La fortaleza del Espíritu para confesar y testimoniar nuestra fe
Hechos, 5, 27-33; Sal. 33; Jn. 3, 31-36
Con que fortaleza nos sentimos cuando vivimos
intensamente nuestra fe. ‘Sé de quien me
he fiado’, como le escuchamos decir a san Pablo en alguna ocasión en sus
cartas. Y es que nos sentimos seguros en el Señor, ponemos nuestra vida en sus
manos, y desde El sentiremos esa fortaleza que nos lleva a vivir ese nuevo
sentido de nuestra vida que nos da nuestra fe, a proclamar valientemente
nuestra fe en Jesús y a testimoniarla ante los demás, y a superar todas las
dificultades o tentaciones que nos vayan apareciendo en la vida. ‘En Dios pongo mi esperanza y confío en su
palabra’, como decimos también con algún salmo.
El evangelio que continúa con esa prolongación de la
conversación de Jesús con Nicodemo nos está invitando una vez más a vivir
nuestra fe. ‘El que Dios envió habla las Palabras de Dios, nos dice, y El
Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en sus manos. Y el que cree en el Hijo
posee la vida eterna’. Desde la fe que tenemos en Jesús nos llenamos de su
vida, de su gracia, de su fortaleza; nos sentiremos distintos y fortalecidos
para ese testimonio.
Pero fijémonos en el texto de los Hechos de los
Apóstoles. Con qué valentía se presentan los apóstoles ante el pueblo y también
ante el Sanedrín y los sumos sacerdotes. Qué diferencia podemos apreciar entre
aquellos discípulos temerosos que abandonaron a Jesús tras su prendimiento, le
negaron o se mantuvieron lejos, o luego tristes y asustados se mantenían encerrados
en el cenáculo, ‘con las puertas cerradas
por miedo a los judíos’. Tras la llegada de Jesús, su encuentro con Cristo
resucitado todo cambió.
Los hemos ido contemplando estos días tras la curación
del paralítico de la puerta Hermosa del templo. Como escuchábamos ayer los
metieron en la cárcel de la que un ángel les libró y, como hemos escuchado hoy,
a la mañana siguiente ya estaban de nuevo en el templo hablando de Jesús. Los
habían mandado a buscar a la cárcel pero no los encuentran. Alguien les dice
que están predicando en el templo. De allí los traen, los interrogan de nuevo. ‘¿No os habíamos prohibido formalmente
enseñar en nombre de ése?’ Ni siquiera quieren decir el nombre de Jesús.
Pero ya hemos escuchado su respuesta. ‘Hay
que obedecer a Dios antes que a los hombres’. Y vuelven a hacer el anuncio
de Cristo resucitado. ‘Testigos de esto
somos nosotros y el Espíritu Santo que Dios da a los que le obedecen’.
Entendemos que estos hechos suceden ya después de
Pentecostés, que es lo que nos relata el libro de los Hechos de los Apóstoles.
En ellos estamos viendo la fortaleza del Espíritu que les hace sentirse libres
y seguros en su fe y en su testimonio. No temen la cárcel, no se dejan
amedrentar por las prohibiciones y amenazas. Sienten la fortaleza del Espíritu
en su corazón.
Es el ejemplo y el testimonio que hemos de sacar para
nuestra vida. Es la fortaleza que hemos de sentir en nuestro espíritu y la
valentía para el testimonio cristiano. Es la fortaleza que nos da nuestra fe
que nos ha de llevar a proclamarla con valentía. Muchas veces nos sentimos
acobardados porque vivimos en un mundo muy adverso que no entiende nuestro
mensaje ni quiere entenderlo en muchas ocasiones. Pero tenemos que sentirnos
seguros en el Señor y vivir nuestra fe con alegría.
El Papa Francisco estos días nos lo está repitiendo
continuamente para que nos salgamos de nosotros mismos, para que no nos
quedemos encerrados sino que llevemos a nuestro mundo la luz de Cristo
resucitado. Lo que estamos escuchando estos días en los Hechos de los Apóstoles
es un buen testimonio que tiene que animar y fortalecer nuestra fe.
Tenemos también en nosotros la fuerza del Espíritu para
dar ese testimonio y no caben cobardías. También nosotros hemos de ser
testigos. El sacramento de la confirmación que un día recibimos para eso nos ha
fortalecido con el don del Espíritu Santo. Algunas veces parece que olvidamos
que esa gracia del Señor está en nosotros. Abramos nuestro corazón a Dios y a
su gracia.
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