Una
alabanza a María que se convierte en un camino para escuchar, para saborear, y
para hacer vida en nosotros la Palabra de Dios
Gálatas 3, 22-29; Sal 104; Lucas 11, 27-28
El que
escucha, saborea; y el que saborea, sabrá sacar no solo todo el sabor sino también
todos los nutrientes que hayamos asimilado.
Donde quiera
que estemos llegarán multitud de sonidos variados a nuestros oídos, pero habrá
que escuchar, habrá que detenerse para distinguir y para saborear esos sonidos;
estamos en el campo o en la montaña, una variedad de sonidos nos envuelve
aunque nos parezca estar en silencio, lo suave brisa que mece las ramas de los
árboles, el sonido que nos llega lejano de cosas que suceden a nuestro
alrededor, el trinar de los pajarillos o el volar de un insecto que salta de
planta en planta en nuestro entorno; al principio no los distinguiremos, pero
si prestamos atención podremos ir escuchando cada uno de esos sonidos y
entonces podremos saborearlos, alegrarnos con el trino de los pajarillos, u
observar esa abeja que va libando de flor en flor, disfrutaremos de los
sonidos, los estamos escuchando, estamos saboreando la belleza de lo que nos
rodea que no solo nos entra por los ojos sino por todos los sentidos. Qué bello
es escuchar, aunque no siempre prestamos atención, pero cuando lo hacemos estaremos recibiendo una riqueza grande en nuestro interior.
Pero no nos
estamos haciendo estas consideraciones para aprender a escuchar la naturaleza,
aunque también tendríamos que hacerlo. Hoy se nos habla de escucha, y algunas
veces no le damos la importancia suficiente y necesaria a esta palabra. Pasamos
de largo por ella sin disfrutarla de verdad.
La ocasión
nos la ofrece el que de entre la gente que entusiasmada escucha a Jesús una
mujer, de quien no sabemos su nombre, prorrumpe en una alabanza a la madre de
Jesús. ¡Dichosa madre!, dice aquella mujer expresando el orgullo que tendría
que sentir María, la madre de Jesús, por tal hijo. Lo escuchamos muchas veces
en la vida; contemplamos a alguien que vale mucho, que está realizando grandes
cosas, y pensamos en la madre, lo orgullosa que tendría que sentirse de su
hijo. Por eso aquella mujer grita a pleno pulmón entre la gente. ¡Dichosa la
madre que te parió!, dicho con lenguaje cercano y popular saltándonos todos los miramientos. ‘Bienaventurado
el vientre que te llevó y los pechos que te criaron’.
Pero Jesús tiene una réplica que hacer.
No es que no acepte esa alabanza a su madre, pero quiere decirnos algo más, en
lo que su madre también es orgullo para nosotros, es para nosotros modelo y
ejemplo. ‘Mejor, bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la
cumplen’. Es que alguien también
puede ser bienaventurado como Madre, alguien puede ser también dichoso como
María. Y será hacer lo que ella hizo.
‘Los que escuchan y cumplen’. No era cuestión solo de oír, muchos estaban también
aquel día oyendo las enseñanzas de Jesús, pero El quiere que hagamos algo más,
que escuchemos.
Escuchar, prestar atención, saborear.
Porque tiene su jugo, porque es algo que nos alimenta, porque es algo del que
tenemos que sacarle todos los nutrientes. Tenemos que saborear, porque el que
saborea le coge gusto, se llena de su sabor, está asimilando ya desde lo más
profundo, está haciéndola vida propia, está plantándola en su corazón, está llevándola
a la vida. Es lo que tenemos que hacer, es lo que tenemos que vivir. Así se
hará vida en nosotros.
María lo hizo, porque eso será capaz de
decir que allí está humilde como una esclava en las manos de su Señor, para que
en ella se cumpla lo que es esa Palabra del Señor. Estas palabras de Jesús son
también una alabanza a la Madre, una alabanza a María, pero es también
señalarnos un camino, una manera de escuchar, de saborear, de hacer vida en
nuestra vida la Palabra de Dios.