El que cree en Jesús alcanzará la vida eterna y la resurrección en el último día
Hechos, 8, 1-8; Sal. 65; Jn. 6, 35-40
‘Que todo el que ve al
Hijo y cree en El, tenga vida eterna, y
yo lo resucitaré en el último día’.
Qué bien nos resume lo que ha de ser nuestra vida y a lo que estamos llamados;
qué bien nos resume todo lo que podemos alcanzar por la fe en el Hijo de Dios,
la vida eterna, la resurrección para la vida.
Y todo arranca desde nuestra fe en Jesús. Le vemos, le
conocemos, para eso se nos ha revelado y surge nuestra fe. Nuestra fe que es
nuestro ‘sí’, la ofrenda de nuestra voluntad. Cuando creemos estamos
como despojándonos de nosotros mismos. Lo hacemos con toda nuestra conciencia,
porque nunca es una fe ciega; pero con toda conciencia le hacemos la ofrenda de
nuestra voluntad. No es mi gusto, mi capricho o a mi manera.
Es aceptarle a El, como es, como se nos manifiesta,
como se nos revela, con sus exigencias para nuestra vida. Porque la ofrenda de
nuestra fe es como una conversión, porque es volvernos a El, no a nosotros
mismos, aunque lo hacemos con toda nuestra conciencia y con toda nuestra
voluntad, para ponernos en sus manos, para dejarnos guiar y conducir, para
aceptar su vida en nosotros. Pero esa fe no nos anula, sino que nos engrandece;
por esa fe encontramos un sentido y un valor nuevo para nuestra vida y nuestra
existencia que nos hará más grandes aún que cuando nos dejamos llevar solo por
nuestras apetencias o nuestros caprichos.
Esa fe nos libera, nos arranca de ataduras que nos encierran
en nosotros mismos o simplemente en las cosas como si las cosas fueran nuestro
sentido o razón de ser. Esa fe nos llevará por caminos de plenitud que solo en
Cristo podemos encontrar y podemos alcanzar.
Una fe que llena de alegría, de optimismo el alma, de
gozo grande y hondo, por eso siempre decimos que un cristiano triste es un
triste cristiano. Por la fe, aunque
tengamos que enfrentarnos a sacrificios o a negarnos a nosotros mismos, al
final encontraremos las más profundas satisfacciones.
Por eso hoy nos está diciendo Jesús que lo que quiere
para nosotros es vida eterna, vida en plenitud; quien cree a Jesús será
resucitado de cuanta muerte haya podido dejar meter en su alma; resurrección
que hemos de vivir en el día a día cuando nos vamos liberando con la gracia de
Cristo de ataduras y de pecados; resurrección que viviremos en el momento final
porque en Dios, llenos de la vida de Dios, vamos a vivir para siempre; ¿no
decimos vida eterna?
Y podemos llegar a esa fe desde la gracia de Dios; es
un don sobrenatural que el Señor nos ofrece y nos concede; pero es un don al
que hemos dar una respuesta, la respuesta de nuestro sí, del ofrecimiento de
nuestra voluntad. Por eso nos ha dicho Jesús hoy ‘todo lo que me da el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí, no lo
echaré afuera… esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de
lo que me dio, sino que lo resucite en el último día…’
Cómo hemos de cuidar nuestra fe; ese don de Dios, ese
regalo de gracia, porque es un don gratuito, no lo podemos perder. Hemos de
saber sentir allá en lo más hondo de nosotros mismos cómo nos llama y nos
impulsa la gracia de Dios. Muchas veces sentimos en nuestro corazón ese impulso
a hacer algo bueno, a preocuparnos por algo y quizá podemos achacarlo a que
tenemos buenos sentimientos en nuestro corazón. Está bien, aceptémoslo, pero ¿quién
ha inspirado esos buenos sentimientos? ¿quién es el que ha movido nuestro
corazón y nos ha impulsado a hacer lo bueno? Tratemos de ver lo que nos sucede
con ojos de fe, y descubramos esa acción de Dios en nuestra vida, esa fuerza de
la gracia que es la que mueve el corazón y nos fortalece para que hagamos lo
bueno aunque nos fuera costoso.
Hoy comenzó Jesús hablándonos en el Evangelio de que El
es el Pan de vida. Cristo quiere hacer Pan de Vida para nosotros, para que le
comamos, para que nos alimentemos de El, que sintamos su fuerza, para que le
descubramos en verdad como nuestro viático, nuestro compañero y nuestro
alimento para el camino.
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