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viernes, 15 de enero de 2010

¿Quién puede perdonar pecados fuera de Dios?

1Sam. 8, 4-7.10-22
Sal. 88
Mc. 2, 1-12


‘¿Quién puede perdonar pecados fuera de Dios?’ Una primera reacción de los letrados y fariseos a la obra de Jesús. Reacción que como seguiremos viendo en el evangelio irá en aumento.
Hasta ahora habíamos visto a Jesús predicando en las sinagogas, anunciando el Reino de Dios e invitando a la conversión. Los primeros discípulos se le habían unido y le seguían. Curaba a los enfermos y poseídos que le traían allí donde estuviera. Un leproso acudió a Jesús para verse limpio de la lepra con todo lo que ello significaba para recomenzar una vida nueva, como ayer lo reflexionábamos. Ahora le trajeron un paralítico y Jesús manifiesta claramente lo que El quiere darnos: el perdón de los pecados.
Todo hasta ahora eran signos que anunciaban lo que en verdad Jesús quería ofrecernos. Ahora nos da su perdón. ‘Al ver la fe que tenían – lo habían introducido descolgándolo desde el techo abriendo un boquete entre las tejas porque no podían introducirlo por la puerta a causa del gentío - le dijo al paralítico: tus pecados quedan perdonados’.
Se arma la controversia en quienes no quieren aceptar lo que realmente Jesús quiere ofrecernos. Lo acusan incluso de blasfemo. Pero Jesús quiere hacerles comprender y realiza también el milagro de curar aquel hombre de la parálisis. ‘¿Qué es más fácil: decirle al paralítico tus pecados quedan perdonados o decirle, levántate, coge la camilla y echa andar? Pues, para que veáis que el Hijo del Hombre tiene poder para perdonar pecados… entonces le dijo al paralítico: contigo hablo, levántate, coge tu camilla y vete a tu casa’. Es la Salvación que Jesús quiere darnos.
¿Qué buscamos en Jesús? Nos hemos hecho la pregunta muchas veces y conviene que nos la hagamos para que vayamos purificando más y más nuestros deseos de estar con Jesús y seguir a Jesús. Tenemos que descubrir en Jesús a Dios y la salvación profunda que El nos ofrece.
No olvidemos cómo nos lo presentaba el Bautista, ‘Cordero de Dios que quita el pecado del mundo’. Una referencia al cordero pascual que todos los años era inmolado en recuerdo y celebración de la primera pascua cuya sangre sirvió como señal para la liberación de la esclavitud de Egipto. Así Cristo se nos inmolará como verdadero Cordero Pascual derramando su sangre para el perdón de los pecados.
También nos señalaba Juan: ‘El que viene tras de mi os bautizará con Espíritu Santo y fuego’. Nos dará el don de su Espíritu para el perdón de los pecados cuando confía a la Iglesia el ministerio de la reconciliación y el perdón. ‘Recibid el Espíritu Santo y a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados…’ Es el fuego de fundidor que nos purifica de toda escoria y mancha de pecado.
El perdón que Cristo nos ofrece con su salvación es el inicio de una vida nueva; es arrancar de nosotros todo mal y todo pecado; es revestirnos de actitudes nuevas para una vida nueva.
Con el perdón que recibimos de Jesús con su salvación estamos comenzando también a hacer un mundo mejor. Quien se siente perdonado hará que su vida sea distinta. Cuando nos sentimos perdonados de nuestras culpas y pecados, nos sentiremos impulsados a ir sembrando semillas nuevas que mejoren también nuestro mundo.
Acojámonos a la salvación que Jesús nos ofrece. Démosle gracias una y otra vez por el perdón que en su amor nos regala.

jueves, 14 de enero de 2010

Jesús quiere limpiarnos de la lepra que nos aísla

1Sam. 4, 1-11
Sal. 43
Mc. 1, 40-45


Al contemplar el inicio del ministerio apostólico de Jesús por Galilea, una cosa que hemos reflexionado es cómo tenemos que ponernos ante la Palabra de Dios con toda sinceridad, pero también con mucha fe y con mucho amor. Palabra de salvación que nos dice Dios, hemos comentado en alguna ocasión; palabra que Dios tiene y quiere decirnos en cada ocasión que con fe queremos escucharla.
Siempre es Palabra viva y Palabra llena de vida. Siempre es para nosotros Evangelio, Buena Nueva, Buena Noticia que Dios quiere comunicarnos. Por eso hemos de alejar de nosotros toda actitud negativa, y actitud negativa es pensar que ya es un texto que hemos escuchado muchas veces y que ya sabemos de antemano lo que quiere decir.
Ayer contemplábamos cómo ‘le traen muchos enfermos y poseídos,,, y curó a mucos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios’. Hoy es un leproso el que se acerca a Jesús. ‘Si quieres, puedes limpiarme’, es la petición del leproso.
Es significativo. Un enfermo, pero que tiene unas características también de índole social. El leproso era obligado a vivir fuera de la comunidad. Era un impuro, así se consideraba esta enfermedad. Por temor al contagio, lo que podíamos considerar normal dadas las condiciones higiénicas y sanitarias de la época, había de vivir alejado de todos, lejos de la familia, fuera de la población y no se le permitía acercarse a nadie, como nadie podía acercarse a él. De ahí que quien se curarse tenía que tener unas garantías para poder reincorporarse a su vida normal y la vida en el pueblo y con la familia. Los sacerdotes eran entonces los que podían extender esa autorización. Lo vemos en lo que al final le dice Jesús al leproso curado que tiene que hacer. ‘Para que conste, ve a presentarte ante el sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés’.
Pero este hombre se ha acercado a Jesús. Con Jesús todo sería distinto, porque además nos dice que ‘sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó diciendo: Quiero, queda limpio…’ Jesús nos arranca del mal, nos saca del aislamiento en que como consecuencia del mal que hay dentro de nosotros vivimos.
En el Reino nuevo que Jesús está anunciando, no caben ni discriminaciones que nos separen unos de otros creándonos barreras que se interpongan en nuestras relaciones ni aislamientos. Jesús quiere hacernos sentir una nueva comunión, una nueva fraternidad. No puede ser nunca la enfermedad motivo para considerar a alguien como un impuro o indigno de vivir con la comunidad, como tampoco como un castigo de Dios por algún pecado que hubiera cometido.
Cómo nos aislamos tantas veces por nuestros orgullos o nuestros egoísmos. Ese orgullo que se nos mete en el corazón, ese egoísmo que nos hace indiferentes los unos hacia los otros o que nos puede llevar a tratarnos mal y a hacernos daño, es peor que una lepra. Jesús quiere limpiarnos, hacernos hombres nuevos. Extiende su mano también sobre nosotros, dejemos que nos toque el corazón para que comencemos a sentir y a actuar de manera distinta.
Jesús nos cura, nos sana, nos salva, nos pone en camino de una vida nueva, de un estilo distinto, que es el estilo del amor. Vivamos su salvación. Demos señales auténticas del Reino de Dios.

miércoles, 13 de enero de 2010

Aquí estoy, habla que tu siervo escucha

1Sam. 3, 1-10.19-20
Sal. 39
Mc. 1, 29-39


Podemos comenzar manifestando que el texto del evangelio de hoy, continuación del escuchado ayer, sigue presentándonos el comienzo del ministerio de Jesús en Galilea. Proclama el evangelio del Reino de Dios, y ahora le vemos ‘recorrer toda Galilea predicando en las sinagogas y expulsando demonios’, y con su Palabra y presencia salvadora va liberando del mal a quienes están poseídos por el espíritu maligno dándonos así las señales del Reino de Dios que llega.
Es intensa la actividad de Jesús porque incluso ‘la población entera se agolpaba a la puerta’, llevándole ‘muchos enfermos y poseídos… curando a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios’.
Hay un aspecto muy importante en medio de este texto aunque esté resumido en un solo renglón. ‘Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar’. La necesaria unión con el Padre. Hermoso ejemplo para nuestra vida, que además podemos conectar hoy con lo que nos decía la lectura del libro de Samuel. Cuánto nos enseña.
Si ayer escuchábamos la súplica insistente de Ana pidiéndole un hijo al Señor y prometiendo consagrarlo a Dios, hoy ya contemplamos al niño Samuel en las estancias del templo junto al sacerdote Elí. ‘El pequeño Samuel servía en el templo del Señor bajo la vigilancia de Elí’, nos dice el texto sagrado. Más adelante apunta que ‘aún no conocía Samuel al Señor, pues no le había sido revelada la palabra del Señor’.
Ya hemos escuchado el texto. El Señor en medio de la noche llama al niño Samuel que acude presuroso a los pies del anciano sacerdote: ‘Aquí estoy; vengo porque me has llamado’. Pero no era el anciano sacerdote quien llamaba a Samuel y la llamada se repite varias veces hasta que Elí comprende que es el Señor quien llama a Samuel. ‘Comprendió que era el Señor quien llamaba al muchacho y dijo a Samuel: Anda, acuéstate; y si te llama alguien, responde: Habla, Señor, que tu siervo escucha’.
‘Habla, Señor, que tu siervo escucha’. Tenemos que dejarnos enseñar para escuchar a Dios que nos habla. ¡Qué importante esa disponibilidad y generosidad de corazón que vemos en el muchacho Samuel! Pero qué importante es que sepamos abrir los oídos de nuestro corazón para escuchar al Señor.
Hemos contemplado hoy a Jesús en medio de su frenética actividad haciendo un parón, aunque sea en la madrugada, para orar. Pero estamos aprendiendo también cómo tenemos que orar, cómo ha de ser nuestra oración en la oración que aprendió a hacer el pequeño Samuel. Jesús busca la soledad de la madrugada y al niño se le enseña a hacer silencio en su interior para escuchar a Dios.
Escuchar a Dios, qué importante. Escuchar a Dios, hacer silencio en nuestro interior para poder oír claramente su voz y conocer todo el misterio de Dios que se nos revela y viene a nosotros.
Andamos quizá muy preocupados de contarle a Dios nuestras necesidades, de hacer la lista de aquellas cosas o personas que queremos recordar en su presencia. Es cierto que Jesús nos enseña a pedir y llamar al Señor que siempre nos escucha. Eso está bien, pero nuestra oración tiene que ser un diálogo en el que no sólo nosotros digamos o pidamos cosas al Señor, sino en el que también escuchemos lo que Dios quiere decirnos, la revelación que de sí mismo El quiere hacernos allá en lo más hondo de nuestro corazón. Sólo después de haberle dicho ‘habla, Señor, que tu siervo escucha’, podremos decir con todo sentido ‘aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad’.
No temamos el silencio en nuestra oración. Silencio que nosotros hemos de hacer, aunque nos cueste, para poder escucharle. Silencio para sentir esa paz de Dios en nosotros, para que su luz nos ilumine, para que nuestro corazón se caldee con su amor, para que su Palabra penetre hasta lo más hondo de nosotros mismos y plantada en nuestra vida luego fructifique en esas obras de amor que tenemos que vivir.
‘Aquí estoy, Señor… habla que tu siervo escucha’.

martes, 12 de enero de 2010

Una Palabra de Salvación que ha dicho Dios sobre nosotros

1Sam. 1, 9-20
Salmo: 1Sam. 1, 4-7
Mc. 1, 21-28


Jesús es la Palabra de salvación que nos ha dicho Dios. Es lo que hemos estado escuchando en estos días y el mensaje que hoy de manera especial llega a nosotros en el evangelio proclamado. Una Palabra pronunciada que es Jesús mismo, que nos proclama y nos dice Jesús. Una Palabra salvadora porque allí donde se pronuncia y se hace presente nos llena de vida, nos rescata de la muerte y del mal, nos trae la salvación. Cuántas consecuencias tendríamos que sacar para la escucha de esa Palabra y para la vivencia de esa salvación.
‘Fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su enseñanza, porque no enseñaba como los letrados, sino con autoridad’. ¡Cómo no iba a hacerlo así si El es la Palabra eterna de Dios! ¿Quién mejor podía revelarnos el Misterio de Dios sino Dios mismo? No hablaba Jesús con palabras aprendidas de memoria. El es la Palabra misma de Dios. Pero una Palabra que nos trae vida y salvación.
Nos lo expresa también lo que sigue en el Evangelio. ‘Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo’, nos dice el evangelista. Allí, en él se iba a manifestar esa salvación de Dios. Viene Cristo a liberarnos del mal. Jesús expulsa el espíritu maligno de aquel hombre. ‘Jesus lo increpó: Cállate y sal de él. El espíritu inmundo lo retorció y, dando un fuerte grito, salió’. Ahí está la señal liberadora de Cristo, la señal de su salvación.
La gente se admira, ‘se preguntaron estupefactos: ¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta los espíritu inmundos les manda y le obedecen’. Están reconociendo lo que venimos diciendo. Jesús es la Palabra de salvación que Dios pronuncia sobre nosotros.
Todo esto tiene que motivar más y más nuestra fe en Jesús, nuestros deseos de escucharle, el ansia intensa y viva de vivir su salvación. Creemos en Jesús y pareciera que nos hayamos acostumbrado a decir que tenemos fe, sin que luego esa fe repercuta en nuestra vida. Tiene que ser una fe que comience por querer conocer más y más a Jesús, escucharle con nuestros oídos bien abiertos, con nuestro corazón dispuesto enteramente a aceptarle. Una fe que nos tenga convencidos de una vez para siempre de la verdad de su palabra. Tenemos la certeza de que su Palabra es salvadora, transforma nuestro corazón, nos llena de vida nueva.
¡Cómo tendríamos que escucharla! Con qué fe y con que amor. Da pena y lástima la poca importancia que le damos en ocasiones a la Palabra de Dios que se nos proclama en nuestras celebraciones. Estamos algunas veces más pendientes de lo que sucede a nuestro alrededor que de la Palabra que se nos está proclamando. No nos importa llegar tarde a la celebración, mientras se nos proclama nos da igual hacer un comentario al que está a nuestro lado sobre algo que se nos ha ocurrido, o nos distraemos fácilmente con nuestros pensamientos o nuestras preocupaciones. Y no digamos nada cuando podemos ser un obstáculo o un estorbo para que los que están a nuestro lado puedan escuchar y prestar atención a la Palabra que se nos está proclamando.
Dejémonos empapar por la Palabra de Dios. Dejemos que inunde nuestra vida como agua regeneradora y salvadora que nos transforme y llene de vida. Sintamos que es de verdad eficaz en nosotros si nos dejamos conducir por el Espíritu del Señor.

lunes, 11 de enero de 2010

Los pequeños cuentan para Dios

1Sam. 1, 1-8
Sal. 115
Mc. 1, 14-20


Nos puede parecer baladí y sin mayor trascendencia la reflexión que me hago y comparto con ustedes, pero sí pienso que puede ayudarnos a comprender mejor cuáles son los caminos del Señor para nuestra vida. Si con nuestros criterios humanos pudiéramos escoger a quien tiene que realizar una importante misión, buscaríamos una persona preparada quizá importante, con cualidades y valores apropiados para la misión que se le va a confiar y así buscaríamos una serie de condiciones para encontrar la persona más apta. Humanamente hablando es lógico que pensemos así.
Pero hoy la Palabra proclamada nos está diciendo que en el actuar de Dios se salta esos criterios, llamémoslos humanos, y quizá escoge aquellas personas que han de ser colaboradores o instrumentos de su actuar podríamos decir con otra visión. Dios quiere contar con el hombre, pero la acción salvífica es obra suya y es pura gracia y puro don de su benevolencia, su buen y mucho querer, para con el hombre.
Estamos comenzando a leer en lectura continuada, ahora que iniciamos el tiempo ordinario, el libro de Samuel. Vamos a conocer a ese gran profeta y juez del pueblo de Israel que tan importante papel desempeñó en la historia de la salvación. ¿Cuál es la madre que escoge Dios para que de ella nazca este gran profeta y hombre de Dios? Una mujer estéril.
El texto de hoy es como una preparación para todo lo que luego va a suceder haciéndonos el planteamiento de lo que sucedía a aquella mujer y aquella familia. Ser estéril en el pueblo de Israel era un gran oprobio para una mujer israelita. Es lo que sucedía a Ana, que incluso se ve insultada por no haber podido dar hijos a su marido. Pero aquí está el actuar maravilloso de Dios. La obra es de Dios y no es merecimiento humano. Y Dios quiere contar con lo que aparece como más pequeño y humilde.
En el evangelio vemos el inicio del anuncio del Evangelio por Galilea. ‘Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios’. Una invitación a la conversión para creer en la Buena Noticia que se les estaba anunciando, porque ‘está cerca el Reino de Dios’. Pronto Jesús invitará a seguirle y a algunos a formar parte del grupo de sus discípulos que un día a de convertir en Apóstoles.
¿A quienes escoge? ¿Va a Jerusalén a buscar entre los sacerdotes o los levitas del templo? ¿Busca letrados y entendidos de la ley que por sus conocimientos podrían explicarla mejor? ¿Será entre el grupo de aquellos que se consideraban a sí mismo los selectos y los puros? ¿Será gente importante? Escoge a unos pescadores de Galilea.
‘Pasando junto al lago, vio a Simón y a su hermano Andrés, que eran pescadores y estaban echando el copo en el lago… un poco más adelante vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes…’ Es a estos a los primeros que Jesús llama. ‘Venid conmigo y os haré pescadores de hombres…’ Unos pescadores, gente sencilla y humilde, que con su trabajo pobre trataban de ganarse la vida pero que no suponía que fueran importantes y preparados para una misión tan grande que Jesús un día les confiaría. Pero ese es el actuar de Dios, esa es la manera de actuar de Jesús, que nació pobre y siempre le veremos rodeado de los pobres y de los humildes, porque eran además los que mejor acogían la Buena Noticia que Jesús proclamaba.
El Señor también se fija en nosotros pobres y humildes. Quizá también con muchas limitaciones en las discapacidades que nos van apareciendo en la vida, por nuestros años, nuestras enfermedades y debilidades. Pero Dios quiere contar con nosotros. A los ojos de Dios somos valiosos en la construcción de su Reino. No haremos grandes cosas, pero en esas pequeñas cosas que podemos hacer cada día podemos ir sembrando semillas del reino de Dios, con nuestros sacrificios, nuestras pequeñas ofrendas de nuestras limitaciones que hechas con amor a los ojos de Dios son grandes ofrendas, con nuestra humilde palabra, nuestro sencillo consejo o lo que nos pueda parecer imperceptible sonrisa. Todo vale para la construcción del Reino de Dios, para el anuncio de la Buena Nueva del Evangelio del Reino, porque quien va a dar valor a todo eso es la gracia del Señor que siempre actúa de forma generosa y gratuita.
Dios cuenta contigo y cuenta conmigo, lo que en verdad vale es la gracia del Señor. Démosle una respuesta generosa.

domingo, 10 de enero de 2010

Tú eres mi hijo amado, el predilecto

Is. 40, 1-5.9-11;
Sal. 103;
Tito, 2, 11-14;
Lc. 3, 4-7

‘Ha aparecido la gracia de Dios que trae la salvación para todos los hombres… ha aparecido la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor al hombre… según su propia misericordia nos ha salvado…’, nos decía san Pablo. ‘Se revelará la gloria del Señor y la verán todos los hombres juntos… aquí está vuestro Dios; el Señor Dios llega con poder…’ nos anunciaba el profeta Isaías.
Seguimos viviendo hoy la Epifanía, la manifestación de Jesucristo, cuando estamos hoy celebrando su bautismo. Se nos manifiesta el Señor. Los ángeles con su resplandor anunciaron a los pastores que en la ciudad de Belén había nacido un Salvador; la estrella en lo alto de los cielos anunció a los Magos de Oriente el nacimiento del Rey de los judíos; hoy, allá en el Jordán, mientras Juan bautizaba en un bautismo general invitando a prepararse para la venida del Mesías, allí se estaba manifestando Jesús como el Mesías, el Ungido de Dios, el Hijo amado del Padre. Se nos está revelando la gloria del Señor. Todos podemos contemplarla y todos hemos de cantar al Señor: ‘¡Dios mío, qué grande eres!’ como hemos aclamado en el salmo.
‘En un bautismo general, Jesús también se bautizó. Y, mientras oraba, se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre El en forma de paloma, y vino una voz del cielo: Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto’. Como decimos en el prefacio: ‘hiciste descender tu voz desde el cielo, para que el mundo creyese que tu Palabra habitaba entre nosotros… y ungiste a tu siervo Jesús para que los hombres reconociesen en El al Mesías enviado a anunciar la salvación a los pobres’.
‘Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto’, se oye la voz desde el cielo. ‘Aquí estoy yo, Padre, para hacer tu voluntad’, es la palabra primera y la respuesta de Jesús. ‘Mi alimento es hacer la voluntad del Padre’, diría en una ocasión a los discípulos. ‘Gracias, Padre; te bendigo, Señor del cielo y de la tierra, porque revelaste estas cosas a los humildes y a los sencillos’, sería la oración de Jesús. Pero sería también su ofrenda en el momento culminante de su muerte, pero que había sido la de toda su vida: ‘A tus manos, Padre, encomiendo mi Espíritu’.
Estamos contemplando hoy al Hijo amado del Padre, el Hijo de Dios y nuestro Salvador. Estamos contemplando una vez más la Palabra que se hizo carne y plantó su tienda entre nosotros. Es el Hijo amado de Dios a quien tenemos que escuchar. Es el Mesías Salvador que nos redime y nos salva y nos llena de nueva vida. Es el Hijo que a nosotros quiere hacernos hijos para que así también seamos amados del Padre. Tanto se encarna El en nuestra carne humana, que a nosotros nos eleva, a nosotros nos da el don de su Espíritu, a nosotros nos llena de nueva vida, la vida misma de Dios para convertirnos en hijos.
Cuando celebramos el Bautismo del Señor hemos de recordar nuestro propio Bautismo. No es necesario recordar mucho que el Bautismo al que quiso someterse Jesús en el Jordán era el que Juan administraba a quienes querían prepararse para la venida del Mesías y era como un signo de penitencia y conversión. No necesitaba Jesús de ese Bautismo, porque, aunque cargaba con todos nuestros pecados, en El no había pecado.
‘Yo bautizo con Juan, decía Juan, pero viene el que puede más que yo… El os bautizará con Espíritu Santo y fuego’. Como nos narra san Mateo porfiaba Juan con Jesús, porque le decía ‘soy yo el que necesito que tú me bautices’, aunque Jesús le replicaba: ‘Déjalo ahora. Está bien que cumplamos con lo que Dios quiere’.
¿Qué podría significar que Jesús que ya era el Hijo de Dios quisiera someterse al bautismo de Juan? ‘En el bautismo de Cristo en el Jordán, decimos en el prefacio, has realizado signos prodigiosos, para manifestar el misterio del nuevo Bautismo’. A partir de entonces las aguas bautismales por la fuerza del Espíritu de Dios tendrán el poder de santificar para hacernos hijos de Dios. Las aguas bautismales serán para nosotros por la fuerza del Espíritu el sacramento del nuevo nacimiento.
‘Ha aparecido la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor al hombre….que según su propia misericordia nos ha salvado, con el baño del segundo nacimiento y con la renovación del Espíritu Santo que Dios derramó copiosamente sobre nosotros por medio de Jesucristo, nuestro Señor’. Así nos decía san Pablo en la carta a Tito, que hoy hemos escuchado.
‘¡Dios mío, qué grande eres!’ tenemos que exclamar y dar gracias. También nosotros en nuestro Bautismo, ese bautismo por el que nos uníamos a Jesús para llenarnos de su vida y de su gracia, hemos comenzado a escuchar en nuestro corazón, repetido una y otra vez, ‘Tú eres mi hijo amado’. Somos amados del Señor. Somos también sus preferidos porque a nosotros también nos ha hecho hijos.
En Cristo resplandecía la gloria del Señor, porque era el Hijo de Dios. Esa gloria también tendría que resplandecer en nuestra vida. Por eso nuestra tarea será que todo lo que hagamos sea siempre para la gloria del Señor. En nosotros tendrá que resplandecer la gloria del Señor porque así tiene que ser santa nuestra vida. ¡Qué grandeza la que estamos recibiendo, pero también que exigencia más grande!
Algunas veces no terminamos de valorar lo suficiente el Bautismo que hemos recibido. Una celebración como la de hoy tendría que enseñarnos a recordar esa nuestra condición de bautizados y a valorar más el bautismo que hemos recibido. Que cuando participemos en alguna celebración del Bautismo tratemos de vivirlo intensamente para renovar esa gracia bautismal en nosotros.
Démosle gracias a Dios. No nos cansemos de alabar y bendecir al Señor. Pidamos su gracia, su fortaleza, la fuerza de su Espíritu para que así nos alejamos siempre del pecado y vivamos esa dignidad grande de hijos de Dios.