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sábado, 10 de agosto de 2013

El grano de trigo que se consume en el amor y en el servicio

2Cor. 9, 6-10; Sal. 111; Jn. 12, 24-26
‘Os aseguro, que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere da mucho fruto’. Qué bella y rica imagen, el grano de trigo. No es para guardarlo, tiene su función. Enterrado en tierra hace germinar una nueva planta multiplicadora de muchos granos de trigo en su espiga, pero para ello ha de desaparecer. Triturado se convierte en harina con la que haremos el pan de nuestro alimento; al final no veremos el grano de trigo que ha sido triturado pero si nos estamos alimentando de él en el rico pan.
Jesús habla de sí mismo, pero habla también del sentido de nuestra vida. Es lo que contemplamos en Jesús. Así se entregó para que nosotros tuviéramos vida; así fue su amor hasta el final triturado y traspasado por nosotros para darnos vida. Pero habla del sentido de nuestra vida. Porque estamos llamados a dar vida, a ser vida, y para ello hemos de darnos, sin importarnos desaparecer como el grano de trigo. No la podemos guardar para nosotros, nos dice hoy en el evangelio. El que la guarda la pierde, pero el que la entrega tiene garantía de vida eterna. ¿Qué merecerá la pena?
Así es la ofrenda de amor que hemos de hacer de nuestra vida, aunque nos cueste. No es fácil entender y vivir este misterio de amor que se nos expresa en esta imagen del grano de trigo. Siempre queremos estar reservándonos algo para nosotros. Pero ese no es el sentido del discípulo de Cristo, no puede ser nunca el sentido de nuestra vida.
¿Cómo hemos de ser ese grano de trigo que dé vida, que llene de vida a cuantos nos rodean? La imagen es bonita, pero no nos podemos quedar en la imagen; eso hemos de traducirlo en la práctica concreta de nuestra vida de cada día para que no se nos quede en doctrina o teoría. Hoy tenemos, en esta fiesta que estamos celebrando, ante nuestros ojos un hermoso ejemplo y modelo.
Celebramos a San Lorenzo mártir, y siempre la primera imagen con que nos quedamos de su vida es su martirio; de ahí que sus imágenes vayan siempre acompañadas de la parrilla para expresar cuál fue su muerte. Pero con la imagen que nos ofrece hoy el evangelio y que venimos comentando, la del grano de trigo, no nos quedamos solamente en su martirio; eso fue solo el momento final y culminante, podríamos decir, de su entrega hasta da la vida; pero eso era algo que él estaba haciendo en el día a día de su vida y de su ministerio.
San Lorenzo era diácono; su ministerio era el servicio, ser servidor de la Iglesia de Dios, no solo en el culto y la celebración de la Eucaristía, sino principalmente en el servicio a los pobres y necesitados. Ellos eran su tesoro. Fue con ellos donde día a día fue ese grano de trigo que se tritura por amor para dar vida, para alimentar de vida a los demás. Su misión en la Iglesia de Roma era precisamente atender a los pobres distribuyendo cuando la comunidad cristiana desde una caridad auténtica quería compartir con los más necesitados. Ese era su servicio, la atención a los pobres. Ahí estaba ese grano de trigo de su vida que se daba y se desgastaba por los pobres y los necesitados para atenderlos a todos.
En las actas de su martirio se dice que el emperador, sabiendo que él era el administrador de los bienes de la Iglesia, la exigió que le entregara las riquezas de la Iglesia. ¿Cuáles son las riquezas de la Iglesia que puso ante el emperador romano? Trajo junto a él a todos los pobres de Roma por los cuales se desvivía y en quienes empleaba cuanto la comunidad compartía y fue lo que presentó ante el emperador como riqueza de la Iglesia.
Nos preguntábamos antes cómo podíamos ser ese grano de trigo que diera vida, ahí tenemos la respuesta, en el amor, en el servicio, en nuestro desprendimiento y generosidad, en ese ser capaz de vaciarnos de nosotros mismos con nuestros intereses y orgullos para olvidándonos de nosotros mismos darnos por los demás. Es lo que tenemos que hacer y el amor que es capaz de inventarse nuevas iniciativas cada día para expresar su amor, nos inspirará cuanto podemos hacer en ese sentido con los demás desde pequeños gestos de acogida para cuantos están a nuestro lado hasta ser capaz de renunciar a nuestras cosas para compartir generosamente con los demás.
Pero me gustaría también que abriéramos los ojos, porque muchas veces vamos demasiado mirándonos a nosotros mismos; abriéramos nuestros ojos, digo, para mirar a nuestro lado y ver tantos gestos y detalles de servicio, de generosidad, de compasión y misericordia, de amor en una palabra que podemos descubrir en muchos que nos rodean. Es fácil que nos quejemos que el mundo va mal y que hay mucho egoísmo e insolidaridad, pero, como se suele decir, no todo el monte es orégano; no todo lo que hay a nuestro alrededor es insolidaridad o indiferencia, sino que podemos descubrir muchas personas que como grano de trigo se dan por los demás, ayudan a los otros, despiertan sonrisas en nuestros corazones muchas veces amargados, nos levantan el ánimo con sus gestos de desprendimiento y generosidad, muchas almas buenas que están siempre buscando la manera de hacer bien.
Hemos de saber reconocerlo para ver todas esas semillas de bien que hay a nuestro alrededor y hemos de saber descubrirlo porque eso nos levanta el ánimo y la esperanza y nos convencemos de que podemos hacer un mundo mejor y que nosotros también podemos poner nuestra pequeña semilla, nuestro pequeño grano de arena en la construcción de ese mundo mejor en la que tantos están comprometidos.

Creo que puede ser una hermosa lección en esta fiesta de san Lorenzo que hoy celebramos y también un hermoso compromiso de nuestra vida.

viernes, 9 de agosto de 2013

La sabiduría de la fe que no hemos de dejar de alimentar en Cristo cada día

Os. 2, 16-17.21-22; Sal. 44; Mt. 25, 1-13
‘¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!’ Fue el grito que se escuchó en la noche y que despertó a las doncellas que esperaban al esposo. Pronto se pusieron a aderezar sus lámparas, que para eso habían venido, para poder iluminar el camino a la llegada del esposo y la sala del banquete de bodas. Pero no todas tuvieron suficiente aceite para poder mantener encendidas sus lámparas - era el combustible necesario para mantenerlas encendidas - y mientras lo buscaban se cerró la puerta y no pudieron entrar al banquete de bodas.
Una parábola que nos propone Jesús partiendo de las costumbres de su época pero que es bien significativa para nuestro camino cristiano. Muchas veces la hemos escuchado y meditado porque nos hace pensar mucho en lo que hacemos de nuestra vida y de nuestra fe. ¿Dejaremos nosotros también apagar nuestras lámparas y nos quedaremos en la vida sin rumbo y sin poder alcanzar la meta?
¿Cuál es esa luz y cuál es ese aceite que necesitamos en la vida? La reflexión es clara. En ese camino de la vida necesitamos una luz que nos oriente, nos dé sentido, con la que encontremos el valor de lo que somos y de lo que hacemos, nos haga ver más allá de lo inmediato con un sentido global de nuestra existencia llenándonos de trascendencia, nos haga encontrar la verdadera sabiduría de la vida, nos haga alcanzar una plenitud total que sacie las ansias más profundas del ser humano. Necesitamos de la sabiduría de la fe. Sí, es nuestra más profunda sabiduría.
Ni la sabiduría es simplemente la acumulación de conocimientos, ni la fe se queda reducida a unas bonitas palabras o algunos ritos religiosos que hagamos en determinados momentos. Ese conocimiento que vayamos adquiriendo en ese caminar y madurar de la vida no se reduce a que sepamos unas determinadas materias o que tengamos noticia de que existe un lugar o una realidad, sea la que sea, en cualquier lugar del planeta, por ejemplo. Ese conocimiento madurado y reflexionado nos va ayudando a encontrar como el sabor de nuestra existencia, de lo que vivimos o de lo que hacemos que en el fondo es el sentido de nuestro ser y de nuestro existir.
Pero todo ese sabor o ese saber, esa sabiduría de la vida que vamos adquiriendo va a encontrar en la fe una luz que le conduzca a la mayor plenitud y sentido, que precisamente solo en Dios podemos alcanzar. Por eso la fe, como decíamos, no se reduce a unas ideas o a unos ritos, sino que va a ser lo que de verdad envuelva toda nuestra existencia o, aún más, penetre de sentido desde lo más hondo nuestro ser, lo que somos, lo que vivimos y en consecuencia todo aquello que realizamos. Por eso hablábamos de la sabiduria de la fe, la más profunda sabiduria de nuestro vivir que en Cristo podemos encontrar.
No  nos puede faltar el aceite que mantenga encendida esa lámpara de nuestra fe. Qué importante es para nosotros esa luz de nuestra fe y cómo tenemos que cuidarla en todo momento para que no se nos apague. Que no nos suceda como aquellas doncellas de la parábola del evangelio que no tuvieron suficiente aceite para mantener encendida sus lámparas. Luego se quedaron fuera del banquete de bodas del Reino.
Por eso el verdadero creyente cuida su fe manteniendo muy viva su unión con el Señor; el verdadero creyente entronca su vida con el Evangelio porque en él está la fuente de esa sabiduría de su fe; entroncar la vida en el Evangelio es entroncar de verdad nuestra vida en Cristo, escuchando su Palabra, regándola con la gracia de los sacramentos, fundamentandola cada día en su unión con el Señor por la oración, y viviendo esa comunión de amor con los hermanos en una vivencia y sentido de Iglesia.
Hoy estamos celebrando a una mujer que supo encontrar esa sabiduría de la fe y por la que llegó a dar su vida. Ediht Stein era una mujer judía dedicada al estudio y enseñanza de la filosofía; su vida estaba dedicada plenamente a la búsqueda de la verdad. Y se encontró con Cristo, que fue a partir de entonces la verdadera y auténtica sabiduría de su vida. Se convirtió a Jesús y se bautizó; continuó con su enseñanza y sus escritos de filosofía hasta que un día se sintió llamada por el Señor para hacerse religiosa Carmelita Descalza. Fueron los tiempos duros de la intolerancia del nazismo la que finalmente le condujeron al martirio en un campo de exterminio. Hoy es para nosotros, con el nombre que tomó desde su bautismo y su consagración al Señor, santa Teresa Benedicta de la Cruz.
Sigamos nosotros manteniendo encendida esa lámpara de la fe en nuestra vida alimentándola de esa Sabiduria de Dios que encontramos en el Evangelio y que se enriquece con la gracia del Señor. Que sea la verdadera luz y sabiduría de nuestra vida.

jueves, 8 de agosto de 2013

Una confesión de fe con la total radicalidad de toda la vida

Núm. 20, 1-13; Sal. 94; Mt. 16, 13-23
‘Tú eres el Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios vivo’. Hermosa confesión de fe por parte de Pedro. Una confesión de fe que sin embargo le costaba a Pedro hacer en toda su plenitud. Aunque en su fe y en su amor por Jesús ahora estaba dispuesto a decir cosas bien hermosas de Jesús y un día llegaría a decir que estaba dispuesto a todo por seguirle, sin embargo sabemos que no le fue fácil.
Sí, nos cuesta confesar nuestra fe en Jesús, porque ha de ser no solo con nuestras palabras; porque aunque nos sepamos de memoria el Credo, la confesión de nuestra fe ha de ser no solo con palabras sino con toda nuestra vida y en la totalidad de lo que tiene que ser nuestra fe en Jesús.
Ha comenzado Jesús preguntando por lo que la gente piensa de El para preguntarles luego de una forma muy concreta por lo que ellos creen. Diversas opiniones que manifiestan lo que era la admiración que la gente sentía por Jesús. A lo largo del evangelio escuchamos muchas veces ese entusiasmo por Jesús sobre todo cuando ven sus obras. ‘Un gran profeta ha aparecido entre nosotros… nadie ha hablado igual… Dios ha visitado a su pueblo…’ son algunas de las expresiones de la gente ante el actuar y el enseñar de Jesús. Aunque luego haya momentos es que les parecerá dura su doctrina y difícil de aceptar. Siempre ha sido así y siempre será así porque Jesús es como un signo de contradicción ante el que hemos de decantarnos.
Ahora cuando les pregunta a los apóstoles más cercanos por la opinión de la gente le hablan de que si es un profeta, que si es Juan que ha vuelto a la vida - recordemos que Herodes pensaba que había resucitado Juan - o si era como uno de los antiguos profetas, Jeremías, Isaías o algún otro de los profetas.
Pero Jesús quiere una respuesta más profunda y más vital, aunque tras la respuesta de Pedro dirá que solo desde la revelación del Padre en el corazón es como podremos llegar a conocerle. ‘Eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo’. En  otra ocasión Jesús nos dirá que el Padre se revela a los pequeños y a los sencillos, de la misma manera que nadie podrá ‘conocer al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar’.
Por eso ahora, tras la confesión de fe de Pedro, comenzará Jesús a revelar más hondamente su misterio. Ahora, sí, que les va a costar mucho más aceptar todo lo que revela Jesús de si mismo. ‘Desde entonces empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y letrados, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día’.
Esta parte de la Pascua es la que les va a costar más aceptar. Su pasión y su muerte será un escándalo grande para ellos. Recordamos lo que reflexionábamos cuando la transfiguración en el Tabor, que esa revelación de su gloria venía a ayudar a superar el escándalo de la cruz. Por eso, aunque ahora Jesús lo explica claramente y lo repetirá muchas otras veces a lo largo del evangelio, a los discípulos les va a ser difícil aceptarlo. La Pasión y la Cruz siguen produciendo repulsa y rechazo en nuestros corazones. Pero ahí tiene que estar presente la pascua en la vida de Jesús como tendrá que estar presente la pascua también en nuestra vida.
‘Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: ¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte’. Ya hemos visto la reacción de Jesús que lo aparta de su lado porque con esas cosas es para Jesús como una tentación del maligno. Aquella tentación de la montaña de la cuarentena que le quería presentar a Jesús un camino de triunfalismo, pero que Jesús rechazó.
Es la tentación que ahora también rechaza cuando aparta de sí a Pedro. Y es que Pedro el que había dicho aquellas cosas hermosas en su confesión de fe en Jesús reconociéndolo como el Mesías Salvador y como el Hijo de Dios no podía aceptar la plenitud del misterio de Jesús que estaba envuelto también por el misterio de la pascua, el misterio de la muerte y la resurrección de Jesús.
¿Nos pasará de alguna manera igual a nosotros? En momentos de fervor qué bien nos sentimos con Jesús, cuánta devoción surge en nuestro espíritu, pero en los momentos difíciles y de prueba cuando dudas aparecen también en nuestra alma. Creer y seguir a Jesús es aceptarle en su total plenitud, en la plenitud también del misterio pascual con todo lo que eso puede implicar nuestra vida.

Nuestra fe en Jesús no se puede quedar a medias, tiene que ser total, con el sí radical de toda nuestra vida y la aceptación radical de todo su misterio de salvación, de todo el mensaje del Evangelio. No nos vale decir que aceptamos unas cosas si y a otras les ponemos pegas. Cuando seguimos a Jesús y le damos el sí de nuestra fe tiene que ser con toda nuestra vida y con la aceptación de todo su evangelio.

miércoles, 7 de agosto de 2013

Un corazón lleno de amor que nos hace grandes y nos llena de confianza en el Señor

Núm. 13, 2-3.26-14, 1.26-30.34-35; Sal. 105; Mt. 15, 21-28
‘Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas’, son las palabras finales de Jesús. Qué grande es la fe de aquella mujer; qué grandeza de espíritu, qué entereza y qué fortaleza, pero qué espíritu de humildad y de confianza tan grande lo que manifestó aquella mujer.
Es el corazón de una madre que sufre con el dolor de su hija lo que hace florecer esa entereza y esa humildad; es un corazón lleno de amor. Cuando somos capaces de poner amor de verdad en nuestro corazón florecerán todas esas virtudes, todos esos valores, y porque amamos seguimos buscando hasta el final por muchas que sean las dificultades de todo tipo por las que tengamos que pasar, aunque se tenga que humillar nuestro espíritu.
Mirando el corazón de esta madre me puse a pensar en nuestras reacciones y sensibilidades ante cualquier cosa que pueda herir nuestro amor propio. Hoy parece que esas sensibilidades las llevamos a flor de piel y no somos capaces de pasar por nada que nos pueda herir en lo más mínimo.
Por supuesto, nadie tiene derecho a herir el amor propio de nadie; porque queramos ayudar a los demás no tenemos derecho a humillar o hacer pasar por malos tragos; precisamente en el  nombre del amor tenemos que ser más delicados con nuestros semejantes y muchas veces, hemos de reconocerlo, no sabemos hacer bien las cosas, porque tenemos la tentación y el peligro de subirnos en nuestros pedestales de bondad con los que podemos humillar incluso a aquellos que queremos ayudar.
Pero tenemos que admirar la entereza de aquella mujer que movida por su amor de madre viene pidiendo y suplicando por la salud de su hija. Hemos de poner el hecho en el contexto de su tiempo y de las costumbres de aquella época que Jesús vendrá a purificar y transformar. Desde ahí podemos entender muchas de las cosas que escuchamos en este texto, pero viendo que en Jesús prevalecerá su amor y misericordia y tras la prueba por la que pasa aquella mujer va a ser no solo atendida por Jesús en su petición de la curación de su hija, sino que además recibirá la alabanza de Jesús por su fe, su humildad y su perseverancia.
Es el gran mensaje y lección que nosotros hoy recibimos para aprender a hacer nuestra oración al Señor por una parte. La oración de esta mujer es un modelo de humildad, de confianza y de perseverancia. No se siente humillada porque aparentemente parece no ser escuchada por Jesús. Los discípulos también intercederán por ella. ‘Atiéndela, que viene detrás gritando’, le dicen a Jesús. Reconoce su pequeñez y su indignidad, que precisamente es lo que la hace grande y que motivará luego la alabanza de Jesús. Y desde su humildad insiste llena de confianza; busca motivos y razones, pero ella sabe que va a ser escuchada por Jesús porque su corazón de madre está sintonizando con el corazón misericordioso de Jesús.
En la sintonía que, por otra parte, nosotros hemos de poner en nuestra vida, la sintonía del amor. Sintonizar con el corazón Cristo que es un corazón compasivo y misericordioso. Sintonizar con el corazón de Cristo para aprender a amar con un amor como el de Jesús. Sintonizar con el corazón de Cristo para, llenos de amor, poner esa humildad, esa delicadeza, esa perseverancia en nuestro corazón y en consecuencia en nuestra manera de orar al Señor. Sintonizar con el corazón lleno de amor de Jesús para en esa misma empatía y simpatía saber sentir como nuestros los sufrimientos de los demás y convertirnos también en intercesores de nuestros hermanos.

¿Tendremos la misma grandeza, la misma entereza, la misma humildad y perseverancia de la mujer cananea?

martes, 6 de agosto de 2013

Con la experiencia de la Transfiguración de Jesús nos sentimos transfigurados para transfigurar nuestro mundo

2Pedro, 1, 16-19; Sal. 96; Lc. 9, 28-36
La liturgia de la Iglesia con su sabiduría nos va ofreciendo a lo largo del año litúrgico una serie de celebraciones, que no son solo las que entran dentro del ritmo litúrgico de la celebración del misterio pascual, que son hitos importantes que nos ayudan en nuestro caminar y que son hermosos alicientes que nos despiertan de la modorra o de la rutina en la que podríamos caer.
Así es esta fiesta que hoy se nos ofrece, la Transfiguración del Señor. Y es en que incluso en los momentos buenos y de fervor pueden asaltarnos sentimientos encontrados que nos distraigan o nos puedan hacer perder el ritmo del camino de nuestra vida cristiana. Casi al inicio de la Cuaresma caminando hacia la celebración de la Pascua del Señor en el segundo domingo se nos ofreció en el evangelio el texto de la Transfiguración del Señor. Ahora, en medio del tiempo Ordinario y cuando dentro de un mes aproximadamente se nos ofrezca celebrar la Exaltación de la Cruz de Cristo, se nos presenta de nuevo la Transfiguración del Señor.
Como diremos en el prefacio de esta fiesta ‘ante la proximidad de la pasión, fortaleció la fe de los apóstoles para que sobrellevasen el escándalo de la cruz, y alentó la esperanza de la Iglesia’. Ahí, podemos decir, tenemos la gran motivación de la celebración de esta fiesta de la Transfiguración del Señor, fortalecer la fe de la Iglesia y alentar la esperanza. En ese camino de cada día entretejido de luces y sombras, de momentos de fervor y entusiasmo en nuestra fe y nuestro caminar cristiano, pero con momentos también de debilidad y decaimiento, momentos de desaliento ante lo que nos rodea o la inmensa tarea que tenemos que realizar, necesitamos esa luz de la transfiguración.
Jesús se había llevado a aquellos tres discípulos escogidos a lo alto del monte para orar. A ellos no les había sido fácil a pesar de todo lo que habían visto en Jesús y éste les había enseñado de cómo tenía que ser su oración. Tantas veces nos pasa a nosotros también. Pero el evangelista nos da el detalle: ‘Pedro y sus compañeros se caían de sueño’.
Pero allí ante ellos se estaba manifestando la gloria del Señor en su transfiguración. Y contemplaron la gloria del Señor. El aspecto del rostro de Jesús había cambiado, sus vestidos brillaban de blancos; dos hombres aparecieron en gloria con Jesús, Moisés y Elías. Pedro no puede menos que manifestar el gozo grande que estaban sintiendo: ‘Maestro, qué hermoso es estar aquí’. Y ya quería quedarse allí para siempre y estaba queriendo levantar tres tiendas. ‘No sabía lo que decía’, dice el evangelista.
Pero ahora una nube los envuelve y el temor se apodera de nuevo de ellos. Estaban envueltos por el misterio de la gloria del Señor y era algo que les superaba. ‘Se asustaron al entrar en la nube’. Y viene la voz del cielo señalando a Jesús. Como allá en la teofanía del bautismo junto al Jordán. ‘Este es mi Hijo, el escogido: escuchadle’. Y de nuevo está Jesús solo. Y se hizo silencio, un silencio que les hizo  no contar lo que les había sucedido. Así se los pediría Jesús hasta que resucitase de entre los muertos.
Todo aquello que había sucedido había que rumiarlo en su interior. Lo comprenderían todo a la luz de la Pascua. Esto era un anticipo, un adelanto. Pero allí se estaba manifestando todo el resplandor de la divinidad. Después de la Pascua ya podrían proclamar en verdad que Jesús es el Señor.
Todo esto también nosotros tenemos que rumiarlo en nuestro interior. Queremos confesar con toda nuestra vida y en todo momento que Jesús es el Señor. Nos cuesta en muchas ocasiones; si a Pedro y los compañeros se les cerraban los ojos de sueño, a nosotros quizá se nos cierra la boca con nuestros miedos y cobardías, con nuestros temores e inseguridades. Pero tenemos que hacerlo; tenemos que fortalecernos también en nuestra fe y no perder la esperanza.
Es el testimonio valiente que hemos de dar y que el mundo ha de escuchar. Porque es a Jesús a quien tenemos que anunciar. Y lo podemos anunciar porque nosotros lo hemos vivido, lo hemos experimentado en nuestro corazón. Y así nos convertimos en testigos. Experimentamos dentro de nosotros mismos cómo Jesús nos transforma, nos transfigura también porque podemos escuchar de la misma manera esa voz del Padre que nos llama hijos, amados y escogidos. Así nos ama el Señor.
‘Prefiguraste maravillosamente nuestra perfecta adopción como hijos tuyos’, decíamos en la oración litúrgica expresando todo lo que ha de significar y repercutir en nuestra vida la celebración de esta fiesta. Es cierto que nos sentimos débiles y pecadores, pero con los resplandores de su luz nos sentimos limpios y purificados de las manchas de nuestros pecados.

Subamos al monte del Tabor para tener esa experiencia de la transfiguración y así nos sintamos nosotros también transfigurados. Llenos de esa luz y de esa gloria del Señor hemos de bajar a la llanura de la vida y con nuevo brío y valentía hagamos ese anuncio de Jesús a nuestros hermanos. El mundo necesita también ser transfigurado, pero eso va a depender de  nosotros porque esa tarea la ha puesto el Señor en nuestras manos. No nos asustemos con la misión. No nos durmamos.

lunes, 5 de agosto de 2013

María de las Nieves, salud y vida de nuestro pueblo

Gál. 4, 4-7; Sal. 112; Lc. 2, 1-7
A lo largo del año son muchas las fiestas de la Virgen en las que vamos celebrando el misterio de María en torno al Misterio de Cristo y reconociendo cuántas grandes el Señor quiso realizar en María, porque era su Madre, la Madre del Señor. ‘El Señor hizo en mi maravillas’, como cantaría ella misma en el Magnificat.
Fiestas en las que celebramos su Maternidad divina, la mayor de sus grandezas, como hacemos dentro del misterio de la Navidad, o fiestas donde contemplamos todas las prerrogativas con las que Dios quiso adornarla en su infinita sabiduría y misericordia, como cuando la celebramos preservada de todo pecado e Inmaculada en su Concepción o glorificada en su Asunción al cielo como la vamos a celebrar dentro de pocos días.
A lo largo del año en otras fiestas celebramos a María en sus diferentes advocaciones, que son como piropos que queremos cantar a la Madre después que de diversas maneras hemos sentido su presencia y su protección. Toda una manifestación de ese amor que le tenemos a María, porque el Señor ha querido dejárnosla como Madre que nos protege y continuamente nos alcanza la gracia del Señor.
A ella la contemplamos como el mejor ejemplo y estímulo que podemos sentir en el camino de nuestra vida cristiana, y siempre estamos queriendo aprender de María porque en ella nos sentimos impulsado a caminar hacia lo alto, a recorrer esos caminos de santidad a los que estamos llamados.
Esta fiesta del cinco de agosto nace de la conmemoración de una de las Basílicas Mayores que están en Roma junto a la sede de Pedro, pero que es, así siempre se ha considerado, el primer templo cristiano dedicado en Roma al culto y a la veneración de la Santísima Virgen María. Será también en esta Basílica donde se encuentra el Icono de María, Salud del Pueblo Romano, de especial advocación en toda Roma que se quiere acoger al patrocinio y protección de la Virgen esta Advocación de Salus populi romani. Ante él se ha postrado el Papa Francisco en el inicio de su Pontificado y en diversas visitas hechas a esta Basílica, como ahora con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud que se acaba de celebrar.
Litúrgicamente este día es el de la Dedicación de Santa María la Mayor, erigida en el siglo cuarto de la era cristiana precisamente después que el Concilio de Éfeso había proclamado la maternidad divina de María, cuando se vino a definir en toda plenitud la divinidad de Jesús, proclamando que es verdadero Dios al mismo tiempo que verdadero hombre.
Luego en torno a la construcción de este templo dedicado a María surgen tradiciones y leyendas con lo que esta Basílica liberariana levantada en el monte Esquilino es conocida también como la de Nuestra Señora de las Nieves, haciendo referencia a las nieves aparecidas en el ferragosto romano para señalar el lugar de la edificación de este templo.
Por eso en diversos lugares una de las advocaciones más queridas de la Virgen que se celebra en este día es precisamente el de Nuestra Señora de las Nieves, como lo es en la Isla de la Palma y en tantos otros lugares en nuestras islas.
Queremos nosotros hoy celebrar con devoción esta fiesta de María; a ella queremos invocarla para que sintamos siempre su protección de Madre que nos preserve de todos los peligros y sea para nosotros luz que nos ilumine en ese camino de santidad que hemos de hacer cada día. Virgen de las Nieves cuya blancura nos habla de resplandores de pureza y de santidad; Virgen de las Nieves que nos hace sentir fuertemente el ardor del fuego de su amor en nuestro corazón para que así nos derritamos en ternura para cuantos nos rodean nuestros hermanos.
Que María nos lleve siempre de su mano; que seamos capaces de revestirnos de María que es revestirnos de gracia y de santidad para que con ella nos sintamos fuertes en nuestra lucha contra el maligno tentador. Vestidos de María, y no solo porque llevemos una vestidura externa, un escapulario o una medalla como escudo protector, sino sobre todo porque nos vistamos de sus virtudes, de su entrega, de su humildad, de su amor, de su apertura a Dios y a su Palabra, nos sintamos seguros porque estando así María con nosotros el enemigo malo nada podrá contra nosotros.

Ruega por nosotros, que somos pecadores, le decimos a María, ahora y en la hora de nuestra muerte. Que en María encontremos la salud de Dios, la salvación de Dios, y que de María aprendamos a llevarla a los demás.

domingo, 4 de agosto de 2013

Una hondura espiritual y trascendente que es más que una pompa de jabón

Eclesiastés, 1, 2; 2, 21-23; Sal. 89; Col. 3, 1-5.9-11; Lc. 12, 13-21
No terminamos nunca de aprender la lección. Con lo que nos va sucediendo en la vida o contemplamos lo que va sucediendo en nuestra sociedad tendríamos que aprender a escarmentar en cabeza ajena, como se suele decir, pero no terminamos de aprender. No sé, pero parece que fuéramos niños que corriéramos tras unas pompas de jabón sin darnos cuenta de que se van a desvanecer en el aire.
Hace unos días al pasar por una plaza había alguien que estaba haciendo eso, pompas de jabón; confieso que nunca las había visto tan grandes y con figuras tan caprichosas; y como suele suceder allá había unos niños que corrían tras ellas tratando de atraparlas en su juego sin caer en la cuenta de que pronto al tocarlas se quedaban en nada; pero lo curioso era que los mayores que pasábamos por el lugar también nos quedábamos como atontados mirando y casi como queriendo correr también a atraparlas.
Pompas de jabón, vanidades… Así comenzaba el texto del sabio del Antiguo Testamento. ‘Vanidad de vanidades y nada más que vanidad…’ Curioso que la palabra hebrea empleada en el esto sagrado ‘hebel’ su primer significado es soplo, utilizado en sentido metafórico para designar algo efímero, transitorio, una realidad inconsistente y fugaz que no se puede aferrar. Me vino la imagen de la pompa de jabón.
¿Queremos apoyar nuestra vida en una pompa de jabón? ¿en algo efímero, transitorio y fugaz? Nos aparecen varias sentencias en el texto de la Palabra de Dios que hoy se nos ha proclamado. ‘Guardaos de toda clase de codicia, nos dice Jesús; pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes’. Y por otra parte san Pablo al invitarnos a mirar hacia arriba, a no quedarnos solamente a ras de la tierra con las cosas materiales, nos advierte que entre otras cosas también ‘la codicia y la avaricia son una idolatría’. Nos recuerda aquello que en otra ocasión nos dice Jesús en el evangelio que no podemos servir a dos señores, a Dios y a las riquezas.
El texto del evangelio de hoy arranca del hecho de que alguien viene a pedirle a Jesús que haga de árbitro o de juez con su hermano que le está reclamando la herencia. No quiere Jesús entrar en esos pleitos familiares, pero si nos deja un hermoso mensaje para que no apeguemos nuestro corazón a lo material. ‘Guardaos de toda clase de codicia, nos dice Jesús; pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes’. Y ya hemos escuchado la parábola que nos propone.
Somos bien conscientes de que tenemos que valernos en la vida de los bienes materiales; es la forma de nuestro intercambio, de la remuneración material de lo que hacemos o trabajamos, son los medios materiales que necesitamos para nuestro sustento y para la obtención de aquello que necesitamos  y justo es que lo tengamos y por ese medio logremos una vida digna y que también podamos disfrutar de todo eso bueno que tengamos a nuestro alcance. Sentimos arder nuestro corazón en compasión y hasta en angustia cuando contemplamos a tantos que hoy lo pasan mal por la carencia de esos medios que les lleva a profundas y dolorosas necesidades. Y no podemos quedarnos con los brazos cruzados ante esos problemas que hacen sufrir a tantos.
Pero lo que estamos escuchando hoy en el Evangelio y toda la Palabra de Dios es un iluminarnos para que le demos un hondo sentido a la vida y al uso también de esos bienes. Se nos habla de la codicia, de la avaricia, de esa ambición desmedida por la posesión de cosas o de bienes, de esa acumulación de cosas materiales pensando que es así donde y cómo vamos a alcanzar la felicidad verdadera. Nos viene bien hacernos estas reflexiones, también ¿por qué no? en medio de este tiempo de vacaciones y de disfrute, porque bien sabemos que vivimos en un mundo demasiado materialista, demasiado sensual que se pueden convertir en tristes idolatrías de nuestra vida.
Cuidado con las pompas de jabón, como veíamos en las imágenes del principio de nuestra reflexión. Tenemos el peligro de descuidar esos valores que van a dar más trascendencia y profundidad a nuestra vida quedándonos solo en lo material. Hay tantas cosas que pueden contribuir a nuestra felicidad y a la de cuantos nos rodean y no es precisamente solo desde la posesión de esos bienes materiales.
Cuidemos y cultivemos de verdad todo aquello que nos ayude a una mejor convivencia y armonía con los que están a nuestro lado. Y ahí podríamos fijarnos en tantos detalles y señales de respeto, de sinceridad, de sencillez y humildad, de encuentro y entendimiento que habríamos de tener con los que están a nuestro lado, desterrando de nuestro corazón vanidades, orgullos, posturas egoístas e insolidarias, desconfianzas... Son cosas sencillas que podemos hacer sin que nos cueste nada más que nuestra buena voluntad poniendo lo mejor de nosotros mismos y nos hacen verdaderamente felices a todos.
Y como nos decía san Pablo ‘buscad los bienes de allá arriba… aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra… despojaos del hombre viejo, con sus obras, y revestíos del nuevo…’ Elevemos nuestra mirada, elevemos nuestro espíritu; no nos podemos quedar en lo terreno, somos un ser espiritual; démosle trascendencia a nuestra vida, porque no nos quedamos en el aquí y ahora de nuestra vida terrena y presente. Démosle verdadero hondura espiritual a todo lo que hacemos y vivimos.
Cultivemos los valores de la fe. Sintamos cómo desde Jesús nuestra vida se transforma. En Cristo vamos descubriendo en verdadero valor de lo que hacemos y de lo que vivimos. El que elevemos nuestro espíritu, el que sepamos dar trascendencia a lo que hacemos, no significa que nos desentendamos de nuestro mundo y de lo que aquí tenemos que vivir, o de las cosas que aquí tenemos que usar. Vamos a encontrar su verdadero valor. Y si nos dejamos en verdad transformar por Cristo necesariamente estaremos contribuyendo a transformar nuestro mundo a imagen del Reino de Dios.
Y en la fidelidad y responsabilidad con que usemos de esos bienes materiales nos daremos cuenta también de su trascendencia para los demás, porque con ello estaremos contribuyendo a hacer nuestro mundo mejor. Recordemos que nos enseña en sus parábolas a saber valorar y hacer fructificar hasta el más pequeño de los talentos. No nos desentendemos, pues, de este mundo, sino todo lo contrario, todo eso que está en nuestras manos nos daremos cuenta que está para el bien de todos y estaremos contribuyendo a la felicidad de todos mejorando nuestro mundo.

No nos apoyamos en una pompa de jabón, en una vanidad. Qué profundidad aprendemos a darle a nuestra vida desde el sentido del evangelio. Que en todo aquello que hacemos o de lo que disfrutamos no busquemos nuestra gloria sino que de la trascendencia que le damos a todos busquemos siempre la gloria del Señor.