Seguimos viviendo y celebrando la Pascua del Señor
Hechos, 5, 12-16; Sal. 17; Apoc. 1, 9-19; Jn. 20, 19-31
Seguimos celebrando la Pascua. Seguimos queriendo vivir
con igual intensidad que lo hacíamos el domingo de la resurrección del Señor la
alegría de la pascua. No puede decaer. La liturgia de la Iglesia en su
sabiduría ha querido prolongar durante estos ochos días la misma solemnidad
para que sigamos viviendo intensamente a Cristo resucitado. Se prolongará
cincuenta días del tiempo pascual hasta que lleguemos a Pentecostés. Lo
seguiremos repitiendo - que no solo es repetir sino mucho más porque es
celebrar y vivir - cada domingo cuando celebremos el día del Señor en la
memoria del día en que el Señor resucitó.
Todo eso será posible porque estamos impregnados por el
Espíritu de Cristo resucitado que nos hace gustar la misericordia del Señor,
que reanima la fe del pueblo cristiano con la celebración de la Pascua, que nos
hace recordar la riqueza grande del bautismo que hemos recibido por el que
participamos del misterio de su muerte y resurrección, que nos hace vivir con
gozo hondo nuestra fe manifestando a todos lo que es la alegría del cristiano
en todo momento de su vida.
Su Espíritu fue el regalo de Pascua a sus discípulos
como escuchamos hoy en el evangelio. Por la fuerza de su Espíritu nos llenamos
de paz con el perdón de los pecados y se nos acaban los miedos y temores; por
la fuerza del Espíritu en el Bautismo hemos comenzado a ser hijos de Dios,
partícipes de su vida divina; con la presencia de su Espíritu en nosotros nos
llenamos de esperanza y comenzamos a amar de una manera nueva con el amor que
El con su entrega nos enseñó.
Es de lo que nos está hablando la Palabra que hoy se
nos ha proclamado. En el evangelio hemos contemplado el encuentro de Cristo
resucitado con los apóstoles reunidos en el cenáculo. ‘Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los
discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos’.
Muchos temores quedaban en sus corazones. La
experiencia por la que habían pasado de la crucifixión y muerte de Jesús había,
podíamos decir así, desestabilizado sus vidas. Parecía que sus esperanzas se acababan.
Como dirían los discípulos que marchaban a Emaús
‘nosotros esperábamos que el fuera el futuro liberador de Israel’. Ahora
temían incluso por sus vidas si acaso no les pudiera pasar lo mismo olvidando
quizá todo lo que Jesús les había anunciado. ‘Estaban con las puertas cerradas por miedo a los judíos’.
Pero Jesús está allí en medio con un anuncio de paz.
Aunque se sienten turbados con su inesperada presencia ‘se llenaron de alegría al ver al Señor’ como comenta el
evangelista. ‘Paz a vosotros’, les
repite por dos veces Jesús. Y les regala su Espíritu para el perdón de los
pecados. Su Sangre había sido derramada en el Sacrificio de la nueva y eterna
Alianza para el perdón de los pecados. La misericordia del Señor se derramaba
sobre ellos y sus corazones se sentían para siempre inundados de paz.
Les había costado aceptar la cruz porque, ya desde los
primeros anuncios que había hecho Jesús de su pasión, se habían rebelado contra
esa posibilidad. Recordemos las reacciones de Pedro y lo que les costaba
entender las palabras de Jesús. Tampoco quizá habían terminado de entender todo
lo que Jesús había realizado y dicho en la última cena. Pero ahora derramando
su Espíritu sobre ellos podrían terminar de comprender lo que es la
misericordia divina y lo que es la paz que alcanzamos cuando así nos sentimos
amados, con esa ternura de Dios - ¿misericordia no significaba algo así como la
ternura de Dios? - y en El ya nos veremos liberados para siempre de todas
nuestras culpas. Por eso hablamos en hoy del domingo de la misericordia, por
eso podemos sentir de manera intensa ese saludo de paz de Jesús ya para siempre
para nosotros.
Pero decíamos también que la celebración de este
domingo viene a reanimar la fe del pueblo cristiano. El evangelio nos dice que
Tomás no estaba entre ellos en esa primera aparición de Cristo resucitado a los
discípulos. Le comentan ‘hemos visto al
Señor’, pero a Tomás le cuesta creer. Quiere pruebas; quiere palpar por si
mismo. ‘Si no veo en sus manos las señal
de sus clavos, si no meto el dedo en el agujero de sus clavos y no meto la mano
en su costado, no creo’. No ha sido el único que ha puesto en duda la
resurrección del Señor que bien sabemos que eso se repite a lo largo de la
historia de todos los tiempos. Que también pueden ser nuestras dudas, que
nosotros también las tenemos en muchas ocasiones, que no siempre aceptamos todo
con fidelidad, que hacemos nuestros distingos para ver lo que aceptamos y lo
que no aceptamos, que nos hacemos nuestras reservas.
‘A los ocho días
estaban otra vez dentro los discípulos y Tomas con ellos. Y llegó de nuevo
Jesús, estando las puertas cerradas, se puso en medio’ y saludo de la misma manera, con
la paz. Se dirige a Tomas ofreciéndole sus manos y su costado para que realice
aquellas pruebas que había pedido. Pero no será necesario porque Tomás caerá a
sus pies: ‘¡Señor mío y Dios mío!’ Será
la exclamación y la proclamación de fe. ‘¿Por
qué me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto’.
El testimonio de lo que contemplamos en la reacción de
Tomás con sus dudas y con su proclamación de fe nos ayudan también a nosotros
en nuestra fe. ‘Se reanima la fe de tu
Iglesia’, como decíamos en la oración litúrgica. Todo sucede como en ejemplo
para nosotros. Queremos proclamar nuestra fe no solo con nuestras palabras sino
con toda nuestra vida. Ya no tienen que quedar dudas ni temores. Con Cristo
resucitado y la fuerza de su Espíritu nos sentimos fuertes en nuestra fe y
frente a todos los avatares que nos pueda presentar la vida.
Recitamos el Credo, resumen de nuestra fe, le damos
nuestro Sí al Señor, pero queremos crecer en nuestra fe, queremos alimentar
nuestra fe, queremos formarnos debidamente en nuestra fe conociendo cada vez
con mayor hondura el misterio de Dios para que podamos llegar a dar razones de
nuestra fe y de nuestra esperanza. Es necesario conocer bien lo que creemos
para que podamos proclamarlo con toda claridad y valentía.
Testimonio que daremos con nuestras palabras sabiendo
bien lo que creemos, pero testimonio que hemos de dar con las obras de nuestra
vida. El texto de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado en la primera
lectura nos habla de cómo ‘crecía el
número de los creyentes, hombres y mujeres, que se adherían al Señor’. El
Espíritu del Señor estaba en medio de aquella comunidad y crecían más y más en
la fe y en el amor.
‘Hacían muchos
prodigios y signos en medio del pueblo’; eran los prodigios del amor que se manifestaba en la
comunión que vivían entre ellos porque ‘en
el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo’; eran los
prodigios del amor ‘donde nadie pasaba
necesidad’ y todo se remediaba todo sufrimiento en el ejercicio de la
caridad. ‘Acudían llevando enfermos y poseídos
del espíritus inmundos y todos eran curados’.
Sigamos viviendo con toda intensidad la Pascua del
Señor. Que no decaiga nuestro espíritu ni se enfríe nuestra fe. Acojámonos a la
misericordia del Señor y nos llenaremos de paz. Consideremos bien la grandeza a
la que nos ha elevado Cristo cuando El se ha abajado para tomar nuestra
naturaleza, nuestra vida. Recordemos el Bautismo de nuestra fe y la riqueza de
gracia que se ha derramado sobre nosotros. Seamos en verdad conscientes de que
por la sangre de Cristo hemos renacido a una vida nueva.
Demos gracias al Señor porque es bueno, porque su
misericordia es eterna. Aleluya, cantemos al Señor.
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