Transfigurarnos para hacer
resplandecer de nuevo la luz que iluminó nuestra vida el día del Bautismo
Gen. 12, 1-4; Sal. 32; 2Tim. 1, 8-10; Mt. 17, 1-9
Es el domingo de la Transfiguración - tradicionalmente
siempre el segundo domingo de Cuaresma - con todas sus connotaciones de
resplandores y de oscuridades que son vencidas; se nos habla de subida a una
montaña alta, pero se nos habla también de salir de su tierra y de ponerse en
camino; finalmente hay que descender lo que previamente se había ascendido porque
es necesario seguir caminando las llanuras del camino de la vida, no siempre
tan tranquilo y sí muchas veces accidentado.
Entre resplandores de transfiguración se manifiesta la
gloria de Dios. Todo son resplandores de luz y de gloria. ‘Se transfiguró Jesús y su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos
se volvieron de un blanco deslumbrador… una nube luminosa los cubrió con su
sombra’, terminará diciéndonos.
Jesús, si atendemos al marco del evangelio donde se nos
narra este episodio, viene anunciando la pasión y la cruz de su Pascua, y como
nos expresa la liturgia de este día ‘después
de anunciar su muerte a los discípulos, les mostró en el monte santo el
esplendor de su gloria, para testimoniar de acuerdo con la ley y los profetas,
que la pasión es el camino de la resurrección’. Esto último no lo podemos
olvidar nunca. De ahí el sentido que tiene la cuaresma que vivimos como
preparación para la pascua. Hemos de llegar a la resurrección. Pero hemos de
hacer un camino, hacer una ascensión.
Se nos hacen oscuros los caminos de la vida en muchas
ocasiones, los problemas de cada día, las limitaciones y enfermedades, los
roces que vamos teniendo con los que caminan a nuestro lado, el peso de la
tentación que nos arrastra con frecuencia hacia abajo, las dudas e
incertidumbres que nos van apareciendo en el alma nos conducen por ese camino
de pasión que muchas veces se nos hace difícil de comprender, como les
resultaba a los apóstoles cuando Jesús les anunciaba su pasión; pero es lo que
no tenemos nunca que olvidar que el resplandor del Tabor nos está anunciando
los resplandores de la resurrección; el Tabor es un faro de luz que nos señala
a donde vamos, nos señala la vida nueva que estamos llamados a vivir. Ese
anuncio tiene que ser para nosotros un gran estímulo.
Es necesario aprender a ponerse en camino, como lo
hiciera Abrahán cuando Dios le pide que salga de su tierra y se ponga en camino
a la tierra que le va a dar; Abraham se fía de la promesa, se deja guiar por
esa Palabra que Dios le revela en su corazón para que sus descendientes un día
puedan posesionarse de la tierra que el Señor les dio. Ponerse en camino
atravesando un desierto que le lleve a la tierra de una promesa no podía ser
fácil para Abraham; pero se fió, se dejó conducir, iría adonde Dios le llevara
o desde donde Dios le llamaba.
De la misma manera que es necesario ponerse en camino
para ascender a la montaña. La subida a una montaña alta siempre será costosa,
no solo por la dificultad del camino sino también por todas las cosas que
tenemos que saber dejar atrás, porque en lugar de ayudar serían ‘impedimenta’ -
- como así se llamaba a los pertrechos que llevaban los soldados en las
batallas - y los pertrechos innecesarios harían dificultosa la ascensión. En la
altura van a ver la gloria del Resucitado, como cuando subimos a una montaña y
nos quedamos extasiados contemplando bellezas que no habíamos imaginado o
descubriendo planteamientos que nos llevarían a hacer las cosas por otros
derroteros. Lo que allí iban a contemplar superaría todo deseo y les haría
comprender en plenitud todos los anuncios de Jesús y la pasión y la cruz ya no
sería escándalo para los discípulos.
La experiencia del Tabor fue determinante para mantener
la fe de los discípulos en lo que iba a seguir en la vida de Jesús. Allí estaba
la voz del cielo que lo señalaba: ‘Este
es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadle’. Lo que ya iban
vislumbrando los discípulos en la vida de Jesús y que un día le llevaría a
Pedro a confesar que Jesús era el Mesías,
el Hijo del Dios vivo, ahora venia a ser confirmado desde el cielo. Aunque
siempre esa teofanía de Dios, esa manifestación de la gloria del Señor nos
llevaría a anonadarnos, a sentirnos pequeños o a sentirnos pecadores. ‘Apártate
de mí, que soy un hombre pecador’, había confesado Pedro cuando la pesca
milagrosa, porque reconocía que aquello solo podía suceder con el poder de
Dios. De la misma manera ahora, cayeron
de bruces, al escuchar la voz, llenos de temor. Estaban ante la presencia
de la gloria de Dios y qué pequeños se sentían.
Esto les valdría para superar egoísmos y ambiciones que
siempre aparecían y reaparecían en sus corazones. Antes, cuando estaban
contemplando maravillados el cuadro de la transfiguración con la aparición
también de Moisés y Elías conversando con Jesús, les parecía tan divino lo que
contemplaban que querían quedarse allí para siempre. ‘¡Señor, qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres chozas; una para
ti, otra para Moisés y otra para Elías’. Si se quedaban allí extasiados ya
no tendrían que preocuparse de las cosas terrenas y de los agobios de cada día.
Es una tentación fácil que podemos tener. Allí estaban también los que querían
primeros puestos en la gloria de Jesús, Santiago y Juan. En medio de todo
aparecen esas ambiciones y deseos terrenos y mundanos.
Pero la voz del Padre que se escuchaba en medio de la
nube venía a señalar otras cosas. Aquel Jesús que veían allí transfigurado, que
era realmente el Hijo de Dios que venía para traernos la salvación, también
venía a anunciarnos la Palabra que nos señalara como hacer y como vivir en ese
Reino de Dios en el que no nos podemos quedar en éxtasis celestiales ni en
pasividades humanas sin compromiso. A ese Jesús había que escucharlo porque era
la Palabra viva de Dios. A ese Jesús, Hijo verdadero de Dios, había que
escucharle porque nos enseñaría los verdaderos caminos del amor que echarían
abajo todas nuestras comodidades, pasividades y ambiciones para enseñarnos a
vivir en una vida nueva de transfiguración en el amor.
Como decíamos la experiencia del Tabor fue
determinante. Habían contemplado la gloria de Dios y eran ellos los que tenían
ahora que transfigurarse, transformar su corazón. Había ahora que bajar de la
montaña con un resplandor nuevo; no podían hablar de lo que allí había sucedido
hasta que ‘el Hijo del Hombre resucite de
entre los muertos’, pero lo sucedido les podría ayudar a entender todo lo
que Jesús les anunciaba. Tendrían que llegar a la Pascua y aunque iba a ser
algo costoso y doloroso pero estaba presente la luz de la resurrección ya en sus
corazones desde aquel resplandor del Tabor que había sido como un anticipo que
fortaleciera su fe y su camino.
Pero todo esto que contemplamos y meditamos tiene que
ayudarnos también en este camino pascual que queremos recorrer. Un camino y una
ascensión a la que nos está invitando hoy el Señor. Esa ascensión permanente
que hemos de ir realizando en nuestra vida que nos lleve a llenarnos de la luz
de Dios que también nos transfigure. En nuestra alma, desde nuestro bautismo,
ha quedado prendida esa luz, que muchas veces quizá enturbiamos con nuestros
pecados. Cuaresma ha de significar para nosotros esa purificación, ese quitar
todos esas cosas que nos impiden seguir con decisión el camino de Jesús, esa
transformación de nuestro corazón llenándolo del resplandor del Tabor y de la
resurrección.
También nosotros escuchamos en lo más hondo de nosotros
esa voz del cielo que nos señala a Jesús y nos invita a escucharle y a
seguirle. Y escucharle y seguirle significa ponernos en camino de superación y
de crecimiento, salir de nuestras pasividades y de nuestra vida cómoda, ir
arrancando de nosotros esas ambiciones que nos ciegan el corazón y nos impiden
reconocer a Jesús allí donde El quiere manifestársenos.
Porque Cristo transfigurado está también en el hermano que
está a nuestro lado, en el pobre y en el enfermo, en el que nos pueda parecer
una piltrafa humana por las muchas miserias que pueda haber en su vida y en ese
que sufre de tantas maneras a nuestro lado. Ahí está Jesús, ese mismo Jesús que
vemos transfigurado en lo alto del Tabor, pero que lo vemos recorrer el camino
de la pasión, del dolor y de la muerte en el sufrimiento de los hombres
nuestros hermanos. Pero tenemos la esperanza de la vida, de la resurrección.
Que bajemos del Tabor, que salgamos hoy de este nuestro
encuentro con el Señor con los ojos abiertos de una manera distinta para ir descubriendo a Jesús que nos va
saliendo al paso en ese día a día de la vida en los hermanos que sufren a
nuestro lado. Que el Espíritu nos ilumine y nos trasforme el corazón. Esa
transfiguración se ha de realizar también en nosotros, porque no haríamos otra
cosa que volver a hacer brillar el resplandor de luz y de gracia que lleno
nuestra vida en el día del Bautismo.