Con la experiencia de la Transfiguración de Jesús nos sentimos transfigurados para transfigurar nuestro mundo
2Pedro, 1, 16-19; Sal. 96; Lc. 9, 28-36
La liturgia de la Iglesia con su sabiduría nos va
ofreciendo a lo largo del año litúrgico una serie de celebraciones, que no son
solo las que entran dentro del ritmo litúrgico de la celebración del misterio
pascual, que son hitos importantes que nos ayudan en nuestro caminar y que son
hermosos alicientes que nos despiertan de la modorra o de la rutina en la que
podríamos caer.
Así es esta fiesta que hoy se nos ofrece, la
Transfiguración del Señor. Y es en que incluso en los momentos buenos y de
fervor pueden asaltarnos sentimientos encontrados que nos distraigan o nos
puedan hacer perder el ritmo del camino de nuestra vida cristiana. Casi al
inicio de la Cuaresma caminando hacia la celebración de la Pascua del Señor en
el segundo domingo se nos ofreció en el evangelio el texto de la
Transfiguración del Señor. Ahora, en medio del tiempo Ordinario y cuando dentro
de un mes aproximadamente se nos ofrezca celebrar la Exaltación de la Cruz de
Cristo, se nos presenta de nuevo la Transfiguración del Señor.
Como diremos en el prefacio de esta fiesta ‘ante la proximidad de la pasión, fortaleció
la fe de los apóstoles para que sobrellevasen el escándalo de la cruz, y alentó
la esperanza de la Iglesia’. Ahí, podemos decir, tenemos la gran motivación
de la celebración de esta fiesta de la Transfiguración del Señor, fortalecer la
fe de la Iglesia y alentar la esperanza. En ese camino de cada día entretejido
de luces y sombras, de momentos de fervor y entusiasmo en nuestra fe y nuestro
caminar cristiano, pero con momentos también de debilidad y decaimiento,
momentos de desaliento ante lo que nos rodea o la inmensa tarea que tenemos que
realizar, necesitamos esa luz de la transfiguración.
Jesús se había llevado a aquellos tres discípulos
escogidos a lo alto del monte para orar. A ellos no les había sido fácil a
pesar de todo lo que habían visto en Jesús y éste les había enseñado de cómo
tenía que ser su oración. Tantas veces nos pasa a nosotros también. Pero el
evangelista nos da el detalle: ‘Pedro y
sus compañeros se caían de sueño’.
Pero allí ante ellos se estaba manifestando la gloria
del Señor en su transfiguración. Y contemplaron la gloria del Señor. El aspecto
del rostro de Jesús había cambiado, sus vestidos brillaban de blancos; dos
hombres aparecieron en gloria con Jesús, Moisés y Elías. Pedro no puede menos
que manifestar el gozo grande que estaban sintiendo: ‘Maestro, qué hermoso es
estar aquí’. Y ya quería quedarse allí para siempre y estaba queriendo levantar
tres tiendas. ‘No sabía lo que decía’,
dice el evangelista.
Pero ahora una nube los envuelve y el temor se apodera
de nuevo de ellos. Estaban envueltos por el misterio de la gloria del Señor y
era algo que les superaba. ‘Se asustaron
al entrar en la nube’. Y viene la voz del cielo señalando a Jesús. Como
allá en la teofanía del bautismo junto al Jordán. ‘Este es mi Hijo, el escogido: escuchadle’. Y de nuevo está Jesús
solo. Y se hizo silencio, un silencio que les hizo no contar lo que les había sucedido. Así se
los pediría Jesús hasta que resucitase de entre los muertos.
Todo aquello que había sucedido había que rumiarlo en
su interior. Lo comprenderían todo a la luz de la Pascua. Esto era un anticipo,
un adelanto. Pero allí se estaba manifestando todo el resplandor de la
divinidad. Después de la Pascua ya podrían proclamar en verdad que Jesús es el
Señor.
Todo esto también nosotros tenemos que rumiarlo en
nuestro interior. Queremos confesar con toda nuestra vida y en todo momento que
Jesús es el Señor. Nos cuesta en muchas ocasiones; si a Pedro y los compañeros
se les cerraban los ojos de sueño, a nosotros quizá se nos cierra la boca con
nuestros miedos y cobardías, con nuestros temores e inseguridades. Pero tenemos
que hacerlo; tenemos que fortalecernos también en nuestra fe y no perder la
esperanza.
Es el testimonio valiente que hemos de dar y que el
mundo ha de escuchar. Porque es a Jesús a quien tenemos que anunciar. Y lo
podemos anunciar porque nosotros lo hemos vivido, lo hemos experimentado en
nuestro corazón. Y así nos convertimos en testigos. Experimentamos dentro de
nosotros mismos cómo Jesús nos transforma, nos transfigura también porque
podemos escuchar de la misma manera esa voz del Padre que nos llama hijos,
amados y escogidos. Así nos ama el Señor.
‘Prefiguraste
maravillosamente nuestra perfecta adopción como hijos tuyos’, decíamos en la oración litúrgica
expresando todo lo que ha de significar y repercutir en nuestra vida la
celebración de esta fiesta. Es cierto que nos sentimos débiles y pecadores,
pero con los resplandores de su luz nos sentimos limpios y purificados de las
manchas de nuestros pecados.
Subamos al monte del Tabor para tener esa experiencia
de la transfiguración y así nos sintamos nosotros también transfigurados.
Llenos de esa luz y de esa gloria del Señor hemos de bajar a la llanura de la
vida y con nuevo brío y valentía hagamos ese anuncio de Jesús a nuestros
hermanos. El mundo necesita también ser transfigurado, pero eso va a depender
de nosotros porque esa tarea la ha
puesto el Señor en nuestras manos. No nos asustemos con la misión. No nos
durmamos.
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