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domingo, 10 de enero de 2010

Tú eres mi hijo amado, el predilecto

Is. 40, 1-5.9-11;
Sal. 103;
Tito, 2, 11-14;
Lc. 3, 4-7

‘Ha aparecido la gracia de Dios que trae la salvación para todos los hombres… ha aparecido la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor al hombre… según su propia misericordia nos ha salvado…’, nos decía san Pablo. ‘Se revelará la gloria del Señor y la verán todos los hombres juntos… aquí está vuestro Dios; el Señor Dios llega con poder…’ nos anunciaba el profeta Isaías.
Seguimos viviendo hoy la Epifanía, la manifestación de Jesucristo, cuando estamos hoy celebrando su bautismo. Se nos manifiesta el Señor. Los ángeles con su resplandor anunciaron a los pastores que en la ciudad de Belén había nacido un Salvador; la estrella en lo alto de los cielos anunció a los Magos de Oriente el nacimiento del Rey de los judíos; hoy, allá en el Jordán, mientras Juan bautizaba en un bautismo general invitando a prepararse para la venida del Mesías, allí se estaba manifestando Jesús como el Mesías, el Ungido de Dios, el Hijo amado del Padre. Se nos está revelando la gloria del Señor. Todos podemos contemplarla y todos hemos de cantar al Señor: ‘¡Dios mío, qué grande eres!’ como hemos aclamado en el salmo.
‘En un bautismo general, Jesús también se bautizó. Y, mientras oraba, se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre El en forma de paloma, y vino una voz del cielo: Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto’. Como decimos en el prefacio: ‘hiciste descender tu voz desde el cielo, para que el mundo creyese que tu Palabra habitaba entre nosotros… y ungiste a tu siervo Jesús para que los hombres reconociesen en El al Mesías enviado a anunciar la salvación a los pobres’.
‘Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto’, se oye la voz desde el cielo. ‘Aquí estoy yo, Padre, para hacer tu voluntad’, es la palabra primera y la respuesta de Jesús. ‘Mi alimento es hacer la voluntad del Padre’, diría en una ocasión a los discípulos. ‘Gracias, Padre; te bendigo, Señor del cielo y de la tierra, porque revelaste estas cosas a los humildes y a los sencillos’, sería la oración de Jesús. Pero sería también su ofrenda en el momento culminante de su muerte, pero que había sido la de toda su vida: ‘A tus manos, Padre, encomiendo mi Espíritu’.
Estamos contemplando hoy al Hijo amado del Padre, el Hijo de Dios y nuestro Salvador. Estamos contemplando una vez más la Palabra que se hizo carne y plantó su tienda entre nosotros. Es el Hijo amado de Dios a quien tenemos que escuchar. Es el Mesías Salvador que nos redime y nos salva y nos llena de nueva vida. Es el Hijo que a nosotros quiere hacernos hijos para que así también seamos amados del Padre. Tanto se encarna El en nuestra carne humana, que a nosotros nos eleva, a nosotros nos da el don de su Espíritu, a nosotros nos llena de nueva vida, la vida misma de Dios para convertirnos en hijos.
Cuando celebramos el Bautismo del Señor hemos de recordar nuestro propio Bautismo. No es necesario recordar mucho que el Bautismo al que quiso someterse Jesús en el Jordán era el que Juan administraba a quienes querían prepararse para la venida del Mesías y era como un signo de penitencia y conversión. No necesitaba Jesús de ese Bautismo, porque, aunque cargaba con todos nuestros pecados, en El no había pecado.
‘Yo bautizo con Juan, decía Juan, pero viene el que puede más que yo… El os bautizará con Espíritu Santo y fuego’. Como nos narra san Mateo porfiaba Juan con Jesús, porque le decía ‘soy yo el que necesito que tú me bautices’, aunque Jesús le replicaba: ‘Déjalo ahora. Está bien que cumplamos con lo que Dios quiere’.
¿Qué podría significar que Jesús que ya era el Hijo de Dios quisiera someterse al bautismo de Juan? ‘En el bautismo de Cristo en el Jordán, decimos en el prefacio, has realizado signos prodigiosos, para manifestar el misterio del nuevo Bautismo’. A partir de entonces las aguas bautismales por la fuerza del Espíritu de Dios tendrán el poder de santificar para hacernos hijos de Dios. Las aguas bautismales serán para nosotros por la fuerza del Espíritu el sacramento del nuevo nacimiento.
‘Ha aparecido la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor al hombre….que según su propia misericordia nos ha salvado, con el baño del segundo nacimiento y con la renovación del Espíritu Santo que Dios derramó copiosamente sobre nosotros por medio de Jesucristo, nuestro Señor’. Así nos decía san Pablo en la carta a Tito, que hoy hemos escuchado.
‘¡Dios mío, qué grande eres!’ tenemos que exclamar y dar gracias. También nosotros en nuestro Bautismo, ese bautismo por el que nos uníamos a Jesús para llenarnos de su vida y de su gracia, hemos comenzado a escuchar en nuestro corazón, repetido una y otra vez, ‘Tú eres mi hijo amado’. Somos amados del Señor. Somos también sus preferidos porque a nosotros también nos ha hecho hijos.
En Cristo resplandecía la gloria del Señor, porque era el Hijo de Dios. Esa gloria también tendría que resplandecer en nuestra vida. Por eso nuestra tarea será que todo lo que hagamos sea siempre para la gloria del Señor. En nosotros tendrá que resplandecer la gloria del Señor porque así tiene que ser santa nuestra vida. ¡Qué grandeza la que estamos recibiendo, pero también que exigencia más grande!
Algunas veces no terminamos de valorar lo suficiente el Bautismo que hemos recibido. Una celebración como la de hoy tendría que enseñarnos a recordar esa nuestra condición de bautizados y a valorar más el bautismo que hemos recibido. Que cuando participemos en alguna celebración del Bautismo tratemos de vivirlo intensamente para renovar esa gracia bautismal en nosotros.
Démosle gracias a Dios. No nos cansemos de alabar y bendecir al Señor. Pidamos su gracia, su fortaleza, la fuerza de su Espíritu para que así nos alejamos siempre del pecado y vivamos esa dignidad grande de hijos de Dios.

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