitud considerable se adhirió al Señor’. Servirá Bernabé de enlace y de carta de presentación de Saulo, recién convertido, a quien va a buscar a Tarso para traérselo a Antioquia, donde durante un año instruyeron a muchos. Ahora los veremos juntos durante un tiempo, en su subida a Jerusalén y en el viaje apostólico que luego iniciarán.
Es aquí donde hemos de destacar algo importante. Es la elección por parte del Espíritu Santo de Pablo - aun se llamará Saulo - y Bernabé para una misión que se les va a confiar. ‘Un día mientras oraban y ayunaban, el Espíritu Santo se manifestó en aquella comunidad de Antioquía: Separadme a Bernabé y a Saulo para la misión que les he encomendado. Entonces, después de ayunar y orar, les impusieron las manos y los despidieron’. Fue el inicio del primer viaje apostólico de Pablo y Bernabé, primero por Chipre, la tierra de Bernabé, y luego por muchos lugares del Asia Menor.
Más tarde, después de la vuelta y subida a Jerusalén, cuando van a emprender de nuevo viaje por aquellas comunidades que habían constituido, por desencuentros entre ambos, se separaron y Bernabé se va a Chipre, mientras Pablo continua con su viajes.
Hasta aquí de forma muy resumida lo que se nos dice de Bernabé en el libro de los Hechos de los Apóstoles, y de lo que podemos sacar un mensaje hermoso para nuestra vida y nuestro camino de fe y nuestro camino apostólico.
¿Qué podemos destacar? Un hombre bueno, lleno de fe y lleno del Espíritu Santo que se desprende de todo generosamente por la causa del Reino de los cielos. Y no solo es el hecho de que vendiera sus bienes para ponerlos a disposición de la comunidad que nos habla mucho de su generosidad, sino que es la disponibilidad de su vida para ir allí donde el Espíritu del Señor le va conduciendo. Así baja primera a Antioquía enviado por la comunidad de Jerusalén, pero así está dispuesto a ponerse en camino para anunciar el Evangelio allí donde el Espíritu Santo le va llevando, no sin dificultades, problemas, sacrificios y hasta persecuciones. Un hombre que se deja conducir por el Espíritu Santo con un corazón generoso, lleno de fe y rebosante de amor.
‘Id y proclamad que el Reino de los Cielos está cerca… lo que habéis recibido gratis, darlo gratis’, escuchábamos a Jesús en el Evangelio. ¿Aprenderemos del testimonio tan hermoso que nos ofrece san Bernabé?

martes, 10 de junio de 2014

Dar el sabor de Cristo e iluminar con su luz para hacer honor a nuestro nombre de cristianos

Dar el sabor de Cristo e iluminar con su luz para hacer honor a nuestro nombre de cristianos

1Reyes, 17, 7-16; Sal. 4; Mt. 5, 13-16
Si la sal se vuelve sosa y ya no sirve para dar sabor o conservar las cosas, ¿para qué la queremos? Si encendemos una luz y la metemos encerrada en un cajón ocultando la luz, ¿para qué la queremos? Preguntas elementales que nos hacemos y que tienen fácil respuesta y para lo que no hace falta darnos muchas ni complicadas explicaciones. Claro que si ponemos un puñado de sal en un alimento, por ejemplo, inmediatamente quedará impregnado del sabor de la sal, como si encendemos una luz en una habitación o en un lugar que estuviera oscuro, inmediatamente quedaría todo iluminado pudiendo apreciar con toda claridad cuanto hay en dicho lugar.
Pues nos viene a decir Jesús que si nosotros nos llamamos cristianos, pero no vivimos desde un sentido cristiano de la vida ni nos vamos a manifestar como tales, porque en nada nos vamos a diferenciar de los que no lo son, ¿de qué nos vale llevar ese apelativo o ese nombre de cristiano?
Nos viene a decir Jesús que nosotros hemos de ser como la sal verdadera que allí donde estemos demos el sabor y el sentido de cristiano; que nosotros hemos de ser como la luz, porque con nuestra vida tenemos que iluminar. Y no es por nosotros mismos, porque no se es cristiano por si mismo, sino porque en verdad nos hemos empapado del sentido de Cristo, nos hemos dejado iluminar por la luz de Cristo y con ellos demos ese sabor y ese sentido a nuestra vida y con ellos empapemos o iluminemos a los demás. ‘Vosotros sois la sal de la tierra’, nos dice; ‘vosotros sois la luz del mundo’, nos insiste Jesús. Y con esa sal hemos de dar sabor, con esa luz tenemos que iluminar.
Al retomar el tiempo ordinario hemos continuado con la lectura continuada del Evangelio y también de la primera lectura. En el evangelio de Mateo que ahora estamos escuchando ayer se comenzaba con las Bienaventuranzas el llamado sermón del monte. Ahora durante unos días seguiremos escuchando por partes ese compendio de la enseñanza de Jesús donde se nos irán como desgranando diversos aspectos del mensaje de Jesús.
Si el comienzo de la predicación de Jesús al inicio del Evangelio habíamos escuchado la invitación a la conversión y a creer en la Buena Nueva de Jesús, ahora se nos va señalando paso a paso lo que es esa novedad del sentido de Jesús que nos quiere trasmitir. Si nos convertíamos a Jesús dándole la vuelta a nuestra vida para darle un sí total a su mensaje es porque en Jesús encontrábamos ese sentido y ese valor para nuestro vivir y para nuestro actuar.
Entonces toda nuestra vida ha de estar impregnada de ese sentido de Cristo. El es nuestra luz, el sentido profundo de nuestro existir. Creer en El y seguirle significará un cambio total de nuestra vida para plasmar en nosotros todo ese mensaje de salvación. Pero eso nos exigirá también que tengamos verdaderos deseos de conocerle para poder llenarnos de su vida. Por eso nuestro corazón tiene que estar abierto a esa Palabra de Dios y además dejarnos conducir por su Espíritu que es quien nos ayudará, como hemos venido reflexionándolo en la preparación de Pentecostés, a recordarlo y entenderlo todo, nos conducirá hasta la verdad plena.
Y todo eso que iremos viviendo en la medida en que vayamos conociendo a Cristo y llenándonos de Cristo nos convertirá en esa sal y en esa luz para cuantos están a nuestro lado. Desde ese conocimiento de Cristo, desde ese dejarnos inundar por su Espíritu ya nuestra vida será distinta; tenemos el sabor de Cristo en nosotros; nos vamos a manifestar de una forma distinta, porque ya no simplemente haremos como todos, lo que todos hacen, sino que ya nuestra referencia será siempre Cristo y su evangelio.
Por eso terminaba Jesús diciéndonos hoy ‘alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre del cielo’. ¿Cuáles han de ser esas buenas obras? Lo que hemos escuchado con el profeta Elías en la primera lectura también nos puede dar pauta. Será la generosidad y la disponibilidad total de aquella pobre mujer que solo tiene un puñado de harina y unas lágrimas de aceite con las que va a hacer un panecillo para ella y su hijo antes de morir de hambre, pero que ante la palabra del profeta se desprenderá de todo para compartirlo con El. El Señor no se deja ganar en generosidad. Un buen ejemplo y testimonio que nos tendría que hacer pensar mucho en las reservas que  nos hacemos tantas veces pensando siempre primero en nosotros. Ahí estaba brillando una luz que invitaba a dar gloria al Padre del cielo.

lunes, 9 de junio de 2014

Dichosos los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la Buena Noticia

Dichosos los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la Buena Noticia

San José de Anchieta

Is. 52, 7-10; Sal. 95; 1Ts. 2, 2-8; Lc. 10, 1-9
‘¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la Buena Noticia, que pregona la victoria…!’ Nos sentimos dichosos en este día en que estamos celebrando la fiesta de san José de Anchieta. Dichosos los pies de José de Anchieta, mensajero de la Buena Nueva en las tierras del Brasil en aquellos primeros años de la evangelización de América. Nos sentimos dichosos y también, ¿por qué no? orgullosos porque nacido en nuestra tierra cruzó los mares como mensajero del Evangelio; lo sentimos como un heraldo que aún en momentos que se estaba evangelizando nuestra tierra sintió la vocación para entrar en la compañía Jesús en Coimbra donde realizaba sus estudios y ser luego enviado, joven aún y sin haber recibido incluso la ordenación sacerdotal, como misionero en el Brasil donde se iniciaba también la tarea de la Evangelización.
‘¡Poneos en camino!’, hemos escuchado decir a Jesús enviado a sus discípulos a anunciar la Buena Nueva de la paz. ‘Cuando entréis en una casa, decid primero: paz a esta casa. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz’. Hermoso el encargo que recibimos de Jesús y ojalá nos lo tomáramos en serio. Tenemos la misión de construir el Reino de Dios con el anuncio de la paz.
Queremos llevar la paz que se derramó sobre el mundo con el nacimiento de Jesús; recordamos que ese fue el anuncio y el canto de los ángeles cuando anunciaron a los pastores el nacimiento del Salvador: ‘Paz a los hombres que Dios ama’, paz para nosotros los hombres porque somos amados de Dios y cuando nos sentimos amados de Dios no podemos menos que sentir una paz y un gozo hondo en el corazón. Y esa paz que llevamos en nosotros desde ese amor de Dios tenemos que anunciarla, tenemos que trasmitirla a los demás, recordando a todos que Dios nos ama.
Queremos construir el Reino de Dios, porque ese fue el encargo de Jesús - ‘decid a todos que el Reino de Dios ha llegado a vosotros’ - y nos tenemos que convertir en constructores de la paz. ‘Dichosos los que trabajan por la paz’, proclamaría Jesús en el mensaje de la Bienaventuranzas; y los que trabajan por la paz alcanzarán el Reino de los cielos, serán llamados hijos de Dios.
¿Cómo trabajaremos por la paz? ¿cómo construiremos ese Reino de Dios que es Reino de paz? Pongamos amor en nuestro mundo, busquemos la justicia, el bien, todo lo bueno que pueda beneficiar a las personas para que vivan con mayor dignidad, vivamos en la sinceridad y en la autenticidad, desterremos de nosotros todo orgullo y todo egoísmo, no nos dejemos arrastrar por resentimientos ni rencores, no maleemos el corazón con la malicia ni con la envidia,  e iremos logrando ese mundo en paz. Esos tienen que ser los frutos del anuncio del evangelio que vayamos haciendo; esos son los frutos que tienen que manifestarse en nuestra vida, y que contagiarán a cuantos sean beneficiarios de ese amor y de esa paz. Iremos haciendo poniendo nuestro granito de arena para construir un mundo mejor.
Nos estamos haciendo esta reflexión en esta fiesta que de manera especial celebramos en nuestra Diócesis de san José de Anchieta, además recientemente canonizado. Conocida es la tarea inmensa que él realizó en aquellas tierras del Brasil para el anuncio del Evangelio. Allí sería ordenado sacerdote y se le confiarían hermosas e importantes misiones, pero él se había dado totalmente en esa tarea de la evangelización, fundando colegios que serían incluso origen de la fundación de ciudades como Sao Pablo, conociendo la lengua y la cultura de aquellas gentes para poder traducirles el catecismo y el mensaje del Evangelio, empleando incluso el lengua de la poesía para trasmitir el mensaje de la fe.
Con el anuncio del mensaje del evangelio, no solo con palabras sino con toda su vida entregada, iba queriendo hacer ese mundo mejor que es construir el Reino de Dios. Nos alegramos en su fiesta y su recuerdo nos sirve de estímulo también en nuestra tarea y en el camino de la fe. ‘El nos estimula con su ejemplo en el camino de la vida  y nos ayuda con su intercesión’, como proclamaremos en el prefacio. Que sean benditos también nuestros pies porque también recorramos nuestro mundo, en la vida de cada día anunciando la paz.

domingo, 8 de junio de 2014

Ungidos y sellados con la fuerza y la gracia del Espíritu Santo con los sacramentos renovamos Pentecostés



Ungidos y sellados con la fuerza y la gracia del Espíritu Santo con los sacramentos renovamos Pentecostés

Hechos, 2, 1-11; Sal. 103; 1Cor. 12, 3-7.12-13; Jn. 20, 19-23
‘Se llenaron todos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar de las maravillas de Dios’. Jesús les había dicho: ‘No os marchéis de Jerusalén; aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre de la que yo os había hablado’. Allí habían permanecido en el Cenáculo. ‘Estaban todos reunidos en el mismo lugar’, nos relata san Lucas. Y se había producido la maravilla de Dios. ‘Se llenaron todos del Espíritu Santo’. Con muchos signos y señales se hacia presente el Espíritu Santo prometido por Jesús. El ruido como de un viento impetuoso, las llamaradas de fuego, la diversidad de lenguas… Era algo nuevo que comenzaba.
Las puertas del Cenáculo se habían abierto de par en par y ya no tendrían que cerrarse jamás. Era el momento en que llegaba a su plenitud el misterio pascual y el Espíritu divino se derramaba en sus corazones. Los que habían estado encerrados por miedo a los judíos ahora salían a la calle para contar las maravillas del Señor. Con el Espíritu recibido una valentía surgía en sus corazones y ya no temían hablar del Señor Jesús.
En torno al Cenáculo se había congregado una multitud que también había oído los signos y señales y allí se arremolinaban curiosos a ver qué es lo que había pasado, pero ahora escuchaban cada uno en su lengua el mensaje de Jesús del que comenzaban a hablar los apóstoles. Algo nuevo que comenzaba y ahora la salvación había de anunciarse a todos los hombres. Allí estaban gentes de todos los lugares y naciones que se habían congregado para la fiesta judía de Pentecostés pero con el anuncio de Jesús comenzaba un pueblo nuevo.
Es lo que nos ha relatado el libro de los Hechos de los Apóstoles. Era el cumplimiento de lo anunciado por Jesús. El Espíritu de la Verdad, el Espíritu de la promesa, el Espíritu de Cristo, el Paráclito, abogado y consolador, inundaba sus corazones. Ahora ya en verdad y con todo sentido podían proclamar que Jesús es el Señor; el Espíritu que anidaba en sus corazones les hacía partícipes de una nueva vida, de la vida de Dios y comenzaban a ser hijos de Dios; podían llamar ya, como Jesús, para siempre Padre a Dios. El evangelio de Juan nos presenta esa donación del Espíritu como regalo de Pascua, como don de Cristo resucitado a sus discípulos para el perdón de los pecados, como hemos escuchado.
Jesús en la sinagoga de Nazaret había recordado lo anunciado por el profeta: ‘El Espíritu está sobre mi, porque me ha ungido y me ha enviado a anunciar la Buena Nueva a los pobres… el año de gracia del Señor’. Es el mismo Espíritu que a nosotros nos unge también para que con Cristo seamos otros ‘Cristos’ y también somos enviados para llevar la Buena Nueva y la amnistía de la gracia del Señor a todos los hombres. Es lo que en el momento de la Ascensión les decía a los apóstoles: ‘Cuando descienda el Espíritu Santo sobre vosotros… cuando seáis ungidos con el Espíritu Santo… recibiréis fuerza para ser mis testigos… hasta los confines del mundo’.
Es lo que ahora estamos celebrando. No es solo un recuerdo, sino que es una realidad que al celebrar estamos haciendo presente en nuestra vida. En el Bautismo fuimos ungidos para convertirnos en templos del Espíritu Santo; y en la Confirmación recibimos el sello del Espíritu, fuimos ungidos para recibir el don del Espíritu, la marca indeleble del Espíritu que ya no se borrará jamás de nuestro corazón.
Por eso celebrar Pentecostés, recordando la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles en aquel primer Pentecostés, es renovar nuestro Bautismo y renovar nuestra confirmación donde fuimos ungidos y sellados con la fuerza y la gracia del Espíritu Santo. No podemos olvidar que cuando recibimos los sacramentos fue realmente el Pentecostés del Espíritu en nuestras vidas.
Y eso no sólo tenemos que recordarlo y tenerlo siempre muy presente en nuestra vida, sino revivirlo, revitalizarlo en nosotros. A eso tiene que ayudarnos nuestra celebración. Y bien que lo necesitamos porque tenemos el peligro y la tentación de olvidar nuestra condición de bautizados, el que hemos sido ungidos, marcados para siempre con el sello del Espíritu. Nos recuerda nuestra dignidad y grandeza, pero nos recuerda también el compromiso de nuestra vida, porque ya no podemos vivir de cualquier manera, sino que tiene que resplandecer la santidad de Dios en nosotros. Es el fuego del Espíritu que tiene que prender en nuestros corazones para que incendiemos del amor de Dios a nuestro mundo.
Como nos decía hoy también san Pablo en la carta a los Corintios ‘todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un mismo Espíritu’. Es el Espíritu Santo que hemos recibido y nos congrega en la unidad y en la comunión. Unidos a Cristo por la fuerza del Espíritu, llenos de la vida de Cristo por el Espíritu que está en nosotros formamos todos el Cuerpo de Cristo, en que Cristo es la Cabeza.
Muchas consecuencias tendríamos que sacar para nuestra vida de todo esto que estamos reflexionando. Decíamos que el Espíritu nos convierte en testigos de Cristo ante el mundo.  No nos podemos acobardar ante la tarea inmensa que tenemos que realizar, que no siempre es fácil, porque nunca nos faltará la fuerza del Espíritu. Cuando tantas veces nos sentimos débiles en nuestro testimonio recordemos que la fuerza del Espíritu de Dios está en nosotros.
Pero es además el Espíritu Santo el que irá haciendo surgir esos diferentes carismas en nosotros para dar ese testimonio, para convertirnos en verdaderos testigos de Cristo y su evangelio en medio de nuestro mundo. Porque esa ha de ser nuestra tarea. Ya nos decía san Pablo que hay diversidad de dones, diversidad de ministerios, diversidad de funciones, pero un mismo Espíritu, un mismo Señor, un mismo Dios que obra todo en todos. Como nos decía ‘en cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común’.  El Espíritu del Señor está con nosotros y nos dará siempre su fuerza para dar ese testimonio.
Muchas cosas más podríamos recordar en esta celebración de Pentecostés donde Jesús nos hace donación de su Espíritu. Hemos venido preparándonos para esta celebración sobre todo en las últimas semanas de pascua cuando hemos ido escuchando todos los anuncios que nos iba haciendo Jesús. Hemos orado pidiendo que venga el Espíritu Santo sobre nosotros, sobre nuestra Iglesia y sobre nuestro mundo, y tenemos que seguir haciéndolo.
Que el Espíritu Santo venga a nosotros y nos llene de su luz y de su vida; que renueve nuestros corazones, que nos empape la tierra reseca de nuestra vida con el agua de su gracia, que sane nuestros corazones heridos y enfermos a causa del pecado que hemos ido dejando meter en nuestra vida, que nos llene y nos inunde con sus siete dones, pero para que en verdad manifestemos los frutos del Espíritu; que nos llene de su paz y de su amor, de su alegría y su fortaleza; que resplandezcamos por los frutos de santidad y de gracia.
Ven, Espíritu Santo, y renueva nuestros corazones; ven, Espíritu Santo, y repuebla la faz de la tierra; ven, Espíritu Santo, y enciende en tus fieles la llama de tu amor.