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sábado, 10 de mayo de 2014

Dios te salve, madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra… Virgen Madre de los Desamparados

Apoc. 21, 1-5; Sal.13; Rom. 12.9-16; Jn. 19. 25-27
‘Dios te salve, madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra…’ ¡Cuántas veces habremos saludado así a nuestra madre, la Virgen María! Madre de misericordia, vida, dulzura, esperanza nuestra; así la invocamos, así le rezamos, así sentimos su presencia de madre amorosa que nunca nos desampara. Bajo su manto protector nos acogemos; ahí nos sentimos seguros, porque nos sentimos en los brazos de una madre. Siempre seremos como niños que corremos a sus brazos; siempre nos ponemos a su lado para sentir su mirada protectora sobre nosotros que nos libera de los miedos a los peligros de la vida.
Hermosa advocación con la que la invocamos y la celebramos aquí en nuestro hogar, Madre de los Desamparados, con el que las Hermanitas la han invocado siempre y bajo cuya protección han querido desde siempre poner su obra. Allí cerquita de la Basílica de la Madre de Dios de los Desamparados dio sus primeros pasos la Congregación y bajo la protección de María en esta hermosa advocación tan querida de los valencianos quisieron poner la hermosa e ingente tarea que iniciaban aquellas hermanitas que estaban aún en los comienzos de su fundación.
Hoy celebramos nosotros, como celebra toda Valencia y celebra toda la Congregación de las Hermanitas la fiesta, la solemnidad de la Virgen María, Madre de los Desamparados que como expresaremos en las palabras del prefacio es para nosotros modelo de fidelidad a la Palabra de Dios y amparo en nuestro desvalimiento al tiempo que estímulo constante para nuestra caridad. Quiso dejárnosla el Señor a nuestro lado como madre desde el momento supremo de la Cruz cuando a Juan, en quien estábamos todos nosotros representados,  se la dejó como madre. ‘Ahí tienes a tu madre’, le decía a Juan, mientras a María le decía: ‘Ahí tienes a tu hijo’.
Podría parecer que era María la que se quedaba en la soledad con la muerte de su hijo en la cruz, pero en la voluntad de Cristo le nacían los hijos cuando a todos nos confiaba a su cuidado para que fuéramos nosotros los que nunca nos sintiéramos solos, porque siempre íbamos a tener a nuestro lado la presencia de María, la presencia de una madre. Amparo en nuestro desvalimiento encontramos en María como expresamos en la liturgia, pero que nos hace abrir también nuestro corazón para que aprendamos de María también a ser acogedores de nuestros hermanos desvalidos, de nuestros hermanos que se sienten solos, tristes o abandonados. Y es que no puede ser de otra manera si decimos que María es modelo de fidelidad a la Palabra de Dios. Los modelos han de ser imitados, no solo contemplados.
Como bien sabemos la devoción a María es muy comprometedora para nosotros; no nos vamos a refugiar en María como en un limbo donde nos aislemos de lo que nos rodea y no sepamos contemplar el sufrimiento de nuestros hermanos que caminan a nuestro lado; la devoción a María nos compromete para que vivamos un amor semejante al de María la que siempre estuvo atenta, así la vemos en el evangelio, a cuanto pudiera ser sufrimiento, soledad o necesidad de cuantos estaban a su lado.
María, siempre dispuesta a servir; María, siempre atenta a la necesidad que pueda surgir, correrá primero a la montaña porque sabe que allá en casa de Isabel se pueden necesitar sus servicios, e intercederá por quienes se ven en un apuro en las bodas de Caná para remediar la falta de vino.
María será también la madre que acompaña a aquel primer grupo de los discípulos de Jesús ya fuera en la espera de Pentecostés o en el inicio de la tarea de la Iglesia. Qué hermoso ese sentido de acompañamiento que realiza y realizará María con la Iglesia a través de todos los tiempos.
‘Que vuestra caridad no sea una farsa… como buenos hermanos, sed cariñosos los unos con los otros, estimando a los demás más que a uno mismo… servid constantemente al Señor… practicad la hospitalidad…’ Así nos decía el apóstol san Pablo en la carta a los Romanos que hemos escuchado.  Todo un programa de amor cristiano. Servimos al Señor, pero lo servimos en los hermanos. No amamos de palabra o por facha para aparecer sino con un amor auténtico hecho de pequeños gestos y servicios que cada día y en cada momento tenemos oportunidad de realizar con los que están a nuestro lado. Cuánto podemos y tenemos que hacer y esto lo podemos o tenemos que ver de forma muy concreta en la situación que vivimos hoy en nuestra sociedad con tantas carencias, necesidades y sufrimientos.
Tendríamos que decir que al lado de un cristiano nadie nunca tendría que sentirse solo o abandonado porque siendo el amor y la caridad el lema y el distintivo del cristiano siempre tenemos que estar dispuestos para acoger, para escuchar, para tender una mano, para caminar junto al hermano que sufre, para ofrecer nuestro amor y nuestra ayuda de forma desinteresada, para el compartir generoso y también en justicia con el hermano que sufre. Es la tarea del cristiano. Es lo que hoy en esta fiesta de la Virgen también queremos aprender de ella.
En la novena que hemos venido haciendo como preparación para esta fiesta todos los días le decíamos a la Virgen en la oración introductoria que queríamos contemplar su vida y sus virtudes para tratar de imitar a María en nuestra vida. Le ofrecíamos nuestro corazón y nuestra vida para que ella lo llenara de  amor, de pureza, de humildad, de entrega para que así con la ayuda de María viviéramos intensamente nuestra identidad cristiana. Mirando a María, decíamos, estamos contemplando como Dios quiere que seamos; ¡qué mejor modelo podemos contemplar!; mirando a María sentiremos fuerza, y María nos alcanza la gracia para ello, para que nos decidamos de verdad a dar esos pasos que me lleven a vivir toda intensidad mi identidad cristiana, mi vida cristiana, que se ha de manifestar especialmente en el amor.
A María la contemplamos como modelo de toda virtud y toda gracia pero de ella esperamos también su intercesión que nos ayude a realizar esos caminos de santidad. ‘Intercede Madre por nosotros, ante tu Hijo Jesucristo nuestro Señor’, le pedíamos cada día. Al cuidado de María queríamos confiar las necesidades de todos los hombres, la  alegría de los niños, la ilusión de los jóvenes, el desvelo de los adultos, el dolor de los enfermos, el sereno atardecer de los ancianos; le pedíamos que fuera socorro y amparo de cuantos sufren por cualquier motivo, su presencia se convirtiera en fortaleza para los débiles, e hiciera enardecer nuestro corazón en disponibilidad para el servicio y la entrega  por los demás.
Con María a nuestro lado sentiremos que siempre hay una luz que ilumina nuestras noches oscuras de dudas y de problemas; con María a nuestro lado nos podemos sentir fuertes y llenos de paz en nuestras luchas por superarnos a nosotros mismos venciendo nuestros egoísmos y orgullos y por hacer también que nuestro mundo sea mejor; con María a nuestro lado aprendemos a poner amor en todo lo que hacemos y a desterrar de nosotros las negatividades del odio y de la envidia; con María a nuestro lado siempre estaremos dispuestos al servicio y al trabajo porque sabemos que así podemos hacer un mundo mejor.
María  es la estrella de nuestra esperanza, la senda que nos lleva por caminos de fe, el aliento para nuestros cansancios, la mano que me levanta en nuestras caídas, el consuelo para nuestras tristezas y depresiones, la fuente de nuestra alegría. Maria nos enseña a caminar siempre apoyados en la fe porque nos habla de lo que es el amor eterno de Dios que nunca nos falla, abre el corazón a la esperanza porque si a ella la contemplamos gloriosa y triunfante en su asunción a los cielos y glorificada junto al trono de Dios aprendemos que si caminamos un camino como el de María también es meta para nosotros esa gloria de Dios en el cielo.
Tú eres el orgullo de nuestro pueblo, porque el Señor te ha bendecido más que todas las mujeres de la tierra y ha glorificado tu nombre de manera que todas las generaciones te llamarán bienaventurada. Así queremos contemplar a María, nuestra Madre y la Madre del Señor. Así queremos cantar a María en esta fiesta que hoy estamos celebrando. Así nos queremos gozar con María, felicitar con María,  porque bajo su manto podemos acogernos en nuestros desvalimientos y su protección maternal la vamos a sentir siempre sobre nosotros.
Hoy hacemos fiesta aquí en nuestro hogar de manera especial porque esa protección maternal de María llega a nosotros a través de estas Hermanitas que con sus vidas están siendo para nosotros signos de ese amor de Dios, de ese amor de María, Madre de los Desamparados, en la hermosa tarea de acoger a estos ancianos y ancianas a los que sirven como si estuvieran sirviendo a Cristo, atendiéndolos y cuidándolos con ese amor maternal y maduro que ellas saben ofrecer para que nunca nadie se sienta desamparado.
Con la protección de María realizan ellas su labor, con el ejemplo de María viven ellas su entrega total y llena de amor, con la fuerza de la gracia del Señor y con la trascendencia que da a sus vidas su esperanza son capaces de olvidarse de si mismas para servir a los ancianos y ser además acogedoras para todos cuantos llegamos a su lado. Esa es la verdadera fiesta de María, Madre de los Desamparados que hoy quieren celebrar, pero que celebran cada día con su fe, con su entrega, con su amor, con su alegría que nunca se aleja de sus corazones ni de sus rostros. Lo que antes escuchábamos en la carta a los Romanos y que brevemente subrayamos en algunos de sus aspectos es el trasfondo de la espiritualidad de sus vidas.

Es por lo que todos hoy hacemos fiesta también, celebramos esta fiesta de la Virgen Madre de los Desamparados. Es también la oración que hemos de elevar al Señor con toda la gratitud de nuestro corazón.

viernes, 9 de mayo de 2014

Ya no soy yo, sino que es Cristo que vive en mí


Ya no soy yo, sino que es Cristo que vive en mí

Hechos, 9, 1-20; Sal. 116; Jn. 6, 53-60
‘El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mi y yo en él… yo vivo por el Padre, del mismo modo, el que me come vivirá por mí’. Hermoso lo que podemos vivir por la Eucaristía. Cómo tenemos que pensarlo, reflexionarlo, hacerlo vida nuestra.
Creemos Jesús y por esta fe llegamos a amarle; ya nos había dicho Jesús que ‘todo el que ve al Hijo y cree en él, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día’. Creemos en Jesús y lo amamos; creemos en Jesús y nos sentimos profundamente unidos a El; creemos en Jesús y nos llenamos de vida eterna, seremos resucitados en el último día. Quienes se aman de verdad llegan a una profunda comunión de vida, nacida desde ese amor. Es la comunión profunda que podemos vivir con Jesús desde nuestra fe en El. Es un vivir en Dios y Dios que vive en nosotros.
Hoy nos dice que quien come su carne y bebe su sangre ‘habita en mí y yo en él… el que me come vivirá por mí’. Porque creemos en El y lo amamos, El nos ofrece el Pan de vida para que le comamos y ese Pan de vida es Cristo mismo que se nos da, que se hace alimento para nosotros.  Y cuando le comemos viene a habitar en nosotros y nosotros en El. Algo bien hermoso.
Cuando tomamos cualquier alimento hacemos nuestro aquello que comemos de manera que lo que comemos se introduce en nuestro cuerpo, algo así como si se disolviera para pasar su energía o alimento a nuestro cuerpo, haciéndose una sola cosa con nosotros y haciendo crecer nuestra vida. Así Cristo, podemos decir, en nosotros; por eso nos dice que viene a habitar en nosotros y nosotros en El, nos hacemos una sola cosa con Cristo. Es como un llenarnos de Cristo, inundarnos de su vida, de manera que llegará a decir san Pablo que ya no es él quien vive sino que es Cristo quien vive en El. Es lo que vivimos en la Eucaristía. ‘Ya no soy yo, sino que es Cristo que vive en mí’.
Ya en otro momento del evangelio, en la despedida de la última cena nos dirá que si lo amamos y guardamos sus mandamientos el Padre y El vendrán a nosotros y harán morada en nosotros, habitará Dios en nosotros y nosotros en Dios. Es lo mismo que ahora nos está diciendo de la Eucaristía.
Qué dicha más grande podemos sentir por nuestra fe en Jesús; qué dicha más grande que nosotros podamos comer a Cristo y unirnos así a El. Todo esto que estamos reflexionando es muy hermoso y tenemos que rumiarlo intensamente en nuestro corazón para que podamos vivir con todo sentido y hondura la comunión con Cristo. Por eso hemos venido diciendo que recibir la Eucaristía, comer a Cristo no es cualquier cosa. Es cosa grande y maravillosa que tenemos que pensárnoslo muy bien para poderlo vivir con toda su profundidad. No lo podemos hacer de cualquier manera.
Cada vez que comulgamos tenemos que salir más cristificados, porque salimos llenos de Cristo, porque llevamos a Cristo con nosotros, porque Cristo habita en nosotros y nosotros hemos de habitar en Cristo. Tendríamos que sentirnos totalmente transfigurados; digo sí, transfigurados, como Cristo en el Tabor, porque Cristo con su luz y con su vida está en nosotros, nos inunda de vida y de amor, nos hace resplandecer con su luz.
Y todo esto tiene muchas consecuencias para nuestra vida. Cada vez que salimos de la Eucaristía después de comulgar tenemos que salir más llenos de amor, porque salimos llenos de Cristo. No tiene sentido que comulguemos y no amemos; no tiene sentido que queramos comer a Cristo pero no queramos entrar en comunión con los hermanos; no tiene sentido que vayamos a comulgar y sigamos encerrados en nuestros egoísmos y en nuestro orgullo; no tiene sentido que comamos a Cristo y no comulguemos con nuestros hermanos, y no los amemos, y les neguemos la palabra, y no seamos capaces de perdonarnos.
No hay Eucaristía sin amor porque Cristo, el que se ha hecho Pan de vida para nosotros, es amor; y en consecuencia si no hay amor en nuestra vida no podemos celebrar la Eucaristía, comer a Cristo en la Eucaristía. Si no hay amor en nosotros ¿cómo podemos decir que Cristo habita en nosotros y nosotros en El? Da mucho que pensar. ‘¿Adónde vamos a acudir si tú tienes palabras de vida eterna?’, terminaría diciendo Pedro.

jueves, 8 de mayo de 2014

Débiles y pecadores comemos a Cristo dignamente para llenarnos de su gracia y tener vida para siempre



Débiles y pecadores comemos a Cristo dignamente para llenarnos de su gracia y tener vida para siempre

Hechos, 8, 26-40; Sal. 65; Jn. 6, 44-52
‘Yo soy el pan vivo bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo’. Jesús les va haciendo una catequesis progresiva, en que paso a paso les va revelando más y más el misterio de su ser, de su vida.
Siguen recordando los judíos el maná que sus padres comieron en el desierto; Jesús les habla del verdadero pan del cielo que da vida para siempre. Y termina diciendo que El, su carne, su cuerpo es ese pan bajado del cielo que da vida al mundo. ¿Qué es lo que viene a ofrecernos Jesús con su redención? Bien lo sabemos, decimos la salvación, decimos la vida porque no solo nos viene a perdonar al redimirnos, sino que viene a hacernos partícipes de su vida divina para hacernos hijos de Dios.
Cristo quiere  ser nuestra vida y nuestro alimento; para eso nos habla del pan bajado del cielo, se hace pan por nosotros para que le comamos. Y así como el que come se alimenta y puede vivir, puede tener vida, así quiere que le comamos a El. Es el regalo grande que nos hace  Jesús con la Eucaristía.
Pero no podemos comer a Cristo de cualquier manera; no es un alimento cualquiera, es alimento de gracia y de vida, es alimento que nos trae la salvación y nos inunda con la gracia divina, es alimento que nos fortalece para vivir la vida nueva que nos ofrece pero también es gracia que nos purifica y nos eleva para hacernos cada vez más santos.
Primero es necesaria la fe para creer en ese misterio de amor que es la Eucaristía donde Cristo mismo se nos da. El que cree en mi vivirá para siempre, nos había dicho. Por eso hemos de distinguir bien qué es ese alimento que Cristo nos ofrece en la Eucaristía, porque vamos a comer a Cristo.  Y eso tiene sus exigencias en esa misma fe que tenemos en El.
Pero hay algo más, ¿cómo podemos decir que vamos a comer a Cristo que es vida y nos da vida si en nosotros hay muerte y no queremos salir de esa muerte? ¿qué quiero decir? No podemos acercarnos a la comunión eucarística llenos de muerte, llenos de pecado, sin querer arrancarlos de verdad de nuestra vida. atrevernos a ir a comulgar a Cristo llenos de pecado es comulgar indignamente; y, como nos enseña san Pablo en la carta a los corintios, el que come a Cristo indignamente está comiendo su propia condenación. Es por lo que decimos que cuando vamos a comulgar hemos de ir en gracia de Dios, o sea, después de haber recibido el perdón de nuestros pecados en el sacramento que nos perdona, en el sacramento de la Penitencia.
No vamos a poder comulgar a Cristo porque ya seamos santos, pero sí porque queremos ser santos.  Y querer ser santo es querer arrancar el pecado de nuestra vida; señal de que queremos arrancar el pecado de nuestra vida es  que nos acerquemos al sacramento de la Penitencia o Reconciliación para recibir ese perdón de Dios y luego de forma digna podamos ir a comer a Cristo, a comulgar a Cristo.
Esto es algo que muchas veces olvidamos los cristianos, o no le damos la importancia que se merece. No podemos olvidar lo que la Iglesia siempre nos ha enseñado, que con pecado no podemos comulgar; por eso es necesario antes la reconciliación, el acudir al sacramento del perdón, para restaurar esa gracia en nosotros.
Luego, sabiendo incluso que somos débiles y pecadores y que tropezamos o tenemos el peligro de tropezar muchas veces, vamos a alimentarnos de Cristo para fortalecer nuestra vida con su gracia; queremos ser santos a pesar de que conocemos nuestra debilidad y condición pecadora y acudimos a alimentarnos de Cristo para llenarnos de su gracia  que nos dé esa fortaleza en la lucha contra el pecado, nos dé esa fortaleza que nos haga avanzar más y más por esos caminos de la santidad. Vamos a alimentarnos de Cristo porque queremos mantener su vida en nosotros para siempre y de la misma manera que nuestro cuerpo lo alimentamos con la comida, comemos a Cristo para alimentar nuestra vida de gracia, nuestra vida espiritual y sentirnos siempre fortalecidos en el Señor.

miércoles, 7 de mayo de 2014

El que cree en Jesús alcanzará la vida eterna y la resurrección en el último día

El que cree en Jesús alcanzará la vida eterna y la resurrección en el último día

Hechos, 8, 1-8; Sal. 65; Jn. 6, 35-40
‘Que todo el que ve al Hijo  y cree en El, tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día’. Qué bien nos resume lo que ha de ser nuestra vida y a lo que estamos llamados; qué bien nos resume todo lo que podemos alcanzar por la fe en el Hijo de Dios, la vida eterna, la resurrección para la vida.
Y todo arranca desde nuestra fe en Jesús. Le vemos, le conocemos, para eso se nos ha revelado y surge nuestra fe. Nuestra fe que es nuestro ‘sí’, la ofrenda de nuestra voluntad. Cuando creemos estamos como despojándonos de nosotros mismos. Lo hacemos con toda nuestra conciencia, porque nunca es una fe ciega; pero con toda conciencia le hacemos la ofrenda de nuestra voluntad. No es mi gusto, mi capricho o a mi manera.
Es aceptarle a El, como es, como se nos manifiesta, como se nos revela, con sus exigencias para nuestra vida. Porque la ofrenda de nuestra fe es como una conversión, porque es volvernos a El, no a nosotros mismos, aunque lo hacemos con toda nuestra conciencia y con toda nuestra voluntad, para ponernos en sus manos, para dejarnos guiar y conducir, para aceptar su vida en nosotros. Pero esa fe no nos anula, sino que nos engrandece; por esa fe encontramos un sentido y un valor nuevo para nuestra vida y nuestra existencia que nos hará más grandes aún que cuando nos dejamos llevar solo por nuestras apetencias o nuestros caprichos.
Esa fe nos libera, nos arranca de ataduras que nos encierran en nosotros mismos o simplemente en las cosas como si las cosas fueran nuestro sentido o razón de ser. Esa fe nos llevará por caminos de plenitud que solo en Cristo podemos encontrar y podemos alcanzar.
Una fe que llena de alegría, de optimismo el alma, de gozo grande y hondo, por eso siempre decimos que un cristiano triste es un triste cristiano.  Por la fe, aunque tengamos que enfrentarnos a sacrificios o a negarnos a nosotros mismos, al final encontraremos las más profundas satisfacciones.
Por eso hoy nos está diciendo Jesús que lo que quiere para nosotros es vida eterna, vida en plenitud; quien cree a Jesús será resucitado de cuanta muerte haya podido dejar meter en su alma; resurrección que hemos de vivir en el día a día cuando nos vamos liberando con la gracia de Cristo de ataduras y de pecados; resurrección que viviremos en el momento final porque en Dios, llenos de la vida de Dios, vamos a vivir para siempre; ¿no decimos vida eterna?
Y podemos llegar a esa fe desde la gracia de Dios; es un don sobrenatural que el Señor nos ofrece y nos concede; pero es un don al que hemos dar una respuesta, la respuesta de nuestro sí, del ofrecimiento de nuestra voluntad. Por eso nos ha dicho Jesús hoy ‘todo lo que me da el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí, no lo echaré afuera… esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día…’
Cómo hemos de cuidar nuestra fe; ese don de Dios, ese regalo de gracia, porque es un don gratuito, no lo podemos perder. Hemos de saber sentir allá en lo más hondo de nosotros mismos cómo nos llama y nos impulsa la gracia de Dios. Muchas veces sentimos en nuestro corazón ese impulso a hacer algo bueno, a preocuparnos por algo y quizá podemos achacarlo a que tenemos buenos sentimientos en nuestro corazón. Está bien, aceptémoslo, pero ¿quién ha inspirado esos buenos sentimientos? ¿quién es el que ha movido nuestro corazón y nos ha impulsado a hacer lo bueno? Tratemos de ver lo que nos sucede con ojos de fe, y descubramos esa acción de Dios en nuestra vida, esa fuerza de la gracia que es la que mueve el corazón y nos fortalece para que hagamos lo bueno aunque nos fuera costoso.
Hoy comenzó Jesús hablándonos en el Evangelio de que El es el Pan de vida. Cristo quiere hacer Pan de Vida para nosotros, para que le comamos, para que nos alimentemos de El, que sintamos su fuerza, para que le descubramos en verdad como nuestro viático, nuestro compañero y nuestro alimento para el camino.

martes, 6 de mayo de 2014

El que viene a mí no pasará hambre, el que cree en mí nunca pasará sed



El que viene a mí no pasará hambre, el que cree en mí nunca pasará sed

Hechos, 7, 51-59; Sal. 30; Jn. 6, 30-35
¿Por qué hemos de creerte? ¿qué haces tú para que tengamos que creer en ti y en lo que nos dices? Algo así fue lo que le respondieron los judíos a lo que les había dicho Jesús. Cuando le preguntaron - lo escuchábamos ayer - ‘¿cómo podremos ocuparnos en los trabajos que Dios quiere?’ El les había dicho que ‘el trabajo que Dios quiere es que creáis en el que El ha enviado’. Habían entendido bien, tenían que creer en El, por eso su reacción. ‘¿Qué signo vemos que haces tú, para que creamos en ti? ¿en qué te ocupas?’
Qué pronto olvidan las cosas. No han pasado aun veinticuatro horas en que había multiplicado milagrosamente los panes y los peces en el desierto para que comieran todos y hasta se habían entusiasmado y habían querido hacerlo rey. Todos conocían las obras que Jesús hacía, sus milagros, la curaciones de los enfermos, los paralíticos que comenzaban a caminar y los leprosos que eran curados, pero pronto parece que lo olvidan. No apreciaban las obras de Jesús. No querían reconocerlo.
Cuando en la vida nos encontramos con alguien que es bueno y generoso con los demás, que se compadece de los que sufren y trata de ayudar a todos, que le vemos actuar generosa y desinteresadamente buscando siempre lo bueno para los demás, que se indigna contra las injusticias y reclama siempre lo bueno para los demás, decimos que es una persona buena y valoramos sus obras y su actuar. Pero con Jesús parece que eso no se tiene en cuenta, se olvida fácilmente, como le pasaba a aquellas gentes de Cafarnaún.
Ahora vienen con comparaciones, que en el fondo es un decirnos que allá en lo hondo de su conciencia reconocen que Jesús tiene que ser alguien importante o de gran valor, aunque luego fuera no lo muestren. Recuerdan a Moisés, el gran liberador de Israel que los sacó de Egipto, les hizo atravesar el mar Rojo y los condujo por el desierto hasta la tierra prometida. Y ahora le recuerdan a Jesús que Moisés les dio el maná, pan del cielo, como ellos lo llamaban.
Jesús recoge el guante del desafío, podíamos decir así. Y ahora les hace un gran anuncio, que les costará entender y aceptar. ‘Os aseguro que no fue Moisés el que os dio pan del cielo,  sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo’.
Claro que ellos ahora pedirán que les dé ese pan que da la vida al mundo. Lo que significa que en cierto modo están entendiendo lo que Jesús les está queriendo decir, que El les puede dar ese pan que da la vida verdadera, aunque luego más tarde lo rechacen. ‘Señor, danos siempre de ese pan’, les dice.
El pan que Jesús les está ofreciendo no es pan cualquiera que pueda ser amasado y cocido en cualquier horno. No es algo material lo que Jesús nos ofrece. Esa vida que Jesús quiere darnos es su propia vida, y el que nos dará verdadera vida. También nosotros tenemos que pedirlo, desearlo, buscarlo. Así buscamos a Jesús; así queremos poner nuestra fe en El; así nosotros queremos alimentarnos de Jesús, porque sabemos que es Jesús mismo el que se nos dará como pan de vida.
Cuando le piden que les dé siempre ese pan, les dirá: ‘Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, el que cree en mí nunca pasará sed’. Nos hace recordar lo que ya le había dicho a la mujer samaritana, que El tenía un agua viva que calmaría su sed  para siempre y ya no habría que ir a aquellos pozos a buscar agua. Claro que tenemos muchos motivos para creer en Jesús, para poner toda nuestra fe en El.
Vayamos a Jesús, alimentémonos de El, llenémonos de su vida. Con Jesús se calma toda nuestra hambre más profunda; con Jesús se sacia nuestra sed en las aspiraciones más hondas que pueda haber en el alma humana. ‘Señor, danos siempre de ese pan’, le decimos nosotros también.

lunes, 5 de mayo de 2014

Éste es el trabajo que Dios quiere: que creáis en el que El ha enviado



Éste es el trabajo que Dios quiere: que creáis en el que El ha enviado

Hechos, 6, 8-15; Sal. 118; Jn. 6, 22-29
‘Cuando la gente vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, se  embarcaron y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús…’ La gente busca a Jesús. ¿Por qué lo buscan? En la tarde anterior allá en el descampado Jesús había realizado un gran signo. Con cinco panes de cebada y dos peces Jesús había dado de comer a una multitud inmensa recogiendo incluso luego doce canastas de trozos de pan después que toda aquella multitud había comido. Habían intentado hacerlo rey, Jesús se había escondido en la montaña mientras los discípulos atravesaron en barca el lago no sin los contratiempos del viento en contra y la aparición de Jesús caminando sobre el agua.
Ahora aquella gente que se había quedado en el descampado con unas barcas que aparecieron por allí llega a Cafarnaún buscando a Jesús. ‘Maestro, ¿cuándo has venido?’, le preguntan. Lo que da pie a preguntas que también les hace Jesús.
¿Por qué buscan a Jesús? Y la pregunta podría ser también para nosotros, ¿por qué buscamos a Jesús? No es ocioso que nos hagamos la pregunta también. ¿Buscaba aquella gente a Jesús porque habían comido gratuitamente pan hasta hartarse? Nos gusta el milagro fácil que nos resuelva los problemas sin tener que poner mucho esfuerzo por nuestra parte. ¿Buscaba aquella gente a Jesús porque en lo sucedido habían visto un signo, una señal de lo nuevo que Jesús quería ofrecerles?
Repetidamente Jesús en su predicación había comenzado invitando a la conversión del corazón porque llegaba una Buena Noticia. ¿Lo que allí había sucedido era para aquella gente un signo de esa Buena Noticia que se iba a realizar? No siempre sabemos leer los signos, descubrir las señales que aparecen delante de nosotros anunciándonos algo nuevo. Ya Jesús en algún momento les dirá en el evangelio que saben ver si va a hacer calor o va a llover según sean los vientos o los bochornos, pero que no saben leer los signos de los tiempos de algo más profundo que está por suceder.
‘Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura, el que os dará el Hijo del Hombre; pues a este lo ha sellado el Padre, Dios’. Comienza a anunciarnos Jesús cómo El es el verdadero alimento de nuestra vida. Sabemos que en Jesús encontramos gracia y encontramos la salvación. Es Jesús el que nos conduciendo por caminos de plenitud. Por eso como tanto hemos repetido tenemos que saber escuchar a Jesús, querer escuchar a Jesús para conocerle más y más y para llenarnos de su vida.
Ahora aquí en Cafarnaún Jesús nos va a enseñar cómo quiere alimentarnos El, como quiere hacerse vida nuestra y cómo hemos de comerle. Será lo que en días sucesivos iremos escuchando y meditando. Importante es que pongamos toda nuestra fe en Jesús. Alguien puede ofrecernos cosas hermosas y grandiosas, pero si no nos fiamos de esa persona difícilmente vamos a aceptar eso que nos ofrece. Por eso es necesaria nuestra fe en Jesús.
Cuando la gente le pregunta cómo han de saber lo que Dios quiere para sus vidas, por ahí va  la respuesta. ‘¿Cómo podremos ocuparnos en los trabajos que Dios quiere?’ le preguntan. Y Jesús responderá: ‘Éste es el trabajo que Dios quiere: que creáis en el que El ha enviado’, o sea, que creamos en Jesús. Creyendo en Jesús tendremos vida porque tendremos la salvación. Creo que eso lo podemos tener muy claro, más aún después  de lo que hemos venido celebrando en el misterio pascual y contemplando la entrega de Jesús hasta la muerte para ser nuestro salvador.
¿Por qué buscamos a Jesús?, nos preguntábamos desde el principio de nuestra reflexión. Buscamos a Jesús porque por la fe que tenemos en El tenemos asegurada la vida eterna, la salvación; vida eterna y salvación que llegaremos a vivir si por esa fe que tenemos en Jesús nos dejamos conducir por su palabra y nos alimentamos de su gracia, de esa gracia salvadora que El continuamente nos ofrece. Que crezca más y más nuestra fe en Jesús, para que crezcamos en una auténtica vida cristiana.

domingo, 4 de mayo de 2014

Un camino de desesperanzas y derrotas transformado en camino de luz y de vida nueva



Un camino de desesperanzas y derrotas transformado en camino de luz y de vida nueva

Hechos, 2, 14.22-23; Sal. 15; 1Pd. 1, 17-21; Lc. 24, 13-35
El camino de Emaús en principio camino de desesperanzas, de derrotas y de silencios se convirtió en camino de luz y de esperanza nueva. Tristes, desilusionados, con la moral hecha añicos y el espíritu por tierra caminaban aquella tarde aquellos dos discípulos hacia Emaús. ¿El reconocimiento de una derrota y de que se desvanecían todas las esperanzas? Aunque el sol no había terminado de ponerse, en su espíritu todo era oscuridad y tinieblas.
Nos pasa tantas veces en la vida cuando fracasamos en aquello en que habíamos puesto tanta ilusión y tanto empeño, cuando se nos desvanecen las esperanzas porque parece que todas las noticias son lúgubres y tristes, cuando el dolor oprime el corazón y nos hace daño por todas partes y no se atisba ningún resquicio de luz. Qué tristeza embarga el alma en momentos así cuando se ha perdido toda esperanza. Parece que las tinieblas nos envuelven.
Pero el sol no había aún terminado de ocultarse en el horizonte, porque ahora iba a su lado, aunque ellos no se daban cuenta. Quien caminaba a su lado parecía no se consciente de la oscuridad que les envolvía por lo que les pregunta por qué esa tristeza y ese decaimiento que más que caminar parecía que se arrastraban por el camino sin tener horizontes ni metas. Allí estaba una luz que quería brillar en sus corazones pero por ahora las puertas y ventanas del alma estaban cerradas sin dejar entrar esa luz.
Aunque les embargaba el dolor y la desilusión por lo que parecía un fracaso, sin embargo ellos seguían amando a Jesús. A la pregunta del que parecía forastero que con ellos caminaba con entusiasmo comenzaron a recordarlo y a contarle un resumen de lo que había sido su vida, de las esperanzas que había suscitado, pero también de la pasión y muerte con que para ellos había acabado todo.
Recordaban que había  anunciado que resucitaría, pero era el tercer día y ellos nada habían visto, aunque llegaron noticias de la tumba vacía que ya se habían apresurado los sumos sacerdotes y principales de la ciudad a dejar correr la noticia de que sus discípulos habían robado su cuerpo; ellos si sabían lo que contaban las mujeres del sepulcro vacío, de apariciones de ángeles y de anuncios de que estaba vivo, pero para ellos todo se quedaba en sueños visionarios. Venían contando todo eso ‘pero a El no lo vieron’.
‘¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas!’, les recrimina. Un suspenso en el conocimiento de las Escrituras, viene a decirles de una forma u otra. Aquel caminante sí conocía bien y manejaba las Escrituras. Comenzó a explicarles; comenzó la catequesis.
¿No os habéis fijado bien en lo que anunciaron los profetas?, venía a decirles. Nunca hablaron de un Mesías belicoso y triunfador; eso era lo que ustedes se habían imaginado como salida por haberlo estado pasando mal en relación con los pueblos que os dominan. Cuando nos sentimos oprimidos por algo parece como que lo que desearíamos es escachar de la forma que sea a quien nos lo está haciendo pasar mal. Aparece fácilmente en nuestro corazón el deseo de la venganza y la revancha.
Pero los profetas hablaban del siervo de Yahvé que sería llevado como cordero al matadero, las descripciones que hace Isaías no son tan agradables a su visión. Podríais recordar lo que tantas veces habéis rezado en los salmos que hablan de burlas y desprecios para el inocente. O podréis recordar lo que pasaron los patriarcas antiguos o los profetas. La obediencia de Abrahán en su fe le llevó al punto de sacrificar a su propio hijo; y los profetas como Jeremías fueron insultados, encarcelados, despreciados.
‘¿No era necesario que el Mesías padeciera todo eso para entrar en su gloria? Y comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas les explicó lo que se refería a El en toda la Escritura’. Y podría decirles también, ¿no recordáis lo que yo os anunciaba que no hay amor más grande que el que da la vida por el amado? ¿No recordáis que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido sino a servir? ¿No recordáis que para ser grande y entrar en la gloria había que saber hacerse el último y el servidor de todos? Muchas cosas les recordaría Jesús mientras caminaba con ellos y ellos no lo reconocían.
Pero sus corazones se iban caldeando; más tarde recordarían que ‘les ardía el corazón mientras les hablaba por el camino y les explicaba las Escrituras’. Si a los doce en el cenáculo les había lavado los pies para que comprendieran bien que era el Maestro y el Señor, ahora a estos caminantes desilusionados que marchan y en cierto modo huyen a Emaús les está lavando el corazón, porque en ellos se está produciendo un cambio grande. Han comenzando a dejar de pensar en sí mismos y en sus tristezas para abrir los ojos y darse cuenta del caminante que va a su lado. El amor, la generosidad y la disponibilidad se van despertando de nuevo en sus corazones y ahora no permitirán que el caminante siga su camino porque no solo el camino puede ser peligroso sino que ellos también lo necesitan, necesitan seguir estando con El. Algo de luz comienza a brillar en sus corazones
‘Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída’. Se están dando cuenta que había tinieblas en su corazón, pero ahora no quieren perder la luz. El cambio se está produciendo en sus corazones y ahora se irán sucediendo los signos con rapidez de vértigo ante sus ojos y se correrán los velos que les impedían ver y reconocer. ‘Entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero El desapareció’.
‘¡Era verdad, ha resucitado el Señor!’ y se ponen de nuevo en camino porque ya no hay tinieblas sino que tienen luz en el alma. Han visto al Señor, ha caminado con ellos en el camino y se ha sentado a su mesa. Entendían ahora mejor la alegría de los ciegos cuando recobraban la vista, porque habían estado bien ciegos y al final volvió la luz a su alma; podían entender por qué los leprosos daban saltos de alegría y corrían a contárselo a los suyos, porque la desilusión y la desesperanza que se les había metido en el alma era la peor lepra y Jesús con su presencia, con su Palabra, con los signos de la Eucaristía les había lavado el corazón y había renacido la esperanza en sus vidas.
Cuando se dieron cuenta de que Jesús había estado con ellos, aunque ahora ya de nuevo  no lo veían salieron corriendo porque la buena noticia había que comunicarla, no se la podían quedar para ellos sino que tenían que compartirla con los hermanos. Ahora no temían oscuridades en los caminos, pues aunque el sol se hubiera ocultado en el horizonte al caer la tarde ellos estaban viviendo un día nuevo radiante de luz y ya nada era dificultad para  ellos que se sentían hombres nuevos afortunados de haber estado con el Señor. Ahora el camino de regreso de Emaús se convirtió en un camino de luz - ya lo había sido antes aunque no se dieran cuenta porque iba el Señor con ellos - y un camino de esperanza nueva.
Pero necesitamos nosotros vivir esta experiencia de resurrección. Jesús también viene a nuestro encuentro y camina a nuestro lado y nos explica la Escrituras y parte para nosotros el pan. En serio preguntémonos, ¿estamos ahora en estos momentos viviendo esa experiencia de resurrección, de sentir a Cristo resucitado con nosotros que también nos quiere hacer ardes nuestros corazones?
Cuidado que los agobios de la vida nos distraigan y no nos dejen ver esa presencia del Señor. También vivimos momentos malos en que nos podemos llenar de desilusión y perder la esperanza, en que los problemas o los sufrimientos que padezcamos nos encierren en nosotros mismos y no seamos capaces de darnos cuenta de que el Señor está a nuestro lado. Abramos los ojos de la fe; despertemos nuestro espíritu; caigamos en la cuenta de cómo parte el pan el Señor para nosotros en esta Eucaristía. Aprendamos a sentir esa presencia del Señor.
Pero tenemos que darnos cuenta de una cosa más; en nuestro entorno hay muchas desesperanzas y derrotas que tenemos que curar. Esos caminos oscuros por los que caminan nuestros hermanos nosotros tenemos que iluminarlos haciendo presente a Jesús en medio de nuestro mundo. Ahí está la tarea que nos queda y el compromiso.