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sábado, 13 de noviembre de 2010

Cooperando así a la propagación de la verdad

3Jn. 5-8;
Sal. 111;
Lc. 18, 1-8

Estos últimos días hemos escuchado los tres textos más pequeños del Nuevo Testamento y de toda la Biblia: la carta de Pablo a Filemón y las segunda y tercera carta de san Juan.
Son como pequeños billetitos de recomendación o de recordatorio que uno y otro apóstol enviaron a diversos cristianos de la comunidad; Filemón en el caso de Pablo recomendándole que reciba como a un hermano a Onésimo, esclavo que se le había escapado y que con Pablo había abrazado la fe, y al que considera como un hijo; Juan en un caso a la que llama él la elegida a quien le recuerda el antiguo y nuevo mandamiento, siempre permanente del amor; y en la última de las mencionadas, la escuchada hoy, a Gayo, un discípulo fiel colaborador de la comunidad en la sustentación de los apóstoles y misioneros de la fe.
Esta tercera carta de Juan nos manifiesta algo hermoso, que ya también hemos visto destacar en las cartas de Pablo, que es la colaboración que entre todos los miembros de la comunidad se tiene también en el orden de lo material o económico para el sustento de los que se dedican a la predicación o a ser pastores de la comunidad, atendiendo también a los gastos de los que como misioneros son enviados a anunciar el evangelio de Jesús.
Han hablado de tu caridad ante la comunidad de aquí… provéelos para el viaje como Dios se merece… se pusieron en camino para trabajar por Cristo… debemos sostener a hombres como éstos, cooperando así en la propagación de la verdad’. Es lo que hemos escuchado.
Creo que este texto providencialmente es muy oportuno en las vísperas de la jornada que la Iglesia celebra este domingo, el DIA DE LA IGLESIA DIOCESANA. Como todos sabemos es una vez más ocasión para que tomemos conciencia de nuestra pertenencia a la Iglesia, pero pertenencia en esta Iglesia concreta en la que vivimos que es nuestra Diócesis.
Como nos dice nuestro Obispo don Bernardo en su mensaje para esta Jornada, ‘Doy gracias a Dios por todos vosotros, por vuestra fe, por sentir la Iglesia como algo propio y por contribuir con el testimonio de vuestra vida, y la participación activa en su misión, a que nuestra Diócesis sea cada día más una “comunidad de fe, caridad y esperanza”. Todos somos Iglesia y todos, cada uno según su condición, edificamos la Iglesia. Todos los ministerios, funciones y servicios son necesarios y, como en una buena familia, todos nos beneficiamos mutuamente de lo que hacen los demás’.
Pero esa pertenencia a la Iglesia de la que nos sentimos miembros, como si de una misma familia se tratara, y en la que cada uno estamos en nuestro lugar, colaboramos en los distintos servicios de la comunidad según sus carismas y los dones recibidos del Señor, nos obliga a algo más, que es la colaboración también en lo material, en lo económico para poder mantener toda esa obra de gracia en la realización de las distintas acciones pastorales y servicios.
El evangelio nos ha hablado del óbolo de la viuda, destacando el Señor que aquella mujer con sus dos reales había aportado más que los que echaban grandes cantidades. Es el granito de arena que todos podemos aportar, que aunque nos pueda parecer pequeño en nuestra pobreza, será grande si lo ponemos con amor y desinteresadamente. El Señor nos premiará por ello.
‘Les invito y animo a seguir adelante —creciendo en fe, caridad y esperanza— con renovada confianza en Nuestro Señor Jesucristo, que nos ha prometido estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo’. Así termina el mensaje de nuestro pastor y creo que nos puede valer a nosotros también en esta reflexión que nos hacemos hoy desde la Palabra del Señor proclamada.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Así sucederá el día en que se manifieste el Hijo del Hombre

2Jn. 4-9;
Sal. 118;
Lc. 17, 26-37

Realmente el texto del evangelio es un texto impresionante y que produce una cierta turbación si no sabemos entender bien lo que Jesús quiere decirnos. Pero Jesús nunca querrá que perdamos la paz. Será algo que escucharemos en otras ocasiones en el evangelio. Además sabemos que siempre hemos de saber leer el evangelio mirándolo como en su conjunto y unos textos nos ayudarán a encontrar sentido y a entender otros que se nos puede hacer más difícil su comprensión.
En una palabra ¿no querrá Jesús decirnos que hemos de estar siempre atentos y preparados para la llamada que El quiera hacernos o cuando quiera manifestársenos? Es algo que en estos pasajes del evangelio Jesús nos repite y lo oiremos continuamente sobre todo ahora en este final del año litúrgico y al iniciar luego el tiempo del adviento cuando nos habla Jesús de sus tiempos finales.
Nos habla hoy Jesús poniéndonos varios ejemplos, en tiempos de Noé con el diluvio, en los tiempos de Lot y los castigos de las ciudades de Sodoma y Gomorra. Nos habla de sucesos imprevistos o que no se esperaban en el momento de suceder, pero lo que nos está diciendo es precisamente eso, nuestra vigilancia, nuestra atención y preparación para eso momento.
Pero en la vida también estamos rodeados de hechos y sucesos imprevistos y que nos acaecen repentinamente. Hechos ante los que nos h emos preguntado quizá más de una vez y por qué sucedió eso, porque le sucedió a esa persona y no a mí. Será un accidente mortal con personas que resultas muertas o malheridas, mientras quizá a otros no les pasa nada; será una catástrofe que afecta a pueblos y a personas con graves consecuencias de calamidades y miserias: será una enfermedad que viene de repente y no sabemos por qué nos sucede eso; será una muerte repentina como tantas que suceden a nuestro alrededor. Y nos hacemos también muchas preguntas, muchos por qué que quedan sin contestar.
Como nos dice Jesús hoy en el evangelio ‘así sucederá el día en que se manifieste el Hijo del Hombre’. Nos puede estar hablando Jesús de ese final de los tiempos, como nos puede estar hablando también de todas esas cosas que suceden a nuestro alrededor o que nos pueden suceder a nosotros también.‘A uno se lo llevarán y a otro lo dejarán’, repite en dos ocasiones Jesús en el evangelio.
Sin querer ser catastrofístas ni estar mirando las cosas desde posturas negativas sin embargo podríamos quizá preguntarnos si con esto no nos estará llamando la atención el Señor. Puede ser una invitación, como nos dice en otras ocasiones, a que estemos preparados porque ‘a la hora que menos pensamos viene el Hijo del Hombre’. Y hemos de estar preparados. Y hemos de estar vigilantes y atentos. Y hemos de aprender a darle un sentido y un valor a la vida, a los que hacemos para que busquemos lo que realmente es importante.
Son cosas en las que hemos de pensar aunque nos cueste o no nos guste. Y eso hemos de pensarlo con serenidad, con paz, sin llenarnos de agobios y temores. Muchos el pensar en la enfermedad grave, en un accidente o en la muerte ya se llenan de temores y angustias. ¿Por qué no pensar en que el Hijo del Hombre, viene a nuestro encuentro, nos llama a estar con El y que lo que realmente quiere para nosotros es una vida feliz en plenitud total? Porque detrás de todo eso, que muchas veces entra en el misterio de Dios que se nos hace indescifrable y en cierto modo misterioso, está el amor de Dios que nos ama, que es nuestro Padre y que siempre quiere ofrecernos su vida y su perdón. Para eso está el obsequio de nuestra fe, la obediencia de nuestra fe con la que nos ponemos siempre en las manos del Señor.
Que no nos falte la fe, que no nos falte nunca la esperanza, porque asegurado tenemos siempre el amor que Dios nos tiene. Sólo nos falta responder nosotros también con amor.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Cuando va a llegar el Reino de Dios

Filemón, 7-20;
Sal. 145;
Lc. 17, 20-25

‘Unos fariseos le preguntaron a Jesús cuándo iba a llegar el Reino de Dios’. Había sido el anuncio de Jesús desde el principio. ‘Se ha cumplido el plazo, está llegando el Reino de Dios. convertíos y creed en el evangelio’. A lo largo de toda su predicación ese era su anuncio y las parábolas explicaban en imágenes cómo era el Reino de Dios.
Por su parte el Bautista había aparecido allá en el Jordán preparando a la gente porque su venida era inminente. Y en la conciencia de todo judío estaba que se acercaban ya los tiempos de la llegada del Mesías, aunque ya sabemos lo idea confusa que tenían a veces del Mesías.
Los profetas del los últimos tiempos de la historia de Israel anunciaban la llegada de la salvación o los tiempos del final del mundo con descripciones espectaculares llenas de signos portentosos. Algo de eso vamos a escuchar también nosotros en el evangelio en este final del año litúrgico al que nos acercamos. Pero ¿era ya el momento de la llegada del Reino de Dios como preguntaban los fariseos a Jesús?
Ya hemos escuchado la respuesta de Jesús. ‘El reino de Dios no vendrá espectacularmente, ni anunciarán que está aquí o está allí; porque mirad, el Reino de Dios está dentro de vosotros’. Es impactante e importante la respuesta de Jesús, que si la entendemos bien es muy esclarecedora. No busquemos el Reino de Dios fuera de nosotros ni en cosas extraordinarias.
De ese Reino de Dios había hablado Jesús como de una semilla pequeña, que se planta, que germina, que hace surgir una pequeña o una planta grande, pero que ha de dar fruto. De ese Reino de Dios nos dice Jesús que es como un pequeño puñado de levadura. Ese Reino de Dios lo compara Jesús a la alegría y la comunión de un banquete al que todos estamos invitados.
Ese Reino de Dios nos dirá que es de los pobres y de los que sufren, de los que lloran y de los que sienten preocupación por los demás. Ese Reino de Dios que lo iremos construyendo en la medida en que vayamos sembrando semillas de paz entre los que nos rodean. Ese Reino de Dios que es amor sentido en lo más hondo del corazón y que se hace comunión y se hace perdón.
Ese Reino de Dios que está dentro de nosotros en la medida en que sentimos el amor de Dios que nos ama como Padre y al que nosotros queremos corresponder como hijos y sintiéndonos hermanos de todos. Ese Reino de Dios que no lo busquemos en cosas extraordinarias sino en la fidelidad de las cosas pequeñas de cada día y que entonces sí que se hará grande.
Pero no podemos confundirnos. No nos podemos dejar arrastrar por falsos profetas o por anuncios confusos. Cuando llegue el Señor a nuestra vida será como un relámpago que lo ilumina todo al mismo tiempo. Pero antes de que llegue esa luz habrá tinieblas de sufrimiento y de dolor, porque quizá seguirle a El no siempre será fácil. ‘Antes tiene que padecer mucho el Hijo del Hombre y ser reprobado por esta generación’.
Nos anuncia Jesús su pasión y su muerte, pero que nos está anunciando también que el discípulo no será mejor que su maestro y también nosotros habremos de pasar por esa prueba del dolor y del sufrimiento en la incomprensión, en la persecución, en el rechazo quizá hasta de los que estén mas cerca de nosotros. Pero ya lo escucharemos en estos días que nos dice que el que persevere salvará su vida.
Caminemos al paso de Jesús y sentiremos en verdad cómo el Reino de Dios está en nosotros.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Hagamos Eucaristía de toda nuestra vida

Tito, 3, 1-7;
Sal. 22;
Lc. 17, 11-19

Este texto del evangelio nos ha servido muchas veces para motivarnos a la acción de gracias al Señor y sigue siendo un hermoso punto de referencia para analizar hasta donde llegamos en nuestro reconocimiento de la acción de Dios en nuestra vida. Unos leprosos que claman pidiendo misericordia y compasión, y de los que al ser curados de su enfermedad sólo será capaz de dar la vuelta para primero que nada manifestar su agradecimiento por su curación ‘alabando a Dios a grandes gritos y echándose por tierra a los pies de Jesús dándole gracias’.
Creo que una reflexión sobre este hecho ha de movernos al reconocimiento y a la gratitud por cuanto por benevolencia y misericordia recibimos; tendría que movernos a hacer de verdad eucaristía de toda nuestra vida. Dar gracias no es servilismo sino reconocimiento; dar gracias no es humillación sino actitud humilde y gozosa para saber descubrir cuánto recibimos no por merecimientos nuestros sino por benevolencia de quien nos lo da.
Nos cuesta muchas veces ser agradecidos quizá por falta de humildad para reconocer lo que no tenemos y hemos recibido por pura benevolencia; nos cuesta dar gracias en muchas ocasiones porque nos sobran esos merecimientos que creemos tener por lo que pensamos que lo que hacen por nosotros es siempre algo a lo que tenemos nuestro derecho y entonces no tenemos por qué dar gracias. Vivimos tan engreídos y tan poseídos de nosotros mismos que nos cegamos para no ver aquello que recibimos sin merecimiento nuestro.
Actitudes así tenemos en ocasiones en nuestro trato y relación con los demás lo que hará poco agradable la convivencia con los que nos rodean porque fácilmente aparece el orgullo, la soberbia y la prepotencia. Pero actitudes así nos surgen también en nuestra relación con Dios. No tendría que ser así de ninguna manera en ninguno de los casos, y no tendría que ser así por supuesto en nuestra relación con Dios si aquellos actos de piedad o de religión que hacemos los viviéramos con todo sentido y profundidad dándonos cuenta bien de lo que hacemos o decimos.
Primero que nada porque el centro de nuestro culto y de nuestra relación con Dios es la celebración de la Eucaristía; y Eucaristía es ante todo Acción de Gracias. Y damos gracias al Señor en nuestra celebración haciendo memorial de la pascua de Cristo, de la muerte y la resurrección del Señor que es la gran prueba y manifestación de cuánto es el amor que Dios nos tiene. Venir, pues, a la Eucaristía es venir a la acción de gracias; es venir con esa actitud humilde pero también de reconocimiento de la presencia y de la gracia del Señor en nuestra vida, o sea, de cuánto el Seños nos ha regalado y sigue regalándonos en Cristo Jesús muerte y resucitado para nuestra salvación.
Pero como decíamos, si nos fuéramos fijando bien en lo hacemos o decimos en la celebración nos daríamos cuenta de cuántas veces a lo largo de la celebración estamos expresando esa acción de gracias. ¿Os habéis fijado cuántas veces en la misa decimos que damos gracias a Dios? Y ya no son sólo los cantos que vamos utilizando en la celebración o incluso los salmos que recitamos o cantamos con ese sentido de acción de gracias en la liturgia de la Palabra, sino las propias palabras de la acción litúrgica. En el himno del gloria, en el prefacio con que iniciamos la plegaria eucarística ya desde su mismo diálogo inicial, en distintos momentos de la propia plegaria eucarística, en los diferentes textos eucológicos, o la oración de después de la comunión.
Damos gracias por sentirnos en la presencia del Señor celebrando el misterio de Cristo y damos gracias por poder ofrecer el sacrificio vivo y santo, repetimos de una forma o de otra a lo largo de la celebración. Y terminaremos dando gracias a Dios al sentirnos enviados al final de la Eucaristía para llevar esa Buena Noticia de Jesús que hemos vivido a los demás.
Que en verdad hagamos eucaristía de nuestra vida, con nuestra acción de gracias por cuanto del Señor recibimos y porque seamos capaces de hacer esa ofrenda de nuestra vida para todo sea siempre para la gloria del Señor.

martes, 9 de noviembre de 2010

El templo signo visible del Dios invisible en medio de los hombres


1Cor. 3, 9-13.16-17;
Sal. 45;
Jn. 2, 13-22

‘¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?... el templo de Dios es Santo: y ese templo sois vosotros’. En este día en que celebramos la Dedicación de la Basílica Lateranense, san Juan de Letrán, la catedral de Roma y en consecuencia la sede del Papa la liturgia nos ofrece en la Palabra de Dios este texto que hemos resaltado de la carta de san Pablo a los Corintios.
Es importante celebrar la Dedicación de una Iglesia y más aún en esta ocasión. Ya lo hemos comentado que la sede del Obispo, la catedral, nos aglutina a todos en torno al Obispo nuestro pastor. Con cuánta más razón cuando celebramos la sede del Papa. Es una invitación a vivir esa comunión de la Iglesia universal y es una ocasión para comprender mejor el significado del templo, lugar sagrado donde damos culto al Señor, donde la comunidad cristiana se reúne, donde celebramos los sacramentos de la vida cristiana. Pero todo nos tiene que llevar más allá hasta considerar cómo nosotros somos esos verdaderos templos del Señor, consagrados desde nuestro bautismo. Una consideración a nuestra dignidad, pero también a la santidad de nuestra vida.
Reciente tenemos la Dedicación de una Iglesia, como fue el pasado domingo el templo de la Sagrada Familia en Barcelona con la presencia del Papa. Si la presencia del Papa entre nosotros nos sirvió para ahondar mucho más en la comunión eclesial , en la comunión con toda la Iglesia, al sentirnos en especial comunión con el Papa, también fue ocasión para que el Papa con su presencia ejerciera su ministerio entre nosotros, el ministerio y misión que Jesús le confió de confirmar en la fe a los hermanos.
Podría ser motivo también para recordar ahora las palabras del Papa entresacando algunos párrafos de su homilía en la Dedicación de la Sagrada familia. ‘¿Qué hacemos al dedicar este templo? En el corazón del mundo, ante la mirada de Dios y de los hombres, en un humilde y gozoso acto de fe, levantamos una inmensa mole de materia, fruto de la naturaleza y de un inconmensurable esfuerzo de la inteligencia humana, constructora de esta obra de arte. Ella es un signo visible del Dios invisible, a cuya gloria se alzan estas torres, saetas que apuntan al absoluto de la luz y de Aquel que es la Luz, la Altura y la Belleza misma’.
Un templo colocado en medio del mundo, en medio de las calles de nuestras ciudades es ‘un signo visible del Dios invisible a cuya gloria el levantado el templo’. Y necesitamos signos visibles de lo sagrado en medio de nuestra sociedad. Porque tenemos que hacer presente a Dios en medio del mundo y aunque tiene que ser principalmente con nuestra vida, esos signos visibles que son los templos también nos ayudan.
Por eso nos decía: ‘En este sentido, pienso que la dedicación de este templo de la Sagrada Familia, en una época en la que el hombre pretende edificar su vida de espaldas a Dios, como si ya no tuviera nada que decirle, resulta un hecho de gran significado. Gaudí, con su obra, nos muestra que Dios es la verdadera medida del hombre. Que el secreto de la auténtica originalidad está, como decía él, en volver al origen que es Dios’.
Ya recordábamos ayer cómo ‘Esa afirmación de Dios lleva consigo la suprema afirmación y tutela de la dignidad de cada hombre y de todos los hombres: “¿No sabéis que sois templo de Dios?... El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros” (1 Co 3,16-17). He aquí unidas la verdad y dignidad de Dios con la verdad y la dignidad del hombre. Al consagrar el altar de este templo, considerando a Cristo como su fundamento, estamos presentando ante el mundo a Dios que es amigo de los hombres e invitando a los hombres a ser amigos de Dios…’
Muchas más consideraciones podríamos hacernos y muchas más cosas podríamos subrayar en las palabras del Papa en su visita a España y en concreto en la Dedicación del templo de la Sagrada Familia. Que nos valga esto para ayudarnos a considera el significa de los templos, pero que también nos ayude a recordar lo que escuchábamos con la Palabra de Dios. ‘Nosotros somos ese templo de Dios’.
Que nunca manchemos ese templo de Dios con el pecado. Que nos dejemos purificar por el Señor porque aunque no lo queramos sin embargo a causa de nuestra debilidad no siempre resplandecemos conforme a esa dignidad de hijos de Dios y templos del Espíritu. Que la santidad de nuestra vida sea también ese signo visible de la presencia del Dios invisible en medio nuestro. El cristiano por su vida de amor tiene que atraer a los hermanos a Dios.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Promover la fe, el conocimiento de Dios y la esperanza de vida eterna

Tito, 1, 1-9;
Sal. 23;
Lc. 17, 1-6

La Palabra de Dios que la liturgia nos va ofreciendo cada día es una riqueza grande para nuestra vida y un alimento muy importante para el camino de nuestra vida cristiana. Aunque haya veces que pareciera que se repiten cosas, como tantas veces hemos dicho, siempre tiene la novedad de la Buena Noticia que nos llega en el momento concreto que vivimos; siempre puede recordarnos una y otra vez actitudes que hemos de tomar o que hemos de revisar y nos tiene que mover a ir purificándonos más y más en nuestro camino de santidad.
Ese recorrido que vamos haciendo es todo un proceso que vamos realizando en nuestra vida; proceso que nos tiene que ayudar a progresar, a avanzar más y más en nuestro amor al Señor y en la respuesta de amor que hemos dar en nuestra relación fraterna. De ahí la atención y el amor con que hemos de saber acoger cada día la Palabra de Dios.
Iniciamos hoy en la primera lectura la breve carta de san Pablo a Tito, enmarcada en las que llamamos cartas pastorales. Por eso vemos cómo hace al apóstol a su discípulo unas recomendaciones de orden pastoral en la elección de los presbíteros de la comunidad. Sin embargo quiero fijarme en parte del saludo del Apóstol a su discípulo que está muy en consonancia con algo que venimos escuchando y meditando en estos días.
‘Apóstol de Jesucristo, para promover la fe de los elegidos de Dios, y el conocimiento de la verdad… y la esperanza de la vida eterna’. Nos está diciendo Pablo la misión que siente que le ha confiado el Señor al elegirle su apóstol. ‘Promover la fe de los elegidos de Dios’, nos dice en primer lugar. Diríamos que es lo que siempre hemos de procurar, esa respuesta de fe que damos al Señor al sentirnos sus elegidos y amados. Una fe que tiene que ir creciendo más y más, ganando en profundidad en nuestra vida para que sea en verdad la raíz y el fundamento de toda nuestra vida. Algo que todos hemos de cuidar en nuestra propia fe, para que no se debilite, para que no se pierda, para que no se muera nunca.
Y ello desde ‘el conocimiento de la verdad…’ como sigue diciendo el apóstol. Conocer la verdad de Dios es conocer a Cristo o, si queremos, conocer a Cristo es llegar a ese conocimiento de la verdad de Dios que es la verdad de nuestra vida.
Ayer decía el Papa en la dedicación del Templo de la Sagrada Familia de Barcelona: ‘He aquí unidas la verdad y dignidad de Dios con la verdad y la dignidad del hombre. Al consagrar el altar de este templo, considerando a Cristo como su fundamento, estamos presentando ante el mundo a Dios que es amigo de los hombres e invitando a los hombres a ser amigos de Dios. Como enseña el caso de Zaqueo, del que se habla en el Evangelio de hoy (cf. Lc 19,1-10), si el hombre deja entrar a Dios en su vida y en su mundo, si deja que Cristo viva en su corazón, no se arrepentirá, sino que experimentará la alegría de compartir su misma vida siendo objeto de su amor infinito’.
¡Qué importante ese conocimiento cierto de la verdad de Dios! Cuánto tendríamos que ahondar en ese sentido en nuestra vida. Y todo, como hemos venido reflexionando mucho estos días con ‘la esperanza de la vida eterna’, que da trascendencia, como da valor y sentido a todo el caminar del hombre. No nos vamos a extender más.
Merecería también decir una palabra del evangelio que hemos escuchado. Por una parte cuánto hemos de evitar en nuestra vida todo lo que pueda dañar al otro con nuestras malas obras o con nuestro mal ejemplo. Qué delicados tendríamos que ser en ese sentido en nuestra vida. Pero también nos habla por otra parte de cómo hemos de ayudarnos los unos a los otros con la corrección fraterna y con el sincero perdón. ‘Si tu hermano te ofende, repréndelo; si se arrepiente, perdónalo; si te ofende siete veces en un día y siete veces vuelve a decirte “lo siento”, lo perdonarás’.
Cuánto nos cuesta todo esto. Los apóstoles le pedían a Jesús que les aumentara la fe para poder entenderlo y vivirlo. Es lo que nosotros pedimos al Señor para tener la fuerza de vivir un amor así, en el estilo de Jesús.

domingo, 7 de noviembre de 2010

Esperanza de resurrección que nos trasciende hasta la vida eterna


2Macb. 7, 1-2.9-14;
Sal. 16;
2Tes. 2, 16-3,5;
Lc. 20, 27-38

‘Jesucristo es el primogénito de entre los muertos; a El la gloria y el poder por los siglos de los siglos’.
Así hemos aclamado a Cristo resucitado en el aleluya antes del evangelio. Y es que todo hoy nos habla de resurrección.
Comienza el evangelio hablándonos de los saduceos con sus preguntas a Jesús. Ellos negaban la resurrección. De ahí las preguntas, planteamientos y oposición que hacen a Jesús que nos habla de vida eterna y de resurrección. Pero quizá tendríamos que preguntarnos en el mundo de hoy ¿cuántos creen en la resurrección? ¿cuántos viven en esta esperanza y cuántos tienen este sentido de trascendencia en la vida?
Como le sucedió a Pablo cuando trató de anunciar la resurrección de Jesús en el Areópago de Atenas que en son de burla le contestaron que de eso hablarían otro día, quizá muchos al oírnos hablar de nuestra fe y nuestra esperanza en la resurrección también nos miren con un cierto sarcasmo o descreimiento. Sin embargo vemos cómo la gente está muy propicia a hablar de reencarnación frente al tema de la resurrección.
Por otra parte en este mundo tan materialista y hedonista en el que vivimos donde se niega la fe, la gente hoy fácilmente te dice que son agnósticos o ateos, nadie quiere que esto se acabe, nadie se quiere morir, todos quieren seguir disfrutando de la vida sin fin. ¿Podría haber detrás de todo eso un ansia de plenitud y de felicidad total aunque no se sepa bien cómo buscarla o cómo encontrarla? ¿Por qué no creer entonces en la palabra de Jesús que nos habla de vida eterna en plenitud? Claro que la felicidad y plenitud que Jesús nos ofrece es algo mucho más profundo que esas aspiraciones elementales de felicidad y pasarlo bien.
Pudiera ser también que hubiéramos llenado de tantas imaginaciones todo lo referente al cielo y a la vida eterna, que entonces se haga difícil creer en esa vida eterna y en esa resurrección porque parece que lo redujéramos todo a un volver a vivir una vida semejante a la que ahora vivimos. No es un volver a vivir una vida igual, sino a vivir una vida en plenitud, en la plenitud del amor de Dios. Por eso hoy Jesús respondiendo a los planteamientos de los saduceos nos dirá que ‘los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles, son hijos de Dios porque participan de la resurrección’.
Jesús no nos quiere hacer descripciones de cómo será ese vivir. Nunca lo hace. Nos habla de vida eterna y de unirnos tan íntimamente a El que será tener su misma vida. Por eso allá en la sinagoga de Cafarnaún hablaba de comerle a El porque ‘el que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él… el que me come vivirá por mí… tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día’. Así se nos da en la Eucaristía como prenda de vida eterna y de resurrección.
Es importante esta fe y esperanza en la resurrección. Fe y esperanza en Añadir imagenla resurrección porque creemos en Cristo, resucitado de entre los muertos, el primogénito de entre los muertos, como decíamos con la antífona del aleluya, que está tomada del Apocalipsis. Nuestra fe en la resurrección es fundamental. Porque en Cristo muerto y resucitado está el centro de nuestra fe y de nuestra salvación.
Es importante esta fe y esta esperanza en la resurrección porque desde ella toda nuestra vida tiene otro sentido y otro valor. Nuestra vida no se acaba ante las puertas de la muerte, sino que a partir de ese momento comienza nuestra vida en plenitud. La muerte no es puerta final sino cambio y transformación a una nueva vida en plenitud. Lo que por nuestra limitación humana no podemos vivir perfectamente aquí, en Dios lo vamos a tener en plenitud. Y todas esas ansias de plenitud que hay en el corazón del hombre se verán colmadas plenamente en Dios.
La primera lectura nos ha ofrecido unos hermosos testimonios en los hermanos Macabeos; aquellos siete jóvenes con su madre que no temieron la muerte frente a los halagos que le ofrecía el malvado rey porque querían ser fieles hasta el final a la ley del Señor. ¿Dónde encontraban su fortaleza para enfrentarse al malvado? En la esperanza de vida eterna y de resurrección que animaba sus vidas. ‘Cuando hayamos muerto por su ley, el rey del universo nos resucitará para una vida eterna… vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará…’ fueron diciendo uno tras otro y entregando su vida.
Eso nos vale a nosotros en la vida nuestra de cada día, en nuestras luchas y esfuerzos por superarnos y mantenernos en la fidelidad al Señor. Aquel camino de las bienaventuranzas que nos propone Jesús y que recordábamos hace pocos días al celebrar la fiesta de Todos los Santos podemos recorrerlo desde esa esperanza que anima nuestra vida. Que Jesús nos diga, y nosotros le creamos, que son dichosos los pobres y los que sufren, los que tienen hambre y sed de justicia o los que son perseguidos, por recordar algunas de las bienaventuranzas, lo podemos comprender desde esa esperanza y desde esa trascendencia que da a nuestra vida la fe y la esperanza en la resurrección y en la vida eterna.
Aunque nos cueste salir de la pobreza y la vida se nos haga dura, nos cueste asumir y superar el sufrimiento que sigue atenazándonos continuamente, o no veamos totalmente realizada aquí en la tierra esa promesa de Jesús de recibir consuelo o vernos saciados en los más hondos y nobles deseos, la esperanza de resurrección, la esperanza de vida eterna en plenitud que en Dios vamos a conseguir, hará que no nos sintamos frustrados en nuestra lucha; nos dará fuerza para mantener el empeño de ir haciendo cada día un poco más presente el reino de Dios en nuestro mundo. Sentiremos así la fuerza del Señor que nos da aliciente para seguir sembrando esas buenas semillas que vayan transformando nuestro mundo en el Reino de Dios.
La fe en la resurrección nos da razones para vivir aunque la vida nos pueda ser dura y esté llena de problemas. La fe en la resurrección no es una adormidera que nos haga olvidar los problemas o las realidades crudas de esta vida terrena. La fe en la resurrección no nos quita los pies de esta tierra, pero sí nos hace mirar hacia arriba, más allá de lo que es esta realidad presente, y por esa plenitud de vida que Jesús nos ha prometido nos llenamos de esperanza y de fuerza para luchar y para trabajar, para enfrentarnos a nuestros sufrimientos de una manera distinta, y para ese crecimiento interior que será el que verdad enriquecerá nuestra vida. Será desde esa esperanza desde donde seremos capaces de darnos y desgastarnos por los demás, amar y perdonar, compartir y ser generosos, buscar la paz y la justicia para hacer un mundo mejor.
Terminemos nuestra reflexión recogiendo lo que nos decía san Pablo en la carta a los Tesalonicenses. ‘Que Jesucristo, nuestro Señor, y Dios, nuestro Padre, que nos ha amado tanto y nos ha regalado un consuelo permanente y una gran esperanza, nos consuele internamente y nos de fuerza para toda clase de palabras y obras buenas’.