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sábado, 13 de abril de 2013


El servicio del amor esencial en el anuncio de Cristo resucitado

Hechos, 6, 1-7; Sal. 32; Jn. 6, 16-21
Cuando vamos recorriendo el camino del libro de los Hechos de los Apóstoles enseguida vamos apreciando que en la medida en que va creciendo la fe en Jesús, se va propagando el anuncio de Cristo resucitado y van surgiendo las primeras comunidades cristianas vemos al mismo tiempo cómo va floreciendo el amor. Una comunidad, y una comunidad que se siente convocada y reunida en el  nombre del Señor Jesús si le falta el amor le faltaría algo esencial que tiene que nacer de esa fe en Cristo resucitado como es la comunión de los hermanos.
Ya hemos contemplado como va floreciendo ese amor y son capaces de vivir en comunión y en sincero compartir para que nadie pase necesidad. Hace poco hemos visto como vendían sus posesiones y lo ponían a disposición de los apóstoles para ese bien común y para la atención sobre todo de los huérfanos y las viudas que en aquella sociedad se sentían totalmente desamparados.
Pero en toda comunidad, aunque sea una comunidad cristiana que intenta vivir intensamente su fe en Jesús y su amor surgen los problemas y está el peligro de que alguien no sea debidamente atendido. Es la queja que surge en Jerusalén en la que cierto sector de la comunidad se siente desatendido. Los Apóstoles no pueden estar en todo y es como surgirá la diaconía, el servicio de aquellos que de manera especial en nombre de la comunidad van a atender a los pobres y más necesitados.
‘No podemos desatender el anuncio de la Palabra de Dios’, dicen los apóstoles, ‘escoged a siete de entre vosotros, hombre de buena fama, llenos de espíritu de sabiduría y les encargaremos de esta tarea…’ Y se nos hace la relación de los siete que fueron escogidos, ‘que presentaron a los apóstoles y les impusieron las manos orando’. Nació así el diaconado, ese ministerio de servicio dentro de la comunidad cristiana. Origen, podríamos decir, de los diversos ministerios y servicios que van surgiendo en medio de la comunidad y para el servicio de la comunidad.
Escuchando y meditando este texto pensamos, por supuesto, en ese ministerio participación de Sacerdocio de Cristo Sacramento de Salvación, que son los diáconos - precisamente en este día en nuestra diócesis son ordenados dos nuevos diáconos para nuestra Iglesia diocesana -. Pero con una mirada amplia, sin reducirla al sacramento, podemos pensar en cuantos ejercen en el seno de la comunidad cristiana ese servicio pastoral de la caridad. Pensamos en nuestras parroquias en los agentes de Cáritas para la atención de los pobres y necesitados; pero podemos pensar en el ámbito de nuestras parroquias en los que atienden y visitan a los enfermos en una atención pastoral, aunque aquí cabría pensar en todos los que realizan una acción pastoral en medio de nuestras comunidades que en fin de cuentas es un servicio a la comunidad eclesial.
Pero podemos pensar en tantos y tantos religiosas y religiosas que en hospitales, Centros de Mayores, Asilos, residencias de ancianos o de enfermos, casas de acogida, atención a discapacitados físicos o síquicos y así una lista interminable están ejerciendo este ministerio de la caridad, del amor cristiano. Creo que tenemos que abrir bien los ojos para descubrir y ver ese ejército innumerable de religiosos y religiosas, como de tantos voluntarios también viven para los demás en un servicio de amor a los más pobres y necesitados. Es la diaconía de la Iglesia que se sigue realizando y que sigue dando ese testimonio de lo que es el amor cristiano vivido sin límites, con una donación y dedicación total.
Hay quien se atreve a poner en duda la acción de la Iglesia y cierra los ojos - ¿de manera interesada quizá? - y no es capaz de ver toda esta maravillosa acción social, pero acción desde la justicia y el amor que realiza la Iglesia. Bueno, no importa que no nos lo reconozcan, no se puede mermar la intensidad de nuestro amor y seguiremos amando y dándonos porque sabemos que nuestro premio y recompensa lo tendremos en el Señor cuando nos diga ‘venid, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me diste de comer… porque estaba enfermo y solo, y me atendiste’.

viernes, 12 de abril de 2013


El muchacho que comparte sus panes una señal del Reino

Hechos, 5, 34-42; Sal. 26Jn. 6, 1-15
‘Si es cosa de Dios, no lograréis dispersarlos, y os expondréis a luchar contra Dios’, fue el sensato consejo de ‘Gamaliel, doctor de la ley, respetado por el pueblo’ ante los hechos que estaban sucediendo que habían traído de nuevo a los apóstoles a la presencia del Consejo del Sanedrín para juzgarlos por la predicación que hacían del nombre de Jesús.
‘Será una bandera discutida, había anunciado el anciano Simeón en el templo, y está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten’. Lo fue Jesús en el tiempo de su predicación por los caminos y pueblos de Palestina, mientras unos se admiraban y lo aclamaban, otros tramaron su condena y su muerte; lo siguió siendo en la predicación de los Apóstoles en aquellos primeros momentos después de Pentecostés como lo estamos viendo, y lo ha sido a través de todos los tiempos.
Por la fuerza del Espíritu los apóstoles llegaban a salir contentos de la presencia del Sanedrín aunque los hubieran azotado y les quisieran prohibir hablar del nombre de Jesús. Pero ‘no dejaban de enseñar, en el templo y por las casas, anunciando el evangelio de Jesucristo’, como nos resume el texto que hoy hemos escuchado. También nosotros queremos sentir el gozo de nuestra fe, el gozo del anuncio del nombre de Jesús como nuestra única salvación. El ejemplo de los apóstoles nos estimula y nos empuja para vivir y proclamar con toda hondura nuestra fe.
Pero detengámonos un momento en nuestra reflexión en el evangelio proclamado que va a tener su continuidad en los próximos días. Una vez más escuchamos el relato de la multiplicación de los panes y de los peces. Importante fue en la catequesis de los apóstoles y primeros cristianos este hecho, porque hasta seis veces se nos repite el milagro, o los milagros, de la multiplicación de los panes en los cuatro evangelios.
‘Lo seguía mucha gente, nos dice el evangelista, porque habían visto los signos que hacía con los enfermos’. Ante la multitud que se arremolinaba alrededor de Jesús, ‘al ver que acudía tanta gente, Jesús le dice a Felipe: ¿con qué compraremos panes para que coman estos?’ Ya el evangelista nos comenta que Jesús sabía lo que iba a hacer y lo que estaba era tanteando la reacción de los discípulos más cercanos a Jesús, los apóstoles.
En lo que allí iba a suceder habían o tenían que manifestarse muchas señales del Reino que Jesús estaba anunciando y constituyendo con su persona y su predicación. Podríamos decir que Jesús estaba tanteando también a ver hasta donde habían ido aprendiendo lo que Jesús les había ido enseñando, en las señales a través de las cuales habría de manifestarse el Reino de Dios. Aunque se preguntan por la cantidad de dinero que necesitarían - y que seguro no tendrían - y dónde podrían conseguir pan para toda aquella gente estando como estaban en descampado, pronto aparecerán las primeras señales.
Por allí hay alguien dispuesto a compartir. ‘Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y un par de peces, pero ¿qué es esto para tantos?’ Pero allí está la disponibilidad de los pobres - los panes de cebada eran la comida de los pobres, lo normal hubiera sido que fueran de harina de trigo -, disponibilidad para desprenderse y para compartir.
Y desde aquel compartir en la pobreza surgirá la abundancia, porque siempre la generosidad del Señor es mucho más grande que la nuestra. Ya conocemos el hecho y lo hemos escuchado en el Evangelio. ‘Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados, y lo mismo todo lo que quisieron del pescado’. Sentados en el suelo, como quizá habían estado escuchando a Jesús, alimentando su vida con la Palabra, ahora se alimentan con aquel pan que va a ser un signo del pan de vida que un día Cristo nos dará. Será lo que más tarde les anunciará en la Sinagoga de Cafarnaún; ya lo iremos escuchando en los próximos días.
Reunidos también nosotros en torno a Jesús, sentados a sus pies como aquella multitud, queremos alimentarnos y venimos a escuchar su Palabra cada día; hasta Jesús venimos también trayendo lo que son nuestras necesidades y lo que son nuestras inquietudes; en Jesús ponemos toda nuestra esperanza porque sabemos bien que nos va a alimentar porque es El mismo el que se nos va a dar en comida. 

jueves, 11 de abril de 2013


La fortaleza del Espíritu para confesar y testimoniar nuestra fe

Hechos, 5, 27-33; Sal. 33; Jn. 3, 31-36
Con que fortaleza nos sentimos cuando vivimos intensamente nuestra fe. ‘Sé de quien me he fiado’, como le escuchamos decir a san Pablo en alguna ocasión en sus cartas. Y es que nos sentimos seguros en el Señor, ponemos nuestra vida en sus manos, y desde El sentiremos esa fortaleza que nos lleva a vivir ese nuevo sentido de nuestra vida que nos da nuestra fe, a proclamar valientemente nuestra fe en Jesús y a testimoniarla ante los demás, y a superar todas las dificultades o tentaciones que nos vayan apareciendo en la vida. ‘En Dios pongo mi esperanza y confío en su palabra’, como decimos también con algún salmo.
El evangelio que continúa con esa prolongación de la conversación de Jesús con Nicodemo nos está invitando una vez más a vivir nuestra fe. ‘El que Dios envió  habla las Palabras de Dios, nos dice, y El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en sus manos. Y el que cree en el Hijo posee la vida eterna’. Desde la fe que tenemos en Jesús nos llenamos de su vida, de su gracia, de su fortaleza; nos sentiremos distintos y fortalecidos para ese testimonio.
Pero fijémonos en el texto de los Hechos de los Apóstoles. Con qué valentía se presentan los apóstoles ante el pueblo y también ante el Sanedrín y los sumos sacerdotes. Qué diferencia podemos apreciar entre aquellos discípulos temerosos que abandonaron a Jesús tras su prendimiento, le negaron o se mantuvieron lejos, o luego tristes y asustados se mantenían encerrados en el cenáculo, ‘con las puertas cerradas por miedo a los judíos’. Tras la llegada de Jesús, su encuentro con Cristo resucitado todo cambió.
Los hemos ido contemplando estos días tras la curación del paralítico de la puerta Hermosa del templo. Como escuchábamos ayer los metieron en la cárcel de la que un ángel les libró y, como hemos escuchado hoy, a la mañana siguiente ya estaban de nuevo en el templo hablando de Jesús. Los habían mandado a buscar a la cárcel pero no los encuentran. Alguien les dice que están predicando en el templo. De allí los traen, los interrogan de nuevo. ‘¿No os habíamos prohibido formalmente enseñar en nombre de ése?’ Ni siquiera quieren decir el nombre de Jesús. Pero ya hemos escuchado su respuesta. ‘Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres’. Y vuelven a hacer el anuncio de Cristo resucitado. ‘Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo que Dios da a los que le obedecen’.
Entendemos que estos hechos suceden ya después de Pentecostés, que es lo que nos relata el libro de los Hechos de los Apóstoles. En ellos estamos viendo la fortaleza del Espíritu que les hace sentirse libres y seguros en su fe y en su testimonio. No temen la cárcel, no se dejan amedrentar por las prohibiciones y amenazas. Sienten la fortaleza del Espíritu en su corazón.
Es el ejemplo y el testimonio que hemos de sacar para nuestra vida. Es la fortaleza que hemos de sentir en nuestro espíritu y la valentía para el testimonio cristiano. Es la fortaleza que nos da nuestra fe que nos ha de llevar a proclamarla con valentía. Muchas veces nos sentimos acobardados porque vivimos en un mundo muy adverso que no entiende nuestro mensaje ni quiere entenderlo en muchas ocasiones. Pero tenemos que sentirnos seguros en el Señor y vivir nuestra fe con alegría.
El Papa Francisco estos días nos lo está repitiendo continuamente para que nos salgamos de nosotros mismos, para que no nos quedemos encerrados sino que llevemos a nuestro mundo la luz de Cristo resucitado. Lo que estamos escuchando estos días en los Hechos de los Apóstoles es un buen testimonio que tiene que animar y fortalecer nuestra fe.
Tenemos también en nosotros la fuerza del Espíritu para dar ese testimonio y no caben cobardías. También nosotros hemos de ser testigos. El sacramento de la confirmación que un día recibimos para eso nos ha fortalecido con el don del Espíritu Santo. Algunas veces parece que olvidamos que esa gracia del Señor está en nosotros. Abramos nuestro corazón a Dios y a su gracia.

miércoles, 10 de abril de 2013


Para que no perezca ninguno de los que creen en El sino que tengan la vida eterna

Hechos, 5, 17-26; Sal. 33; Jn. 3, 16-21
‘Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por El’. La voluntad de Dios es la salvación del hombre, porque el querer de Dios es el amor. Quien ama no condena; quien ama ofrece siempre caminos de salvación; quien ama nos estará mostrando siempre la ternura de su corazón. El deseo de Dios es la vida y la vida sin fin para nosotros que somos los amados de Dios. Muchas veces nos lo hemos repetido: ‘Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único…’
Casi sería suficiente quedarse rumiando no solo en la cabeza sino en el corazón este pensamiento y no tendría que ser necesario añadir más. Aunque cuando contemplamos toda esa ternura y todo ese amor de Dios nos preguntaríamos, ¿y qué tenemos que hacer? ¿cuál de ser nuestra respuesta?
Ante tanto amor lo que tenemos que hacer es darle nuestro sí, creer. ¿Cómo no vamos a creer en El? A veces queremos buscarnos razonamientos y pruebas para la fe que nos den seguridades para nuestro creer. La razón grande es la del amor porque la prueba grande que nos está ofreciendo es el amor que El nos tiene. Hemos de creer en El, poner toda nuestra fe, abandonándonos a ese querer de Dios porque es donde más seguros nos podemos sentir. Es el riesgo del amor que será el riesgo de la fe, porque es confiarnos, fiarnos, ponernos en sus manos.
‘El que cree en El, no será condenado’, nos sigue diciendo Jesús. Claro el que no cree no podrá alcanzar una salvación que ni cree, ni desea, ni espera. Y es que creyendo en El, ‘en el  nombre del Hijo único de Dios’ tenemos la certeza de la salvación, la garantía de la vida eterna. Para eso ha venido Jesús, para darnos la salvación, para alcanzarnos la vida eterna, porque se entregó ‘para que no perezca ninguno de los que creen en El sino que tengan la vida eterna’.
Pero seguimos preguntándonos, ¿y qué hemos de hacer? Aceptar su luz, realizar las obras de la luz; rechazar las tinieblas, no dejarnos envolver por las tinieblas de la muerte y del pecado. Y vivir en las obras de la luz significará hacer las obras de Jesús que son y serán siempre las obras del amor.
Pero ya sabemos las tinieblas nos acechan, nos quieren envolver, quieren ahogar la luz. ‘Esta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz’. Nuestra gran tentación y nuestro gran pecado, dejarnos embaucar por las tinieblas del pecado. ‘El que realiza la verdad, se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios’. Queremos acercarnos a la luz, queremos acercarnos a Jesús, queremos dejarnos iluminar por su luz, queremos renacer a esa vida nueva que El  nos ofrece.
La imagen de la luz tan repetida en el evangelio de Juan. Nos hablaba ya en su primera página pero nos lo irá repitiendo para que en verdad escuchemos en lo más hondo de nosotros esa invitación a vivir en la luz que es lo mismo que vivir a Jesús que es la verdadera luz del mundo. Son las palabras que le escuchamos a Jesús, como este texto del evangelio de hoy, pero serán los signos que va realizando como cuando devuelve la vista a los ciegos, o cura a aquel ciego que mandó lavarse a la piscina de Siloé.
Como diría entonces Jesús ‘Yo he venido a este mundo para un juicio: para dar vista a los ciegos y para privar de ella a los que creen ver’. Y cuando le replican los fariseos si cree que ellos acaso están ciegos, les dirá: ‘Si estuvieseis ciegos, no seríais culpables, pero, como decís que veis, vuestro pecado permanece’.
Ansiemos esa luz de Jesús. Al celebrar la resurrección del Señor ha sido un signo que ha brillado con fuerza, la luz del Cirio Pascual. Que en verdad nos dejemos iluminar por su luz. Que la fe que ponemos en Jesús ilumine plenamente nuestra vida para que, creyendo en El, nos llenemos de su salvación y alcancemos la vida eterna. Caminemos siempre a su luz. Pongamos totalmente nuestra fe en El.

martes, 9 de abril de 2013


Un testimonio valiente de la fe en la resurrección: la comunión y el compartir de los hermanos

Hechos, 4, 32-37; Sal. 92; Jn. 3, 11-15
‘Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor’, nos resume el texto de los Hechos de los Apóstoles lo que venía a ser el centro y vida de aquella primera comunidad cristiana.
Como  hemos comentado en otro momento en el tiempo de pascua en la primera lectura iremos haciendo una lectura continuada del libro de los Hechos de los Apóstoles. Hemos ido escuchando en la primera semana ese anuncio claro y valiente que hacen de Cristo resucitado, y de manera especial hemos escuchado lo sucedido en torno a la curación del paralítico de la puerta Hermosa del templo. La predicación de Pedro ante el pueblo primero, luego ante el Sanedrín ante el cual son conducidos, la prohibición de que hablen del nombre de Jesús, son aspectos que hemos ido escuchando estos días.
En el texto de hoy se nos presenta lo que era la vida de la comunidad, en lo que se expresaba ese testimonio vivo y en la propia vida que iban haciendo de la resurrección de Jesús. ¿Cuál era el testimonio?, podríamos preguntarnos. La comunión profunda que había entre todos los que creían en Jesús. Ya en capítulos anteriores se nos hablaba de cómo eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en las oraciones y en la Fracción del Pan que celebraban por la casas, para hablarnos de la Eucaristía.
Hoy se nos dice que ‘en el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio, nada de lo que tenía’. Era una comunión profunda la que sentían y vivían entre ellos, confesando una misma fe: ‘pensaban y sentían lo mismo’. Pero de esa comunión en la misma fe nacía la comunión en el amor, pues todo lo compartían, ‘lo poseían todo en común’.
Y nos hablará de cómo hasta llegaban a vender sus posesiones poniendo el dinero a disposición de los apóstoles para que nadie pasara necesidad. Cuando hay amor verdadero vamos a sentir la necesidad del hermano que amamos como nuestra propia necesidad; cuando hay amor verdadero ¿cómo puedo yo sentirme satisfecho ampliamente en mis cosas y necesidades, pero olvidándome de la necesidad que pueda tener el que está a mi lado?
Os confieso el dolor y hasta la rabia que me asalta en mi interior cuando veo cómo somos capaces de desperdiciar lo que tenemos y hasta tiramos los alimentos y no somos capaces de pensar en aquella persona que quizá no tiene un pedazo de pan que llevarse a la boca. Somos muy descuidados en estos aspectos muchas veces, pero si fuéramos capaces de poner rostro y nombre a quienes pasan esa necesidad seguro que actuaríamos de manera distinta.
No sé si sería porque en los tiempos de mi niñez eran tiempos duros de escasez o también por los valores cristianos que se vivían en mi familia y en los que fui educado, pero eran cosas que aprendí de mi madre, de mi familia, a no tirar nada, a saber aprovechar todo pero no por egoísmo sino para saber pensar en los demás y compartir con ellos.
Estos pensamientos concretos han venido a mi mente y a mi recuerdo ante lo que nos está relatando el libro de los Hechos de los Apóstoles de lo que era la manera de vivir de aquellas primeras comunidades cristianas. Terminará el texto hablándonos de Bernabé, levita y chipriota que vendió su campo y puso el dinero a disposición de los apóstoles. Es la primera vez que se nos hablará de Bernabé a quien veremos más tarde que la comunidad le confía diversas misiones y a que escogido por el Espíritu veremos con Pablo en el primero de los viajes apostólicos que desarrollará con mucho detalle el libro de los Hechos.
En el evangelio estamos escuchando el diálogo de Jesús con Nicodemo, aquel magistrado judío que fue a verlo de noche. Aquel a quien Jesús le dijo que era necesario nacer de nuevo para ver el Reino de Dios, en clara referencia al  nuevo sentido de vida que se tiene cuando en verdad nos encontramos con Jesús; una clara referencia al Bautismo, en el agua y el Espíritu le dice que hay que nacer. Es lo que hubiéramos escuchado ayer si no hubiera sido la celebración de la Encarnación del Señor. Y es lo que hemos contemplado reflejado en aquellos primeros creyentes de la comunidad de Jerusalén; realmente habían nacido de nuevo porque el estilo y sentido de sus vidas eran bien distinto, todo era vivir en comunión de amor entre ellos y así lo compartían todo.
En el texto del evangelio de hoy escuchamos el anuncio de la cruz en la que había de ser levantado en alto Jesús que tantas veces hemos reflexionado. ‘Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en El tenga vida eterna’.

lunes, 8 de abril de 2013


Creo en un solo Señor Jesucristo, Dios y Hombre verdadero

Is. 7, 10-14; Sal. 39; Hebreos, 10, 5-10; Lc. 1, 26-38
‘Creo en un solo Señor Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos… Dios verdadero de Dios verdadero… de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación, bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre…’
Así confesamos en el Credo que luego proclamaremos en su integridad. He querido comenzar esta breve reflexión entresacando estas palabras del Credo sobre todo en referencia a lo que hoy estamos celebrando, el misterio de la Encarnación de Dios en las entrañas de María, misterio por el cual el Hijo de Dios se hizo hombre verdadero. No lo pudimos celebrar en la fecha habitual de la celebración de este misterio de nuestra fe al coincidir en las ferias mayores de la Semana Santa por lo que ha sido trasladada litúrgicamente a este lunes siguiente a la octava de la Pascua de la Resurrección del Señor.
Hemos escuchado en el libro de Isaías anuncio profético de por el que una doncella dará a luz un  hijo al que se le pone por nombre Emmanuel, que significa Dios con nosotros. Anuncio con pleno sentido mesiánico como lo ha visto siempre la Iglesia y que nos ofrece la liturgia en este día en que en el Evangelio veremos la Anunciación del Ángel a María que iba a ser la Madre de Dios.
‘Has encontrado gracia ante Dios y concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús… se llamará el Hijo del Altísimo… y su reino no tendrá fin… el Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra… el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios’. Así hemos escuchado al ángel anunciar a María.
María encontró gracia ante de Dios y la gracia de Dios se derramó sobre toda la humanidad con la presencia del Emmanuel, del Dios con nosotros. ‘Por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, Virgen, y se hizo hombre’, como confesamos en el Credo. ‘Así, Dios cumplió sus promesas al pueblo de Israel y colmó de manera insospechada la esperanza de los otros pueblos’, como cantaremos en el prefacio.
Es el misterio de Dios que hoy celebramos. Es el misterio del amor de Dios que no abandona al hombre sino que lo busca para salvarlo y porque tanto amaba Dios al hombre envía a su único Hijo para que nadie perezca, para que todos alcancemos la salvación de Dios. Hijo de Dios, ‘de la misma naturaleza del Padre’. Desde toda la eternidad, ‘nacido del Padre antes de todos los siglos’ como decimos en el Credo, ‘Dios verdadero de Dios verdadero’ se hace hombre, verdadero hombre, tomando nuestra naturaleza humana para elevarnos y hacernos ‘semejantes a El en su naturaleza divina’ como expresábamos en la oración litúrgica de esta fiesta.
Es grande el misterio que hoy celebramos que supera todas nuestras expectativas y esperanzas, todo lo que nuestra mente humana podría imaginar. Así es el amor de Dios. Así se derrama su gracia sobre nosotros. Así es la grandeza del hombre que ha sido elevado a una nueva dignidad porque al participar de la vida divina de Jesús nos hacemos también hijos de Dios.
Estamos hoy recordando aspectos fundamentales de nuestra fe que, aunque conocidos y confesados continuamente cuando recitamos el Credo, muchas veces tenemos que rumiarlos y reflexionarlos para hacerlo vida de nuestra vida. Como tantas veces hemos dicho y la celebración del Año de la fe en el que estamos metidos nos impulsa hemos de ahondar cada vez más en ese misterio de nuestra fe para conocerle mejor y para poder confesarlo con toda firmeza. Por eso nos conviene ir recordando y reflexionando sobre los diferentes artículos de fe nuestro credo.
Una fe que nos lleve a vivir una vida en consecuencia buscando siempre lo que es la voluntad de Dios. Ejemplo tenemos en María en el texto de la Anunciación que hemos escuchado y tantas veces reflexionado. Que como María sepamos abrirnos al misterio de Dios y sepamos en todo hacer su voluntad por encima de nuestras humanas voluntades. ‘Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra’, decía María y Dios se encarnó en su seno. ‘Aquí estoy para hacer tu voluntad’, como hemos escuchado en el Apocalipsis y así nos veamos justificados y santificados por la acción del Espíritu Santo en nosotros.
‘Confirma en nosotros la verdadera fe, pediremos en la oración después de la comunión, para que cuantos confesamos al Hijo de la Virgen, como Dios y hombre verdadero, podamos llegar a las alegrías del Reino por el poder de su Resurrección’. Es nuestra fe, es la fe de la Iglesia que nos gloriamos de confesar.

domingo, 7 de abril de 2013


Seguimos viviendo y celebrando la Pascua del Señor

Hechos, 5, 12-16; Sal. 17; Apoc. 1, 9-19; Jn. 20, 19-31
Seguimos celebrando la Pascua. Seguimos queriendo vivir con igual intensidad que lo hacíamos el domingo de la resurrección del Señor la alegría de la pascua. No puede decaer. La liturgia de la Iglesia en su sabiduría ha querido prolongar durante estos ochos días la misma solemnidad para que sigamos viviendo intensamente a Cristo resucitado. Se prolongará cincuenta días del tiempo pascual hasta que lleguemos a Pentecostés. Lo seguiremos repitiendo - que no solo es repetir sino mucho más porque es celebrar y vivir - cada domingo cuando celebremos el día del Señor en la memoria del día en que el Señor resucitó.
Todo eso será posible porque estamos impregnados por el Espíritu de Cristo resucitado que nos hace gustar la misericordia del Señor, que reanima la fe del pueblo cristiano con la celebración de la Pascua, que nos hace recordar la riqueza grande del bautismo que hemos recibido por el que participamos del misterio de su muerte y resurrección, que nos hace vivir con gozo hondo nuestra fe manifestando a todos lo que es la alegría del cristiano en todo momento de su vida.
Su Espíritu fue el regalo de Pascua a sus discípulos como escuchamos hoy en el evangelio. Por la fuerza de su Espíritu nos llenamos de paz con el perdón de los pecados y se nos acaban los miedos y temores; por la fuerza del Espíritu en el Bautismo hemos comenzado a ser hijos de Dios, partícipes de su vida divina; con la presencia de su Espíritu en nosotros nos llenamos de esperanza y comenzamos a amar de una manera nueva con el amor que El con su entrega nos enseñó.
Es de lo que nos está hablando la Palabra que hoy se nos ha proclamado. En el evangelio hemos contemplado el encuentro de Cristo resucitado con los apóstoles reunidos en el cenáculo. ‘Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos’.
Muchos temores quedaban en sus corazones. La experiencia por la que habían pasado de la crucifixión y muerte de Jesús había, podíamos decir así, desestabilizado sus vidas. Parecía que sus esperanzas se acababan. Como dirían los discípulos que marchaban a Emaús ‘nosotros esperábamos que el fuera el futuro liberador de Israel’. Ahora temían incluso por sus vidas si acaso no les pudiera pasar lo mismo olvidando quizá todo lo que Jesús les había anunciado. ‘Estaban con las puertas cerradas por miedo a los judíos’.
Pero Jesús está allí en medio con un anuncio de paz. Aunque se sienten turbados con su inesperada presencia ‘se llenaron de alegría al ver al Señor’ como comenta el evangelista. ‘Paz a vosotros’, les repite por dos veces Jesús. Y les regala su Espíritu para el perdón de los pecados. Su Sangre había sido derramada en el Sacrificio de la nueva y eterna Alianza para el perdón de los pecados. La misericordia del Señor se derramaba sobre ellos y sus corazones se sentían para siempre inundados de paz.
Les había costado aceptar la cruz porque, ya desde los primeros anuncios que había hecho Jesús de su pasión, se habían rebelado contra esa posibilidad. Recordemos las reacciones de Pedro y lo que les costaba entender las palabras de Jesús. Tampoco quizá habían terminado de entender todo lo que Jesús había realizado y dicho en la última cena. Pero ahora derramando su Espíritu sobre ellos podrían terminar de comprender lo que es la misericordia divina y lo que es la paz que alcanzamos cuando así nos sentimos amados, con esa ternura de Dios - ¿misericordia no significaba algo así como la ternura de Dios? - y en El ya nos veremos liberados para siempre de todas nuestras culpas. Por eso hablamos en hoy del domingo de la misericordia, por eso podemos sentir de manera intensa ese saludo de paz de Jesús ya para siempre para nosotros.
Pero decíamos también que la celebración de este domingo viene a reanimar la fe del pueblo cristiano. El evangelio nos dice que Tomás no estaba entre ellos en esa primera aparición de Cristo resucitado a los discípulos. Le comentan ‘hemos visto al Señor’, pero a Tomás le cuesta creer. Quiere pruebas; quiere palpar por si mismo. ‘Si no veo en sus manos las señal de sus clavos, si no meto el dedo en el agujero de sus clavos y no meto la mano en su costado, no creo’. No ha sido el único que ha puesto en duda la resurrección del Señor que bien sabemos que eso se repite a lo largo de la historia de todos los tiempos. Que también pueden ser nuestras dudas, que nosotros también las tenemos en muchas ocasiones, que no siempre aceptamos todo con fidelidad, que hacemos nuestros distingos para ver lo que aceptamos y lo que no aceptamos, que nos hacemos nuestras reservas.
‘A los ocho días estaban otra vez dentro los discípulos y Tomas con ellos. Y llegó de nuevo Jesús, estando las puertas cerradas, se puso en medio’ y saludo de la misma manera, con la paz. Se dirige a Tomas ofreciéndole sus manos y su costado para que realice aquellas pruebas que había pedido. Pero no será necesario porque Tomás caerá a sus pies: ‘¡Señor mío y Dios mío!’ Será la exclamación y la proclamación de fe. ‘¿Por qué me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto’.
El testimonio de lo que contemplamos en la reacción de Tomás con sus dudas y con su proclamación de fe nos ayudan también a nosotros en nuestra fe. ‘Se reanima la fe de tu Iglesia’, como decíamos en la oración litúrgica. Todo sucede como en ejemplo para nosotros. Queremos proclamar nuestra fe no solo con nuestras palabras sino con toda nuestra vida. Ya no tienen que quedar dudas ni temores. Con Cristo resucitado y la fuerza de su Espíritu nos sentimos fuertes en nuestra fe y frente a todos los avatares que nos pueda presentar la vida.
Recitamos el Credo, resumen de nuestra fe, le damos nuestro Sí al Señor, pero queremos crecer en nuestra fe, queremos alimentar nuestra fe, queremos formarnos debidamente en nuestra fe conociendo cada vez con mayor hondura el misterio de Dios para que podamos llegar a dar razones de nuestra fe y de nuestra esperanza. Es necesario conocer bien lo que creemos para que podamos proclamarlo con toda claridad y valentía.
Testimonio que daremos con nuestras palabras sabiendo bien lo que creemos, pero testimonio que hemos de dar con las obras de nuestra vida. El texto de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado en la primera lectura nos habla de cómo ‘crecía el número de los creyentes, hombres y mujeres, que se adherían al Señor’. El Espíritu del Señor estaba en medio de aquella comunidad y crecían más y más en la fe y en el amor.
‘Hacían muchos prodigios y signos en medio del pueblo’; eran los prodigios del amor que se manifestaba en la comunión que vivían entre ellos porque ‘en el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo’; eran los prodigios del amor ‘donde nadie pasaba necesidad’ y todo se remediaba todo sufrimiento en el ejercicio de la caridad. ‘Acudían llevando enfermos y poseídos del espíritus inmundos y todos eran curados’.
Sigamos viviendo con toda intensidad la Pascua del Señor. Que no decaiga nuestro espíritu ni se enfríe nuestra fe. Acojámonos a la misericordia del Señor y nos llenaremos de paz. Consideremos bien la grandeza a la que nos ha elevado Cristo cuando El se ha abajado para tomar nuestra naturaleza, nuestra vida. Recordemos el Bautismo de nuestra fe y la riqueza de gracia que se ha derramado sobre nosotros. Seamos en verdad conscientes de que por la sangre de Cristo hemos renacido a una vida nueva.
Demos gracias al Señor porque es bueno, porque su misericordia es eterna. Aleluya, cantemos al Señor.