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sábado, 22 de marzo de 2014

Los esquemas de Dios solo se miden desde el amor y por amor



Los esquemas de Dios solo se miden desde el amor y por amor

Miq. 7, 14-15.18-20; Sal. 102; Lc. 15, 1-3. 11-32
Dios rompe todos los moldes; los esquemas y lógicas que nos parecen a nosotros los mejores no valen para Dios. Su ser es el amor y al amor verdadero no le podemos poner barreras.
Es por lo que los fariseos y los maestros de la ley no entienden a Jesús. Ellos tenían sus esquemas, su manera de entender las cosas, la religión, lo que les parecía a ellos lo mejor para el pueblo, quizá para tenerlo bajo su yugo; por eso  no terminan de entender a Jesús. Les parece un hombre bueno, un hombre religioso, pero les desconcierta su manera de actuar, aunque su actuar está en congruencia total con lo que enseña. Pero para ellos siendo un hombre de Dios como les parece que pueda ser dada las cosas que hace, no les cabe en la cabeza ahora que se siente a comer con publicanos y pecadores. ¡Vaya escándalo! ‘Acoge a los pecadores y come con ellos’.
Pero la Buena Noticia que está anunciando Jesús de un Reino nuevo no tiene sino el sentido del amor verdadero. Y así se manifestará Jesús. Así será también lo que nos enseñe. Y ese será el sentido del vivir de sus discípulos.
Y para que lo entendamos todo muy Jesús se nos explica con parábolas. Hoy nos ha hablado de un padre que tiene dos hijos; buenos chicos, podríamos decir, pero los jóvenes tienen sus sueños y sus  deseos de libertad a su manera, aunque son bien diferentes el uno del otro. El mayor parece más cumplidor porque estará para siempre en la casa,  pero habría que estudiarle el corazón. El menor tiene la cabeza en otro lado y quiere marcharse. Ya hemos escuchado el relato de la parábola. Ruega, pide y poco menos que exige al padre la parte de la herencia que un día le habría de corresponder y cuando lo consigue se marcha. Ya vemos por donde va a correr el dinero y su vida y donde acabará. Cuánto se parece a nosotros y a lo que sigue sucediendo en todos los tiempos con nuestras ansias de libertad a nuestra manera que parece que nos vamos a comer el mundo.
Un día recapacitará, pero será cuando se vea hundido del todo y sin salidas. El que un día no quería quedarse en casa de su padre porque aquello le parecía una esclavitud y él ansiaba libertad, ahora añora la casa del padre, pero no sabe cómo puede volver. No conoce a su padre, a pesar de haber pasado mucho tiempo antes cerca de él, pero quizá estaba muy lejos y no había captado las señales del amor. Pero el amor estaba esperando. No se consideraba digno y quería regresar aunque solo fuera por un plato de comida, pero siente miedo en su corazón.
El padre le esperaba sin reproches ni malos gestos. El padre le esperaba con los brazos abiertos y dispuesto a hacer fiesta en su regreso. El padre le esperaba aunque grande había sido la ofensa que el hijo le había inflingido, pero el amor siempre quiere hacer recuperar la dignidad perdida. Es su hijo; tiene que vestir como los hijos; tiene que llevar en su dedo el anillo de los hijos. Así es el amor del padre, así es el amor de Dios.
Porque el padre es el verdadero protagonista; no nos creamos nosotros protagonistas porque volvemos, sino que el protagonista es Dios que nos recibe porque nos ama. Qué grande es el amor y la misericordia de Dios. No pregunta ni reprocha, solo acoge y ama con un amor eterno. Tenemos que aprender a conocer a Dios de verdad y todo lo que es su amor, para que no nos pase como a aquellos hijos; uno porque no se atrevía a volver a la casa de padre porque no se consideraba digno, el otro porque no termina de aprender la lección del padre y siempre está reprochando y rezongando, sin querer aceptar al hermano.
Cargamos todas las tintas negras en el hijo que se marchó pero no nos damos cuenta que quizá nos parecemos al otro hijo porque no queremos aceptar al hermano; ni siquiera lo llamo hermano. Cuántos reproches nos hacemos unos a otros cuando tendríamos que comportarnos como buenos hermanos sabiendo que todos tenemos debilidades y de una forma o de otra todos descarriamos alguna vez. Así andamos por la vida queriendo dar facha de buenos cuando en nuestro interior, si con toda sinceridad lo miramos, nos damos cuentas de cuantas negruras guardamos en relación a los demás. Como aquel hijo que parecía bueno, pero que se quedaba en el formalismo de haberse quedado en casa.
¡Qué distintos son los esquemas de Dios donde el amor no lo podemos encerrar en ningún molde!

viernes, 21 de marzo de 2014

Una historia que es nuestra historia, pero que es la historia del amor que Dios nos tiene



Una historia que es nuestra historia, pero que es la historia del amor que Dios nos tiene

Gén. 37, 3-4.12-13.17-28; Sal. 104; Mt. 21, 33-34.45-46
‘Recordad las maravillas que hizo el Señor’, fuimos repitiendo en el salmo. Bien nos viene recordarlo para reanimar nuestra fe y nuestra esperanza; bien nos viene recordarlo, reconociendo cuánto nos ama el Señor para saber ser agradecidos y cantar su alabanza, pero también para que eso  nos mueva a hacer de nuestra vida una acción de gracias continua al Señor.
Lo que el salmista nos iba recordando hace referencia a la historia de José en Egipto. Aunque hayamos celebrado hace poco la fiesta de san José, sabemos que no se refiere a san José, sino al hijo de Jacob del que nos habla la primera lectura. El José que por envidia de sus hermanos fue vendido como esclavo y llevado a Egipto, con el paso de los años se convertiría en un gobernador de Egipto y sería la salvación de sus hermanos y su familia cuando pasaban hambre en la tierra de Canaán.
Iremos recordando diversos retazos de la historia del pueblo de Israel en las lecturas que vayamos haciendo en la cuaresma, como es esta historia de José que hoy hemos escuchado. La marcha de los hijos de Jacob a Egipto donde se establecerían fue el inicio de la constitución del pueblo de Dios. Cuando sufren el acoso y la persecución de los faraones siglos más tarde surgirá Moisés, como caudillo de Israel a quien Dios confiará el que los saque de Egipto para llevarles a la tierra que le había prometido a Abraham. Es bueno ir recordando estas cosas que nos manifiestan el amor de Dios por su pueblo y donde se va forjando toda la historia de la salvación.
Una historia hecha de fidelidades y de infidelidades, pero donde siempre el amor del Señor permanecerá fiel por su pueblo al que ama, cuida y protege. De eso nos hablará la parábola del Evangelio; un reflejo de lo que fue la historia de Israel y que cuando los sumos sacerdotes y fariseos la escucharon entendieron que Jesús hablaba de ellos.
Un pensamiento que nos conviene a nosotros tener también muy presente, para darnos cuenta de que cuando Dios pronuncia su Palabra es una Palabra muy concreta que va por nosotros, que quiere iluminar nuestra vida y mostrándonos su amor ayudarnos a caminar nosotros por caminos de fidelidad. Algunas veces no nos gusta sentirnos aludidos por la Palabra que se nos proclama y hasta que podamos sentirnos ofendidos, pero con humildad y agradecimiento tendríamos que saber escucharla.
‘Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje…’ La imagen de la viña para hablarnos del pueblo de Dios es una imagen que ya aparece en el antiguo testamento en los profetas, en el canto de amor de mi amigo por su viña. Es lo que ahora quiere reflejarnos Jesús con lo que con la parábola está haciéndonos un resumen de lo que fue la historia del pueblo de Israel. Fidelidades e infidelidades, profetas que anuncian la Palabra de Dios y rechazo tantas veces por parte de aquel pueblo que se aleja de los caminos de Dios, nos quedan bien reflejados en la parábola.
Es la historia del pueblo de Dios del Antiguo Testamento pero hemos de reconocer que también es nuestra historia, la historia personal de cada uno de nosotros como la misma historia de la Iglesia y de la humanidad. ¿Quién puede decir que no tiene pecado y puede tirar la primera piedra? Reconocemos las maravillas que hace el Señor, como hemos comenzado diciendo en esta reflexión, pero nos miramos a nosotros tan amados de Dios, como el amor que aquel propietario tenía por su viña, pero que no siempre damos los frutos que nos pide el Señor y tantas veces nos hacemos oídos sordos a las llamadas que nos hace continuamente.
Oportunidad para reflexionar, para dar gracias por el amor que el Señor nos tiene que nos rodea con su gracia, pero también para revisarnos y ver qué respuesta tenemos que dar. Es a lo que quiere ayudarnos la Iglesia a través de su liturgia en este camino de Cuaresma que estamos haciendo. En la parábola contemplamos al hijo que es arrojado fuera de la viña y lo mataron, nosotros contemplamos al Hijo, a Jesús, que se entregó por nosotros para ser nuestra salvación. Acojamos su palabra y dejémonos interpelar por ella.

jueves, 20 de marzo de 2014

El pecado de omisión una pendiente resbaladiza que nos hace insensibles y como cardos para los demás



El pecado de omisión una pendiente resbaladiza que nos hace insensibles y como cardos para los demás

Jer. 17, 5-10; Sal. 1; Lc. 16, 19-31
Esta parábola del rico epulón y el pobre Lázaro, como suele llamarse, nos puede sugerir muchas cosas para nuestra reflexión. Podemos pensar en ese abismo inmenso e infranqueable entre los ricos y los pobres que cada día se agranda más y más, pero también nos puede hacer pensar en la trascendencia de nuestra vida y el valor de lo que ahora hagamos de cara a una vida futura, a un más allá, como solemos decir;  pero nos puede hablar del reconocimiento de nuestra condición pecadora y el deseo de que nuestros seres amados no vivan en situación pecaminosa semejante a la nuestra;  nos puede hacer pensar en la escucha que de la Palabra de Dios hemos de hacer sin estar pensando en apariciones milagrosas para movernos a la conversión. Muchos son los temas sugeridos y cada uno allá en su corazón puede sentir que el Señor le habla de cosas muy concretas en su vida.
Yo quisiera comenzar por fijarme en lo que nos describe al principio de la parábola. ‘Un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día’, por una parte; y por otra contemplamos a ‘un mendigo llamado Lázaro que estaba echado en su portal, cubierto de llagas y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico, pero nadie se lo daba’. Lo único que parece más compasivo y que pone como un tinte de color distinto son ‘los perros que se acercaban a lamerle las llagas’.
Pudiéramos decir, aunque nos pudiera parecer un pensamiento superficial, que aquel rico realmente no estaba haciendo nada en contra del mendigo que estaba a su puerta; ni lo insultaba ni lo trataba mal, pero no hacia nada. Ese es precisamente su pecado, que no hacía nada. Ya es injusta la situación que se nos describe, pero el tema está que no hacía nada; el pecado de omisión, tendríamos que decir. Podría compartir la comida de su mesa y ahí está por supuesto su egoismo e insolidaridad, pero es que lo ignoraba, no hacia nada, parecía no enterarse de quien estaba a su puerta porque estaba muy ensimismado en su cosas, sus fiestas y sus placeres.
Ya nos decía el profeta Jeremías en la primera lectura ‘maldito quien confía en el hombre y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor; será como un cardo en la estepa, no verá llegar el bien; habitará la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita’. Es el que se encierra en si mismo y no será capaz de tener una mirada a su alrededor para ver lo que sucede. El que tiene ese corazón de rico, porque piensa que como él satisfaga sus necesidades o sus caprichos ya piensa que todo está resuelto y nadie puede sufrir en su entorno. Como un cardo espinoso al que nadie podrá arrimarse, porque solo su presencia hace daño, aunque parezca que ande sobrado lo que hay en su corazón es aridez y su vida es como la tierra salobre en la que no se puede habitar. Encerrado en si mismo será insensible para cuanto pueda suceder a su alrededor, no hará daño directamente pero su insensibilidad le lleva a no hacer nada positivo por los demás.
¿No será ese el gran pecado que sigue estando presente hoy en nuestro mundo y hasta quizá en nosotros mismos? El pecado de omisión que es precisamente no hacer nada cuando podrías hacer tanto de bueno. Vivimos la vida alegremente pensando en nosotros mismos sin mirar cuanto sufrimiento puede haber a nuestro alrededor y que podríamos remedias. Es tan tremendo y peligroso el pecado de omisión que hasta lo olvidamos cuando hacemos nuestro examen de conciencia. Es cierto que cuando en nuestra oración recitamos la confesión de nuestros pecados allí lo mencionamos, pero se queda tan desapercibido que nunca pensamos si estaremos o no cayendo en ese pecado.
Creo que es algo que tendríamos que tener en cuenta mucho más. ¿No decimos en el ‘yo confieso’ que ‘he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión’? Quizá nos fijamos en nuestras palabras o en nuestros pensamientos, confesamos las obras malas que hayamos realizado, pero ¿y los pecados de omisión? ¿aquello bueno que podías haber hecho y dejaste de hacer? Denota una falta de delicadeza espiritual muy importante y por otra parte llegamos a ese pecado de omisión quizá desde nuestro egoismo, nuestra avaricia, nuestro orgullo, lo que se puede convertir en una pendiente muy peligrosa para nuestra vida espiritual.
Tengamos en cuenta todas las cosas que nos sugiere la parábola que hemos escuchado, pero en esa revisión y renovación que día a día queremos ir haciendo en este camino cuaresmal hoy podríamos fijarnos y revisarnos de este aspecto, de nuestros pecados de omisión. Llenaríamos de mucho más amor nuestra vida.

miércoles, 19 de marzo de 2014

San José, hombre fiel con una fe silenciosa pero comprometido en el plan salvador de Dios para la humanidad



San José, hombre fiel con una fe silenciosa pero comprometido en el plan salvador de Dios para la humanidad

2Sam. 7, 4-5.12-14.16; Sal. 88; Rom. 4, 13.16-18.22; Mt. 1, 16.18-21.24
‘Este es el criado fiel y solícito a quien el Señor ha puesto al frente de su familia’, rezaba la antífona de entrada en esta Solemnidad de San José que estamos celebrando haciendo referencia a las palabras de Jesús cuando nos invitaban a la vigilancia y a la fidelidad. La liturgia las utiliza como una alabanza y una bendición  para referirse a san José, fiel y solícito servidor, a quien el Señor escogió en una altísima misión dentro de la historia de la salvación.
Fue ‘el hombre justo que diste por esposo a la Virgen Madre de Dios, como proclamaremos en el prefacio, el servidor fiel y prudente que pusiste al frente de tu familia, para que haciendo las veces de padre, cuidara a tu único Hijo, concebido por obra del Espíritu Santo’. Altísima misión la de san José. Ocupa un lugar muy importante dentro de la historia de la salvación.
Su sí al plan de Dios es como un eco del sí de María y de una importancia capital para todo el misterio de la Encarnación de Dios y ser el Emmanuel en medio de nosotros; en él descubrimos al hombre justo, al hombre bueno que se deja conducir por la fuerza del Espíritu divino para cumplir la misión que Dios le había encomendado. Cuánto podemos aprender de la fe y de la disponibilidad de san José; cuanto podemos aprender de su silencio que es un rumiar en su corazón todo el misterio de Dios que ante él se estaba realizando.
Lo primero que comenzaríamos a destacar es su fe y la apertura de su corazón a lo que son los planes de Dios. Podríamos destacar su fe desde los retazos que nos da el evangelio de lo que fue la vida y la práctica religiosa de san José y de su hogar de Nazaret. Lo vemos cumplir con todos los ritos prescritos de la circuncisión y de la presentación en el templo como de la subida a Jerusalén en la fiesta de la pascua, que todo buen judío realizaba. Sin forzar demasiado las cosas podemos contemplarlo cada sábado en la sinagoga escuchando la lectura de la ley y los profetas como participando en la oración en común.
Pero para resaltar la fe de san José podemos fijarnos en lo que trasluce de aquellos acontecimientos que se van sucediendo y en los que siempre actuará como un verdadero hombre de fe, como un verdadero creyente. Es la bondad de su corazón para no querer hacer daño a nadie y entonces cuando van sucediéndose cosas que no entiende, decide no denunciar lo que en María su mujer estaba sucediendo. Pero es que ahí descubrimos la apertura de su corazón a Dios; sabe escuchar a Dios que se le manifiesta a través de su ángel en sueños; y sabe asumir y aceptar el plan que Dios tiene para él. ‘Cuando José se despertó hizo lo que le había  mandado el ángel del Señor’, nos dirá el evangelista.
‘Abrahán creyó; apoyado en la esperanza creyó, contra toda esperanza…’ nos decía san Pablo en referencia a Abrahán y cuánto le prometía el Señor. Lo podemos referir perfectamente a san José; nubarrones de dudas inundaban su espíritu cuando nada comprendía de lo que estaba sucediendo. Pero José creyó, contra toda esperanza, contra todo razonamiento humano podríamos decir, y se fió de Dios y se dejó conducir por Dios.
Para él Dios tenía reservada una importante misión. Aquel hijo de María que iba a nacer y que había sido concebido por obra del Espíritu Santo iba a estar a su cuidado de padre, como aparecería siempre ante los ojos de los hombres, de manera que las gentes de Nazaret dirán de Jesús que es el hijo de José, el hijo del carpintero. El Hijo de Dios iba a estar a su cuidado como si fuera su hijo. Importante iba a ser el lugar que José ocuparía dentro de la historia de nuestra salvación, porque a aquel niño había de llamarlo ‘Jesús, porque El salvará al pueblo de sus pecados’, como le había dicho el ángel.
En el relato de la anunciación veíamos a María considerando las palabras del ángel porque no terminaba de comprender cuanto le pedía al Señor; ahora vemos dudar a José porque no había entendido lo que estaba sucediendo. María preguntó por el significado de lo que le decía el ángel; pero José guardó silencio, pero fue un silencio de interiorización, un silencio de preguntarse en su interior para escuchar la voz del Señor en su corazón que se le manifiesta a través del ángel. Y será antes de nacimiento de Jesús, y será en su caminar hasta Belén para el empadronamiento queriendo descifrar  lo que son los planes de Dios, y será en su peregrinar hasta el destierro en Egipto, porque la vida del niño habría de preservarse. Pero en todo aparece la fe robusta y profunda de un gran creyente que sabe descubrir los planes de Dios para su vida y también en bien de la humanidad, y realizarlos.
Cuanto tenemos que aprender en este sentido para nuestra vida de cada día. Nos sentimos turbados en tantas ocasiones por las cosas que nos suceden, una enfermedad, un accidente, la discapacidad que va apareciendo en nuestra vida con el paso de los años, problemas que de la  noche a la mañana aparecen en nuestro entorno familiar, acontecimientos que suceden en nuestro entorno o en el ámbito de nuestra sociedad que nos hacen entrar en crisis de todo tipo, en preguntas y en por qué que no sabemos muchas veces contestar.
En medio de todo eso tiene que aparecer la madurez del creyente y del cristiano. Pero sin confusiones  fatalistas. La madurez del creyente no es simplemente resignarse, como si de un destino fatal se tratara, sino que tendrá que aparecer nuestro espíritu de lucha y superación, nuestro deseo de vida y de algo mejor, la búsqueda de soluciones, pero junto a todo eso la apertura a Dios para descubrir qué quiere decirnos el Señor con todo eso que nos sucede. Y eso necesita de silencio interior para rumiar las cosas, para meditar en cuanto sucede, para poder escuchar esa voz de Dios que quizá muchas veces nos habla como un susurro. Es lo que hoy queremos aprender de san José, el hombre del silencio, el hombre de la fe silenciosa, pero el hombre de la fe madura porque era un hombre abierto a la palabra de Dios.
San José, hemos dicho, es el hombre de la fe silenciosa que se volcó hacia Dios, fiándose de Dios, para finalmente cumplir la misión que Dios le confiaba. Puede parecernos como un salto en el vació oscuro, pero con la fe no hay oscuridad sino que pronto se va a descubrir el camino luminoso de la voluntad salvadora del Señor, y en el caso de José, era una salvación para toda la humanidad. Pero quien cree de verdad ese paso lo da con confianza porque se sabe en las manos de Dios y se siente siempre seguro.
Esta solemnidad de san José la estamos haciendo en medio de nuestro camino cuaresmal que nos conduce a la Pascua.  Esta lección que aprendemos de la fe de José para discernir los caminos y los planes de Dios para nuestra vida nos vale muy bien en este recorrido que estamos haciendo en la cuaresma. Aunque José no llegó a vivir la Pascua de la pasión y muerte de Jesús, supo hacer pascua de su vida porque sintió ese paso salvador de Dios por su vida.
Momentos de pasión y de muerte tuvo que vivir en medio de sus dudas o en los momentos duros de su caminar hacia Belén o hacia Egipto. Fue un participar de alguna manera de la Pascua de su Hijo porque en verdad iría haciendo una ofrenda de amor desde su más profundo interior porque era conciente de que cuanto le sucedía y Dios le revelaba era siempre para bien de los demás, como el mismo nombre de Jesús indicaba ‘porque salvará al pueblo de sus pecados’ y ahí tenía su parte también san José. Seguro que ahora goza de la plenitud junto a Dios en el cielo.
Que con su intercesión nos sintamos fortalecidos con la gracia del Señor para que crezca más y más nuestra fe y sea en verdad una fe madura y comprometida. Que su intercesión nos ayude a descubrir también los planes de Dios para nuestra vida y a realizarlos conforme a su voluntad. Pensemos que los dones de Dios que recibimos no son solo para nosotros sino que siempre serán una riqueza para la Iglesia y un bien para nuestro mundo.

martes, 18 de marzo de 2014

Nuestra mayor grandeza es el ser el último y el servidor de los demás



Nuestra mayor grandeza es el ser el último y el servidor de los demás

Is. 10, 16-20; Sal. 49; Mt. 23, 1-12
¿Cuál es el título del que más tendría que hacer gala un cristiano, del que tendría que sentirse más orgulloso, que vendróa en cierto modo a definirnos? Creo que nos lo deja muy claro Jesús hoy frente a aquellos que se creen dirigentes, maestros, sabios y entendidos y que quieren apabullar con sus apariencias. El mejor título que tendría que definirnos es el de servidor.
Nuestra grandeza es ser amados de Dios hasta el punto de hacernos sus hijos. Pero cuando en verdad nos sentimos hijos de Dios, amados del Señor, nos daremos cuenta de por donde tienen que ir nuestras posturas o nuestra manera de presentarnos. Y no es otra que hacer lo mismo que hizo Jesús, el Hijo del Hombre que no vino para ser servido, sino para servir. Por eso en el servicio está nuestra grandeza; el hacernos nos últimos nos hace ser los primeros de verdad; nuestro valor está en amar y amar de verdad gastándonos por los demás y haciéndonos servidores de todos.
Jesús previene a sus discípulos, a los que quieren seguirle de vivir una vida de apariencias que se convierten en falsedades. Allí están ‘los letrados y los fariseos que se han sentado en la cátedra de Moisés’; y Jesús les previene: ‘Haced y cumplir lo que os digan - no les quita Jesús la autoridad a los maestros de la ley -; pero no hagáis lo que ellos hacen’, porque no hacen por sí mismos nada de lo que enseñan a los demás.
Confieso que escuchando estas palabras de Jesús me paro a reflexionar en lo que yo pueda estar haciendo; quizá enseñe muchas cosas a los demás, pero quizá no siempre soy lo suficientemente congruente en mi vida, porque luego no doy el ejemplo cumpliéndolo; sí, confieso que antes de anunciar la Palabra del Señor a los demás la leo para mi mismo, y tras ofreceros la reflexión trato de aplicarme de forma muy concreta lo que os digo analizando mi vida y queriendo corregirla siempre con la gracia del Señor.
Critica Jesús las posturas de los fariseos tan llenos de apariencias, anchos mantos, largas filacterias - esas cintas con que adornaban sus cabezas o sus vestidos en las que iban grabadas las palabras de la ley - puestos de honor, reverencias. No es ése el estilo de Jesús ni el estilo que ha de vivir un seguidor de Jesús. Tenemos que bajarnos de esos pedestales, quitar de nuestra vida todo lo que se queda en lo externo y tratar desde lo más intimo de nuestra vida de dar una respuesta al Señor, pero una respuesta que abarque toda nuestra vida, todo lo que hacemos.
‘No os dejéis llamar maestro… no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra… no os dejéis llamar jefes ni consejeros…’ Somos hermanos, Cristo es nuestra verdad y El es el único Señor. Es a Jesús a quien hemos de escuchar y seguir. Hace poco hemos escuchado la voz del cielo que así nos lo señalaba, allá en lo alto de la montaña de la Transfiguración. ‘Este es mi Hijo amado, escuchadle’, recordamos que nos decía. Y Jesús nos habla con toda autoridad, porque El es la Palabra de Dios, la Palabra que Dios quiere decirnos y que es para nosotros Palabra de salvación.
Y escuchar y seguir a Jesús implica entrar en el camino del amor, del servicio. Ahí está nuestra grandeza. El ser servidores de todos, el ser capaz de hacernos el último y el esclavo que siempre está dispuesto a servir es nuestra mayor grandeza y el título, por decirlo así, del que más tenemos que sentirnos orgullosos.
‘El primero entre vosotros será vuestro servidor’, nos dice hoy. Se lo hemos escuchado muchas veces a Jesús, sobre todo cuando han aparecido las ambiciones y deseos de grandeza en sus discípulos. Siempre terminaba Jesús diciéndonos lo mismo, que tenemos que hacernos los esclavos por amor de los demás están siempre disponibles para el servicio.  Eso, sí, que nos hará ser primeros, aunque ese no sea el estilo del mundo que nos rodea. Pero en algo tenemos que diferenciarnos los que de verdad queremos llamarnos discípulos de Jesús. 
Y qué satisfacción más grande se siente en el alma cuando hacemos el bien, cuando nos damos por los demás, aunque haya quien no lo valore ni lo tenga en cuenta. Pero en nosotros está siempre por encima de todos los reconocimientos humanos la recompensa que nos da el Señor, y que es abrirnos las puertas para la vida eterna. Y recordemos las últimas palabras de Jesús: ‘El que se enaltece será humillado, pero el que se humilla será enaltecido’. 
No hace falta más comentario.

lunes, 17 de marzo de 2014

Seamos compasivos como nuestro Padre celestial es compasivo y seamos generosos en el amor



Seamos compasivos como nuestro Padre celestial es compasivo y seamos generosos en el amor

Dan. 9, 4-10; Sal. 78; Lc. 6, 36-38
‘Señor, no  nos trates como merecen nuestros pecados… que tu compasión nos alcance pronto… socórrenos, Dios salvador nuestro… líbranos y perdona nuestros pecados…’ Así fuimos desgranando nuestra oración con el salmista. Ya la lectura de la profecía de Daniel era una confesión de nuestra condición de pecadores. ‘A nosotros la vergüenza… porque hemos pecado contra ti. Al Señor, nuestro Dios, la piedad y el perdón… porque no hemos escuchado la voz del Señor’.
Son hermosos los sentimientos que afloran tanto en la oración de Daniel como con el salmo en el que hemos querido seguir ahondando con espíritu de humildad en nuestra condición de pecadores. Es importante que lo reconozcamos. Importante que nos presentemos con humildad delante del Señor reconociendo nuestro pecado para impetrar misericordia y perdón.
¿A quien vamos a acudir si sabemos que la misericordia y el perdón lo encontramos en Dios? Esa es la actitud fundamental con la que hemos de presentarnos delante del Señor. No somos dignos, somos pecadores, solo el Señor es misericordioso y tiene compasión de nuestro pecado. Qué paz podemos sentir en el corazón cuando así nos sentimos amados del Señor e inundados de su misericordia y su gracia. Son torrentes de amor los que se derraman sobre nosotros cuando llega la gracia de Dios a nuestra vida.
Pero es actitud fundamental para nuestro trato y relación con el prójimo. Si en verdad fuéramos humildes como desterraríamos de nosotros el juicio y la condena que tan fáciles nos salen cuando hablamos de los demás; si en verdad fuéramos humildes qué distintas serían nuestras actitudes ante los otros: siempre estaríamos a la misericordia, a la compasión, al perdón; si en verdad fuéramos humildes con qué cariño y comprensión trataríamos a los otros.
Para poder hacer tal como nos enseña Jesús hoy en el evangelio tenemos que haber experimentado en nuestra vida lo que es el amor y la misericordia de los demás, porque quien se sabe perdonado sabrá también perdonar de corazón a su hermano; quien siente la compasión y la misericordia de Dios sobre sí mismo de manera que siente la mano amiga y amorosa de Dios que nos levanta y nos ayuda a dar los pasos de la conversión a la nueva vida, sabrá entonces comprender al hermano que cae y hasta disculparlo, sabrá tender su mano o su brazo para ayudar a levantarse al caído.
Hoy nos ha dicho Jesús: ‘Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará…’ Y todo arranca del amor compasivo y misericordioso del Señor para con nosotros. Quien se siente amado, no podrá sino amar a su vez a todo hermano. Es importante esa experiencia de sentirse amado para amar. Y todo partirá de la humildad del reconocimiento de nuestra condición pecadora, porque así podremos reconocer y experimentar en nuestra vida esa compasión y esa misericordia.
¿Quiénes somos nosotros para juzgar o para condenar cuando tanto hemos recibido del Señor? ¿Cómo nos vamos a atrever a pedir perdón al Señor si nosotros no somos capaces de otorgar generosamente ese mismo perdón a los hermanos que nos hayan ofendido? Tiene que primar siempre la generosidad del amor, porque entonces además nos estaríamos pareciendo a Dios. El es el modelo y también nuestra meta y nuestra fuerza. El nos dará su luz para que seamos capaces de reconocer cuanto hemos sido amados por el Señor, para así amar también nosotros generosamente a los hermanos.
Ya nos abundará más adelante el evangelio en este camino cuaresmal con este pensamiento, haciéndonos reconocer también la maldad de nuestro corazón cuando no somos capaces de perdonar de corazón a nuestro hermano, de amarlo con un amor lo más semejante al amor que Dios nos tiene.

domingo, 16 de marzo de 2014

Transfigurarnos para hacer resplandecer de nuevo la luz que ilumino nuestra vida el dia del Bautismo



Transfigurarnos para hacer resplandecer de nuevo la luz que iluminó nuestra vida el día del Bautismo

Gen. 12, 1-4; Sal. 32; 2Tim. 1, 8-10; Mt. 17, 1-9
Es el domingo de la Transfiguración - tradicionalmente siempre el segundo domingo de Cuaresma - con todas sus connotaciones de resplandores y de oscuridades que son vencidas; se nos habla de subida a una montaña alta, pero se nos habla también de salir de su tierra y de ponerse en camino; finalmente hay que descender lo que previamente se había ascendido porque es necesario seguir caminando las llanuras del camino de la vida, no siempre tan tranquilo y sí muchas veces accidentado.
Entre resplandores de transfiguración se manifiesta la gloria de Dios. Todo son resplandores de luz y de gloria. ‘Se transfiguró Jesús y su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador… una nube luminosa los cubrió con su sombra’, terminará diciéndonos.
Jesús, si atendemos al marco del evangelio donde se nos narra este episodio, viene anunciando la pasión y la cruz de su Pascua, y como nos expresa la liturgia de este día ‘después de anunciar su muerte a los discípulos, les mostró en el monte santo el esplendor de su gloria, para testimoniar de acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es el camino de la resurrección’. Esto último no lo podemos olvidar nunca. De ahí el sentido que tiene la cuaresma que vivimos como preparación para la pascua. Hemos de llegar a la resurrección. Pero hemos de hacer un camino, hacer una ascensión.
Se nos hacen oscuros los caminos de la vida en muchas ocasiones, los problemas de cada día, las limitaciones y enfermedades, los roces que vamos teniendo con los que caminan a nuestro lado, el peso de la tentación que nos arrastra con frecuencia hacia abajo, las dudas e incertidumbres que nos van apareciendo en el alma nos conducen por ese camino de pasión que muchas veces se nos hace difícil de comprender, como les resultaba a los apóstoles cuando Jesús les anunciaba su pasión; pero es lo que no tenemos nunca que olvidar que el resplandor del Tabor nos está anunciando los resplandores de la resurrección; el Tabor es un faro de luz que nos señala a donde vamos, nos señala la vida nueva que estamos llamados a vivir. Ese anuncio tiene que ser para nosotros un gran estímulo.
Es necesario aprender a ponerse en camino, como lo hiciera Abrahán cuando Dios le pide que salga de su tierra y se ponga en camino a la tierra que le va a dar; Abraham se fía de la promesa, se deja guiar por esa Palabra que Dios le revela en su corazón para que sus descendientes un día puedan posesionarse de la tierra que el Señor les dio. Ponerse en camino atravesando un desierto que le lleve a la tierra de una promesa no podía ser fácil para Abraham; pero se fió, se dejó conducir, iría adonde Dios le llevara o desde donde Dios le llamaba.
De la misma manera que es necesario ponerse en camino para ascender a la montaña. La subida a una montaña alta siempre será costosa, no solo por la dificultad del camino sino también por todas las cosas que tenemos que saber dejar atrás, porque en lugar de ayudar serían ‘impedimenta’ - - como así se llamaba a los pertrechos que llevaban los soldados en las batallas - y los pertrechos innecesarios harían dificultosa la ascensión. En la altura van a ver la gloria del Resucitado, como cuando subimos a una montaña y nos quedamos extasiados contemplando bellezas que no habíamos imaginado o descubriendo planteamientos que nos llevarían a hacer las cosas por otros derroteros. Lo que allí iban a contemplar superaría todo deseo y les haría comprender en plenitud todos los anuncios de Jesús y la pasión y la cruz ya no sería escándalo para los discípulos.
La experiencia del Tabor fue determinante para mantener la fe de los discípulos en lo que iba a seguir en la vida de Jesús. Allí estaba la voz del cielo que lo señalaba: ‘Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadle’. Lo que ya iban vislumbrando los discípulos en la vida de Jesús y que un día le llevaría a Pedro a confesar que Jesús era el Mesías, el Hijo del Dios vivo, ahora venia a ser confirmado desde el cielo. Aunque siempre esa teofanía de Dios, esa manifestación de la gloria del Señor nos llevaría a anonadarnos, a sentirnos pequeños o a sentirnos pecadores.  ‘Apártate de mí, que soy un hombre pecador’, había confesado Pedro cuando la pesca milagrosa, porque reconocía que aquello solo podía suceder con el poder de Dios. De la misma manera ahora, cayeron de bruces, al escuchar la voz, llenos de temor. Estaban ante la presencia de la gloria de Dios y qué pequeños se sentían.
Esto les valdría para superar egoísmos y ambiciones que siempre aparecían y reaparecían en sus corazones. Antes, cuando estaban contemplando maravillados el cuadro de la transfiguración con la aparición también de Moisés y Elías conversando con Jesús, les parecía tan divino lo que contemplaban que querían quedarse allí para siempre. ‘¡Señor, qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres chozas; una para ti, otra para Moisés y otra para Elías’. Si se quedaban allí extasiados ya no tendrían que preocuparse de las cosas terrenas y de los agobios de cada día. Es una tentación fácil que podemos tener. Allí estaban también los que querían primeros puestos en la gloria de Jesús, Santiago y Juan. En medio de todo aparecen esas ambiciones y deseos terrenos y mundanos.
Pero la voz del Padre que se escuchaba en medio de la nube venía a señalar otras cosas. Aquel Jesús que veían allí transfigurado, que era realmente el Hijo de Dios que venía para traernos la salvación, también venía a anunciarnos la Palabra que nos señalara como hacer y como vivir en ese Reino de Dios en el que no nos podemos quedar en éxtasis celestiales ni en pasividades humanas sin compromiso. A ese Jesús había que escucharlo porque era la Palabra viva de Dios. A ese Jesús, Hijo verdadero de Dios, había que escucharle porque nos enseñaría los verdaderos caminos del amor que echarían abajo todas nuestras comodidades, pasividades y ambiciones para enseñarnos a vivir en una vida nueva de transfiguración en el amor.
Como decíamos la experiencia del Tabor fue determinante. Habían contemplado la gloria de Dios y eran ellos los que tenían ahora que transfigurarse, transformar su corazón. Había ahora que bajar de la montaña con un resplandor nuevo; no podían hablar de lo que allí había sucedido hasta que ‘el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos’, pero lo sucedido les podría ayudar a entender todo lo que Jesús les anunciaba. Tendrían que llegar a la Pascua y aunque iba a ser algo costoso y doloroso pero estaba presente la luz de la resurrección ya en sus corazones desde aquel resplandor del Tabor que había sido como un anticipo que fortaleciera su fe y su camino.
Pero todo esto que contemplamos y meditamos tiene que ayudarnos también en este camino pascual que queremos recorrer. Un camino y una ascensión a la que nos está invitando hoy el Señor. Esa ascensión permanente que hemos de ir realizando en nuestra vida que nos lleve a llenarnos de la luz de Dios que también nos transfigure. En nuestra alma, desde nuestro bautismo, ha quedado prendida esa luz, que muchas veces quizá enturbiamos con nuestros pecados. Cuaresma ha de significar para nosotros esa purificación, ese quitar todos esas cosas que nos impiden seguir con decisión el camino de Jesús, esa transformación de nuestro corazón llenándolo del resplandor del Tabor y de la resurrección.
También nosotros escuchamos en lo más hondo de nosotros esa voz del cielo que nos señala a Jesús y nos invita a escucharle y a seguirle. Y escucharle y seguirle significa ponernos en camino de superación y de crecimiento, salir de nuestras pasividades y de nuestra vida cómoda, ir arrancando de nosotros esas ambiciones que nos ciegan el corazón y nos impiden reconocer a Jesús allí donde El quiere manifestársenos.
Porque Cristo transfigurado está también en el hermano que está a nuestro lado, en el pobre y en el enfermo, en el que nos pueda parecer una piltrafa humana por las muchas miserias que pueda haber en su vida y en ese que sufre de tantas maneras a nuestro lado. Ahí está Jesús, ese mismo Jesús que vemos transfigurado en lo alto del Tabor, pero que lo vemos recorrer el camino de la pasión, del dolor y de la muerte en el sufrimiento de los hombres nuestros hermanos. Pero tenemos la esperanza de la vida, de la resurrección.
Que bajemos del Tabor, que salgamos hoy de este nuestro encuentro con el Señor con los ojos abiertos de una manera distinta  para ir descubriendo a Jesús que nos va saliendo al paso en ese día a día de la vida en los hermanos que sufren a nuestro lado. Que el Espíritu nos ilumine y nos trasforme el corazón. Esa transfiguración se ha de realizar también en nosotros, porque no haríamos otra cosa que volver a hacer brillar el resplandor de luz y de gracia que lleno nuestra vida en el día del Bautismo.